domingo, 29 de enero de 2012

Mi país, para bien o para mal

En 2006, Venezuela y Guatemala de disputaban un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU. En aquella época, Guatemala tenía un gobierno con inclinaciones derechistas, y Venezuela tenía (y sigue teniendo) una fuerte inclinación izquierdista. Por ello, no se trataba de una mera disputa entre dos países. Se trataba más bien de una disputa ideológica. Los intelectuales de derecha favorecían la opción de Guatemala, los de izquierda favorecían la opción de Venezuela.

No conozco cómo vivieron aquella situación los guatemaltecos. Pero, sí conozco de cerca cómo la vivieron los venezolanos. Hubo alguna oposición interna a que Venezuela ocupara ese puesto. El razonamiento era sencillo: según el alegato de los venezolanos que se oponían a que su país integrase el Consejo de Seguridad, Venezuela tenía un gobierno autocrático, y ocupar un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU sería una especie de beneficio inmerecido. El gobierno, naturalmente, se defendió, señalando su supuesto carácter democrático.

Pero, ése no fue el único razonamiento del gobierno. De hecho, pesó mucho más como argumento que todos los venezolanos tienen el deber nacionalista de respaldar a Venezuela en las causas extranjeras, y quienes no lo hicieran, serían ‘apátridas’. En otras palabras, para los venezolanos no era suficiente buscar motivos ideológicos para respaldar la entrada de su país al Consejo de Seguridad. Antes bien, los ciudadanos deben defender a la nación en el concierto internacional, sea cual sea su ideología política. No se trata de una disputa entre un gobierno de izquierda y un gobierno de derecha, sino de una disputa entre una nación foránea y nuestra nación. Y, es perfectamente natural que cada persona defienda a su nación. Por ello, nos corresponde defender a nuestra nación, aun si no estamos de acuerdo con sus gobernantes.

Esta actitud fue emblemáticamente recapitulada por Stephen Decatur, un capitán norteamericano quien, en pleno fervor patriótico a inicios del siglo XIX, pronunció la infame frase: “mi país, para bien o para mal”. Desde entonces, ésta ha sido la frase que ha servido de fundamento al nacionalismo embrutecedor de la era moderna.

La nación ocupa hoy el lugar que, en siglos anteriores, ocupaba la religión. En épocas pasadas, cambiarse de religión era un gravísimo motivo de censura. Hoy, al menos en los países democráticos, se ha garantizado la suficiente tolerancia y libertad como para que una persona que haya nacido en el seno de una religión, se convierta a otra. En términos generales, en la contemporaneidad las personas tienen la suficiente autonomía como para tomar posturas al margen de las posturas religiosas dominantes en el colectivo.

Pero, ese privilegio no existe frente al nacionalismo. Éste exige suprema lealtad a los ciudadanos. Y, a diferencia de la religión en nuestra época, el ciudadano no cuenta con la suficiente autonomía como para escoger una u otra nacionalidad. Una persona puede seleccionar ser católica, y tiene la perfecta libertad de renunciar a su religión cuando sienta que los dogmas de esa religión son sencillamente inaceptables. Pero, una persona no ha seleccionado ser venezolana, y tampoco tiene la opción de renunciar a su nacionalidad cuando le parece que los alegatos de su gobierno, hechos en nombre de la nación, son inaceptables.

El nacionalismo suprime la libertad de conciencia. En virtud del lugar de nacimiento de las personas, el nacionalismo les exige que acepte un conjunto de creencias, sin contemplación por el fuero autónomo de la conciencia. El nacionalismo no permite que el ciudadano juzgue moralmente a la nación; antes bien, impone sobre el ciudadano la consigna: “mi país, para bien o para mal”. Cuestionar los mitos nacionalistas se convierte así en traición a la patria.

Con esto, la nación desplaza a cualquier otra marca de identidad en el mundo contemporáneo. Las discusiones ideológicas quedan relegadas a un segundo plano. No es tan relevante quién es comunista o capitalista, sino quién se parece culturalmente a nosotros, y quién no. Por ejemplo, durante la Guerra de las Malvinas, una sanguinaria dictadura militar tomó la decisión de invadir un territorio bajo la soberanía de una monarquía parlamentaria. Ambos sistemas de gobierno pueden ser reprochables, pero un mínimo de sensatez debería hacer concluir que es mucho más objetable la dictadura militar que la monarquía parlamentaria. No obstante, durante aquella guerra, se esperaba que todos los países latinoamericanos apoyasen la causa de la dictadura argentina.

El motivo no era tanto un asunto de justicia (muy poca gente conoce los detalles de la disputa territorial de las Malvinas, la cual es bastante compleja), sino de nacionalismo. Es natural que los latinoamericanos apoyen a los argentinos, en virtud de que comparten con nosotros más vínculos culturales. Puede ser que los argentinos estén gobernados por unos gorilas, y que estén equivocados en su reclamo territorial, pero, una vez más: mi país (o mi pueblo), para bien o para mal.

Desde la segunda mitad del siglo XX, los procesos de descolonización han intensificado aún más esta tendencia. En las sociedades democráticas de Occidente, se ha alimentado aquello que ha venido a llamarse la ‘política de la identidad’. En virtud de que el colonialismo apabulló a muchos pueblos nativos con una ideología racista que infundía graves complejos de inferioridad, ahora los descolonizadores pretenden remediar ese daño, exacerbando el orgullo étnico de los pueblos colonizados a toda costa.

Cuando empezó la Guerra Fría, se pensó que el nacionalismo cedería, y que lo relevante en la política sería la ideología. Pero, las brutales experiencias de Yugoslavia, Ruanda y otros casos trágicos, ha revelado que, en el acontecer político, la vinculación ideológica es apenas secundaria frente a la vinculación étnica. Los políticos triunfan, no tanto porque ellos representen las ideas políticas de las masas, sino porque representan su mismo grupo étnico. En el momento en que se desmembraba Yugoslavia, un croata comunista sentía que lo representa mejor un político croata capitalista, que un político serbio comunista. Puede ser que ese político croata fuera un corrupto, pero para el votante croata, el hecho de que compartieran la etnicidad pesaba por encima de todo lo demás.

Hoy, cada vez más nos balcanizamos en América Latina. La violencia de los Balcanes empezó por la exacerbación del nacionalismo. Los ciudadanos de la antigua Yugoslavia habían perdido la capacidad racional de tomar decisiones políticas. De ellos se apoderó la idea de que el destino había fijado la obligación de defender a un grupo de gente, independientemente de su composición ideológica. Los serbios, croatas, eslovenos y bosnios debían defender a sus países a toda costa, para bien o para mal. Todo lo demás es secundario.

