sábado, 16 de noviembre de 2013

La Virgen María, ¡patrona de los lobbistas!


A mediados de noviembre cada año, es difícil no contagiarse del fervor mariano en la ciudad de Maracaibo, Venezuela. Por supuesto, considero altísimamente improbable que hace veinte siglos una mujer hizo un viaje de Nazaret a Belén para registrarse en un censo (contra el más elemental principio de administración pública romana), que concibió a un hijo siendo virgen, que ascendió al cielo en cuerpo y alma, o que, en el siglo XVIII, propició un milagro en una prodigiosa tablita a las orillas del lago de Maracaibo.

            Pero, entre gaitas y procesiones, siempre es placentero visitar la Basílica, contemplar la tablita de la Chinita (que, a decir verdad, no tiene mayor valor artístico), e interactuar con las masas de devotos marianos (y, también, la enorme cantidad de borrachos que aprovechan la ocasión para beber). Y, en concordancia con la apuesta de Pascal, por si acaso existe la virgen, estoy dispuesto a agradecer a la Chinita por mi familia. Este año, a medida que contemplaba el espectáculo de la devoción mariana a la Chinita, me resultó inevitable pensar en Max Weber y sus fructíferas comparaciones entre el catolicismo y el protestantismo, a la hora de contrastar el desarrollo socio-económico de los países.
            Weber célebremente contrastó la ética del trabajo entre protestantes y católicos. La conclusión a la que llegó Weber es muy conocida: los protestantes han cultivado una ética del trabajo más fructífera, pues surgió en ellos el ideal del asceta productivo que trabaja para acumular riquezas, pero no para disfrutarlas. El católico, en cambio, está más inclinado a rehuir del trabajo como si tratase de un castigo, y sus prácticas ascéticas están más orientadas hacia la contemplación mística improductiva, y la mortificación. Eso, en el modelo de Weber, a grandes rasgos explica por qué los países protestantes fueron más productivos y ricos que los católicos.
            Me parece que, en el caso de la devoción mariana, cabe también un análisis weberiano, y se perfila como aún otro factor para explicar la disparidad social y económica entre los países protestantes y los países católicos.
La virgen María es la patrona del lobbying y de la burocracia ineficiente. Dios, en su torno celestial, tiene a su alrededor un amplísimo conjunto de funcionarios que se reparten labores. Nosotros, los gobernados por el Señor, necesitamos entrevistas con Él, para solicitarle acciones, ofrecerle agradecimientos, arrepentirnos por nuestros pecados, etc. Pero, presumo, el Señor está muy ocupado, y es de difícil acceso. ¿Qué hacemos? Acudimos a una intermediaria. Nuestras peticiones no llegarán directamente, pero si las canalizamos a través de su madre, tenemos más probabilidades de que nos escuche. La oración es eficiente, pero más eficiente aún si la procesamos a través de María. Dios es implacable en su justicia, pero quizás, su madre puede ablandarle el corazón e interceder por nosotros: Sancta Maria, ora pro nobis.
La Virgen María, entonces, perfecciona el arte del lobbying. Dios coordina su máquina burocrática, pero, justo a su lado, está la mujer que, con su cara de sufrimiento (emblemática en la representación de la Macarena), hace una suerte de chantaje emocional para que Dios facilite esta o aquella petición.
Y, así, como contraparte de la burocracia y el lobbying celestial, es muy fácil que en la burocracia terrenal de los países católicos, que empiecen a prosperar lobbistas que establecen relaciones clientelares como intermediarios entre el funcionario, y el ciudadano. Las decisiones no se toman bajo el criterio legal y racional (la terminología empleada por Weber); hay ahora una fuerte carga de manipulación emocional que es introducida por el lobbista, con la esperanza de que esto influya la decisión administrativa.
Si el funcionario es emblemáticamente patriarcal (como suele ser la imagen divina), el carisma femenino es especialmente efectivo para estos propósitos. Y, así, la mujer no forma parte propiamente del tren administrativo, pero sí tiene la habilidad para influir a través de medios no racionales las decisiones de los gobernantes.
El protestantismo, por supuesto, prescindió de esto en la corte celestial. La relación con Dios es directa, y no es necesario ningún intermediario. Como suele ocurrir, Dios no es sólo la imagen proyectada del hombre; también, muchas veces, la sociedad es proyectada en la imagen del Dios que se privilegie. Y, así, ha sido más viable para los países protestantes asumir una burocracia más eficiente, basada en criterios racionales y legales, que prescindan de la intervención de lobbistas e intermediarios, y el establecimiento de relaciones clientelares.

martes, 12 de noviembre de 2013

Los disparates de C.G. Jung



            En mis años de estudiante, C.G. Jung me generó muchísimo interés. Frente a los relativistas y posmodernos que enfatizan las diferencias culturales entre los pueblos, yo me veía más atraído por aquellos autores que señalaran las tendencias universales de la especie humana. Y, descubrí en Jung a uno de ellos.

