domingo, 26 de enero de 2014

En defensa del sionismo



            Con su hábil retórica, Hugo Chávez supo sembrar en sus masas de seguidores una paranoia respecto a supuestas conspiraciones de poderes domésticos e internacionales. Para ello, se valió de muchas etiquetas fin de identificar al enemigo: capitalismo, fascismo, imperialismo. Y, eventualmente, añadió a su lista de ‘ismos’ satánicos el sionismo. Desde entonces, las relaciones de Venezuela con Israel han estado en su punto más bajo, y si bien Chávez no propició directamente una campaña mediática antisemita (como sí lo hizo, por ejemplo, Nasser), sí abrió paso para que personajes brutalmente antisemitas, como Mario Silva, prosperaran en los medios de comunicación.
Hoy, en la imaginación chavista, el sionismo es un crimen capital. Es muy común escuchar entre chavistas el tópico que advierte sobre los peligros del ‘sionismo internacional’, como si el ser sionista fuese una grave ofensa. Desafortunadamente, los chavistas no fueron los primeros en propiciar este desprecio hacia el sionismo. La misma ONU, en 1975, emitió una resolución que asimilaba al sionismo con el racismo; esta resolución fue luego derogada en 1991.
Ante semejantes distorsiones, conviene aclarar qué es el sionismo. El sionismo es, sencillamente, la creencia de que los judíos tienen derecho a un Estado, el Estado de Israel. La fiebre nacionalista europea del siglo XIX (y, luego, la fiebre poscolonial del siglo XX) hizo prosperar la idea de que cada nación debe tener un Estado. Eso propició el desmembramiento de muchos imperios (el otomano, el austro-húngaro, el francés, el británico) y el auge de nuevos Estados-nación. Los judíos, dispersos por el mundo, también aspiraban a un Estado.
Si bien la selección del nombre para el movimiento nacionalista fue desafortunada (Sion es la colina que está en Jerusalén, y tiene una gran significación religiosa), el sionismo fue desde sus inicios un movimiento secular. Theodore Herzl, el fundador del sionismo, lanzó su movimiento nacionalista, no por motivos teocráticos, sino como una medida para proteger a los judíos frente a su posición vulnerable en muchos de los países de Europa. Herzl había quedado escandalizado frente al trato recibido por el oficial francés judío Dreyfuss a inicios del siglo XX, y estimó que la creación de un Estado judío, permitiría a los judíos un refugio frente a las persecuciones.
En vista de que los judíos no eran mayoría en ningún territorio, se plantearon nuevas tierras para establecer el nuevo Estado. Se propusieron Argentina, Uganda y Madagascar, territorios que, visto en retrospectiva, seguramente no habrían ocasionado conflictos. Pero, lamentablemente, los sionistas seculares no lograron evitar la influencia de algunos grupos religiosos que insistían en el regreso a Palestina, y así, el proyecto de formar un Estado judío en territorios virtualmente vacíos, no prosperó.
Por supuesto, ya había en Palestina una población árabe. ¿Qué hacer con esa población? Un considerable sector sionista optó por ignorar la existencia de los habitantes árabes. Surgió una muy lamentable consigna entre los sionistas: Palestina sería una “tierra sin gente para una gente sin tierra”. A pesar de esta ideología, grandes oleadas de judíos inmigrantes empezaron a llegar a Palestina, pero no en plan de invasión violenta. Los judíos que llegaban a Palestina lo hacían del mismo modo en que hoy llegan marroquíes a España o mexicanos  EE.UU.: los inmigrantes judíos no tenían el poder político para expulsar a los árabes. Eventualmente, la población árabe local se opuso a la inmigración (como también ocurre en España y EE.UU.), y se fueron generando conflictos entre la población árabe y judía.
Cuando Gran Bretaña se retiró de Palestina, y la ONU decidió la partición del territorio en dos Estados (cada uno asignado en función de cuál población mayoritaria ahí residía), en Israel surgió la cuestión de qué hacer con los árabes que quedaron bajo la jurisdicción israelí. Si bien la lamentable consigna “una tierra sin gente para una gente sin tierra” implicaba que los árabes no serían aceptados en el nuevo Estado, las autoridades israelíes demostraron disposición a aceptar a los árabes como ciudadanos de pleno derecho.
No obstante, los países árabes no aceptaron la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel, e inmediatamente atacaron a la naciente nación. En esa guerra, la de 1948, hubo enormes oleadas de árabes que salieron de Israel, un evento trágico que los árabes llaman nakba. No está claro cómo ocurrió esto. En medio de las hostilidades, algunas guarniciones militares israelíes expulsaron a los árabes por vía forzosa. Pero, ha quedado establecido (aunque sigue siendo motivo de debate) que los gobiernos árabes también indujeron a los residentes árabes a escapar, a fin de abrir paso a los ejércitos árabes invasores; en esos casos, el gobierno israelí pidió a los ciudadanos árabes que no emigraran y se quedaran para construir una nación donde sí tendrían cabida como plenos ciudadanos, pero éstos, en apoyo a los invasores, optaron por emigrar, con la esperanza de que el Estado de Israel desaparecería al terminar la guerra.
En esa guerra, por supuesto, los ejércitos árabes fueron derrotados, y el Estado de Israel sobrevivió. Los árabes que emigraron no fueron aceptados de vuelta por Israel, y sus propiedades fueron confiscadas. Estos árabes se convirtieron en los refugiados palestinos, y son uno de los asuntos más sensibles en el conflicto árabe-israelí. Es fácil acusar a Israel de ser un Estado racista: acepta con brazos abiertos la inmigración de judíos procedentes de Rusia y Etiopía, pero niega el derecho a regresar a los refugiados palestinos que viven en condiciones deplorables en Jordania, Líbano, Siria y los territorios ocupados por Israel.
No dudo de que, en Israel, haya gente religiosa y nacionalista deplorable que considere que, en tanto se trata de un Estado judío, sólo son bienvenidos los judíos. Pero, observo que éstos son minoría, y que, en general, el Estado israelí ha sido eficiente en mantenerlos a la raya. El motivo por el cual Israel niega el regreso de los refugiados no es ni religioso ni étnico. Es, sencillamente, una medida de seguridad. Desde un inicio, esos refugiados manifestaron una terrible hostilidad al Estado de Israel, y su migración no fue tanto consecuencia del miedo, sino en apoyo a los ejércitos árabes que querían aniquilar a Israel. Si Israel acepta de vuelta a los refugiados, enfrentará una grave crisis, pues aceptará en su seno a una población que buscará la aniquilación del propio Estado israelí, y la anexión de Israel, bien al Estado palestino, bien a los países árabes vecinos.
Podemos someter a discusión si Israel está o no en su derecho de rehusar aceptar a los refugiados (yo personalmente opino que, en aras a la paz, Israel sí debe empezar a recibir a los refugiados), pero no debemos considerar a Israel un Estado racista. Los árabes que sí se quedaron (y que hoy representan cerca de un 15% en Israel) son ciudadanos de pleno derecho (aunque, vale admitir, no ocupan una posición de facto privilegiada), y gozan de más libertades que la vasta mayoría de los ciudadanos en cualquier país árabe.
En el seno de la sociedad israelí hay fanáticos religiosos que no sólo quieren expulsar a los árabes de su Estado, sino que quieren expandir sus fronteras para conformar el bíblico ‘Gran Israel’, a fin de reactualizar el reinado de Salomón, cuya extensión incluiría a los actuales territorios ocupados (Gaza y Cisjordania). Pero, de nuevo, es sensato admitir que estos fanáticos son minoría, y que el gobierno israelí ha sido bastante eficiente en mantenerlos a la raya (algo que, por ejemplo, por muchos años, Yasser Arafat y la OLP no hizo respecto a los fanáticos religiosos de Hamas). De nuevo, podemos discutir si Israel debe o no retirarse de los territorios ocupados y permitir un Estado palestino (yo personalmente opino que sí debe), pero no debemos considerar que los motivos israelíes para continuar la ocupación son racistas: se trata sencillamente de una medida de seguridad. Por muchos años, quienes solicitaban la creación de un Estado palestino no reconocían el derecho de Israel a existir (y, hasta el día de hoy, Hamas sigue sin hacerlo), e Israel legítimamente veía con preocupación que la desocupación de los territorios y la creación de un Estado palestino abriría paso a una ofensiva militar que buscaría la aniquilación de Israel.  
   