La semilla de la balcanización ya está sembrada en los latinoamericanos. Debemos aceptar la grandeza de Bolívar, Martí o San Martín, sin importar si realmente estos personajes son merecedores de elogios o no. Debemos aupar a nuestros equipos de fútbol, sin importar si nos gusta más el estilo de juego de equipos de otras naciones del mundo. Debemos visitar los destinos turísticos de nuestros países primero, sin importar si disfrutamos mucho más yendo Disney World. Poco a poco, se va internalizando más la infame frase, “mi país, para bien o para mal”. Cuando ya la frase haya echado raíces firmes en la conciencia colectiva, no habrá nada para detener a un tirano que exija cometer atropellos en nombre de la patria, y que las masas sientan la obligación de seguirlo. Afortunadamente, aún estamos a tiempo de corregir.

viernes, 27 de enero de 2012

Hiroshima: ¿una monstruosidad moral?

Uno de los lugares comunes del antiamericanismo es la denuncia del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki como monstruosidad moral. Se alega que EE.UU. ha sido sumamente hipócrita en denunciar la carrera armamentística nuclear de otros países (como Irán o Corea del Norte), cuando ellos han sido los únicos en detonar bombas atómicas en la historia de la humanidad. Los ataques a Hiroshima y Nagasaki dejaron ciento cincuenta mil muertos (la abrumadora mayoría civiles), y considerables daños ecológicos. No en vano, comprensiblemente aún nos horrorizamos con las imágenes procedentes de aquel lamentable suceso.

Seguramente, si EE.UU. hubiese sido derrotado en la Segunda Guerra Mundial, Harry Truman hubiese sido enjuiciado como criminal de guerra. Parece que el viejo adagio de que los vencedores escriben la historia, o al menos, imponen la justicia para sus enemigos, pero nunca para ellos mismos, tiene asidero en el caso de Hiroshima y Nagasaki.

Pero, con sesenta años de distancia, y dejando los nacionalismos de lado, evaluemos la situación, e intentemos hacer un juicio moral más objetivo. ¿Fue el bombardeo de Hiroshima realmente una monstruosidad moral? Nuestra respuesta dependerá de cuál doctrina ética sigamos.

En 1945, los EE.UU. tenían tres posibilidades frente a Japón. La primera era sencillamente retirarse del conflicto armado, una vez que las tropas imperiales japonesas fueran expulsadas de los territorios que previamente habían invadido en el Pacífico. Esto habría permitido la continuidad del fascismo japonés, y si bien el imperio japonés habría estado debilitado por su derrota en los teatros de operaciones del Pacífico, seguramente habría tenido la suficiente fortaleza como para rearmarse y lanzar una nueva guerra.

Ni ahora, ni en aquel entonces, esto ha sido visto como una opción sensata. Hay un abrumador consenso de que era necesario que Japón se rindiese y los aliados llegasen hasta Tokio, pues sólo de ese modo, podría asegurarse que el fascismo japonés fuese satisfactoriamente desmantelado. Ahora bien, a partir de la necesidad de que Japón se rindiese, los norteamericanos tenían dos opciones. La primera era organizar una invasión masiva, del mismo modo en que los soviéticos también lo estaban haciendo. La segunda era lanzar la bomba atómica.

Truman justificó la segunda opción, alegando que, de haber seguido la primera opción, el número de bajas hubiese sido demasiado alto. Los asesores militares de Truman habían calculado que la invasión traería consigo cerca de medio millón de muertos. Así, Truman prefirió lanzar la bomba atómica. Su razonamiento era sencillo: la primera opción generaría medio millón de muertos; la segunda opción generaría ciento cincuenta mil muertos. Truman no tuvo reparos en señalar que los ciento cincuenta mil muertos de Hiroshima y Nagasaki salvaron medio millón de vidas.

El razonamiento de Truman ha sido atacado desde varios frentes. Un primer conjunto de críticas proceden de hechos concretos. El segundo conjunto de críticas proceden de formalidades filosóficas. Quienes reprochan a Truman a partir del primer conjunto de críticas, postulan que Japón estaba ya dispuesto a rendirse antes del lanzamiento de la bomba atómica, debido a su debilitamiento en los combates contra los soviéticos. En ese caso, la invasión a Japón hubiese sido menos catastrófica de lo que Truman suponía. Ha habido bastante revisionismo histórico en este asunto, y el debate está abierto.

Pero, la mayoría de la gente no critica la decisión de Truman con datos históricos en la mano. Prefieren, en vez, acudir a argumentos más filosóficos (muchas veces clichés), y menos historiográficos. Según algunos, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki fue intrínsecamente inmoral, pues actos como éstos no pueden tener justificación bajo ninguna circunstancia. Según este alegato, no importa que el bombardeo haya salvado medio millón de vidas; el hecho de que haya sido tan brutal, lo convierte en monstruoso.

Alegatos como éstos han tenido cierto atractivo, pero no son filosóficamente contundentes. El sentido común dicta que ciento cincuenta mil muertos son preferibles a medio millón de muertos. Si hemos de seguir a los filósofos utilitaristas, éstos nos informan que un acto moral es aquel que genere la máxima cantidad de placer y menor cantidad de sufrimiento. Si no lanzar la bomba atómica habría generado sufrimiento para medio millón de personas, pero lanzarla habría ahorrado el sufrimiento de ese medio millón, a expensas del sufrimiento de ciento cincuenta mil, entonces claramente deberíamos inclinarnos por la segunda opción.

De hecho, continuamente aplicamos este razonamiento utilitarista a muchísimas situaciones. Por ejemplo, los médicos saben muy bien que las campañas de vacunación siempre causarán algunos muertos en la población vacunada. Pero, los médicos razonan: el no vacunar trae consigo un número de muertos aún mayor. Por ende, la decisión no debería ser muy difícil: aun si la aplicación de vacunas es responsables de algunas muertes, es preferible, pues salvará un número mayor de vidas.

Alguna gente alega que sencillamente nunca podremos estar en capacidad para saber qué hubiese ocurrido si no se hubiese lanzado la bomba atómica. Y, en vista de eso, fue una monstruosidad moral lanzar una bomba atómica, creyendo que con eso se salvarían más vidas.

A esto, debe responderse lo siguiente: no es un mero ejercicio de imaginación especulativa el postular qué hubiese pasado si no se hubiese lanzado la bomba atómica. Si tenemos en consideración las variables, podemos hacer una aproximación sobre qué ocurriría bajo algunas circunstancias específicas, aun sin necesidad de someterlas directamente a la experimentación (de hecho, precisamente de esto se ocupan los modelos de simulación científica). Así como las ciencias médicas pueden calcular cuántos muertos puede haber si no se aplica una vacuna, las ciencias militares pudieron calcular cuántos muertos pudo haber si no se lanzaba la bomba atómica. Ciertamente, hacer un cálculo como ése era muy complejo (y, los norteamericanos ni siquiera estaban seguros de cuántos muertos dejaría la bomba atómica). Pero, en principio, puede intentarse hacer el cálculo.

