viernes, 30 de diciembre de 2016

Venezuela y Zimbabue: semejanzas insospechadas

En los últimos años, Venezuela y Zimbabue han sido comparados continuamente. A la vista, salta el hecho de que Chávez, en su afán por ser amiguito de cuanto dictador brutal tercermundista apareciera, invitó en más de una ocasión a Robert Mugabe a Venezuela. Aunque Chávez ni por asomo fue el déspota que sí es Mugabe, hubo algunas semejanzas en su estilo populista y revanchista.
Tanto Venezuela como Zimbabue eran países con muchas posibilidades económicas, y sus respectivos líderes populistas lo llevaron todo a la mierda. Venezuela tiene el dudoso honor de ser el país con la inflación más alta en el mundo, pero por muchos años, la distinción la tuvo Zimbabue. Mugabe emitió los infames billetes de millones de dólares; aún los venezolanos no hemos llegado a ese nivel, pero Maduro, con su control inconstitucional del Banco Central, emite papel moneda a lo bestia, y quizás en pocos años, lleguemos a tener billetes de millones de bolívares.

Pero, deseo destacar un paralelismo que, hasta donde sé, no ha sido señalado por nadie. En un aspecto, la independencia de Zimbabue fue similar a la de Venezuela. Zimbabue era originalmente la colonia británica de Rhodesia del Sur. A medida que la Gran Bretaña se iba deslastrando de sus posesiones africanas, y emergían nuevos países con gobernantes negros, los blancos de Rhodesia del Sur declararon unilateralmente su independencia, y formaron un nuevo país, Rhodesia. Ninguna otra nación lo reconoció.
El líder de ese movimiento independentista, Ian Smith, trataba de justificar aquella movida alegando los mismos argumentos del régimen del apartheid en Sudáfrica: las razas no pueden coexistir, si a los negros se les ofrece igualdad de derechos la minoría blanca se verá exterminada, etc. Y, en vista de que la madre patria Gran Bretaña había abandonado a sus hijos blancos en Rhodesia, a los blancos no les quedaba otro camino que declarar la independencia, para protegerse de la amenaza negra. Así, desde 1969 a 1980, Rhodesia impuso su propio sistema de apartheid, hasta que la guerrilla bajo el mando de Mugabe puso fin a aquel régimen.
Poco se sabe que la independencia de Venezuela empezó de forma muy similar. En su empeño por satanizar todo lo español, muchos historiadores venezolanos (especialmente los auspiciados por el chavismo) presentan al régimen colonial como una fuente inagotable de opresión, a la vez que presentan a la gesta de independencia como un noble movimiento guiado exclusivamente por ideales de libertad.
Pero, las cosas son más complejas. Los reyes Borbones habían empezado reformas liberales en América. Ciertamente, la sociedad colonial estaba organizada en torno a un rígido sistema de estamentos raciales que impedía la movilidad social a los pardos (negros, mulatos y zambos). Pero, en la última década del siglo XVIII, la corona empezó a flexibilizar ese sistema, y permitió que los pardos libres (es decir, no esclavos) pudieran comprar certificados que les permitían ser considerados de castas superiores, y así, acceder a nuevos privilegios. Era una óptima manera de colocar más dinero en las arcas públicas.
Desde el primer momento, hubo oposición a esta nueva política. Pero, la oposición no vino propiamente de la casta más privilegiada (los blancos peninsulares, es decir, los nacidos en España), sino de los blancos criollos. A su juicio, lo que la Corona y los blancos peninsulares estaban promoviendo era un ascenso social de los pardos que, opinaban los criollos, era muy peligroso. Cuando en 1804 los blancos de Haití fueron exterminados en su totalidad, la preocupación criolla fue aún mayor, y la protesta vino a ser aún más aireada.
En 1810, los criollos tuvieron muchas motivaciones para iniciar la declaración de independencia de Venezuela. Pero, uno de ellos fue indudablemente el temor al ascenso de los pardos. Los criollos temían que la madre patria España no los protegía suficientemente bien frente a los pardos. Y así, lo mismo que Ian Smith en Rhodesia, optaron por la independencia. Pero, al menos en aquel momento, las ideas liberales de Miranda pesaban mucho menos que el interés de la dominación racial. Como en Rhodesia, se trataba de una independencia promovida por blancos, para seguir oprimiendo a negros, en buena medida porque pensaban que la Corona se había vuelto demasiado liberal en asuntos raciales.
Fue precisamente por esto que, en los años siguientes, los pardos lucharon en el bando realista junto a Boves, algo que pocas veces se menciona. La Corona ofrecía más privilegios a los indios y pardos que las élites criollas promotoras de la independencia. El tío de Bolívar, Carlos Palacios, fue uno de los que en los años 1790 encabezó las protestas en contra de las políticas de flexibilización del sistema de castas. Su sobrino Simón, vivía tranquilamente en su finca con esclavos, y presumiblemente, compartía el mismo desdén ante la idea de que los pardos pudieran ascender socialmente.
Todo hay que decirlo, Bolívar, tras su estadía en Haití, cambió de opinión. Prometió la libertad a los esclavos y la igualdad de derechos a todos, y con esto, logró que los pardos se unieran a sus filas. Ésa fue la clave para expulsar a los españoles, y Bolívar en buena medida cumplió sus promesas. Pero, no perdamos de vista que, al menos en las primeras fases, la independencia de Venezuela tuvo las mismas motivaciones que las de Rhodesia: racismo puro y duro.

"El ciudadano ilustre" y la tragicomedia nacional argentina

Marcos Pérez Jiménez, el dictador venezolano, promovió la inmigración europea a Venezuela en la década de 1950 (entre esos inmigrantes, mi abuelo Joaquín Campo Redondo llegó a Maracaibo desde Sevilla). Muchos otros países latinoamericanos hicieron lo mismo: se pensó que, al abrir las puertas a la inmigración europea, nuestros países mejorarían.
En aquellas políticas, ciertamente hubo motivaciones racistas. Se aspiraba a que los europeos “blanquearan” a las poblaciones locales. Pero, yo no me apresuraría a levantar mi dedo acusador. Pues, guste o no, es un hecho que la cultura europea está mejor capacitada que la latinoamericana para el progreso (vale destacar que esto no es un argumento racista, pues no se trata de una mayor capacitación biológica, sino meramente cultural). De hecho, el haber recibido a esos inmigrantes europeos, con su mayor disciplina y preparación que la población local, supuso un inmenso beneficio para el desarrollo latinoamericano, duélale a quien le duela.

