sábado, 30 de abril de 2016

La verdadera brujería de Chávez

Recientemente, David Placer, un oscuro periodista venezolano, ha publicado Los brujos de Chávez Placer entrevistó a algunas personas allegadas a Chávez, y a partir de esas conversaciones, ha llegado a la conclusión de que Chávez estaba metido de lleno en la santería cubana. Según Placer, Chávez era un hombre tremendamente supersticioso, que se dejó influir mucho por la hermana de una de sus compañeras sentimentales. Poco a poco, Chávez se fue iniciando en el mundo de la santería, y Fidel Castro vio en esto una oportunidad. Fidel envió a sus propios babalaos para que manipularan a Chávez, y así, Cuba pudiera formar una alianza con Venezuela, y asegurar el petróleo.
            El libro tiene un fuerte tono sensacionalista. La única evidencia que se presenta es anecdótica, y pocas veces procede de fuentes directas. Casi todos los entrevistados admiten que escucharon lo que otra gente les contaba, pero pocos reconocen haber visto ellos mismos algún indicio firme de que, en efecto, Chávez estaba inmerso en ese mundo. Las hipótesis de Placer sobre el rol de Fidel Castro son típicamente conspiranoicas, como tantas otras que se han formulado en torno al líder cubano.

            Además, la forma en que Placer trata la santería cubana es bastante inapropiada. La describe como si se trataran de rituales satánicos, que deliberadamente buscan perjudicar a los demás, y a hacer pactos con fuerzas malignas para conseguir favores. Esto es una caricatura de la religión santera. Ciertamente, hay una variante, el palo mayombe, que sí tiene algunas de esas características de ocultismo, pero ni siquiera esa tradición tiene la perversidad que Placer le atribuye.
            Tras leer el libro de Placer, sólo puedo llegar a la conclusión a la que el filósofo Ludwig Wittgenstein llegó en uno de sus libros: sobre lo que no se puede hablar, es mejor pasar en silencio. Chávez pudo, como pudo no haber tenido brujos. No sabemos, y por ende, es mejor no especular. Todos tenemos algún grado de conductas supersticiosas, de forma tal que no me sorprendería que Chávez, en algún momento, acudiera a hacerse algún trabajo con algún babalao, del mismo modo en que muchos políticos de la oposición acuden a un cura para que los bendiga en sus campañas electorales. En ambos casos, los políticos apelan a poderes mágicos para intentar asegurar su poder. Es algo muy propio de la conducta humana.
            Placer es un poco ambiguo a la hora de juzgar si la brujería es efectiva o no. A lo largo del libro, pareciera presentarse como un racionalista que piensa que las brujerías de Chávez eran supersticiones, propias de una persona ignorante. Pero, en ocasiones, da la impresión de juzgar a esos procedimientos como si fueran perversos. A mí me parece especialmente preocupante que la gente en Venezuela no repudie a Chávez por ser una persona ignorante y fácilmente manipulable por un maquiavélico líder cubano (si acaso ése es en realidad el caso), y en cambio, sí lo repudie por pactar con fuerzas malignas y utilizar ese poder. La triste realidad, es que incluso aquellos venezolanos que se oponen a Chávez, son tan supersticiosos como supuestamente lo fue el Comandante. Por ejemplo, muchos de esos venezolanos opuestos a Chávez opinan que, la exhumación de los restos de Bolívar, produjo el efecto mágico de matar a los que estaban allí presentes.  
Si Chávez efectivamente acudía a estos brujos, no habrá sido el primero, ni tampoco el último jefe de Estado, en hacerlo. Reagan, Miterrand, y tantos otros, también lo hacían. Y, en todo caso, aún si lo hacía, siempre hay un gusto en el periodismo conspiranoico de exagerar estas cosas. Hitler, por ejemplo, pudo haber tenido algún interés en el ocultismo a través de su lugarteniente Himler, pero muchas de las cosas que se han dicho sobre las conexiones entre el nazismo y el ocultismo, son exageradas.
            El libro de Placer tiene un obvio trasfondo político. No está mal escrito, y es entretenido. Pero, no hace más que repetir rumores, y su clara intención es desprestigiar el legado de Chávez. En realidad, eso deja mal parada a la oposición venezolana. Pues, el libro da la impresión de que la única forma de atacar a Chávez es repitiendo cuentos de viejas chismosas.
            Y, así como no conviene especular sobre Chávez y sus supuestas vinculaciones con santeros, sí es mucho más preferible pronunciarnos sobre las supersticiones en las cuales Chávez claramente sí creía, pues lo decía sin tapujos frente a las cámaras. No podemos saber si Chávez realmente creía o no que el exhumar los restos de Bolívar le iba a dar poderes mágicos. Pero, Chávez sí tenía creencias extrañas. Decía, por ejemplo, que el hombre no llegó a la luna. Pensaba que a Bolívar lo asesinaron los gringos. Esto no es propiamente superstición en el sentido que lo entendemos hoy. Pero, etimológicamente superstición viene de “estar encima de”, y posiblemente, haga referencia al exceso de creencias. En ese sentido, creer cosas como ésas sobre la muerte de Bolívar y la llegada del hombre a la luna, son supersticiones.