De hecho, una de las grandes lecciones que nos dejaron los filósofos de la Ilustración, en especial el Marqués de Condorcet, es que las decisiones siempre deben tomarse a partir de un cálculo previo de cuáles serían los resultados derivados de cada una de las opciones. Condorcet reconocía que nunca tendremos absoluta seguridad, y que en esos cálculos, sólo podemos manejarnos con probabilidad. Pero, esa probabilidad justifica las decisiones. Los norteamericanos aplicaron ese método probabilístico de Condorcet a la hora de decidir el bombardeo atómico.

De esa manera, las críticas a la decisión norteamericana ya no son tan formidables. Quizás, las investigaciones historiográficas revelen que Japón estaba dispuesto a rendirse, y en ese sentido, la invasión no habría dejado el supuesto medio millón de muertos invocado por los norteamericanos. Pero, a nivel filosófico, el razonamiento utilitarista de Truman es aceptable: si de verdad puede afirmarse con un alto grado de probabilidad que la invasión iba a dejar medio millón de muertos, entonces lo útil (y, por ende, lo moral), fue lanzar la bomba atómica.

Pero, hay un matiz en el razonamiento utilitarista, y para ello, recurramos a la célebre ilustración del problema de los trenes. Supongamos que un tren pierde los frenos y va por una vía, y en esa vía hay cinco personas amarradas, a las cuales el tren arroyará inevitablemente. Supongamos que hay otra vía en la cual hay una sola persona amarrada. Supongamos que el conductor tiene la posibilidad de desviar el tren hacia la vía en la cual está una sola persona amarrada. ¿Es moral desviar el tren? La respuesta parece obvia: sí es moral. Gracias a la acción del conductor, murió una persona, pero se salvaron cinco. Los paralelismos con Truman y la bomba atómica son evidentes: así como no reprochamos al conductor por desviar el tren para matar a una persona pero salvar cinco, tampoco reprochamos a Truman lanzar una bomba atómica para matar a ciento cincuenta mil, pero salvar a medio millón.

Pero, pensemos ahora en una nueva situación: el mismo tren sin frenos va por una vía en la cual están amarradas cinco personas. Pero, esta vez, no hay una vía alterna. No obstante, hay un hombre gordo dentro del tren. Si se lanza al gordo por la borda, su peso podría hacer detener el tren, y con esto, se salvaría la vida de las cinco personas, pero el gordo moriría. ¿Es moral lanzar al gordo? Acá nuestras intuiciones ya no son tan claras, y se hace difícil postular como moral esa acción.

En ambos casos, la acción desemboca en una muerte para salvar a cinco. Pero, parece que hay una distinción entre realizar una acción inofensiva que traerá más efectos buenos que malos; y realizar una acción deliberadamente perjudicial, aun si de ella surgen más efectos buenos que malos. En el primer caso, no se participa directamente en el perjuicio; sencillamente se realiza una acción para buscar buenas consecuencias y que indirectamente, generará algún daño colateral. En cambio, en la segunda acción, se realiza una acción que directamente genera daños, a pesar de que estos daños traerán beneficios aún mayores.

En la Edad Media, Santo Tomás de Aquino se planteó este problema, y trató de resolverlo con su doctrina del ‘efecto doble’. Según esta doctrina, algunas acciones que generen efectos perjudiciales pueden ser morales. Pero, para ello, deben cumplir tres condiciones. Primero, el acto debe ser al menos moralmente neutro, nunca debe buscar deliberadamente generar sufrimiento. Segundo, la intención del acto debe ser buscar las buenas consecuencias; no las malas. Tercero, las buenas consecuencias deben tener más peso que las consecuencias negativas.

Así, algunas acciones tienen efectos dobles, a saber, tanto positivos como negativos. Pero, si cumplen estos requisitos, pueden calificar como moral. El caso de las vacunas es emblemático: la aplicación de vacunas siempre mata a algunas personas, pero salva muchas vidas. En este sentido, las vacunas tienen doble efecto. La aplicación de una vacuna no busca deliberadamente generar sufrimiento; busca generar buenas consecuencias (salvar vidas); y sus consecuencias beneficiosas exceden abrumadoramente a las perjudiciales. Por ello, bajo el razonamiento de Santo Tomás de Aquino, aplicar vacunas es moral, aún si genera algunos muertos.

Puede extenderse este razonamiento a las decisiones militares. Supongamos que un general toma la decisión de bombardear una fábrica de tanques del enemigo, y esto inevitablemente genera muertes de civiles inocentes. El acto en sí no busca deliberadamente hacer mal; sólo busca destruir los tanques. Su objetivo directo tampoco es matar civiles, sino destruir municiones; la muerte de civiles es daño colateral. Los beneficios de esa acción (debilitar al enemigo y ponerle fin a la guerra) sobrepasan los maleficios (la muerte de los civiles). Por ende, la acción es moral.

Pero, en el caso del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, esa decisión militar no parece calificar como moral bajo la doctrina del efecto doble. Pues, aun si sus consecuencias positivas sobrepasaron sus consecuencias negativas (se salvaron más vidas con la bomba), y aún si el fin último eran las buenas consecuencias (la rendición de Japón y el fin de la guerra) y no las malas (la muerte de civiles), el acto sí buscó deliberadamente hacer mal, aun si con esto se perseguía un bien mayor. El bombardeo de Hiroshima se corresponde con el segundo de los casos del tren (el gordo es lanzado para detener el tren), y no con el primero (se desvía el tren, y con eso se mata a una persona pero se salvan a cinco). A diferencia de otros bombardeos, el de Hiroshima sí buscó deliberadamente la muerte de los civiles, y tuvo participación directa en ello. Y, bajo la doctrina de Tomás de Aquino, aun si el bombardeo de Hiroshima deliberadamente buscó la muerte de civiles con la expectativa de un bien mayor, sigue siendo inmoral.

Los ejemplos del tren, y la doctrina del efecto doble de Tomás de Aquino, constituyen críticas a la doctrina utilitarista, según la cual, nuestros juicios morales deben tener en cuenta sólo la utilidad, evaluada a partir del balance de las consecuencias. Para Tomás de Aquino, las consecuencias no son suficientes para juzgar la moralidad de un acto. En el caso de los trenes, ambos escenarios tuvieron las mismas consecuencias: murió una persona, pero se salvaron cinco. Bajo el razonamiento utilitarista, ambos actos deberían ser igualmente morales. Bajo el razonamiento de Tomás de Aquino, aun si ambos tuvieron el mismo resultado, el primero es moral porque no se participó directamente en el mal menor, mientras que el segundo sí es inmoral porque sí se participó directamente en el mal menor.