Seguramente el país que más agresivamente incentivó esta política fue Argentina. Ya desde el siglo XIX, el gran Domingo Sarmiento adecuadamente supo entender que, no sólo su país, sino toda la América hispana, se batía entre la civilización y la barbarie. De hecho, ése es el tema de la gran obra de Sarmiento, Facundo: lograr que el bárbaro se convierta en civilizado. La solución, en opinión de Sarmiento, era europeizar al americano.
Con toda seguridad, debemos matizar las opiniones tan desgarradoras de Sarmiento. Pero, en líneas generales, tenía razón: aquellos países latinoamericanos que han procurado incorporar las instituciones culturales norteamericanas y europeas, y han abrazado la modernidad, les ha ido mejor. Aquellos países que se empeñan con afán nacionalista en inventar “lo nuestro”, y prefieren el guayuco al pantalón, han quedado en el atraso.
Este contraste entre civilización y barbarie, y el dilema respecto a cuánto debe europeizarse América Latina, es el tema principal de El ciudadano ilustre, una película dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn. Narra la historia de Daniel Mantovani, un novelista argentino que vive en Barcelona, y recibe el Premio Nobel. Tras esta gloriosa hazaña, decide ir a visitar su pueblo natal, Salas, tras treinta años de ausencia.
En Salas, los lugareños le dan una bienvenida de héroe. Pero, muy pronto, Daniel se empieza a incomodar. Pues, ve en sus compatriotas aquello que él ya ha dejado atrás tras emigrar al Primer Mundo: cursilería, ignorancia, tradicionalismo, clientelismo, corrupción, mediocridad. Con todo, los lugareños nunca pierden la humildad. Y, frente al creciente desencanto que exhibe Daniel, empiezan a ver en su héroe a un tipo arrogante que, en realidad, al cruzar el charco, despreció a sus raíces.
Un tipo trata de chantajear a Daniel para que lo favorezca en un concurso de pintura, pero cuando Daniel no cede al chantaje, el tipo se encarga de divulgar entre los lugareños aquellos trozos de las novelas de Daniel en los cuales los argentinos salen muy mal parados. El tipo constantemente lo acusa de haberse vendido a los europeos.
Pero, Daniel no es ningún vendido a los europeos. Es, sencillamente, un hombre que, estando en Europa, ha alcanzado a ver las carencias culturales que sufren los argentinos. Como es de esperarse, a ningún nacionalista le gusta que le digan que su país no es tan glorioso como él cree, y con su ego herido, se vuelve rencoroso. Así, las tensiones entre Daniel y los pueblerinos van creciendo, y al final, todo termina en tragedia, aunque no en fatalidad.
La película es un deleite, verdadera manifestación de la tragicomedia nacional argentina (y, muy consecuentemente, la película se alterna entre lo cómico y lo trágico). Argentina, el país que prometió mucho, pero que no alcanzó lo que se propuso. Argentina, el país más europeizado de América, pero que, extrañamente, en su empeño nacionalista termina por fracasar en su modernización. O, como se dice en la misma película, Argentina, el país que ha dado muchas glorias (Borges, Messi, el Papa, la reina de Holanda), pero que jamás llegó a tener un Premio Nobel de literatura.
Con todo, El ciudadano ilustre se cuida mucho de no caer en maniqueísmos, y de ningún modo presenta a un Daniel bueno vs. unos lugareños malos. Las cosas son más complejas. Los habitantes de Salas son buenas personas, pero lamentablemente, no tienen una mentalidad suficientemente preparada para el progreso. Por otra parte, Daniel es muy culto y moderno, pero no tiene la necesaria sensibilidad para manejar a sus compatriotas con guantes de seda y persuadirlos de que sean menos bárbaros.

Y, en ese sentido, El ciudadano ilustre es una brillante crítica por partida doble. Por una parte, critica el nacionalismo argentino que obstinadamente se tapa las orejas y no quiere escuchar lo que desde afuera se les dice. Pero, por la otra, critica a aquellos intelectuales que, desde Sarmiento, han querido modernizar a Argentina (y América Latina en general) a rajatabla; estos personajes, desconectados de las sensibilidades locales, terminan siendo muy torpes en su acometido. El ciudadano ilustre no propone ninguna solución en particular, pero con todo, es una gran película. 

miércoles, 28 de diciembre de 2016

La traición a Miranda y el narcisismo de Bolívar

Dice la patética canción de Un Solo Pueblo que, “cuando Bolívar nació/ Venezuela pegó un grito/ diciendo que había nacido/ un segundo Jesucristo”. Vale preguntarse si, más bien, Bolívar debería ser comparado con Judas, en vista de su traición a Miranda.
Como en muchas religiones, el culto a Bolívar quiere limar las asperezas entre sus santos. Del mismo modo en que la tradición cristiana quiso presentar a Pedro y Pablo como grandes amigos y colaboradores (cuando, en realidad, se odiaban), el culto nacionalista en Venezuela quiere presentar a Miranda como el precursor con sus ideas, y a Bolívar como el héroe que concretó esas ideas. Cualquier persona mediamente culta en Venezuela sabe que ambos personajes se terminaron odiando, y que Bolívar traicionó a Miranda. La imaginación popular, no obstante, sigue creyendo que el par fue algo así como el dúo dinámico.

Tras algunos intentos fallidos (y, por lo demás, tácticamente demenciales) de invadir Venezuela y organizar una rebelión en contra del imperio español, Miranda se retiró a Londres, y desistió de sus proyectos. Pero, en vista de que en 1810 se formó en Caracas una junta que declaraba la independencia de Venezuela, Bolívar viajó a Inglaterra a solicitar apoyo británico, y aprovechó la ocasión para entrevistarse con Miranda y pedirle que volviese a Venezuela a dirigir la naciente república.
Miranda había hecho renombre con sus aventuras militares en EE.UU. y Francia, así como con sus recorridos por salones y cortes reales europeas. Había cosechado varias destacadas victorias militares para la Francia revolucionaria, y presumiblemente Bolívar veía en Miranda a un hombre experimentado, ideal para ejercer el liderazgo en Venezuela.
El culto bolivariano quiere hacer creer que la guerra de independencia fue entre España y Venezuela. Pero, en realidad, fue una guerra civil entre partidarios del rey, y partidarios de la república. Por ello, cuando Miranda llegó, la república no controlaba todo el territorio venezolano, y pronto, hubo de enfrentarse a focos realistas en todo el país.
En aquel caos, la relación entre Miranda y Bolívar se empezó a deteriorar. Bolívar empezó a cuestionar algunas de las decisiones militares de Miranda, y éste, bastante mayor, empezó a ver en Bolívar a un jovencito altanero indisciplinado. El punto crítico ocurrió en julio de 1812 cuando Bolívar, encargado de resguardar el fortín de Puerto Cabello, permitió que los prisioneros realistas tomaran el control. Bolívar desesperadamente pidió refuerzos a Miranda, pero éstos no llegaron (quizás porque el mensaje no llegó a tiempo).
Bolívar tuvo que escapar y refugiarse en sus propiedades de Caracas. Las cartas que escribió en aquellos días indican que se encontraba en un estado mental muy alterado. Le escribía a Miranda (en un estilo típicamente adulador de los militares venezolanos, que perdura hasta nuestros días) tratando de justificar su fracaso, y sin admitir su responsabilidad. Miranda nunca respondió.
            No me agradan mucho las especulaciones psicológicas, pero creo que, en este caso, podemos hacer alguna. En sus años posteriores, Bolívar demostró ser un tipo muy narcisista, al punto de que él mismo propició el enfermizo culto a su persona que perdura hasta nuestros días. Y, como bien nos recuerdan los psicólogos, cuando un narcisista se siente fracasado, se vuelve muy peligroso. Así pues, ante su fracaso en Puerto Cabello, Bolívar jamás admitió su responsabilidad. Trató de justificarse ante Miranda, pero en vista de que éste no hacía más que ignorarlo, cabe presumir que en la mente de Bolívar se empezó a formar la idea de que el verdadero responsable de aquella catástrofe había sido el propio Miranda, pues no había enviado los refuerzos.
            El narcisista, además, no tiene paciencia para otros más grandes que él. Si bien fue el propio Bolívar quien invitó a Miranda a Caracas, a la larga, su narcicismo venció a la admiración por Miranda. Si, desde el Monte Sacro, Bolívar ya tenía la idea de liberar a América, en su mente no cabía la idea de que hubiera alguien por encima de él en ese proyecto. Esto, aunado al acontecimiento en Puerto Cabello, se convirtió en una combinación explosiva.
            Cuando las tropas del realista Monteverde se acercaban a Caracas (en parte debido al ímpetu que los realistas obtuvieron tras apoderarse del fortín de Puerto Cabello), Miranda supo comprender que todo estaba perdido, y que era necesario capitular y marchar al exilio, para acaso plantearse una nueva estrategia. Para ello, se aseguró de recoger tesoros en Caracas, a fin de financiar nuevas expediciones en un futuro. Así pues, Miranda se dirigió al puerto de La Guaria, en espera de un barco que zarparía al exilio.
            Éste fue el momento clave para la venganza de Bolívar. En un intento por congraciarse con Monteverde, dos funcionarios de la república, Peña y Las Casas, plantearon a Bolívar arrestar a Miranda y entregarlo al caudillo español. Bolívar accedió, pero a diferencia de los otros dos conspiradores, no pareció tener motivaciones pragmáticas: Bolívar no tenía ningún interés en congraciarse con Monteverde. La motivación de Bolívar pareció ser puramente personal, y derivaba de su odio a Miranda. Veía a Miranda como un traidor (quien, además, como tantos dictadores latinoamericanos del siglo XX, salía corriendo con los tesoros públicos), y propuso, no entregarlo a Monteverde, sino fusilarlo sumariamente. Peña y Las Casas, que sí querían sacar provecho a la conspiración, objetaron el plan de Bolívar, y al final, prevalecieron en entregar a Miranda, el 31 de julio de 1812.
            Aquel acontecimiento, pues, fue un capricho narcisista de Bolívar, en parte manipulado por Peña y Las Casas. Podemos discutir si la decisión de Miranda fue o no la correcta, pero de ningún modo podría considerarse una traición. Miranda, que tenía mucha más experiencia militar, conocía bien cuándo sería prudente replegarse y reorganizar. Quizás aún había alguna oportunidad para vencer al enemigo, pero a lo sumo, se puede acusar a Miranda de un error de cálculo militar, nunca de traición. El verdadero traidor, en cambio, fue Bolívar. Entregando a Miranda, se quitaba de encima el peso de la culpa por la derrota en Puerto Cabello, y allanaba el camino para, ahora sí, plantearse como el gran caudillo en su proyecto de independencia.
            Dos años después, en 1814, a Bolívar le tocaría vivir en carne propia algo muy parecido a lo que le sucedió a Miranda. Después de haber reconquistado Caracas, Bolívar ordenó la evacuación de la ciudad, pues se acercaban las hordas de Boves a arrasar con todo. Bolívar había acusado a Miranda de no haber luchado hasta el final, pero él mismo ahora era el “traidor” que, como Miranda, recogía los tesoros de las iglesias, y se los llevaba hacia el oriente del país huyendo. En esa evacuación, encomendó los tesoros a un pirata italiano, Bianchi, para poderlos evacuar, pero éste, en una maniobra, llegó a un acuerdo, y marchó con parte de las riquezas.
Como había hecho Bolívar con Miranda, dos caudillos, Ribas y Piar, hacían ahora con Bolívar: en Carúpano lo arrestaron, acusándolo de robar los tesoros de la nación, y traicionar la patria. Pero, a diferencia de lo que Bolívar hizo con Miranda, Ribas y Piar no lo entregaron al enemigo. Bianchi eventualmente amenazó con bombardear Carúpano si no se liberaba a Bolívar, y así, nuevamente el Libertador quedaría libre. Bolívar, en vez de reconocer que el tratamiento que Piar le dio fue mucho más benevolente que el que él mismo le dio a Miranda, tres años después, en una nueva artimaña, hizo fusilar a Piar, en buena medida porque temía su popularidad. Una vez más, el narcisismo del Libertador lo conducía a cometer otro grave error moral.