            Jung me fascinaba especialmente por sus estudios del poder universal de los símbolos en mitos y religiones. ¿Por qué aparece tanto la serpiente en los mitos? ¿Por qué se narra una y otra vez la historia de un héroe que viaja para cumplir una misión y rescatar a una princesa de las garras de un monstruo? ¿Por qué la madrastra siempre es malvada en los cuentos? ¿Por qué se narra tanto la historia de un diluvio?
            El concepto de ‘arquetipo’ me resultaba muy atractivo. Independientemente de nuestro color de piel, nuestra lengua, o nuestra historia como pueblo, parecemos compartir con los otros miembros de la especie humana ciertas disposiciones mentales que podemos englobar como ‘arquetipos’.
            Pero, a la hora de explicar cuál es el mecanismo que rige la aparición de estos arquetipos, Jung no tardó en decepcionarme. Frente a un rasgo universal de la especie humana, me parece, sólo caben dos explicaciones: la difusión cultural y la predeterminación genética. Un grupo humano puede adquirir un rasgo, y al entrar en contacto con otros grupos humanos, éstos pueden asimilar el rasgo en cuestión, al punto de que se universaliza. El antropólogo Franz Boas fue célebre por señalar cómo ocurre esto.
            También puede haber pueblos que jamás han estado en contacto entre sí, pero que, con todo, comparten ciertos rasgos culturales. Si esos rasgos no se han universalizado por difusión, entonces la única explicación viable es la predeterminación genética. Seguramente tenemos codificado en nuestros genes el privilegio de algunas imágenes, que reflejan las ventajas adaptativas de nuestros ancestros homínidos en la sabana africana. La psicología evolucionista ve en Jung un importante aliado. Los psicólogos evolucionistas han explorado las bases biológicas de muchas conductas humanas, pero hasta ahora, no han dedicado mucha atención al predominio de ciertas imágenes universales en mitos y símbolos, los cuales Jung sí documentó con mayor extensión.
            El problema, no obstante, es que Jung explicó los arquetipos a partir de teorías disparatadas. Jung postuló la existencia de un “inconsciente colectivo”. A simple vista, este concepto es aceptable: todos los seres humanos tenemos una inclinación a favorecer un conjunto de imágenes, muchas veces sin saber por qué lo hacemos. Pero, Jung no postuló que esta tendencia universal viene de la difusión cultural o de la genética. Antes bien, según Jung, el inconsciente colectivo procede de una suerte de unión telepática en la cual todas las mentes humanas están conectadas. Así pues, Jung está más cercano a la parapsicología, que a la psicología evolucionista o a la antropología cultural difusionista.
            En opinión de Jung, las mentes humanas desarrollan una ‘sincronicidad’. Cuando una persona se forma una imagen en su mente, otra también lo hace en algún lugar remoto, a pesar de que estas personas no tengan ningún medio físico de comunicación. Incluso, esto no sólo ocurre entre seres humanos, también puede darse con los animales. En una famosa descripción, Jung narra que, en una ocasión, un paciente le contaba un sueño sobre un escarabajo, y en ese momento, apareció un escarabajo en la habitación. Esto, pensaba Jung, evocaba también el poder simbólico de este animal en el Antiguo Egipto. Nada fue coincidencia: el paciente, los antiguos egipcios y el animal, estaban sincronizados, y todos participaban de un mismo inconsciente colectivo.
            Esto será risible, pero lamentablemente, mucha gente dentro y fuera de la academia, se toma muy en serio los alegatos de Jung. Y, peor aún, Jung se está convirtiendo en el caballito de batalla de muchos místicos del New Age, quienes intentan presentar sus extravagancias, con un barniz de seriedad académica. Después de todo, Jung no sólo fue excéntrico en sus ideas sobre los arquetipos: también desarrolló ciertas inclinaciones por el ocultismo nazi, la ideología aria, y su curiosa creencia de que él era la reencarnación de un dios con cabeza de león. Como con muchos otros autores, las ideas de Jung debe tomarse con pinzas.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El viernes negro norteamericano vs. los saqueos de Daka



En Venezuela (y presumo que en otros países hispanoamericanos), “viernes negro” es el día cuando el gobierno anuncia la devaluación de la moneda nacional. El gobierno suele hacer esto los viernes en la noche, pues tiene la esperanza de que la gente, emborrachada con pan y circo el fin de semana, no salga a la calle a protestar. Desafortunadamente, la maquiavélica medida del gobierno, muchas veces sí funciona.