Hay, por supuesto, contra-argumentos procedentes de filósofos utilitaristas. Para ellos, es irrelevante si se participa o no directamente en una acción perjudicial, ni siquiera es importante la intención; lo importante son las consecuencias del acto. Y, bajo este estricto razonamiento utilitarista, entonces el bombardeo de Hiroshima sí podría considerarse moral. Es un tema abierto a debate. Pero, precisamente puesto que es un tema abierto a debate, deberíamos conceder que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki no es una acción que esté al mismo nivel de otros actos claramente inmorales, como el Holocausto nazi. No propongo que alabemos a Truman, pero sí propongo que tomemos más cautela a la hora de juzgarlo, y que apreciemos que enfrentaba una decisión muy difícil con implicaciones éticas, sobre las cuales no existe consenso entre los filósofos.

sábado, 21 de enero de 2012

El mito nacionalista en Venezuela

Entre los estudiosos del nacionalismo, hay un viejo debate: ¿surgió primero la nación, o el Estado? ‘Nación’ es una comunidad de personas que siente un vínculo estrecho entre sí. ‘Estado’ es una entidad que se configura como una forma de organización política. Si bien es un tema debatido, la mayoría de los historiadores estima que el Estado y la nación vinieron a aglutinarse hacia el siglo XVIII. A partir de ese entonces, con el auge de los Estados-nación, el Estado se caracterizaría por intentar buscar la unidad nacional de sus ciudadanos.

El consenso (pero no abrumador) entre los historiadores es que, primero existió el Estado, y luego la nación. En la medida en que los grandes Estados se fueron conformando, se buscó la unidad nacional. Los grandes forjadores de muchas naciones modernas hicieron reformas administrativas para crear una entidad gubernamental de algún territorio. Una vez que lograron eso, entonces procedieron a promover una conciencia de identidad nacional. En este sentido, es célebre la frase de Massimo d’Azeglio, uno de los forjadores de la Italia moderna: “hemos creado Italia; ahora nos corresponde crear a los italianos”. En otras palabras, en el momento en que se creó el Estado italiano, aún sus ciudadanos no se sentían italianos. El nacionalismo se encargó de convencerlos de que, a partir de entonces, serían una nueva nación.

Pero, para crear esa identidad nacional, los forjadores del Estado-nación deben recurrir a algunos mitos. Y, el mito predilecto consiste en promulgar que la nación antecede al Estado. Es decir, para que el nacionalismo italiano prosperara, gente como Massimo d’Azeglio debió convencer a los italianos que ellos ya existían como nación desde hacía mucho tiempo, y que su unidad bajo un mismo Estado fue una consecuencia de un desarrollo natural, el cual propicia que las naciones busquen organizarse en un solo Estado, de forma tal que cada nación corresponda con cada Estado.

Así pues, el historiador que busca la verdad, advierte que primero fue el Estado, y luego la nación. Las naciones son, como señala el historiador Benedict Anderson, apenas ‘comunidades imaginadas’, y las élites que conforman los nuevos Estados quieren convencer a las masas de que esas comunidades no son imaginadas, sino que tienen una existencia real. En cambio, el nacionalista que busca conformar el Estado-nación (y a quien no le interesa mucho buscar la verdad), promueve el mito de que primero fue la nación, y luego el Estado, y pretende convencer de que las naciones no son inventos promovidos por los creadores de los nuevos Estados, sino más bien asociaciones espontáneas que naturalmente buscan su materialización estatal.

Venezuela no ha sido excepción en este proceso. Virtualmente todos los jefes de Estado desde la época de Guzmán Blanco han impregnado a la ciudadanía con símbolos nacionalistas. Algunos han sido más agresivos que otros, pero en general, el nacionalismo venezolano de los actores políticos (pero no siempre de la población) ha tenido bastante vigor. El culto a Bolívar como héroe nacional, la exaltación de la música y la gastronomía nacional, la veneración a los símbolos patrios, entre otros, tienen firme arraigo. También son prominentes el irredentismo respecto al Golfo de Venezuela y el Esequibo.

Pero, ha sido el gobierno de Hugo Chávez el que más ha explotado la conciencia nacionalista. Y, no sólo ha dado continuidad a los mitos nacionalistas anteriores (en especial, el culto a Bolívar), sino que también ha formado nuevos mitos, en especial, en torno a la Guerra de Independencia y el nacimiento de Venezuela como Estado-nación.

En el imaginario nacionalista de Chávez, la Guerra de Independencia de Venezuela enfrentó a venezolanos contra españoles. España había invadido a Venezuela en el siglo XVI, y los venezolanos habían vivido en ocupación extranjera por tres siglos. Bolívar liberó a Venezuela y cuatro naciones más (Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador) de la ocupación extranjera. Algunos seguidores de Chávez han planteado incluso que España debe pagar el oro que ‘robó’ a esas naciones. Y, desde antes de Chávez, ha sido frecuente el cliché, según el cual, “Bolívar liberó a cinco naciones”.

Cuando se enuncia que “Bolívar liberó a cinco naciones”, se da por sentado que esas naciones ya existían, y que estaban bajo el yugo extranjero. Pero, eso es precisamente parte del mismo mito nacionalista sobre el cual advierten los historiadores del nacionalismo. Mucho más correcto sería postular que “Bolívar inventó cinco naciones”. En 1810 (el año cuando empiezan las guerras de independencia en América), ninguna de esas naciones existían. Los territorios actuales de Perú, Colombia, Ecuador, Colombia y Venezuela eran territorios ultramarinos del imperio español. Sus habitantes no se sentían venezolanos o colombianos. Se sentían súbitos del rey de España. Y, en ese sentido, no existían esas naciones, pues los habitantes de esos territorios no tenían una identidad nacional formada.

Por supuesto, algunos miembros de la elite criolla ya no se sentían identificados con España (y, vale admitir, tenían buenos motivos para ello). Por motivos fundamentalmente económicos, buscaron crear nuevos Estados, separados ya de España. Y, tras una cruenta guerra, lo lograron. Pero, una vez que crearon esos Estados, necesitaban una nación que aún no existía. Ya desde las guerras independentistas, estas elites habían tratado de convencer a las masas de que éstas nunca habían sido realmente parte de la nación española, sino que siempre fueron venezolanos, pero que habían estado bajo el yugo extranjero. Después de que terminó el conflicto, estas elites buscaron alimentar aún más el mito nacionalista.