martes, 27 de diciembre de 2016

El extraño caso del carlismo

En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo! reseñé el extraño giro que dio la izquierda a mediados del siglo XX. Hasta ese momento, la izquierda era heredera de la Ilustración. Pero, la influencia de la Escuela de Frankfurt y, sobre todo, del poscolonialismo, hizo surgir una izquierda retrógrada que, insólitamente, terminó por tener más en común con la Contrailustración y los movimientos reaccionarios del siglo XIX.
En el libro, presento a Marx como un continuador de la Ilustración y la modernidad. Lógicamente, su “socialismo científico” no tenía paciencia para las nociones místicas y primitivistas que hoy la izquierda promueve. Así, por ejemplo, si bien Marx reprochó a los británicos por sus intenciones imperialistas, supo comprender que el imperialismo británico era una fuerza modernizadora en la India; a diferencia de muchos progres de hoy, Marx no estaba dispuesto a romantizar la vida premoderna.

Pero, ahora pienso que debí matizar algunas cosas. Pues, insólitamente, Marx terminó por defender movimientos reaccionarios y contrailustrados que buscaban un regreso al trono y el altar. Me refiero al carlismo. 
Fernando VII, el infame rey español, modificó la ley que habría hecho a su hermano, Carlos, rey de España. Con la nueva ley, Fernando permitía que su hija, la futura Isabel II, heredara el trono. A la muerte de Fernando VII en 1833, Carlos organizó una rebelión para intentar acceder al trono, en una cruenta guerra civil. Se enfrentó así a la regente María Cristina, la madre de la niña Isabel. Sus partidarios vinieron a llamarse los “carlistas”, y representaban el viejo orden tradicionalista: defendían a ultranza la primacía católica y el absolutismo, a la vez que abominaban el liberalismo, cuyos representantes lucharon del lado de María Cristina. Los carlistas fueron derrotados en esa guerra. Pero, en las sucesivas décadas, en medio de la caótica historia política española del siglo XIX, los carlistas se volvieron a sublevar; jamás tuvieron éxito.
Así pues, los carlistas nunca gobernaron, pero hicieron mucho ruido como rebeldes frente al liberalismo, al punto de que captaron la atención de Marx y Engels, en La revolución española 1808-1842. Éstos veían al carlismo como un auténtico movimiento popular agrario, enfrentado a las élites burguesas liberales promotoras del capitalismo y la industrialización. Aparentemente, Marx y Engels cayeron en la trampa de creer que todo rebelde que se enfrente al capitalismo, es bueno. Y así, dejaron de lado el hecho de que los carlistas eran en buena medida herederos de aquellos infames que, tras expulsar a Napoleón, gritaban “Vivan las cadenas”. Marx y Engels incautamente apoyaban una guerrilla que, en el fondo, promovía una vuelta al feudalismo y la teocracia, es decir, a la rancia España del antiguo régimen. Tristemente, Marx y Engels en este caso apoyaron el atraso; en eso, se parecieron demasiado a los posmodernos que hoy repudian el progreso y la modernidad.
El único éxito militar sustancioso que tuvieron los carlistas, fue en la rebelión de 1936. Cuando surgió el bando nacional, con abrumador apoyo del clero y los sectores más tradicionalistas de España, el carlismo naturalmente se plegó a ese bando. Los requetés (las milicias carlistas) lucharon así en contra del bando republicano. Al fin, tras una larga lista de derrotas militares en el siglo XIX, los carlistas ganaron una guerra.
Pero, desde sus inicios, los bastiones más fuertes del carlismo fueron en el País Vasco, Navarra y Cataluña. Y además de defender el rancio tradicionalismo, los carlistas también eran muy celosos con la descentralización y los fueros de esas regiones. Su lema siempre fue “Dios, patria, fueros y rey”. Es fácil hacerse la imagen de la ETA como una organización de ultra-izquierda, pero es un hecho indiscutible que, en sus inicios, el nacionalismo vasco estuvo ligado al más rancio tradicionalismo, y bebió de las aguas del carlismo. Los carlistas eran absolutistas y tradicionalistas, pero cuando se trataba de la descentralización del poder en fueros, se parecían mucho más a los liberales que hoy defienden el régimen de autonomías.
Eso hizo que, desde el primer momento, las relaciones de Franco con el carlismo no fueran del todo cordiales. Un dictador que proclama a España como “una grande y libre” no congeniaría mucho con una fiera tradición que apela a “Dios, patria, fueros y rey”. Franco, ni era rey, ni le hacían gracia los fueros.
En algún momento se incorporaron algunos representantes del carlismo en puestos del franquismo, pero el vigor carlista fue menguando. Además, Franco supo manipular las disputas internas del carlismo, para debilitarlos aún más. El carlismo surgió como un pleito de sucesión, pero eventualmente, en su propio seno hubo otros pleitos respecto a quién era el legítimo sucesor de “Carlos V” (el hermano de Fernando VII), y Franco se aseguró de envenenar aún más esos pleitos, para así, finalmente apartarlos.
Así pues, el carlismo se fue convirtiendo en el extraño caso de los ultraderechistas aplastados por el poder derechista, pero que precisamente por eso, ganaban la simpatía de algunos izquierdistas.
Hubo aún otro giro más extraño. Ya muerto Franco, el carlismo buscó reinventarse, y Carlos Hugo de Borbón, el pretendiente carlista con mayor apoyo, empezó a expresar simpatías por el “socialismo de autogestión” y el modelo yugoslavo de Tito. Alegaba que, desde un principio, el carlismo defendía una idea similar. A mediados del siglo XIX, el carlismo representaba el más rancio tradicionalismo; a finales del siglo XX, el carlismo representaba el socialismo de avanzada. ¡Vaya giro! A decir verdad, el giro no fue tan dramático, pues la organización de los fueros es, en buena medida, algo bastante parecido a la autogestión.
Naturalmente, no todos los carlistas simpatizaron con el giro que daba Carlos Hugo, al punto de que hubo una reacción entre los partidarios del tradicionalista Sixto Enrique (hermano de Carlos Hugo), que terminó en una confrontación violenta con el saldo de dos muertos en 1976. Al día de hoy, el carlismo es ya un movimiento prácticamente en extinción, pero los cuatro gatos que quedan, siguen la variante socialista de Carlos Hugo (murió en 2010) cuyo hijo y sucesor, Carlos Javier, continúa la ideología de su padre.