            En EE.UU., en cambio, el “viernes negro” (black Friday) es el viernes después de la celebración del día de acción de gracias (thanksgiving). Ese día marca el inicio de la temporada de compras. Desde muy temprano en la mañana, los consumidores forman colas en las inmediaciones de los grandes almacenes. Se le llama ‘negro’, porque la avalancha consumista entorpece el tráfico y el buen funcionamiento de muchos servicios públicos.
            El viernes negro en EE.UU. ha captado la atención de los críticos del capitalismo. El día de acción de gracias era originalmente una fiesta semi-religiosa, que precisamente celebraba la disciplina y la solidaridad de los primeros inmigrantes ingleses, frente a las adversidades que tuvieron que enfrentar en el siglo XVII. En cambio, opinan los críticos, el viernes negro es la manifestación del espíritu degradado del capitalismo. El viernes negro se ha convertido en una ocasión para el frenesí consumista.
            Ciertamente son escandalosas las imágenes de consumidores brutalmente alienados que, desde tempranísimas horas en la mañana (incluso, en años recientes, desde el día anterior), esperan ansiosos la apertura del almacén, para entrar en una orgía de consumo. Y, es tal el nivel de alienación, que en la mayoría de las ocasiones, los consumidores entran a los almacenes sin interactuar con otros seres humanos, determinados a conseguir la mercancía que ha sido promocionada previamente en la publicidad.
            No sorprende que este frenesí consumista alienante, muchas veces ha desembocado en violencia. En los últimos años, se ha reportado un significativo incremento de muertes violentas durante el viernes negro en EE.UU. Los consumidores, en su desesperación por entrar a las tiendas, aplastan a quien sea en una avalancha, y algunos incluso ya están yendo con armas personales, en caso de que otra persona se anticipe y ponga sus manos sobre la mercancía deseada.
            Todo esto es justamente criticable. Pero, lo patéticamente sorprendente es que, en Venezuela, los mismos intelectuales que critican el frenesí consumista del viernes negro en EE.UU., callen ante el frenesí consumista saqueador auspiciado por el gobierno.
            El pasado viernes 9 de noviembre, Nicolás Maduro mostró indignación ante los precios de las mercancías en el almacén Daka, y ordenó el arresto de varios de sus gerentes. También alentó al pueblo venezolano a ir a Daka y comprar mercancía con los nuevos precios regulados. Las hordas, siempre pendientes de la aprobación por parte de sus políticos, acudieron en masa.
            Aquello se convirtió en un frenesí consumista, no muy distinto del viernes negro norteamericano. Pero, por supuesto, hubo una diferencia crucial. En EE.UU., los almacenes se benefician de ese frenesí, pues aumentan sus ventas; los consumidores pagan por sus mercancías. En Venezuela, tras el aliento de Maduro, los consumidores saquearon Daka (en la ciudad de Valencia), lo cual se convirtió en cuantiosas pérdidas para los almacenes. Previsiblemente, el gobierno, en su blackout informativo, no ha reportado nada de esto, pero hay suficientes pruebas de que tal evento sí ocurrió (el video abajo así lo demuestra).
            En EE.UU., hay un consumismo alienante, pero al menos se desarrolla en el marco de la ley (y, cuando hay violencia, las autoridades inmediatamente acuden a reprimir a los antisociales), y el respeto a la propiedad privada. En Venezuela, hay un consumismo desenfrenado, pero precisamente sin menor contemplación por la ley, y más insólitamente aún, con el incentivo del gobierno. El viernes negro norteamericano será muy degradante, pero al menos no es tan trágico como el Kristallnacht (la ‘noche de los cristales rotos’ en 1938, cuando el gobierno nazi alentó a las hordas a saquear los comercios judíos). Me temo que, en esta Venezuela podrida, estamos más cerca del Kristallnacht que del viernes negro.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Las lecciones del caso de Shah Bano



            El caso de Shah Bano causó un tremendo revuelo en la India en la década de los ochenta del siglo XX, pero es seguramente desconocido para la abrumadora mayoría de los latinoamericanos. Con todo, me parece que los latinoamericanos podemos aprender varias lecciones del caso en cuestión.