            Pero, la mayor superstición de Chávez, creo yo, fue pensar que si se controla la economía, como él pretendía hacerlo, no se llegará a crisis y colapsos. Chávez no tenía tapujos en admitir esa creencia. Eso sí es una superstición muy grave. El pensamiento mágico asocia indebidamente fenómenos. Pues bien, Chávez creía que había una asociación entre el socialismo (o al menos, el socialismo como él lo entendía), y el bienestar del pueblo. Hoy, los venezolanos comprobamos que esa asociación es errónea, y lo estamos pagando muy caro. Yo habría preferido mucho más a un gobernante que se sometiera a ramazos y le leyeran las cartas, pero que hubiera entendido que controlar precios y expropiar empresas no tiene las propiedades mágicas que, lamentablemente, Chávez y sus secuaces sí le atribuían. 

jueves, 14 de abril de 2016

Parménides y la idea más absurda en la historia de la humanidad

             En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!, dediqué los primeros capítulos a explorar las raíces históricas del posmodernismo. Sólo identifiqué a un filósofo de la antigüedad, como precursor del posmodernismo: Protágoras, debido a su relativismo. Pero, creo que también pude haber incluido a Parménides. Los posmodernos son infames por decir cosas que nadie entiende (“la nada nadea”), o por decir cosas absurdas (“el hombre ha muerto”, “e=mc2 es machista”, “la guerra del Golfo no tuvo lugar”, etc.). Si bien Parménides escribió un poema que resulta un poco obscuro, en líneas generales se le entiende. Pero, Parménides defendió lo que a mi juicio, es la idea más absurda planteada en la historia de la humanidad. La diferencia con los posmodernos, no obstante, es que Parménides lo hizo argumentando, y no es tan fácil despacharlo. Parménides podrá haber dicho barbaridades, pero no era un charlatán.

            Parménides defiende dos ideas absurdas hasta más no poder. La primera: sólo existe un ente en el universo. La cucaracha, el ordenador y Messi, son todos la misma cosa. Algunos filósofos hindúes, siguiendo la escuela de advaida vendanta, opina algo parecido: todos formamos parte de lo mismo. Pero los hindúes hablaban más en términos de una unión mística, en el sentido de que todos participamos de una misma fuerza universal, el brahman.  En cambio, Parménides decía que no hay separación entre las cosas: todos somos literalmente un solo objeto. Parménides añade otra idea, aún más absurda: todos somos lo mismo, porque nunca nada ha cambiado, ni cambiará. Siempre ha habido una sola cosa en todo el universo, y seguirá siendo así.
            ¿Cómo llega Parménides a semejante desfachatez? Dice Parménides algo muy lógico y elemental: lo que es, es; y lo que no es, no es. Esto quiere decir que la nada no existe. Sólo existe, aquello que está. Y, si eso es así, entonces una cosa no puede venir de otra, ni tampoco se puede transformar en otra. Pues, si se transforma en otra, esa cosa antigua habrá dejado de existir, y pasará a formar parte de la nada. Pero, precisamente, la nada no existe. Por ende, nada puede ir hacia la nada. Y, del mismo modo, nada puede venir de la nada. Si una cosa empieza a existir, debió haber habido un momento en que esa cosa no la había. Pero, de nuevo, si la nada no existe, entonces nunca debió haber habido un momento en que esa cosa no estaba.
            Además, dice Parménides, no puede haber separación entre una y otra cosa. Pues, esa separación implica que hay un vacío entre los entes. Pero, el vacío, en tanto nada, no existe, porque de nuevo, lo que no es, no es. Por ende, al no haber vacío, sólo puede haber un ente. Es un ente que siempre ha sido el mismo, y no cambia.
            Ante estas ideas, la primera reacción es exclamar: what the fuck! En principio, es muy fácil refutar todo esto: basta con mover mi brazo, para afirmar que sí hay cambios y movimientos. Y, basta tomar dos piedras y mantenerlas separadas, para comprobar que son dos cosas distintas. Sentido común, puro y sencillo. Pero, Parménides decía que los sentidos no valen. En cierto modo, Parménides se anticipó a Descartes, pues su filosofía plantea la posibilidad de que algún genio maligno nos engañe y manipule nuestros sentidos, y así, sólo podemos confiar en nuestro pensamiento. Lo importante es el pensamiento, y si el pensamiento nos conduce a la idea de que los movimientos no ocurren, hay que aceptarlo.
            Yo no sé bien cómo refutar a Parménides. Pero, al menos creo que su filosofía lleva en sí misma una contradicción, y eso sería suficiente para rechazarla. Parménides, para defender todas estas cosas, debe acudir al pensamiento. Pero, el pensamiento es en sí mismo cambio (antes no pensaba tal cosa, ahora sí), y en cierto sentido, separación de entes (una idea está separada de la otra). El mero hecho de pensar, es ya refutación de lo que Parménides defiende.
            Hay también otra cosa que, me parece, Parménides pasa de largo. Parménides debió haber separado dos niveles de “ser” (o existir) de las cosas. Algo puede no existir en la realidad, pero sí puede existir a nivel conceptual. Cuando Parménides sugiere que la nada no existe, el mero hecho de que ya podamos hablar de ella, opino, implica que, al menos a nivel conceptual, la nada sí existe.
            En fin, a diferencia de Derrida, Baudrillard o Deleuze, tengo respeto por Parménides. Quizás, sus ideas vinieron de alguna embriaguez o algún consumo de droga, pues tal como él mismo lo relata en su poema, sus ideas le vinieron en un viaje místico. Planteó la idea más absurda en la historia de la humanidad. Pero, lo mismo que las paradojas de su discípulo Zenón, ¡ofreció un enorme reto, y obliga a pensar! 

lunes, 11 de abril de 2016

El Papa Francisco y los papeles de Panamá

            El Papa Francisco, uno de los grandes populistas de nuestra era, sabe muy bien reconocer el momento preciso para comentar sobre asuntos de interés internacional, y así ganar seguidores. Y, dadas sus convicciones ideológicas, cada vez que algún grupo poderoso hace o dice algo objetable a los ojos de la izquierda, Francisco inmediatamente capitaliza su popularidad, condenando (a veces incluso con nombre y apellido, como en el caso de Donald Trump) a los malos de la película.
            Sería de esperar, entonces, que con el escándalo de los papeles de Panamá, Francisco repudie la forma en que muchos políticos y magnates han evadido impuestos, colocando sus fortunas en paraísos fiscales. Con todo, Francisco no ha dicho ni pío sobre los papeles de Panamá. En realidad, su silencio no debería resultar tan enigmático. Pues, Francisco sabe muy bien que, si pronuncia una condena, estaría escupiendo hacia arriba: ¡uno de esos paraísos fiscales es, precisamente, el propio Vaticano!