Parte de este mito consiste en señalar que la guerra de independencia fue entre venezolanos y españoles. En realidad, fue un conflicto entre gente nacida en la actual Venezuela que se sentían venezolanos, y gente nacida en la actual Venezuela, pero que se sentían españoles súbitos del rey. España envió expediciones para favorecer a los realistas, pero el grueso de los ejércitos realistas estuvo conformado por gente nacida en la misma Venezuela.

Las elites criollas pronto se dieron cuenta de que sus proyectos de nación aún estaban muy crudos, y que sería necesario una masiva inyección de mitos nacionalistas para asegurar la estabilidad de los nuevos Estados. El mito nacionalista tenía que explotar la idea de que, en virtud de que la nación antecedía al Estado, siempre fue distinta de España. Y, puesto que Venezuela en cierto sentido ya existía antes de que llegaran los españoles como invasores extranjeros, Venezuela es heredera de una nación precolombina. Se promovió algo así como si Bolívar y Guaicaipuro hubieran sido parte de un mismo equipo.

Así, la propaganda nacionalista desde la misma época de la guerra de independencia promulgó que se trataba de una suerte de venganza que los venezolanos harían a los españoles, por aquello que los españoles habían hecho a los venezolanos tres siglos antes. Sin ambigüedades, así lo expresaba Bolívar en su Carta de Jamaica: “los mejicanos serán libres porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar”.

Ni Bolívar, ni la mayor parte de los miembros de las elites criollas independentistas eran descendientes de los habitantes precolombinos. Casi todos ellos eran descendientes de españoles. En realidad, ellos eran descendientes de los ‘invasores’, no de los ‘invadidos’. Pero, en su mito nacionalista, presentaban a las nuevas naciones como descendientes de los precolombinos, y se presentaban a ellos mismos como los líderes de un pueblo invadido que expulsaría a los invasores (a pesar de que, vale insistir, ellos mismos eran los descendientes de los invasores). Vale recordar la anécdota de Felipe González, cuando un periodista americano le reprochó que sus ancestros habían matado a los indios de América, y el presidente español le respondió: “en realidad fueron tus ancestros; los míos se quedaron en España”.

Es ridículo llevar un registro de quién fue descendiente de quién en América. Aun en el caso de que eso fuera posible (lo cual es muy dudoso), no serviría de gran cosa. Pero, sí conviene mantener presente que los gobiernos nacionales de América son mayormente descendientes culturales de Occidente, y que las naciones ‘liberadas’ (en realidad, creadas) por Bolívar no existieron desde antes como pueblos precolombinos. Aun Evo Morales, es mucho más un criollo que un indio, como acertadamente ha advertido Álvaro Vargas Llosa. Quizás los mitos de la nación mexicana como sucesora de los aztecas, o de la nación peruana como sucesora de los incas, sirva algún propósito social de unidad. Pero, para quienes buscan la verdad histórica, todo esto debe ser denunciado como una gran mentira.

miércoles, 18 de enero de 2012

Lincoln y Milosevic, nacionalistas


Los filósofos postmodernistas han querido divulgar la idea de que la objetividad científica no existe. Todo depende del punto de vista desde el cual se planteen los asuntos. Así, los grupos dominantes buscan imponer las teorías que les permitan mantener sus posiciones de poder. En continuación de Nietzsche, estos filósofos promueven el método ‘genealógico’, a saber, buscar los orígenes de una creencia, y desenmascarar los intereses que subyacen tras ella.
Este método se ha aplicado a las ciencias. La mayor parte de las veces, los postmodernistas que aplican este método terminan por decir tonterías. La ciencia, alegan, ha sido conducida por hombres blancos europeos heterosexuales, y sus teorías favorecen sus posiciones de poder. Los postmodernistas no caen en cuenta que explicar los orígenes de una creencia no implica refutarla, y que, por más que se emplee dinero o poder para imponer una teoría, si ésta no coincide con los hechos del mundo, difícilmente podrá ser aceptada. La verdad no está en venta.
Pero, por supuesto, hay matices. Algunos representantes de la antipsiquiatría, por ejemplo, han oportunamente señalado cómo muchas supuestas enfermedades mentales, en realidad han sido inventos para controlar a los personajes marginales de la sociedad. Si bien me he opuesto a los postmodernistas y su desdén por la búsqueda de la objetividad, sí he de admitir que, en el caso de la historiografía, hay bastante oportunidad para que, las narrativas e interpretaciones sobre hechos del pasado, sean condicionadas por los intereses de quienes escriben las crónicas. La vieja teoría, según la cual, los vencedores escriben la historia, tiene algo de plausibilidad. Por supuesto, los vencedores escriben la historia dentro de un límite: ningún historiador tiene el poder de mentir deliberadamente y ganar credibilidad, pero sí tiene el poder de omitir o reinterpretar algunos hechos, a fin de favorecer a su partido.
Los casos de Abraham Lincoln y Slobodan Milosevic son emblemáticos en este aspecto. A simple vista, no hay comparación viable entre ambos personajes. El primero es considerado un héroe nacional, el segundo es considerado un criminal de guerra. El primero tiene monumentos en la capital de su nación; el segundo murió en una cárcel, esperando ser enjuiciado por sus atrocidades. Pero, precisamente, la diferencia en el destino de ambos se debe, al menos parcialmente, al hecho de que el primero fue victorioso en sus campañas militares, mientras que el segundo fue derrotado.
Abraham Lincoln es hoy alabado como el emancipador de los esclavos en EE.UU., y un celoso defensor de la libertad y la democracia. Si bien Lincoln, en efecto, emancipó a los esclavos, no fue un abolicionista. Hacia mediados del siglo XIX, había en EE.UU. un intenso debate sobre el lugar de la esclavitud en aquella nación. Algunas personas de firmes convicciones morales, opinaban que existía el deber ético intrínseco de emancipar a los esclavos. Otras, desde una perspectiva más utilitarista, opinaban que era favorable para la sociedad industrial emancipar a los esclavos, y abrir paso a un nuevo sistema productivo. Ambos grupos formaban parte de la ideología ‘abolicionista’, la cual pretendía poner fin inmediato a la esclavitud.
Lincoln no pertenecía a ninguno de estos grupos. De hecho, aceptaba la inferioridad racial de los esclavos. Lincoln defendía la idea de que los nuevos territorios anexados a los EE.UU. tras la guerra con México, no debían aceptar la esclavitud. Pero, en aquellos estados en los que ya existía la esclavitud, ésta debía mantenerse. Con todo, esto no satisfizo a los estados esclavistas. Según el razonamiento de sus representantes, la negativa a aceptar la esclavitud en los nuevos territorios eventualmente presionaría a los estados esclavistas a emancipar a los esclavos, y sus economías colapsarían.
Los estados esclavistas del sur decidieron, pacíficamente, declarar su independencia, y conformar una nueva nación, los Estados Confederados. Según su razonamiento, ellos tenían el derecho a separarse de la unión americana, en virtud de un principio que serviría como antecesor de la ‘auto-determinación de los pueblos’. Lincoln no aceptó esa secesión, y envió tropas para reprimir el movimiento secesionista. Empezó así una brutal guerra.
Muchos historiadores señalan que ésta fue una de las primeras guerras industriales. Y, quizás debido a sus dimensiones, se cometieron atrocidades sin precedentes en la historia americana. Lincoln suspendió el habeas corpus, el derecho a un debido preciso, con la excusa de mantener la seguridad nacional en tiempos de emergencia. Hubo así miles de desaparecidos. Hubo atrocidades de parte y parte, pero los ejércitos del norte, en clara ventaja numérica, excedieron en crímenes a los ejércitos del sur. Probablemente las atrocidades más conocidas de los ejércitos de los yankees fueron los campos de concentración en pésimas condiciones, en los cuales recluían a los prisioneros de guerra.