De todo este extraño caso, abstraigo dos conclusiones relevantes. La primera es que, tal como lo expresé en El posmodernismo ¡vaya timo!, no es fácil establecer una nítida separación entre izquierda y derecha. Un grupo surgido en la Contrailustración, como el carlismo, puede terminar siendo abrazado por la izquierda contemporánea; mientras que un autor ilustrado como Adam Smith, puede terminar siendo el caballito de batalla de los trogloditas del Partido Popular.

La segunda, es que muchas veces, la política es mucho más cuestión de símbolos que de ideologías. En algunas ocasiones, la gente vota más con el corazón que con el cerebro. El carlismo dio giros ideológicos, pero mientras mantuvo la boina roja, la cruz de Borgoña, su lema “Dios, patria, fueros y rey”, y otros símbolos, ha conseguido sobrevivir.  China silenciosamente ha hecho una transición del comunismo al capitalismo, pero siempre manteniendo los símbolos rojos y la imagen de Mao. Las transiciones ideológicas se pueden hacer, pero para que no sean tan traumáticas, debe haber una preservación simbólica. Conviene no subestimar el poder de los símbolos.

domingo, 25 de diciembre de 2016

"Antes que anochezca" y la homofobia cubana

Después de haber visto y reseñado Fresa y chocolate (acá), me quedó la curiosidad de saber si ha habido otras películas que retraten la homofobia en Cuba, y me encontré con Antes que anochezca, de Julian Schnabel. Está basada en la autobiografía con el mismo título, del escritor cubano Reinaldo Arenas.
No es tan buena o divertida como Fresa y chocolate, pero no está mal. He descubierto que las biografías y autobiografías llevadas al cine terminan por ser aburridas, y Antes que anochezca está en ese lote, aunque la película no deja de tener méritos. Schnabel, que además de ser director de cine es pintor, introduce elementos pictóricos que hacen que la película también parezca un cuadro, y en ese sentido, el film es bastante contemplativo. A muchos críticos esto les parece genial, pero yo francamente no tengo paciencia para ese tipo de contemplación. Por eso prefiero los geniales y dinámicos diálogos de Fresa y chocolate.

La vida de Arenas fue traumática de principio a fin, y así queda reflejada en la película. Abandonado por su padre y despreciado por su abuelo al enterarse de que el niño quería ser poeta, Arenas se entregó a una vida de promiscuidad homosexual, al punto de, según él, haber tenido sexo con cinco mil hombres. Vio con entusiasmo a los barbudos bajar de la Sierra Maestra, y se plegó a la revolución en trabajos literarios. Pero, a medida que la revolución se hacía más brutalmente homofóbica, Arenas se desencantó.
Logró sacar un manuscrito al extranjero, y se le publicó un libro en Francia. Naturalmente, al régimen no le agradó esta gracia. Se le inventaron crímenes de pedofilia (¿qué otro crimen se le puede inventar a un homosexual en un país homofóbico?). Arenas estuvo detenido, pero logró escapar. Mientras era un prófugo, el régimen emitió alertas al país entero como si se tratase de un bandolero en el Wild West, acusándolo de ser un agente de la CIA (¿qué otro crimen se le puede inventar a un disidente en un país comunista?). Finalmente, Arenas fue capturado, y enviado a la espantosa cárcel de El Morro.
Salió de la prisión condicionado a que públicamente confesara y se retractara de sus escritos (¿necesitamos más pruebas del estalinismo cubano?). Con la crisis de los marielitos en 1980, Arenas aprovechó la oportunidad que Fidel dio a enfermos mentales, homosexuales y criminales para abandonar el mar de la felicidad, y enrumbarse a Miami. La película retrata cómo Arenas, en el último momento, tuvo que cambiar su nombre a “Arinas”, pues el régimen hacía un escaneo de quienes se marchaban, en tanto no estaba dispuesto a permitir la salida de disidentes de alto perfil. Finalmente llega a EE.UU., y años después, muere de SIDA.
Un aspecto molestoso de la película es el uso del inglés. Los personajes (algunos representados por actores anglos) hablan inglés con un marcado acento latinoamericano. Me pregunto si, inadvertidamente, esto no hace más que explotar prejuicios y estereotipos que, en la era de Donald Trump, pueden ser peligrosos. Obviamente, el film está dirigido al público norteamericano. Pero, si la mayoría de los actores son hispanos, ¿por qué no hacer la película en español con subtítulos? Los western contemporáneos ya no emplean a indios hablando mal inglés, y en vez representan las lenguas indígenas adecuadamente; ¿por qué no se puede hacer lo mismo con filmes sobre hispanos?
Con esto no quiero decir que la película es acartonada respecto a Cuba. Schnabel hace un buen esfuerzo en presentar una Cuba auténtica, aun si, obviamente, Fidel jamás permitiría que se ruede una película así de crítica en la isla. Para ambientar aún más la película, Schnabel introduce clips reales de los acontecimientos que sirven como contexto a la historia de narra.
Los clips más interesantes son los de la crisis de los marielitos. En aquella ocasión, Fidel erróneamente creyó que, al abrir las puertas, la gente no se iría del paraíso. Pero, en vista de que decenas de miles de personas se aglomeraban para marcharse, el Comandante se resintió. Ya era muy tarde para revocar su permiso, pero envió a grupos de choque para acosar a los migrantes. La película muestra a esos grupos de choques amedrentando a los marielitos. No es muy difícil ver de dónde toman inspiración los círculos bolivarianos y tupamaros motorizados de Caracas, que no desaprovechan oportunidad para acosar a representantes de la oposición venezolana.
Una curiosidad de Antes que anochezca es una breve aparición de Sean Penn, interpretando a un campesino durante los días en los cuales los barbudos llegaban a La Habana. Sería de sentido común esperar que, quien esté dispuesto a participar en un film como éste, estará consciente de la brutalidad del régimen cubano y de la profunda inmoralidad de Fidel Castro. Insólitamente, luego Sean Penn se convirtió en un propagandista de la Cuba castrista y la Venezuela chavista. Sería interesante preguntar al progre Penn si actuó en esta película sólo como un mercenario, y si cree que todo lo que se narra en ese film es propaganda imperialista.