            El investigador Gerald Posner lo explica muy acertadamente en su libro God’s Bankers (Los banqueros de Dios). Originalmente, la Iglesia Católica recaudaba fondos con donaciones de caridad, venta de indulgencias, y cobro de impuestos. Pero, la Iglesia se negaba rotundamente a hacer negocios financieros, pues prohibía la usura. No obstante, con la Reforma y la Contrarreforma, se les acabó el negocio de las indulgencias. Y, cuando en 1870, los nacionalistas italianos entraron en Roma y abolieron los Estados papales, ya la Iglesia tampoco tenía la posibilidad de recaudar impuestos.
            La actitud de la Iglesia frente a la actividad financiera tuvo que cambiar. En 1929, Mussolini firmó los tratados de Letrán, concediendo soberanía al Vaticano como Estado, y ofreciéndole una millonaria suma en compensación por la confiscación de propiedades en las décadas anteriores. La curia del Vaticano comprendió que, ahora, había que bailar al son del capitalismo. Y así, con ese nuevo capital, entró al mundo de las finanzas. En 1942, creó su propio banco (el “Instituto para las obras de la religión”, un nombre con un tufo de hipocresía, como muchas de las cosas en el catolicismo).
            Yo no satanizo estos acontecimientos. La Iglesia empezó a acumular patrimonio de la forma más civilizada posible: el libre comercio. En vez de continuar su absurda oposición a la usura, vender papeles fraudulentos (como las indulgencias), o depredar a los campesinos romanos con impuestos, la Iglesia produciría riqueza en transacciones libres que, históricamente, han sido las verdaderas productoras de riqueza en la civilización.
            Pero, la Iglesia pronto desvirtuó su iniciativa capitalista. Tal como lo narra Gerald Posner en su libro, el Vaticano empezó a meterse en negocios turbios. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, invirtió en compañías aseguradoras alemanas, y con esto creó una gran fortuna. Cuando los familiares de los asegurados judíos víctimas del Holocausto, acudieron a cobrar sus pólizas, el Vaticano les exigió sus certificados de muerte (¡como si en Auschwitz hubieran dado esos certificados!), y así, no tuvo que pagar nada.
            Quizás el escándalo más conocido del Banco Vaticano es el del cardenal Marcinkus y el Banco Ambrosiano. El Vaticano invirtió en ese banco, pero se vino a pique por su manejo tan arriesgado de las finanzas. Uno de los responsables de aquello, el banquero Roberto Calvi, lo “suicidaron” en Londres, presumiblemente sus acreedores fueron los responsables (se ha especulado mucho sobre una supuesta conspiración masónica, pero en realidad, basta con la corrupción financiera como para propiciar un crimen como éste).
            La justicia italiana quiso imputar al cardenal Marcinkus por su responsabilidad en el colapso del Banco Ambrosiano, pero el Vaticano lo protegió a capa y espada, invocando su soberanía. La corte suprema italiana admitió la soberanía del Vaticano, y la policía italiana nunca pudo apresar al cardenal.
            El retrato que se hace en El padrino III de la corrupción bancaria del Vaticano es quizás exagerado, y es probable que la muerte de Juan Pablo I no tuviera nada que ver con estos asuntos turbios. Pero sí es un hecho que el Banco Vaticano es a todas luces una entidad offshore, que recibe enormes cantidades de clientes, sin hacer preguntas. Eso ha permitido que los mafiosos laven sus fortunas en el Vaticano. También ha permitido que gente no necesariamente mafiosa, pero sí deseosa de evadir impuestos, deposite sus riquezas en el Vaticano. Después de todo, no es tan difícil: basta cruzar una calle de Roma, sin ningún puesto fronterizo, para estar offshore, a salvo de los impuestos del Estado italiano.
            Posner nos recuerda que, apenas en 2010, tras una década de circulación del euro, y con alguna presión de Bruselas, el papa Benedicto XVI accedió a implementar algunas legislaciones que regulan la actividad bancaria del Vaticano: limitación de depósitos, etc. Las décadas anteriores de funcionamiento como un perfecto paraíso fiscal, no obstante, permitieron al Vaticano acumular una enorme riqueza, y muchas veces incluso participaron en inversiones cuestionables bajo la propia moral católica, como lo son empresas fabricantes de armas y anticonceptivos. El Vaticano sigue siendo refugio de capitales ilícitos.

            A pesar de sus devastadoras críticas al Vaticano, Posner considera que el Papa Francisco es un genuino reformista, y que ha empezado a tomar los pasos adecuados para poner en orden las finanzas. Ha hecho limpieza de las manzanas podridas en la curia, y ha traído a laicos para corregir los desastres de gestiones anteriores. Yo no soy tan optimista: veo a Francisco mucho más como un populista muy hábil en su maquinaria de relaciones públicas, pero no realmente alguien interesado en cambiar las cosas de verdad.