Al final, los Estados Confederados nunca fueron reconocidos por ninguna nación, y su desventaja numérica y falta de apoyo internacional propició su derrota. Desde entonces, los estados que conformaron la confederación han sufrido el castigo de los historiadores, quienes habitualmente los representan como esclavistas atrasados influidos por fanáticos religiosos que sometieron a EE.UU. a una brutal guerra.
Pero, urge hacerse la pregunta elemental: ¿había justificación para que Lincoln reprimiera de forma tan brutal el movimiento secesionista? Si invocamos el principio de auto-determinación de los pueblos, la respuesta debería ser obviamente negativa. La abrumadora mayoría de los ciudadanos de los estados esclavistas favorecían la secesión. Si, en virtud de ese principio, hoy aceptamos que los ciudadanos de Quebec, el Sahara Occidental o Puerto Rico tienen derecho a someter a consulta pública si se separan o no de los Estados en los cuales se inscriben, y estos Estados deben obedecer la voluntad de esos ciudadanos; entonces deberíamos admitir que los Estados Confederados tenían el mismo derecho para separarse de la unión americana. Hay, por supuesto, una complicación: los esclavos en los estados del Sur no tenían representación y no se tomaba en cuenta su opinión respecto a la secesión, pero por ahora, dejemos este problema de lado.
Ahora bien, si como debemos, estamos dispuestos a privilegiar a los derechos individuales por encima de los derechos grupales, entonces la justificación para la secesión confederada se debilita. Pues, aun si tenían el derecho de separarse de la unión, practicaban la esclavitud. Y, si bien Lincoln tenía el deber de respetar la autodeterminación de los Estados Confederados, tenía a la vez la obligación mayor de respetar los derechos individuales, y liberar a los esclavos. Por ello, vale advertir que la auto-determinación de los pueblos debe tener sus límites, y si un derecho grupal es incompatible con un derecho individual, entonces debe favorecerse el segundo. En este sentido, elocuentemente, el filósofo Allen Buchanan opina que, si los Estados Confederados no hubieran sido esclavistas, entonces sí habrían estados justificados en su secesión. Pero, el hecho de que eran esclavistas concedía justificación moral para que Lincoln, en consecución de los derechos individuales de los esclavos, reprimiera la secesión.
No obstante, hay suficiente espacio para opinar que había disposición de métodos mucho menos violentos para poner fin a la esclavitud. Thomas Di Lorenzo opina, de forma muy plausible, que las presiones industriales y morales procedentes del norte, eventualmente obligarían a los estados sureños a emancipar a los esclavos, sin necesidad de derramar tanta sangre. De hecho, en Cuba y Brasil, la emancipación llegó de ese modo.
En todo caso, la evidencia apunta a que la motivación fundamental de Lincoln, y de la mayor parte de quienes participaron en los ejércitos del Norte, fue el nacionalismo. En las primeras décadas después de la guerra, Lincoln no fue recordado tanto por haber emancipado a los esclavos, sino por haber ‘preservado la unión’ de la nación. Probablemente, aun si los Estados Confederados no hubieran sido esclavistas, Lincoln habría reprimido la secesión con brutalidad. Esto, por supuesto, no despoja de justificación su represión de la secesión, pero sí debería advertirnos de que la reverencia a Lincoln no es tanto un honor al abolicionismo, sino al nacionalismo. Y, este nacionalismo, el cual generalmente conduce a brutales guerras, va en detrimento del principio de autodeterminación de los pueblos.
Slobodan Milosevic ha sido quizás el nacionalista más sanguinario de las últimas décadas, y como Lincoln, quiso preservar la unidad de su nación a toda costa. A diferencia de los Estados Confederados, la opción por la secesión no era abrumadoramente popular entre los ciudadanos de Croacia y Bosnia. En esas regiones, había ciudadanos serbios que temían que un gobierno croata y bosnio los oprimiera. Así pues, Milosevic quiso preservar la unión de Yugoslavia del mismo modo en que Lincoln buscó preservar la unión de los EE.UU. Y, para ello, lo mismo que Lincoln, usó la fuerza, la cual condujo a atrocidades de todo tipo.
Hoy, suele invocarse que la diferencia crucial entre Lincoln y Milosevic es, que el primero buscó la libertad de los esclavos norteamericanos, mientras que el segundo buscó oprimir a las minorías étnicas de Yugoslavia. En ese sentido, las secesiones bosnia, eslovena y croata sí estuvieron justificadas, pero no así la secesión confederada.
Pero, la revisión histórica permite pensar que la motivación de peso en la acción militar de Lincoln no fue el abolicionismo, sino el nacionalismo. Y, el nacionalismo no puede ser una justificación moral para tantas atrocidades, especialmente si ese nacionalismo impide el ejercicio del derecho de auto-determinación de un pueblo. Lamentablemente, la historiografía ha querido hacer una distinción arbitraria, entre el buen nacionalismo de Lincoln, y el mal nacionalismo de Milosevic. En realidad, ambos fueron igualmente perniciosos. La obsesión caprichosa con preservar la unidad política de un territorio condujo a cientos de miles de muertos en ambos casos. El culto a la nación lleva a los hombres a hacer cosas terribles.

sábado, 14 de enero de 2012

El nacionalismo de la filosofía latinoamericana

Por sugerencia de varios amigos, recientemente me he dedicado a conocer de cerca la filosofía latinoamericana. La primera reacción que me llevo es que es impresionantemente voluminosa, y cuenta con gran vigor. Quizás a diferencia de otras regiones del mundo, hay en América Latina un inmenso entusiasmo por la actividad filosófica. Pero, me temo que sufre un estancamiento, y que se le hace difícil salir de él.