Como era de esperar, pelmazos con la misma ideología de Penn sí creen que Antes que anochezca es propaganda yanqui basada en calumnias. No faltan quienes acusan a Arenas de escribir su autobiografía bajo los efectos de la demencia producida por el SIDA. Yo podría dar el beneficio de la duda y aceptar la posibilidad de que, quizás, algunos aspectos de la narrativa son exagerados. Pero, no es ningún mito que Fidel potenció la homofobia, y que por muchos años, Cuba fue el país latinoamericano con el peor registro de acoso y persecución a los homosexuales en América Latina.
Con todo, a pesar de la crudeza de Antes que anochezca, me parece que, lo mismo que Fresa y chocolate, es una espada de doble filo. Pues, podría dar la impresión de que, una vez que se tolere la homosexualidad en Cuba, la revolución habrá corregido ese pequeño error, y nuevamente se enrumbará por el camino adecuado. Mariela Castro (la hija del actual dictador, Raúl) ha entendido esto, y se ha esmerado en reivindicar a los gays en su país, en un esfuerzo por limpiar la imagen cubana.

Pero, lo cierto es que la homofobia no es ni por asomo el aspecto más bochornoso de la revolución cubana. El totalitarismo y el manejo desastroso de la economía son cuestiones más graves que el acoso a algunos homosexuales. Hay algunas películas y novelas que denuncian el totalitarismo cubano, pero hay muy pocas que retratan la catástrofe económica que las propias ideas comunistas llevaron a la isla. Plantear ideas económicas en el cine no es tarea fácil, pero ojalá algún cineasta tome la iniciativa.

sábado, 24 de diciembre de 2016

The Paranoid Style in Venezuelan Politics

      Richard Hofstadter’s The Paranoid Style in American Politics is a classic of political science. It documents America’s paranoid obsession with alleged hidden forces in power, from the Masons and Illuminati, to Communists and Papists. Religious fanatics are also taken by this paranoia, and have formulated all sort of ridiculous theories about the Antichrist’s presence in the White House.
            There may be a psychological basis for the “paranoid style”. Evolutionary psychologists are fond of saying that, in the African savanna, our ancestors lived in a very harsh environment, and they needed a mental module to detect patterns of dangers. Thus, our paranoia may in fact be an adaptation. But, there is also a cultural side. Historians and sociologists tend to agree that the “paranoid style” is especially common in the Middle East and Eastern Europe. Traditionally, for the most part, Latin America has been spared.
            In Venezuela, however, things began to change with Chavez. He had a soft spot for conspiracy theories, and did his best to promote them. The Americans never made it to the moon. Simón Bolívar did not die of tuberculosis, but he was killed. 9-11 may have been an inside job. The CIA inoculated Chavez’s cancer. There are subliminal messages in Globovision’s broadcasts. And so on.
            The trend has caught on. Pretty much not a day goes by, without some chavista making some outrageous comment giving credit to some conspiracy theory. Hugo Pérez Hernáiz, a Sociologist from Universidad Central de Venezuela, keeps track of them. It has become a routine: two or three times a week he documents the latest conspiracy theories in chavismo. I suppose he only writes two or three times a week because he grows tired; if he really wanted to document every conspiracy theory postulated by chavistas, he would not have time to do anything else in his life.
            Hofstadter argued in his book that the “paranoid style” is intimately related to populism. A populist is a political actor that appeals to masses, and delivers to them what they want to hear. Masses do not have the patience or the capacity to hear about nuanced and detailed political analyses. They want easy, simplified answers to complex problems. And, masses come together when they have a common enemy upon whom collective rage can be directed. Social psychologists call this phenomenon “scapegoating”, and it is quite frequent in politics.
Thus, a politician who capitalizes on his appeal to big crowds, strengthens his position by pointing out some real or imaginary enemy. If he fails to deliver concrete political results, he can always divert attention to the alleged conspirators. Unfortunately, it is a useful tactic to avoid taking blame and responsibility, and try to save face in the mist of failure.
As expected, Venezuela’s economic catastrophe over the last few years, follows the same pattern. It does not take a genius to understand what goes on: Chavez’s presidency coincided with the oil boom. Venezuela’s bonanza impeded any diversification of the economy. After Chavez’s death, the oil price crashed due to many factors, and predictably, Venezuela’s economy, extremely dependent on oil prices, went downhill.
But, of course, populist chavistas will never admit to it. It is always someone else’s fault. According to the main conspiracy theory, it is all part of a malevolent plan of economic warfare, directed by the US government. Hey, if they did it to Allende, they would do it again to another leftist government, right? Well, not quite. Yes, the CIA was behind the 1973 Chilean coup, but, had it not been for Allende’s deeply misguided economic policies, there would have never been the sufficient social and political conditions for a military rebellion. And, as the Eastern bloc collapse proves, there are plenty of cases where Socialist regimes fall on their own weight, without any need of outside interference.
Unfortunately, the “paranoid style” in Venezuela is no longer the exclusive territory of the left. Chavez began a game that, sadly, has now been played by the opposition as well. Pérez Hernáiz documents some conspiracy theories by MUD members. This stopped being an ideological tendency, and is now a Venezuelan thing, regardless of political colors.
Take, for instance, the narrative on Dollar Today, the website that announces the value of the dollar against the bolivar in the black market. The way this value is calculated is pretty simple and straight forward: exchange houses in Cucuta report the quoted rates, and this is announced on the website. It is quite safe to say that, as Henry Ramos Allup has frequently argued, Dollar Today reflects market forces. Chavistas, however, will never admit to it. According to their theory, a handful of conspirators arbitrarily decide the value of the dollar regardless of real market forces, with the sole intent of toppling down the government.
 Astonishingly, opposition sympathizers every once in a while have their own version of a conspiracy theory regarding Dollar Today. After a dramatic rise, in the last few weeks the value of the dollar against the bolivar has steadily decreased. Common sense dictates that this is due to the current cash crisis: Venezuela’s economy is heavily dependent on cash, and with the shortage of cash, there is a decreased demand for dollars. Economics 101: with decreased demand, the value of the commodity also decreases.
But, this will not suffice for conspiracy theorists in the opposition. Rumors are now circulating that chavismo bought and got hold of the Dollar Today website. According to this conspiracy theory, they artificially inflated the value of the dollar as announced in the website, sold their own dollars, then set the dollar back to its current value, and are now buying the dollars they sold, but at a far cheaper price.
A few conspiracy theories do turn out to be true. How, then, can we distinguish the real ones from the false ones? Occam’s razor is a good approach: the simpler explanation is probably the right one. Or, as Occam would himself put it, non sunt multiplicanda entia sine necessitate, (entities should not be multiplied without necessity); i.e., among competing hypothesis, the one with the fewest assumptions should be selected. If basic economics allow us to understand sufficiently well fluctuations in the value of the dollar against the bolivar, there is no need to appeal to additional entities. Venezuelans are in urgent need to apply Occam’s razor to every ridiculous conspiracy theory that Pérez Hernáinz tirelessly documents.