Pero, aún en el caso de que Francisco sí sea un reformador genuino, en su libro, Posner ha lanzado un reto que, me temo, Francisco muy probablemente no cumplirá. Posner exige al Vaticano, no solamente reformar sus instituciones financieras para el futuro, sino también permitir la apertura de los archivos de documentos de la Segunda Guerra Mundial, para analizar cómo se hicieron muchos negocios turbios en aquel entonces. Francisco se ha negado a hacer esto. “Paco” podrá ser muy simpático, pero sigue siendo la cabeza de una institución que guarda celosamente sus secretos y es muy renuente a reconocer sus faltas, la misma institución que pidió perdón a Galileo con casi cuatro siglos de retraso, y abrió los expedientes del juicio a los templarios siete siglos después.

domingo, 10 de abril de 2016

"Ordet", Kierkegaard y lo absurdo de la fe

            La idea de que leer muchos libros puede volver loco al lector, es un viejo tropo literario. Ya en el bíblico libro de Hechos de los apóstoles, por ejemplo, el romano Festo le dice a Pablo: “estás loco, Pablo; las muchas lecturas te hacen perder la cabeza” (26:24). Y, por supuesto, la obra maestra de Cervantes, Don Quijote, narra las aventuras de un hidalgo que ha enloquecido, porque ha leído demasiados libros de caballería. Yo dudo de que un libro pueda volver loco a alguien; pero, al menos puedo admitir el lema del conservador Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”.
            En el cine, una de las películas que más célebremente ha explorado esta idea del lector que se vuelve loco por tanto leer, es Ordet, de Carl Theodor Dreyer, estrenada en 1955, y basada en una obra teatral de Kaj Munk. Narra la historia de Morten y sus tres hijos: Mikkel, un hombre sensato sin fe; Anders, un jovencito enamorado de una muchacha; y Johannes, quien ha enloquecido leyendo las obras del filósofo Soren Kierkegaard.

            Johaness se cree Jesús, y continuamente da sermones reprochando a sus oyentes por no tener suficiente fe. Anders está enamorado de Anne, pero Morten no aprueba esa unión, porque Anne es hija de Peter, un predicador que, a juicio de Morten, enseña una versión errónea del cristianismo. No obstante, al enterarse de que Peter también desaprueba de la unión, también porque considera que Morten no profesa la verdadera fe, ahora Morten se empeña en que sí se logre la unión, en buena medida como una forma de oponerse a su rival. La película explora genialmente lo absurdo que puede resultar el concepto del honor.
            Inger, la esposa de Mikkel, muere dando a luz. Todos están naturalmente muy tristes, pero lo asumen con resignación. Nadie cree que pueda venir un milagro, ni siquiera el cura del pueblo, quien discute con un médico racionalista sobre la posibilidad de los milagros, pero convenientemente acepta que hoy ya los milagros no ocurren.
            No obstante, incluso en el momento más inoportuno (el funeral de Inger), Johaness sigue reprochando a los demás su falta de fe. La única persona que, aparentemente, tiene aún esperanzas de que Inger regrese a la vida a través de un milagro, es su pequeña hija. Conmovido por la fe de la pequeña, Johaness realiza un milagro: Inger vuelve a la vida.
            En la película, hay mención de Kierkgaard una sola vez. Pero, toda la película está guiada por su filosofía. La idea central de la filosofía de Kierkegaard es que, para poder vivir auténticamente, el hombre debe decidirse a abrazar la fe en Dios, incluso si eso implica hacer cosas absurdas. Hacia el final de su vida, Kierkegaard también dedicó varios de sus escritos a criticar la institucionalidad del cristianismo en Dinamarca, y Ordet expresa nítidamente esta idea: la película manifiesta crítica en contra del sectarismo de cristianismos rivales (el de Morten y el de Peter), a favor de una fe sencilla pero genuina, representada por Johaness y la niña.
            Nadie espera que Inger vuelva a la vida, y todos consideran que Johaness está loco. Pero, la moraleja de la película es que la fe mueve montañas. El creer una cosa tan absurda como que un estudiante danés sea Cristo, y que es posible el milagro de resucitar a una mujer, al final sí valdrá la pena.
            Ordet ha sido elogiada por todos los entendidos de la historia del cine, y sin duda, es profundamente emotiva. Cinematográficamente, es una obra maestra. Pero, su mensaje filosófico me parece muy reprochable, por los mismos motivos que reprocho la filosofía de Kierkegaard.
            El libro más famoso de Kierkegaard, Temor y temblor, es una exploración de la psicología de Abraham (el personaje bíblico), cuando supuestamente Dios le ordenó sacrificar a su hijo querido, Isaac. Kierkegaard presenta a Abraham como un héroe, un “caballero de la fe” que, para vivir más auténticamente, está dispuesto a hacer una cosa absurda. Abraham sabía que era una monstruosidad moral matar a su hijo en un sacrificio, pero según Kierkegaard, cuando se decidió a hacerlo, hizo una “suspensión teleológica de la ética”. Es decir, dejó de lado la ética, a favor de algo más grande, a saber, la fe en Dios.
            Ordet propone algo parecido: hay que tener fe en Dios, y a veces, eso implica hacer cosas absurdas. El problema, no obstante, es que Ordet presenta una versión muy inofensiva y rosa de la fe. Poco se pierde cuando se cree que Johaness puede resucitar a Inger, y al final, la fe es retribuida. Kierkegaard, en cambio, tiene más méritos al entender que la fe puede tener una dimensión más monstruosa: la fe no es solamente creer tonterías, sino también hacer cosas brutalmente inmorales, como intentar matar al propio hijo. Lo lamentable de Kierkegaard, no obstante, es que en vez de reprochar a Abraham por disponerse a cometer semejante barbaridad, lo elogia. El mismo razonamiento pudo usar el yijadista que eligió inmolarse: el mártir oyó una voz que le dijo que se hiciera estallar, y en vez de deliberar si esa voz era una alucinación, dio el salto de fe.