Así pues, ser sionista no es ningún crimen. Es, sencillamente postular que Israel tiene derecho a existir como Estado. El ser sionista no implica buscar la expansión territorial de Israel, ni la opresión de los árabes. Implica, sólo, defender la existencia de un Estado, como cualquier venezolano defendería la existencia de Venezuela. Me queda la siguiente duda: los chavistas que consideran un crimen el ser sionista, ¿saben qué es ser sionista? Presumo que muchos pecan de ignorancia, y no saben qué significa ser sionista. Pero también me parece que, de forma más perturbadora, sí hay chavistas (los más dados a la intelectualidad) que sí conocen bien qué significa ser sionista, pero con todo, se oponen al sionismo. Estos chavistas comprenden que ser sionista es sólo reconocer el derecho a la existencia de Israel, pero precisamente, niegan ese derecho. Cuidado con ellos.

viernes, 24 de enero de 2014

La violencia en los medios de comunicación



Estaba en Nueva Delhi cuando leí una breve reseña en el Hindustani Times sobre la muerte de la modelo venezolana Mónica Spears. Debido a la distancia y a la falta de tiempo durante mi estadía en Delhi, no pude seguir de cerca la noticia. Pero, al regresar a Maracaibo, me enteré de que el asesinato causó conmoción en la opinión pública.