martes, 20 de diciembre de 2016

"Fresa y chocolate" sembró unas vanas esperanzas

                  La reciente muerte de Fidel Castro ha despertado algún renovado interés en la historia y la cultura de Cuba, y así, decidí ver Fresa y chocolate, quizás la película cubana más famosa. El film, dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y estrenado en 1994, narra la historia de Diego, un homosexual que fija su atención en el heterosexual David. Al principio, la homofobia revolucionaria de David hace muy improbable que entre los personajes se establezca una amistad genuina. David visita continuamente a Diego sólo porque otro amigo, Miguel, aún más revolucionario y homofóbico, siembra en David la idea de que Diego es un peligroso disidente que merece ser vigilado y delatado.
            Pero, como cabría esperar en una comedia, el homofóbico ablanda su corazón, y termina siendo amigo genuino del gay. Nunca David abre su culo, pero sí abre su mente. Diego, un tipo más maduro, culto e inteligente, no logra seducir a David, pero sí logra educarlo. Hay muchas ocasiones cómicas en la película. Las ironías con que Diego evalúa la revolución cubana, en medio de gestos afeminados, hacen que el espectador suelte varias carcajadas. Diego continuamente se queja de la mediocridad cubana. Es muy fácil darle la razón. Pero, esta película es testimonio de que no todo en Cuba es mediocre. Pues, en efecto, Fresa y chocolate es un gran film.

            La relación entre la homosexualidad y el comunismo siempre ha sido un asunto muy complejo. Que yo sepa, no hay nada en los escritos fundacionales de Marx o Lenin que tuvieran alguna semblanza homofóbica. Más bien, desde la Escuela de Frankfurt, se promovió la liberación sexual como parte de la lucha contra el capitalismo, y eso incluía una apertura a la homosexualidad.
            Algunos ultraconservadores han llegado a creer que, en tanto Marx, Fourier y otros, se plantearon la abolición de la familia, todos los comunistas han promovido la homosexualidad. A medida que el comunismo se fue convirtiendo en el coco tras la revolución rusa, se fue acusando a los comunistas de promover todo tipo de libertinaje. Por ejemplo, Paul Kengor, en un reciente libro, Takedown, acusa a Fidel de participar en una suerte de conspiración comunista internacional para destruir los “valores cristianos” promoviendo el aborto y la homosexualidad.
            Lo del aborto podría ser cierto, pero respecto a la homosexualidad, es de sobra conocido que Fidel, y sobre todo el Che Guevara, fueron brutalmente homofóbicos. El Che fue el encargado de organizar las Unidades Militares de Ayuda a la producción (UMAP), una suerte de campos de concentración adonde eran enviados los gays para ser reeducados con la vana esperanza de que se volvieran machos, y abandonaran la decadencia burguesa de la mariconería.
            Eso fue en la década de los sesenta. Cabría presumir que, para 1994, el año en que se realizó Fresa y chocolate, las cosas habrían cambiado. Y, en efecto, el hecho de que el régimen permitiera una película como ésta, parecería ser señal de que empezaba a haber una apertura. En este aspecto, la película es una espada de doble filo. Por una parte, podría dar la impresión de que un film crítico con el régimen es señal de que en Cuba sí hay democracia. Fue quizás por esto que el ala más radical del exilio en Miami, consideró que Fresa y chocolate era aún otro truco propagandista del régimen, para formar la idea de que en Cuba sí hay posibilidad de disenso, cuando en realidad, es una farsa.
            Yo no creo que Gutiérrez Alea fue un títere al servicio del régimen. Pero, sí doy la razón a los radicales de Miami en postular que, en última instancia, el film ha sido provechoso para el régimen. A pesar de su inteligente crítica al castrismo, Fresa y chocolate sigue operando bajo el infame lema de Fidel, “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”. Diego aclara que él también es socialista, que la revolución sigue siendo necesaria… sólo que él quiere darle un rostro más humano. En 1994, el régimen aparentemente estaba dispuesto a tolerar esta disidencia, pero habría sido demasiado pedir a la dictadura que tolerara a gente que, abiertamente, dijera que Cuba no es una democracia, que en capitalismo se vive mejor que en socialismo, y que EE.UU. no es el monstruo que la propaganda cubana quiere presentar.
            Por otra parte, aparentemente la película disgustó al ala más dura del régimen. Pues, en efecto, es un arma de doble filo. El film puede promover la idea de que en Cuba sí hay oportunidad para el disenso, pero al mismo tiempo, sin usar palabras explícitas, emite claramente el mensaje de que Cuba no es ninguna democracia. Diego corre el riesgo de ser condenado a quince años de cárcel por el mero hecho de organizar una exhibición de arte que es considerada propaganda. Y, el film muestra la crudeza del sistema de vigilancia de los infames comités revolucionarios (a pesar de que Nancy, la prostituta encargada de delatar a los vecinos, resulta ser muy caritativa).
            Tras el estreno de este film, en 1994 habría cabido esperar que, con el declive soviético y la aparente apertura en esta película, habría reformas importantes en Cuba. Veintidós años después, queda la tremenda decepción de que esas esperanzas han sido en vano. Obama fue a La Habana, murió Fidel y vino Raúl, pero sigue sin haber la verdadera apertura que los liberales esperamos. Quizás a un personaje como Diego hoy no se le perseguiría ya por ser homosexual, pero ciertamente, sí se le perseguiría por ser revisionista ideológico.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Why Is Obama So Popular With Liberals? Because He Is Black

It is projected that, on inauguration day, Barack Obama will be immensely popular. How come? Well, let’s acknowledge some of his achievements. He managed to improve the US economy (although did very little when it came to face off Wall Street and inequality), he cut a very important deal with Iran, and for the most part, there were no major scandals during his presidency.
            But, it seems to me that his popularity is not proportional to his actual deeds, especially when it comes to the liberal agenda. In fact, from a liberal's point of view, some of his policies have been as bad (and, in some cases, even worse) as George W. Bush’s. He did not invade Iraq, but he did authorize a morally dubious intervention in Libya, and took illegal drone warfare to a new level. As Edward Snowden himself has made clear, the Obama administration took surveillance far beyond from where the Bush administration left off. And, when it comes to immigration, well, he is the “deporter-in-chief”.