Por regla general, los filósofos que han trascendido han sido aquellos que han tratado temas que tengan suficiente alcance como para que una persona, alejada de la época y lugar de origen del filósofo, los siga teniendo en consideración. Aquellos filósofos que se hacen preguntas como “¿existe Dios?”, “¿qué certezas puedo tener?”, “¿cómo debo tratar a los demás?”, “¿cuál es el origen del tiempo?”, “¿hay diferencias entre los hombres y las mujeres?”, “¿tiene sentido la vida?”, “¿hay causas en el mundo?”, “¿existen sólo las cosas materiales?”, etc., tienen más probabilidades de ser incluidos en los libros de filosofía tiempo después de su muerte.

La característica que vincula a estas preguntas es su alcance universal. Son relevantes para cualquier persona, en cualquier época y región. Los grandes filósofos se han hecho preguntas como éstas. Aristóteles, Averroes, Confucio, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Locke, Kant, etc., proceden de distintas regiones del mundo. Pero, todos comparten una preocupación por preguntarse cosas cruciales. Yo estoy muy alejado de la China del siglo V antes de nuestra era, pero la filosofía de Confucio aún me resulta atractiva, pues sus preguntas son perfectamente aplicables a mi entorno.

En este sentido, la filosofía que resiste la prueba del tiempo es aquella que se inscribe en el universalismo. El buen filósofo tiene la capacidad de apreciar que cualquier persona, independientemente de su contexto cultural, es lo suficientemente parecida a él (o ella), como para plantearse los mismos temas. Cuando Santo Tomás de Aquino reflexiona sobre la posibilidad de probar la existencia de Dios, no tiene en mente sólo a la Europa feudal en la cual vivía. La pregunta si Dios existe o no, trascienda fronteras, y se la hará cualquier humano, sin importar su contexto.

Lo mismo podemos decir sobre la pregunta de Descartes respecto a si un genio maligno nos engaña; la pregunta de Locke sobre si un ciego que recupera la vista puede identificar una figura que sólo ha percibido por el tacto; la pregunta de Averroes sobre si la fe o la razón pueden conducirnos por igual a la verdad; o la pregunta de Kant sobre si es moral o no mentir a un asesino.

En la filosofía latinoamericana, hay pocas preguntas de este tipo. Los mayas se hicieron preguntas así, y trataron de ofrecer respuestas mediante un lenguaje mitológico. Los filósofos de la Colonia también se hicieron algunas preguntas universales. En el siglo XIX, los filósofos positivistas latinoamericanos continuaron con preguntas igualmente universales, especialmente referidas a la ciencia y la epistemología, pero también a la política. Hoy, algunos filósofos latinoamericanos comparten esas preocupaciones. Mario Bunge, por ejemplo tiene una impresionante producción filosófica en torno a preguntas epistemológicas. Rodolfo Llinás ha hecho lo mismo con preguntas en torno a la filosofía de la mente.

Pero, desde la segunda mitad del siglo XX, filósofos como éstos han sido minoría en América Latina. Hoy, el grueso de los filósofos de América Latina se ha alejado de las grandes preguntas universales que han caracterizado a la actividad filosófica de siempre, y ha optado por dirigir su atención a los problemas propios de los latinoamericanos. Incluso, el vuelco hacia la temática latinoamericana ha sido tal, que aquellos autores oriundos de América Latina (como Bunge y Llinás) que no se preocupan por temas latinoamericanos, no son considerados propiamente parte de la filosofía latinoamericana.

Los grandes nombres de la filosofía latinoamericana contemporánea se ocupan casi obsesivamente de un solo tema: la identidad cultural del pueblo latinoamericano. Y, en este sentido, los filósofos latinoamericanos han sido invadidos por un nacionalismo cultural que los conduce a pensar todo desde América Latina.

Por ejemplo, tradicionalmente, las preguntas epistemológicas son de este tipo: “¿puedo confiar en los sentidos”, “¿es el conocimiento creencia verdadera justificada?”, etc. Los filósofos latinoamericanos, en cambio, proponen seguir a Boaventura de Sousa Santos (en realidad, un portugués, pero se identifica con la filosofía latinoamericana), y abordar la epistemología “desde el sur”. Grandes figuras de la epistemología, como Descartes, Locke y Kant, jamás procuraron elaborar una epistemología francesa, inglesa o alemana, respectivamente. Para ellos, la epistemología es universal, y precisamente por eso han resultado tan influyentes.

Las preguntas tradicionales de la ética son de este tipo: “¿hay actos intrínsecamente inmorales, o debemos juzgarlos más bien por sus consecuencias?”, “¿es justa la retribución?”, etc. De nuevo, son preguntas universales. Pero, en cambio, Enrique Dussel nos habla de una “ética latinoamericana”. Una vez más, las grandes figuras de la ética como Platón, Confucio o Bentham, nunca nos hablaron de una “ética griega”, “ética china” o “ética inglesa”, respectivamente, sino más bien de una ética universal.

Así, en todas las áreas de la filosofía, los filósofos latinoamericanos han procurado añadirle el gentilicio latinoamericano a sus reflexiones. Probablemente el gran artífice de este vuelco hacia lo local, en detrimento de las preocupaciones universales, fue José Vasconcelos con su libro, ya clásico entre filósofos latinoamericanos, La raza cósmica. Ahí, Vasconcelos pretende construir una raza iberoamericana propia, y exhorta a los iberoamericanos a construir una identidad propia, separada de las tendencias europeizantes (a pesar de que Vasconcelos admite que la raza cósmica se nutre de elementos europeos). Y, su impacto en la filosofía ha sido que, puesto que la mayor parte de los filósofos con preocupaciones universales han venido de Europa, los latinoamericanos deben alejarse de esas preocupaciones, y filosofar temas propios de América Latina.

Vasconcelos inauguró así el nacionalismo filosófico en América Latina. Empezó a aparecer la obsesión de que nosotros debemos ser distintos al resto de los seres humanos, debemos cultivar un sentido propio de identidad separado de los otros pueblos, pues nuestras experiencias son particulares, distintas de las de Confucio, Kant o incluso el propio Marx (de hecho, José Carlos Mariátegui rechazó el marxismo clásico a favor de un ‘socialismo indoamericano’). Basta ya de imitar a Europa con sus preocupaciones filosóficas típicas, nosotros debemos crear nuestra propia filosofía. En la medida en que hagamos eso y empecemos a ocupar un lugar propio en la humanidad y ya no a la sombra de Europa, habremos construido la raza cósmica.

