Simón
Rodríguez tuvo que vivir tiempos convulsos. Fue contemporáneo de las terribles
guerras de independencia en Hispanoamérica. La Corona era opresiva, pero al
menos garantizaba un mínimo de estabilidad. En cambio, cuando se consumó la
independencia, en casi todos los países recién emancipados, se suscitó una ola
generalizada de caos, anarquía y caudillismo.
Parte de
la reflexión filosófica de Rodríguez trató de atender estos problemas. Ya los
países estaban independizados, ¿qué hacer ahora? Rodríguez insistió en la
necesidad de la educación. Era necesario formar ciudadanos para poder erigir un
nuevo orden social. Rodríguez se constituyó como una voz civil fresca y educada
entre políticos gorilas que estaban acostumbrados al militarismo. Quizás, en
parte, su civilidad fue también su fracaso. Bolívar le asignó la conducción de
proyectos educativos en la recién creada Bolivia. Al cabo de poco tiempo,
Rodríguez tuvo que renunciar, porque no logró congeniar con Sucre, un militar
(es curioso que en la mitología nacionalista venezolana, se presenta a todos
los próceres como si fueran grandes amigos entre sí; la realidad histórica es
muy distinta).
No cabe
dudar de la gran cultura que Rodríguez poseía. Fue un hombre que conoció de
cerca la filosofía de la Ilustración mientras estuvo exiliado en Europa (había
participado en la fracasada conspiración independentista de Gual y España en
1797), y su influencia sobre el pensamiento de Bolívar es indiscutible. En un
país repleto con estatuas de militares y caudillos, los honores a un educador
como Rodríguez siempre son bienvenidos.
Pero,
hay un aspecto en la obra de Rodríguez que me desagrada. Ante el caos en el que
se encontraban los países hispanoamericanos, Rodríguez consideraba que los
forjadores de las nuevas naciones debían desistir de importar modelos foráneos.
Los caudillos criollos, inexpertos en el gobierno (pues en el régimen colonial
siempre gobernaron los peninsulares), buscaban soluciones basadas en modelos
europeos. Rodríguez repudiaba eso. Decía algo más bien parecido a la canción de
Rubén Blades: los modelos importados no son la solución. Hay que buscar lo
propio, pues los modelos europeos no se pueden aplicar a la realidad americana,
que es muy distinta a la europea. En palabras de Rodríguez: “La América
española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y
originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos, o erramos”.
A juicio
de Rodríguez, esto también debe hacerse en la educación, tal como lo expresa en
otra de sus célebres frases: “Más cuenta nos tiene entender a un indio que a
Ovidio”. Con esto, Rodríguez dejaba entrever que la educación americana debe
dejar de enseñar contenidos propios de Europa, y más bien, debe incluir
contenidos afines a la población americana.
En
principio, todo esto es muy razonable. Cada país tiene sus particularidades, y
copiar al calco un modelo de un país, para implantarlo en otro, puede resultar problemático.
El problema con la postura de Rodríguez, no obstante, es que ha sido abusada.
En nombre de la lucha contra el eurocentrismo, muchas veces se ha pretendido repudiar
cosas que claramente nos benefician, por el mero hecho de que originalmente
proceden de Europa. Por ejemplo, en nombre de la lucha contra el eurocentrismo,
en América Latina muchas veces se quiere obstaculizar el avance del progreso
científico, a fin de proteger la mentalidad mágica de los indígenas.
En cierto sentido,
Rodríguez fue un pionero del nacionalismo romántico americano que se convirtió
en occidentofobia. A pesar de tener bastante influencia de los ilustrados
europeos, sus posturas son más afines a la de los contra-ilustrados románticos
del siglo XIX. A juicio de estos románticos, cada nación tiene un Volksgeist, un espíritu del pueblo,
incompatible con las importaciones modernas que la Revolución Francesa trató de
expandir. Rodríguez sembró la semilla de la obsesión que los nacionalistas
latinoamericanos tienen, cuando procuran construir una identidad propia a toda
costa.
En muchos aspectos,
yo francamente prefiero ser un copión de cosas buenas, que un inventor de cosas
malas. La ciencia, la racionalidad, el laicismo, la república, el
constitucionalismo, la división de poderes, las grandes tecnologías, la industrialización, la medicina, el debido proceso jurídico… todas esas
grandes cosas vienen de la Europa modernizada. Pero, rechazarlas por el mero
hecho de ser originalmente extranjeras sería un acto de brutal fanatismo
nacionalista. El dejar de inventar no es necesariamente errar.
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