            Why, then, is he so popular, especially among liberals? Let’s point out the big elephant in the room: race. To say that Obama won because he is black seems, alas, a racist proposition. Such a view apparently assumes that blacks in America are so politically illiterate, that they will vote for whomever has their skin color, regardless of his or her political agenda.
            But, let’s ask ourselves if there are antecedents to this scenario. What percentage of blacks believed that O.J. Simpson was innocent? An astonishingly high percent. Fortunately, today, the percentage of blacks believing in Simpson’s innocence has decreased significantly. But, the fact remains that, in 1995, most blacks paid little attention to the evidence, and focused a lot more on the skin color of the defendant.
            If this was the case with the Simpson trial, why wouldn’t it also be the case with Obama’s popularity? Well, there are important differences. Johnny Cochran shamelessly played the race card back then to get Simpson off the hook. To his credit, Obama was careful not to do the same. He never said, “Vote for me because I’m black”. He may have blown the dog-whistle every once in a while, but for the most part, he made a significant effort to present a post-racial candidacy in 2008, and kept this approach throughout his presidency.
            Yet, even if he never played the identity politics game, the American political scenario, which had been built on identity politics for some years, made it inevitable that his race would be a significant advantage. The media caught on. The mantra of “the first black president” was just too powerful, and understandably, Obama did not do much to ignore it. Even if Obama never wanted anybody to vote for him simply because he was black, the historical circumstances made it possible that, indeed, his skin color would help him more than harm him.
            True, the black community at first was skeptical. Obama’s ancestors were not slaves, he was raised by a white mother, and his proposals were not all that favorable to blacks’ interests. But, when the critical moment came, blacks estimated that it would be too much of a waste not to vote for him (when would there be a serious black contender again?). Not surprisingly, Obama overwhelmingly took the black vote.
            However, the real significant factor was not so much black identity politics, but rather, white guilt, as black author Shelby Steele has powerfully argued. In a considerable sector of American society (especially the liberal sphere), there is a major fear of being accused of racism. Whites have pursued all sorts of strategies to avoid this shaming label. Infamously, many whites have adopted the some-my-best-friends-are-black defense, as if having a single black friend all of a sudden will make racism disappear, and get privileged whites off the hook.
            But, strangely, “I voted for Obama” became the new “Some of my best friends are black”. Slavery and Jim Crow are the two greatest sources of historical embarrassment to white Americans (unfortunately, imperialism does not seem to count for much). What better way to atone for the grave sins of the past, than to vote for a black guy? After Obama, no one would accuse America of being a racist country because, finally, there would be a black president. Furthermore, this time, it would be relatively easy to vote for the black guy, as Obama, unlike a Jesse Jackson, appeared to be a much milder candidate when it came to confrontation.
            Or perhaps, Obama’s race was an advantage, but not in a direct way. Obama is by far the coolest president in US History. There is something about his walk, his talk, his look, his clothes, his wife, his kids… that makes him, in words of black columnist Dexter Thomas, “the King Midas of political cool”. Many critical commentators in the left (especially Chris Hedges) have highlighted the fact that Obama’s campaign was aggressively marketed as a brand. All those “Hope” and “Yes We Can” posters had a lot of marketing design. From the start, he was presented as the cool candidate to political consumers.
            Among cultural critics in America, it is pretty well established that, in the cool wars, blacks have the upper hand. The ultimate uncool type, the nerd, has been described as “hyper white”. From Elvis to Eminem, whites have had a fascination with black aesthetics. But of course, as many critics have pointed out, this is not particularly advantageous to blacks themselves. The fact that a white teenager may know Snoop Dogg’s lyrics does not imply by any means that he may be committed to checking his privilege and engaging in the struggle against racism.
            But, for a particular candidate marketed as cool, blackness is a blessing. Hence Obama’s cool style. He may not be popular because he is black. But, he is popular because he is cool. And, at least in part, he is cool because he is black. In Ferguson and other places in America, kids are being massacred because they are black. This requires a frank discussion, as the Black Lives Matter movement has well reminded. But, if Americans really want to be frank and honest, as part of this conversation, they should consider that, in the same manner that a cop kills a kid because he is black, Obama remains popular because he is black.

lunes, 5 de diciembre de 2016

¿Era Fidel un narcotraficante?

            Cuando cayó el muro de Berlín, se desclasificaron muchos documentos, y se supieron muchas de las marramuncias que se hicieron en el bloque soviético. Con la muerte de Fidel y la apertura de Cuba al mundo, quizás podamos tener la esperanza de que, algún día, el régimen cubano abrirá los archivos (si es que acaso existen), o se permitirá saber la verdad sobre el caso Ochoa. Por supuesto, primero tiene que morir Raúl Castro, pues él mismo fue uno de los principales protagonistas de aquellos infames acontecimientos.
            Dado el gusto que ahora hay por las series televisivas de narcotraficantes en toda América Latina y EE.UU., me sorprende que el exilio en Miami aún no haya llevado a la pantalla este caso. Pues, en efecto, lo tiene todo: drogas, sexo, amor, guerra, violencia, espionaje. A raíz de la muerte de Fidel, he visto algunos documentales y he leído algunos libros sobre el tema. Obviamente, a los fidelistas les aterra el tema, y por eso, tratan de evitarlo a toda costa. En este sentido, que yo sepa, no hay libros o documentales que cuenten la historia simpatizando con Fidel.