            Shah Bano fue una mujer india de religión islámica que, en su vejez, se divorció de su marido. El Islam (al menos su vertiente tradicional) tiene merecida fama como una religión opresiva para las mujeres, y en el tratamiento del divorcio, no es excepción. Bajo la shariah, un hombre puede divorciarse de su esposa con tan sólo pronunciar tres veces la frase “Me divorcio”. Las obligaciones del hombre con la mujer divorciada son muy tenues, y si bien los casos varían, por lo general, sólo se exige que el hombre otorgue una manutención a la mujer divorciada por un periodo de tres meses.
            En un inicio, las cortes de la India exigieron al esposo de Shah Bano a pagar una manutención prolongada, de la misma forma en que cualquier divorcio se maneja en el resto del país. Pero, pronto, muchos líderes de la comunidad islámica de la India objetaron esta decisión, pues alegaron que el régimen impuesto por las cortes violaba los códigos jurídicos islámicos.
            El caso llegó hasta la Corte Suprema de Justicia. Ésta decidió que el esposo se Shah Bano debía someterse a un régimen de manutención prolongada. Pero, el Parlamento, bajo presión de la comunidad islámica, derogó la decisión del máximo tribunal, y accedió a que, en tanto se trataba de una mujer musulmana, el marido no tenía obligaciones como sí las tendrían el resto de los esposos divorciados en la India.
            Esto suscitó un tremendo revuelo político. Desde que el subcontinente indio quedó fragmentado entre Pakistán y la India, los musulmanes en la India han sufrido persecuciones debido a su estatuto minoritario. El caso de Shah Bano indujo a los partidos nacionalistas hindúes a cultivar aún más animadversión a los ciudadanos musulmanes. Los líderes nacionalistas presentaron la decisión del Parlamento como una forma de ceder ante el chantaje, y así, les resultó relativamente fácil conducir a las masas en movimientos sectarios que muchas veces resultaron en violencia contra los musulmanes.
            Ciertamente, en esta coyuntura, la derecha nacionalista india aprovechó para amedrentar a la minoría islámica. Pero, no debe perderse de vista la gravedad de la decisión del Parlamento indio. A partir de su independencia en 1947, India prometió ser una nación secularizada. Entre tanta división religiosa, había la esperanza de que, en la medida en que el Estado no se inmiscuyera en asuntos religiosos, podría mantenerse la integración nacional. Fue ésa la expectativa de Nehru. En muchos ámbitos de la vida política india, efectivamente este objetivo se ha logrado.
            Pero, la secularización debe comenzar, ante todo, a partir de las leyes. Todos los individuos deben cumplir la misma ley, independientemente de su religión. Bajo un Estado auténticamente secular, el profesar esta o aquella religión, no debe ser excusa para quedar eximido de cumplir la ley. Con el caso de Shah Bano, los hombres musulmanes de la India pretendían un trato especial en la legislación de divorcio, por el mero hecho de ser musulmanes.
            Este dilema empieza a vivirse en Europa. Musulmanes franceses, británicos, alemanes y españoles empiezan a solicitar al Estado la exención en el cumplimiento de leyes modernas, y solicitan la venia para regirse por códigos jurídicos barbáricos, propios de las violentas sociedades tribales del siglo VII, de las cuales proceden muchas de estas legislaciones. En el momento en que los Estados europeos cedan al chantaje de las minorías religiosas frente al cumplimiento de la ley, surgirán movimientos nacionalistas que, como los de la India, pueden inducir a terribles olas de violencia (e incluso, como ocurrió en la India, la coalición de derechas nacionalistas podría llegar al poder). Ciertamente las comunidades islámicas de Europa sufren discriminación y persecución (como la de la India), pero pretender revertir esa opresión, admitiendo exenciones al cumplimiento de la ley, es una opción muy riesgosa.
            En América Latina, empieza a ocurrir algo similar y, nuevamente, esto debe ser motivo de preocupación. En su obsesión anti-colonialista, los movimientos indigenistas empiezan a solicitar autonomía jurídica a los Estados. Muchos de estos códigos jurídicos indígenas son violatorios de los más elementales criterios modernos de justicia, y de forma análoga a la shariah, obedecen a costumbres barbáricas. De nuevo, sería insensato negar la condición de opresión que sufren los indígenas en América Latina, pero sería un gravísimo error pretender aliviar esa opresión, permitiendo a los líderes indígenas oprimir a los miembros de sus propias comunidades con leyes atroces.
            El multiculturalismo (o, como a veces se la llama en América Latina, la ‘interculturalidad’) es deseable, pero sólo a nivel superficial. Y, en muchos casos, la secularización es irreconciliable con el multiculturalismo. La diversidad es bienvenida, cuando se trata de comidas, música, vestidos, etc. Pero, cuando se trata de cumplir la ley, una sociedad sólo puede ser operativa si todos los ciudadanos se rigen por las mismas leyes. El Estado laico no puede permitir que un individuo se refugie en su religión o su etnicidad para estar por encima de las leyes.