            Tanto en Temor y temblor como en Ordet, ocurre el milagro: Dios interviene para evitar el sacrificio de Isaac, y Johaness resucita a Inger, respectivamente. Pero, no nos engañemos: éstas son fantasías. Este tipo de cosas no ocurren en la vida real. La fe, me temo, consiste la mayor parte de las veces en tener expectativa de cosas que no ocurrirán. En muchos casos, esto puede ser muy perjudicial, pues puede conducirnos a tomar decisiones desastrosas que empeorarán nuestra situación. Los problemas se resuelven aplicando la racionalidad, no creyendo en cosas para las cuales no hay evidencia. En la película, Johaness mejora su condición cuando todos terminan teniendo fe en él; en la vida real, no obstante, alguien como Johaness estaría mucho mejor con un tratamiento psiquiátrico. Para tratar a enfermos mentales, sería mejor guiarnos por lo que dicen los médicos, y no por lo que se narra en una película. Seguirle la corriente a quien se crea Jesús (o peor aún, tomarse en serio sus proclamas absurdas), puede prolongar el sufrimiento de todos aún más. La racionalidad da más frutos que la fe.

sábado, 9 de abril de 2016

El mito nacionalista de El Álamo

            El inesperado ascenso político de Donald Trump ha reactivado viejos mitos nacionalistas. En vista de la obsesión de Trump con los inmigrantes, muchos mexicanos se han hecho eco de la canción de Molotov, aquella que dice: “If not for Santa Anna, just to let you know, that where your feet are planted would be Mexico” (si no fuera por Santa Anna, para que lo sepas, que donde están tus pies, sería México). Esto evoca la idea nacionalista mexicana de que el general Santa Anna vendió la patria, y entregó a los gringos un enorme territorio que anteriormente era mexicano. Los inmigrantes no hacen más que regresar a sus tierras de origen.

            Frente a eso, los gringos invocan un mito nacionalista: el de El Álamo. En su versión de les hechos, EE.UU. no robó territorio a nadie. Santa Anna era en realidad un vicioso dictador que suspendió la constitución mexicana de 1824 y quiso expulsar a los colonos anglos de Texas, quienes estaban protegidos por la constitución. Los texanos de habla inglesa, en vista de esa persecución, se rebelaron. En 1836 Santa Anna brutalmente masacró a los atrincherados en la localidad de El Álamo. Pero, poco tiempo después, sus compatriotas, al grito de “Recordad el Álamo”, sorprendieron a las tropas de Santa Ana en la batalla de San Jacinto, y Santa Anna tuvo que acceder a renunciar la soberanía mexicana en Texas. Si EE.UU. se apropió de ese territorio, sugiere este mito, fue por la propia culpa de México.
            Esta versión de los hechos se presenta en El Álamo, la película de 2004 dirigida por John Lee Hancock. En el film, el general Santa Anna no se representa conforme a la imagen estereotípica del mexicano en Hollywood (chaparrito, bigotón, un poco estúpido y testarudo, etc.). Pero, a pesar de que es elegante, sí es un personaje brutal y sanguinario, más afín a un miembro de la SS nazi; suficiente razón para que los anglos de Texas buscaran independizarse.
Los historiadores nos informan que Santa Anna sí era caprichoso y sanguinario, pero también que tenía bastante carisma. De hecho, Santa Anna cayó en desgracia, pero logró regresar a la vida política muchas veces, precisamente debido al carisma que inspiraba en muchos de sus seguidores. Muy poco de eso se refleja en la película.
Los texanos, en cambio, son todos heroicos. La película presenta a Davy Crockett como el legendario aventurero, valiente y audaz, quien inspira admiración entre los propios soldados mexicanos, y quien muere como un mártir ejecutado por el propio Santa Anna. Históricamente, esto es muy dudoso. La historia de la ejecución de Crockett es muy tardía (data de 1955, cuando las películas de Disney explotaban su leyenda), y es posible incluso que hubiese sobrevivido el acecho a El Álamo.
Es cierto que Santa Anna fue un dictador, y es cierto que los texanos buscaron su independencia sólo tras la decisión arbitraria de suspender la constitución de 1824, y decretar la expulsión de los colonos. En ese sentido, podemos aceptar que la revolución de los texanos en 1836 fue medianamente justa.
Pero, esa no es toda la historia de cómo México perdió sus territorios. Texas logró su independencia, pero diez años después, pidió ser anexada a EE.UU. México no toleró esa anexión. Las tensiones subieron, y EE.UU. hábilmente buscó un pretexto para escalar la confrontación. Al final, las tropas americanas avanzaron hasta la propia ciudad de México, y una vez ahí, se obligó al debilitado gobierno mexicano, no solamente a entregar definitivamente Texas, sino también los actuales territorios de California, Utah, Nevada, Arizona y Nuevo México. No se menciona nada de esto en el film. Una persona ingenua que vea esta película (como seguramente son muchos de los seguidores de Trump) creerá que los hechos de la batalla de El Álamo ameritan que esos territorios sean hoy norteamericanos, y no mexicanos. Pero, no. La anexión de los territorios no vino con la revolución de Texas en 1836, sino con la posterior guerra entre EE.UU. y México, la misma que protestaron muchos norteamericanos, como Abraham Lincoln y Henry David Thoreau.
En la película, se quiere enfatizar la justicia de la revolución de Texas, dando espacio protagónico a los propios texanos de habla hispana que, indignados ante los abusos de Santa Anna, cooperaron con los anglos, lucharon en El Álamo y apoyaron en la secesión de Texas. Así, el film presenta heroicamente a Juan Seguín, uno de esos hispanos (a pesar de que no estuvo presente cuando se concretó la matanza en El Álamo). Seguín, efectivamente, era un hombre de convicciones liberales que, frente al autoritarismo de Santa Anna, se rebeló. Pero, lo que no se ilustra en la película es que, una vez consumada la independencia de Texas, empezaron a llegar nuevos colonos anglos que buscaban deliberadamente la anexión a EE.UU. Frente a esto, Seguín protestó, y los mismos anglos en Texas, lo exiliaron. El nacionalismo, como suele ocurrir, sólo cuenta verdades a medias. 