Como de costumbre, el gobierno evadió la responsabilidad en la crisis de violencia que atraviesa nuestro país. No hay, por supuesto, una sola causa de la violencia. Pero, es bastante obvio que el gobierno es ineficaz en atacar las causas de este problema. Las cárceles venezolanas tienen condiciones repugnantes, y desde ahí se ordenan la mayor parte de los crímenes, pero el gobierno sigue sin querer buscar una solución radical a este problema. Y, previsiblemente, frente a su fracaso en materia de seguridad, el gobierno busca al chivo expiatorio más fácil y obvio: la violencia en los medios de comunicación. Por supuesto, esta artimaña no sólo busca evadir la culpa, sino también, conseguir una excusa perfecta para controlar aún más los medios de comunicación, a fin de afianzar el poder.
Pero, en honor a la justicia, cabe admitir que culpar a los medios de comunicación por la violencia en el mundo no es un invento del gobierno venezolano. Desde hace más de dos mil años, los gobernantes han desconfiado de los poetas y su presentación de obras aparentemente inmorales, bajo la excusa de que puede resultar en una influencia nociva para el orden y las buenas costumbres. Fue éste uno de los motivos por los cuales Platón expulsó a los poetas. Lo irónico en todo esto es que el actual gobierno venezolano proclama a viva voz oponerse a las fuerzas conservadoras, pero su obsesión en contra de la violencia en los medios de comunicación es una preocupación típicamente conservadora, la cual desconfía del ejercicio de la libre expresión artística.
El sentido común dicta que, si una población contempla imágenes violentas, eventualmente esa población incurrirá en actos violentos. Los seres humanos tenemos una enorme disposición a la imitación, y si estamos sujetos a la exhibición de tantas matanzas, eventualmente desearemos nosotros mismos ejecutarlas.
Pero, cabe un importante matiz. La presentación de imágenes violentas per se no induce a la violencia. Es más bien la forma en que se presentan esas imágenes. Mucha gente, por ejemplo, reprocha a la Biblia ser un libro brutalmente violento, y ciertamente, sí lo es. Pero, como bien advierte el filósofo René Girard, lo objetable en la Biblia son aquellas secciones en las cuales se glorifica la violencia, y se la presenta como procedente de un Dios aguerrido; esto es abundante en el Antiguo testamento. En cambio, aquellas imágenes violentas que se presentan desde la perspectiva de las víctimas, son más bien óptimas para rechazar la violencia y alimentar la compasión. La imagen de Cristo crucificado, sostiene Girard, en vez de alimentar la violencia, puede ser un antídoto contra ella.
Si bien, en otros lugares, he manifestado oposición a varias de las tesis de Girard, sí estoy de acuerdo con su idea general. Lo relevante no es tanto la intensidad de la violencia en un texto, sino la perspectiva desde la cual se presenta. Si se adorna con glamur y gloria a los agresores, es preocupante. Pero, si se muestra la cruda violencia para repugnar al público, es más bien una sana medida para alejar al espectador de la violencia. Por ello, una película como Rambo es moralmente objetable, pero no es moralmente objetable una película como La lista de Schindler, a pesar de su brutal violencia.
En todo caso, amerita también cuestionar si, aun las imágenes violentas glamurosas presentadas desde la perspectiva de los agresores, inducen a cometer actos violentos. El sentido común nos dicta que sí existe una relación, pero, en asuntos científicos, no basta con acudir al sentido común. Es necesario ofrecer datos duros. Y, desafortunadamente, no se han presentado datos que respalden este juicio. En este asunto, abundan muchas opiniones personales de gurús sobre los medios, pero pocos estudios relevantes.
El conductismo parte de la premisa de que, con la debida manipulación de estímulos, se pueden inducir algunas respuestas específicas. Dave Grossman, por ejemplo, opina que los medios de comunicación emplean el mismo sistema de estímulos que se utilizan en los cuerpos policiales y militares para facilitar la disposición a matar. Pero, lamentablemente, Grossman no ofrece experimentos que le den fuerza a su argumento.  

Hubo un experimento famoso que trató de demostrar que el contemplar violencia induce a actos violentos. El conductista Albert Bandura tomó dos grupos de niños. A un grupo, lo sometió a contemplar cómo un adulto golpeaba un muñeco, mientras que al segundo grupo lo sometió a contemplar cómo un adulto era cariñoso con la muñeca. Cuando el adulto se retiró, el primer grupo se mostró mucho más agresivo con el muñeco, que el segundo.
El experimento es ingenioso, pero no está exento de críticas debido a sus fallas metodológicas. Los niños pudieron haber creído que la exhibición del adulto era una instrucción deliberada a hacer lo mismo. No se supo bien la composición demográfica de los niños (en vista de lo cual, el segundo grupo pudo haber procedido de una población con mejores condiciones socio-económicas, y por ende, menos proclive a la violencia).
Desde entonces, se han intentado algunos otros experimentos similares, pero los resultados no han sido conclusivos. Esto debería ser advertencia de que, antes de apresurarnos a acusar a los medios de comunicación de ser el origen de la violencia en la sociedad, debemos ser más cautelosos a la hora de considerar la evidencia. La mera corazonada de que las imágenes violentas conducen a actos violentos no es suficiente. Después de todo, parte del deleite de la obra literaria procede precisamente de nuestra capacidad para distinguir la realidad de la ficción.