La gran ironía de la propuesta de Vasconcelos es que ella es en sí misma de origen europeo. Pues, el nacionalismo filosófico que promulgó, y al cual se ha aferrado la posterior filosofía latinoamericana, procede de Europa. Los mayas, aztecas e incas, por ejemplo, no tenían una gran preocupación filosófica por la construcción de una identidad cultural separada de otros pueblos. Fueron los románticos nacionalistas alemanes del siglo XIX, quienes promovieron la idea de que cada pueblo tiene su propia idiosincrasia, y que es necesario, para el bienestar de toda la humanidad, que cada pueblo conserve su originalidad.

En el siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración abrazaron el universalismo y la conciencia cosmopolita. Postularon que pesan más las semejanzas que las diferencias entre los seres humanos, y que cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, tiene la capacidad de asimilar las instituciones defendidas por los ilustrados: ciencia, racionalidad, democracia, etc. Así, los ilustrados favorecían mucho más las preguntas filosóficas universales, que las preocupaciones por contextos nacionales. Para ellos, no habría una ética latinoamericana y una ética europea, sino una ética universal, y fue precisamente bajo esa concepción cómo algunos filósofos latinoamericanos, como Francisco de Miranda, se impregnaron de ideas procedentes de Europa, pero de alcance universal.

Napoleón y sus ejércitos llevaron estas ideas universalistas a toda Europa. Muchas veces las impuso a sangre y fuego. Y, esto, naturalmente, evocó resentimientos en las poblaciones locales. En los territorios alemanes, invadidos por Napoleón, surgió el romanticismo como reacción a la Ilustración. Uno de sus principales blancos de ataque fue el universalismo ilustrado. Entre los románticos empezó a aparecer la idea de que cada pueblo tiene su propio espíritu, el Volksgeist, el cual propicia la singularidad cultural de cada nación. Y, en ese sentido, aquello que los ejércitos napoleónicos trataban de imponer en tierras alemanas (ciencia, racionalidad, secularismo, etc.) funcionaba sólo para Francia, pero no para los otros pueblos del mundo. Los alemanes deben dirigir su atención a las cosas alemanas. Aquello que los ilustrados querían hacer pasar por universal, en realidad era una exportación francesa. Para preservar la integridad del pueblo alemán y su Volksgeist, debe haber un vuelco a las preocupaciones filosóficas alemanas.

La raza cósmica, de Vasconcelos, tiene alguna vinculación con uno de los textos fundadores del nacionalismo alemán, Discursos a la nación alemana, de Fichte, escrito durante la ocupación napoleónica de Berlín. En este texto, Fichte se dirige exclusivamente a los alemanes, y trata de convencerlos de que, en virtud de que comparten una misma lengua, deben unirse políticamente. Pero, su discurso es agresivo. No sólo debe venir la unión política, sino que también debe cultivarse el nacionalismo cultural y rechazar las influencias culturales (y, como extensión, filosóficas) foráneas, pues eso impedirá la unión política y someterá al pueblo alemán al yugo extranjero. Plenitud de historiadores de las ideas han advertido que el texto de Fichte fue un importante antecesor de la ideología nazi.

El texto de Vasconcelos, por supuesto, no tiene el tono agresivo de Fichte. Pero, en él, y en la sucesiva filosofía latinoamericana, sí se manifiesta continuamente el nacionalismo de Fichte: el camino a la liberación está en rechazar la influencia cultural foránea. Si queremos ser libres, los latinoamericanos debemos cultivar ideas propias, y dejar de imitar a los de afuera.

El error de Ficthe fue no haberse dado cuenta que el asumir las ideas exportadas por los ejércitos napoleónicos hubieran sido mucho más efectivas para expulsar a los opresores, y conseguir la liberación. Afrancesarse, impregnándose de preocupaciones universales, habría sido más beneficioso que aferrarse al Volksgeist alemán. Y, me temo, es el mismo error que desde Vasconcelos, ha cometido la filosofía latinoamericana: no apreciar que las ideas procedentes de otras regiones, en vez de afianzar la opresión, muchas veces pueden potenciar la liberación.

Los nacionalistas románticos confundían las preocupaciones universales, con productos culturales meramente franceses. La filosofía latinoamericana incurre en lo mismo: cree que las preocupaciones de Kant, Hume, Locke, Voltaire o Mill, conciernen sólo a Europa, y que nosotros los latinoamericanos debemos pensar otros temas. El hecho de que esos filósofos hayan sido europeos es meramente circunstancial. Han trascendido en la historia de la filosofía, no por ser europeos, sino precisamente por plantearse preguntas universales. Del mismo modo en que la ley de la gravedad no está confinada a Inglaterra (a pesar de que Newton era inglés), las preocupaciones de los grandes filósofos europeos no están confinadas a sus territorios de origen.

La filosofía latinoamericana corre el riesgo de quedarse estancada en sus preocupaciones nacionalistas, y no trascender. Hoy, Fichte es poco recordado en comparación con Kant o Heidegger, precisamente porque sus preocupaciones fueron más nacionalistas y menos universalistas. Un lector chino o árabe seguramente tendrá más interés en un libro de Bunge que en un libro de Vasconcelos, precisamente porque el primero plantea temas universales con los cuales el lector chino pueda relacionarse más, mientras que el segundo habla de una ‘raza’, a la cual el chino no pertenece.

El nacionalismo limita la amplitud de perspectivas de los seres humanos. La obsesión por ser diferente a los demás, por hacer algo propio, por afincarse en lo local, por conservar la identidad cultural bajo el pretexto de que así se abre camino a la liberación, empobrece la reflexión filosófica. Hay, por supuesto, temas propios de América Latina, que deben ser atendidos urgentemente por los filósofos latinoamericanos; pero no convirtamos eso en obsesión. Kant, Hume, Voltaire y otros, escribieron plenitud de tratados sobre las condiciones propias de Europa. Pero, lo que hace precisamente grande a estos filósofos es que inclinaron la balanza mucho más hacia las preocupaciones universales. En América Latina, aún estamos a tiempo de recuperar el camino universalista de la filosofía. Para salir del estancamiento localista y asegurar que nos lean en otras regiones del mundo y en épocas futuras, debemos plantear temas que sean relevantes en otras regiones del mundo y en épocas futuras. El mejor modo de hacer esto, entonces, es retomar la senda que ya los mismos mayas, aztecas, incas, filósofos coloniales y filósofos positivistas habían iniciado: plantearse las preguntas universales.