jueves, 7 de abril de 2016

"Just Do It" y el existencialismo

Just Do It, el famoso eslogan de Nike, es una de las campañas más exitosas de la historia de la publicidad. Son poco conocidos los orígenes escabrosos del lema. En 1977, Gary Mark Gillmore, un norteamericano condenado a muerte, justo en el momento en que iba a ser ejecutado, dijo, “just do it”, “sólo hazlo”. Y, los ejecutivos de Nike, al conocer estas palabras de aquel contexto, las utilizaron en sus campañas publicitarias.
            Como muchos otros en la publicidad, el lema de Nike no tiene una significación muy profunda. Es sencillamente una frasecita pegajosa, y basta que la utilice Michael Jordan con imágenes y música adecuada, para que cale bien en las masas. Pero, en líneas generales, el mensaje de Just Do It es básicamente el mismo que es muy popular en la ideología del mundo de los negocios y la motivación. Nike es una marca deportiva, y el mundo deportivo es como el de los negocios, en el sentido de que hay mucha competencia, y se necesita mucha motivación.

El mensaje es: sólo hazlo; no lo pienses mucho; no le des vueltas al asunto; en ti está el poder de decidir si ganas o pierdes; tú eres tu propio límite. Como motivación para los atletas profesionales, no está mal. Pero, el problema está en que, cuando este mensaje es asumido por las masas consumidoras de Nike, el mensaje de Just Do It se vuelve bastante alienante. Pues, este mensaje básicamente culpa al perdedor de su condición, tal como se suele hacer en el mundo de los negocios. Si eres pobre, es tu culpa, por no haber decidido ser rico; Just Do It, decídete a ser rico; deja de lado las excusas, sencillamente hazlo. Cualquier persona con un mínimo sentido crítico frente al capitalismo, puede reconocer esta alienación.
Pero, curiosamente, Just Do It tiene también mucha afinidad con la filosofía existencialista (la ironía está en que gente como Sartre eran existencialistas y a la vez críticos del capitalismo). El existencialismo enseña que la existencia antecede a la esencia. Con esto, se quiere decir que el hombre no tiene una esencia predeterminada que le imponga límites; más bien, tiene plena libertad para decidir qué hacer con su vida, y esto trae consigo la responsabilidad (y la angustia) de dejar de buscar excusas, y tomar decisiones propias. Cada quien es responsable de lo que decide hacer, y esas decisiones no se pueden postergar.
Uno de los padres fundadores del existencialismo fue el filósofo danés Soren Kierkegaard. Y, su libro más famoso, Temor y temblor, es en buena medida una elaboración filosófica de Just Do It. En ese libro, Kierkegaard explora las reflexiones que debió tener Abraham, cuando oyó una voz (aparentemente divina) que le exigió sacrificar a su querido hijo, Isaac. En la interpretación de Kierkegaard, Abraham sabía que sacrificar a su hijo era una monstruosidad moral. Pero, Abraham era un “caballero de la fe”, y él decidió cumplir el mandato divino. Según Kierkegaard, Abraham llevó a cabo una “suspensión teleológica de la ética”; es decir, dejó de lado la ética con el objetivo (de ahí viene la descripción como “teleológica”) dar un salto de fe, teniendo la esperanza de que Dios intervendría en el último momento a salvar a Isaac.
Abraham, naturalmente, tenía dudas. Pero, su gran virtud, sugiere Kierkegaard, fue atreverse a hacer lo que hizo. Abraham, como Michael Jordan, también diría, Just Do It. Al final, decidió ir en contra del más elemental sentido ético. Pero, dejó de buscar excusas, para postergar su decisión; sencillamente, lo hizo.
El libro de Kierkegaard siempre me ha parecido uno de los más desgraciados en la historia de la filosofía. Es prácticamente una apología del infanticidio, en nombre de la fe y la actitud existencialista ante la vida. Kierkegaard se lleva muchos elogios en las historias convencionales de la filosofía, pero a mí me parece un fanático religioso; los yijadistas ciertamente razonan de un modo parecido a Abraham (aunque ellos no tienen tanta expectativa de que Dios intervenga en el último instante a salvarlos), los yijadistas también dirían Just Do It.
Yo encuentro en la filosofía de Kierkegaard (y el existencialismo en general) los mismos problemas que encuentro en Just Do It: tienen una vena irracionalista. No conviene hacer las cosas en arrebatos. No basta con seguir el dictamen de “sólo hazlo”. Los problemas requieren soluciones que ameritan mucho razonamiento y deliberación, y esto requiere muchas veces postergar las decisiones. Abraham debió haber sometido a escrutinio racional su decisión, y debió haber comprendido que aquella voz que le pedía hacer una monstruosidad, no podía proceder de Dios (de hecho, mucho antes de Kierkegaard, Kant razonaba exactamente así en una nota al pie de página en El conflicto de las facultades). La impulsividad que aparentemente es a veces elogiada por los existencialistas, puede conducir a hacer locuras.