            Por otra parte, lamentablemente, la mayoría de los libros sobre el tema son muy conspiranoicos y demasiado prestos a satanizar a Fidel. La crónica más balanceada y detallada, me parece, es la que Andrés Oppenheimer presenta en su libro La hora final de Castro, de 1993. El título da la impresión de que Oppenheimer estuvo equivocadísimo, pues en 1993, aún estábamos muy lejos de la hora final de Fidel. Pero, el mismo Oppenheimer advertía en el libro que él no pretendía ser un profeta, sino sencillamente, narrar la crisis por la cual empezaba a atravesar Cuba. Así pues, el primer tercio del libro, es una muy documentada y balanceada narrativa sobre cómo sucedieron los acontecimientos en torno al caso Ochoa.
            Trataré de resumir casi doscientas páginas de intrigas genialmente narradas por Oppenheimer. Reinaldo Ruiz, un cubano exiliado en Panamá, descubrió que tenía un primo lejano en la administración cubana, Miguel Ruiz Poo. Ruiz le planteó a su primo usar Cuba como base para trasladar cocaína desde Colombia a Miami. Ruiz Poo tuvo que consultar con sus superiores, y tras recibir el visto bueno, se concretó la operación.
            Empezaron así algunas operaciones. Ya desde antes, había operaciones en las que se permitía el uso del espacio aéreo cubano a los narcos, y a cambio, se pedía que esos mismos narcos llevasen armas a las guerrillas en Colombia y Centroamérica. Pero, aparentemente, los altos mandos siempre habían querido tener cautela en que la droga no pasara por territorio cubano propiamente.
            Cuba, no obstante, empezaría a dejar de recibir subsidios soviéticos, a partir de la Perestroika. Así, desesperadamente había que buscar nuevas formas de financiamiento y abastecimiento. Se creó así el departamento de “Moneda convertible”, MC. La intención era hacer negocios con los propios exiliados en Miami, de forma tal que éstos burlaran el embargo, y llevaran en sus lanchas a Cuba, artefactos electrónicos, así como operaciones en el exterior que permitieran evadir el embargo.
Esto fue así por un tiempo, pero el alto mando del MC, con Tony de La Guardia a la cabeza, empezó a ver como un negocio más rentable que esos lancheros llevaran droga directamente a EE.UU. De La Guardia aparentemente era un tipo corruptible que disfrutaba el buen vivir en La Habana, y se quedó con alguna tajada de aquel negocio turbio. Pero, tanto él como su hermano gemelo, Patricio, deseaban también reformas en Cuba. Y así, en vista de que el régimen no daba su brazo a torcer a la Perestroika, pragmáticamente asumieron que el narcotráfico sería una opción viable para sobrellevar los tiempos duros que venían.
Arnaldo Ochoa, en cambio, no era un tipo corruptible. Ostentaba el título de “Héroe de la Revolución”, y tenía una ilustre carrera como combatiente en Angola. Fidel pretendía dirigir esa guerra desde Cuba, pero Ochoa, en el campo de batalla, desobedeció muchas órdenes, cuestión que al final, resultó ser militarmente eficaz. Ochoa, que se había ganado el respeto de sus tropas, veía con preocupación la precaria condición de Cuba y el abandono de los veteranos de guerra, y así, se involucró en el tráfico de diamantes y marfil desde África, pero nunca de droga. Las ganancias serían para la revolución, y en efecto, Ochoa llevaba en Cuba una vida bastante austera.
Como los gemelos De La Guardia, Ochoa quería reformas. Pero era mucho más osado en vociferar su crítica a Castro. Fidel, como siempre fue su costumbre, montó vigilancia y colocó micrófonos secretos a Ochoa, y pudo escuchar sus opiniones respecto a la necesidad de reformas en Cuba. Indispuesto a tolerar la indisciplina de Ochoa, procedió a arrestarlo (junto a los gemelos De La Guardia y otros más), imputándole cargos relacionados con el narcotráfico (se le acusó de enviar un emisario para establecer relaciones con Pablo Escobar). Mataba así dos pájaros de un tiro: se quitaba de encima a un posible disidente, y a la vez, lavaba su cara frente a la amenaza de que la inteligencia norteamericana revelara datos que vinculaban al régimen con el narcotráfico.
El juicio que se le hizo fue brutal. Se transmitió por televisión, pero en versiones editadas, de forma tal que no sabemos realmente la totalidad de las cosas que se dijeron. A pesar de la edición, hubo algunas escenas extrañas. Por ejemplo, Ruiz Poo, temblando y llorando, empezó a decir en medio de incoherencias, que las órdenes respecto a las operaciones del narcotráfico venían directamente desde Fidel. El fiscal Juan Escalona (un hombre despiadado con un gran celo en elogiar a la revolución y llevar al paredón a los acusados), intervino para interrumpir al acusado, y exigió que los médicos lo atendieran. Al día siguiente, Ruiz Poo, ya recompuesto, retomó su testimonio, pero esta vez dijo que Fidel no tenía absolutamente nada que ver con las operaciones
   Los abogados no hicieron el menor esfuerzo por defender a los acusados. Todos terminaron confesando sus crímenes. Pero, vale recordar que, en las purgas estalinistas de los años 1930, los acusados también confesaban crímenes que, luego se supo, no cometieron. Y, además, esas confesiones en Cuba no fueron del todo claras. Los acusados dicen que ellos fallaron a la revolución (Ochoa admitió que él merecía morir), pero no detallan en qué consistieron sus crímenes. Fidel mismo fue a visitar a Tony De La Guardia en la cárcel, prometiéndole que, si confesaba, el castigo no sería duro. Presumiblemente, se hizo la misma oferta a Ochoa. Por supuesto, tal promesa no se cumplió, y al final, tanto Tony De la Guardia como Ochoa fueron fusilados.
    En la narrativa de Oppenheimer, también resalta la complicidad de Gabriel García Márquez, que tenía su propia mansión en La Habana. La hija de Tony De La Guardia, Ileana, desesperadamente fue a suplicar al Gabo para que interviniera con Fidel pidiendo clemencia. Los testimonios se contradicen un poco, pero según parece, García Márquez no se esmeró mucho en esta solicitud.  
En todo este culebrón, hay dos preguntas clave: ¿era Ochoa culpable? (no hay duda de que De La Guardia sí lo era), y ¿cuán cómplice era Fidel? Oppenheimer no ofrece respuestas contundentes. En su relato, deja entrever que, sí, Ochoa sí participó en estas operaciones, aunque sólo tentativamente. No entró de lleno en el narcotráfico, solamente envió emisarios para establecer unos primeros contactos. Pero, en todo caso, no lo hizo para enriquecerse él mismo, y en su contexto, sus acciones eran las más naturales, pues parecía que todo aquello era autorizado e incluso alentado por el propio régimen.
¿Y Fidel? El Comandante siempre tuvo la precaución de no mancharse las manos directamente. Pero, según el testimonio de muchos de los informantes de Oppenheimer, Fidel sí estaba al tanto de las operaciones. José Abrantes, otro de los condenados (pero no a muerte), y muy cercano a Fidel, empezó a explicar a otros reclusos la participación de Fidel en el narcotráfico. Al poco tiempo, murió misteriosamente en la cárcel. Patricio De La Guardia fue más comedido en sus vociferaciones en la cárcel (presumiblemente, escarmentó al conocer sobre la muerte de Abrantes), pero según su esposa, Patricio siempre sostuvo que Fidel estaba al tanto de todo.
 Con todo, Fidel quería mantener las operaciones en un límite, y cuando éstas se empezaron a descontrolar, decidió intervenir, aprovechando la ocasión para lavar su cara frente al mundo, y a la vez, eliminar a Ochoa, un reformista cuya popularidad, ya Fidel empezaba a temer. La historia quizás absolverá a Fidel por su ataque al cuartel Moncada, pero, si lo que cuenta Oppenheimer es verdadero (y ciertamente es muy creíble) no por la barbaridad del caso Ochoa.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Dos culpables del triunfo de Trump: Obama y los medios

            Mientras escribo estas líneas, aún no se sabe quién ha ganado las elecciones presidenciales de EE.UU., pero todo indica que Donald Trump es el vencedor. Muchos, incluyéndome, hemos quedado atónitos. Si hay que buscar culpables de esta catástrofe, yo señalaría a dos.
            El primer culpable es Barack Obama. En el 2008, Obama lanzó su campaña con la promesa de que él uniría a EE.UU., y se convertiría en un presidente post-racial. Ese mensaje fue explícito. Pero, implícitamente, el mensaje fue distinto. Obama nunca llegó a decir categóricamente, “Voten por mí porque soy negro”, pero su campaña sí lo presentó como un candidato que debería ser elegido, no tanto por el contenido de sus ideas, sino por el mero hecho de que era negro. Con eso, EE.UU. finalmente elegiría a un presidente negro tras varios siglos de injusticia, y así, el votante blanco se quitaría de encima el peso de la culpa.

            Esta forma de hacer política, que en EE.UU. se denomina “políticas de identidad” (identity politics), se ha hecho muy común en las sociedad norteamericana. Lo relevante no es la ideología, sino a cuál grupo demográfico se pertenece. Obama explotó esa tendencia para conseguir sus triunfos en 2008 y 2012 (tácitamente comunicando el mensaje de que, quien no votase por él, es un racista), y en 2016, Hillary Clinton intentó algo similar (aunque no en el mismo grado que Obama), al continuamente presentarse como la primera mujer en buscar ganar la presidencia de EE.UU.
            Donald Trump ha ganado con el voto de los blancos. Y, lo ha hecho apelando a las políticas de la identidad. Al final, los hombres blancos votantes, llegaron a la conclusión de que, si los negros votaron por Obama por el mero hecho de que es negro, y las mujeres votarían por Clinton por el mero hecho de ser mujer, entonces ellos votarían por Trump, por el mero hecho de ser blanco y hombre. Las mismas políticas de la identidad que llevaron a Obama a la Casa Blanca, ahora se vuelven contra los demócratas. Es un juego perverso que, lamentablemente, el mismo Obama inició.
            El segundo culpable son los propios medios de comunicación que estuvieron en su contra. Trump es un bufón, pero la forma en que los medios de comunicación lo satanizaron fue desproporcionada. Trump ganó enfrentándose a su propio partido republicano, CNN, el Vaticano, muchas iglesias protestantes, la BBC, Al Jazeera, MSNBC, e incluso, durante las primarias republicanas, la propia Fox News (una cadena marcadamente conservadora). Muy pronto se convirtió en el underdog: tenía todo en su contra. Y, la narrativa del underdog es muy poderosa en la cultura norteamericana. Cuanto más se presentaba a Trump como un monstruo en los medios de comunicación, más fortalecido salía. Al final, el votante promedio norteamericano llegó a la conclusión: si todos dicen que Trump es el propio diablo, entonces, algo bueno debe tener.

Los medios norteamericanos cometieron el mismo error que los medios venezolanos (y latinoamericanos en general) cometieron con Chávez en 1998: en vez de moderar los ataques en contra del candidato, terminaron por satanizarlo. Al final, tanto Chávez como Trump (ambos con un enorme talento frente a las cámaras), supieron convertir esa satanización en una ventaja.