Muchos jóvenes aspiran a ser jugadores profesionales de baloncesto. Esa decisión implica muchas cosas (dejar otras carreras, invertir dinero y tiempo en la preparación, etc.). Puesto que es una decisión muy seria, requiere bastante deliberación, tras haber estudiado muchas de las variables involucradas: ¿tiene la estatura adecuada para este deporte?, ¿la disciplina requerida?, ¿los medios económicos? Pero, si ese joven hace mucho caso a la publicidad de Just Do It, terminará por dejar de lado todas esas deliberaciones, y creerá que sólo depende de su voluntad el ser o no el próximo Michael Jordan. Pues bien, esto no sólo ocurre con los jóvenes consumidores de Nike. Aquellos que se tomen muy en serio la filosofía existencialista, me temo, terminarán por creer que ellos son plenamente libres de decidir su destino, y creerán que todo depende de su voluntad. Con esta excesiva confianza, posiblemente tomen decisiones apresuradas que terminen por ser erradas. Hay que pensar las cosas; don’t just do it, think before you do it (no lo hagas sencillamente, piensa antes de hacerlo).

Dos ideas sobre los papeles de Panamá

            La noticia de los llamados “Papeles de Panamá” (la masiva filtración de documentos que revela cómo muchas personalidades de la política, el deporte y el entretenimiento han ocultado sus grandes fortunas en paraísos fiscales), generó en mí la reacción del común de la gente: indignación total. Nosotros los pendejos pagamos impuestos, mientras que los grandes magnates atesoran sus fortunas en lugares recónditos.
            Pero, como bien decía Sócrates, la vida no examinada no merece ser vivida. Y, en este sentido, después de esa primera reacción ante el escándalo de los papeles de Panamá, amerita reflexionar el asunto con un lente filosófico. Tras esa reflexión, se me vienen a la mente dos ideas.

            En primer lugar, este asunto me ha hecho reconocer la urgencia de ofrecer atención filosófica a la moralidad de los impuestos. El sentido común dicta que los impuestos son necesarios. Pero, las justificaciones filosóficas de los impuestos nunca me han resultado convincentes. Robert Nozick (junto a Murray Rothbard y otros de esa estirpe intelectual) ha ofrecido ingeniosos argumentos para defender la tesis de que el cobro de impuestos es afín a la esclavitud. Al quitar forzosamente una porción de propiedad a una persona, se la está despojando del trabajo con la cual consiguió esa propiedad. Y, apropiarse del trabajo de los demás es una forma de esclavitud. Es irrelevante si el cobro de impuesto es decidido democráticamente, pues la esclavitud también podría decidirse democráticamente, pero eso no la haría legítima. Es también irrelevante si el propio contribuyente fiscal recibió los beneficios del Estado de bienestar; si el esclavo recibe buen trato de su propio amo, eso seguiría sin justificar la esclavitud.
            Si el cobro de impuestos, como dice Nozick, es efectivamente una forma de esclavitud, entonces los evasores fiscales que aparecen en los papeles de Panamá no son reprochables. Más bien son héroes que consiguieron una forma de escapar de la esclavitud. Muchos nos quejaremos que de que es injusto que ellos sí logren evadir impuestos, mientras que el resto de nosotros seguimos pagando como perfectos idiotas. Pero, el hecho de que un esclavo logre escapar de su amo, mientras que los otros esclavos siguen trabajando, de ningún modo hace inmoral al esclavo que ha conseguido huir.
Vale mantener presente que, en el pasado, hemos elogiado a muchos evasores fiscales. Los revolucionarios norteamericanos de 1776 organizaron su revuelta, en oposición al impuesto del té. Gandhi fue a la cárcel por negarse a pagar el impuesto a la sal. Tantos los revolucionarios norteamericanos de 1776 como Gandhi recibieron beneficios de sus propios Estados, pero con todo, seguimos sintiendo simpatía por ellos. Presumiblemente, se dirá que los impuestos que el imperio británico cobraba son injustos, mientras que los impuestos que evaden los magnates de los papeles de Panamá, sí son justos. Pero, es necesario precisar dónde se traza la línea. Se podrá decir que la evasión de Gandhi fue justa, porque él era un hombre muy pobre; en cambio, lo que hace alguien como Leonel Messi es muy injusta, porque él es un magnate. Pero, los argumentos de Nozick  atañen a la consistencia moral de los principios libertarios, y no a meras cuestiones de cantidad; la esclavitud es inmoral, independientemente de si el esclavo es pobre o rico.
Ciertamente, la evasión fiscal es ilegal; aunque no todos los que aparecen en los papeles de Panamá han hecho fechorías, y si no han cometido actos ilegales, no deberíamos reprocharles nada, pues no debemos aspirar a que una persona pague más allá de lo que la ley exige. Pero, aun el caso de acciones ilegales, si Nozick tiene razón en que los impuestos son una forma de esclavitud, entonces hay un deber moral superior de resistir leyes injustas, del mismo modo en que lo hicieron Gandhi y los revolucionarios de 1776.
En fin, yo no me atrevo a suscribir las ideas libertarias de Nozick, pero sí a considerarlas, y a ofrecerlas como reto intelectual a quienes están muy confiados en reprochar a los evasores fiscales. Muchas veces asumimos de plano que el cobro de impuestos es un mal necesario y que tiene justificación moral. Pero, los argumentos de Nozick para equiparar la esclavitud con el cobro de impuestos son meritorios, y si buscamos reprochar a los evasores fiscales, deberíamos primero tratar de refutar filosóficamente los argumentos de Nozick.
 La segunda idea que se me ha venido a la mente tras reflexionar sobre los papeles de Panamá, tiene que ver con la soberanía. En vista de la indignación mundial que ha generado este escándalo, se pide a gritos la eliminación de los paraísos fiscales. Vale. Pero, curiosamente, estos gritos suelen venir de la izquierda, el mismo sector político que, frecuentemente, invoca también el principio de soberanía de cada país. Y, si la soberanía es un principio tan importante, entonces cada país es soberano de decidir si cobra o no impuestos a quienes abran cuentas bancarias en sus territorios, y si comparte o no esa información con otros países. Si nos quejamos de que la OTAN haya intervenido en los asuntos internos de países como Libia, debemos también quejarnos de que los organismos de regulación financiera internacional pretendan entrometerse en los asuntos fiscales de cada país soberano. Yo me inclino a simpatizar con la eliminación de los paraísos fiscales; pero hemos de caer en cuenta de que, para lograr este objetivo, debemos prescindir del discurso soberanista que muchas veces se asume dogmáticamente.

miércoles, 6 de abril de 2016

Los extremos no son siempre malos: a propósito de la dialéctica hegeliana

            Los relativistas son, en cierto sentido, “comunistas de la verdad”. A ellos les molesta que unos digan verdades y otros digan falsedades. Y así, para mantener a todos contentos y que nadie se sienta mal, el relativista termina por decir que todo el mundo tiene la razón. Para esto, el relativista debe violar un principio elemental de la lógica, el principio de no contradicción. Según este principio, si una proposición es verdadera, su contradictoria debe ser falsa. Pero, el relativista está dispuesto a decir que quien predica X está en los cierto, y que predica la negación de X también está en lo cierto.
            Hay alguna gente que no es propiamente relativista, pero defiende algo más o menos parecido. Según ellos, si hay una confrontación entre dos tesis, se puede conseguir una síntesis de ambas, y ésta, presumiblemente, tiene un rango más elevado que las dos anteriores. Alguien puede predicar X, otra persona puede negar X, pero de esa confrontación, debería surgir idea Y, y hacemos bien en abrazar esa nueva idea Y.

            Esta manera de proceder fue popularizada por el filósofo alemán G.W. Hegel, en el siglo XIX. A pesar de que sus libros son tremendamente opacos y nunca podemos estar seguros de qué quiso decir, aparentemente Hegel postuló que, a lo largo de la historia, ha habido confrontaciones de ideas. Hegel llamó “dialéctica” a esta confrontación. Esta dialéctica da paso a ideas superiores, y así procede positivamente la Historia de la humanidad: una tesis se encuentra con una antítesis, de esa confrontación sale una síntesis; y esa síntesis pasa a ser una nueva tesis, que se encuentra con una nueva antítesis, y así continúa el proceso. Con esta dialéctica, cada vez se consiguen verdades más elevadas, y la humanidad va mejorando su condición.
            Me temo que Hegel usaba mucha palabrería para defender cosas muy contrarias al sentido común (no estoy solo en este juicio; filósofos como Schopenhauer, Bertrand Russell, Karl Popper y A.J. Ayer han opinado lo mismo). Es una tontería postular que siempre, en la dialéctica, la síntesis que toma de ambas ideas en confrontación, siempre es la mejor opción. La posición intermedia no siempre es razonable.
            En muchos casos, supongo que la idea de la síntesis hegeliana no está mal. El comunismo fue desastroso. Pero, el colapso del comunismo abrió paso para que el capitalismo reinante cometiera muchos abusos. ¿Cuál sería la mejor opción? Pues, un sistema político y económico que integre lo mejor de ambos mundos: la productividad capitalista y la solidaridad comunista. Gente como Tony Blair se apropió de esta idea, proponiendo la llamada “tercera vía”: una síntesis de la confrontación entre capitalismo y comunismo.
            En política, ciertamente, los extremos suelen ser malos. Las ideologías más destructivas suelen proceder de la extrema derecha o la extrema izquierda. Además de Hegel, muchos acuden a Aristóteles y su concepto del “justo medio” para postular que, la mejor manera de vivir, es encontrando balances.
            No está mal ese consejo ético. Pero, es un grave error pretender aplicar la dialéctica hegeliana y el “justo medio” aristotélico a todas las esferas de la vida, como si el sostener una postura extrema es intrínsecamente objetable. Los geólogos nos dicen que la Tierra tiene 4.5 mil millones de años; los creacionistas bíblicos dicen que sólo tiene seis mil años. Ambas son posturas bastante extremas ¿Cómo resolvemos esta disputa? ¿Acudimos a la dialéctica hegeliana? En ese caso, la síntesis de esa confrontación postularía que la Tierra en realidad tiene 2.25 mil millones de años (una postura intermedia entre las que están en disputa). Pero, no. Hay suficiente evidencia de que la Tierra tiene 4.5 mil millones de años, y si esa postura es extrema, pues que así sea. Si al creacionista no le gusta, tanto peor para él.

            Un problema que yo recurrentemente encuentro en la filosofía de Hegel es su empeño dogmático en hacer conformar los hechos del mundo, al sistema metafísica que él tiene en mente. Según una historia, Hegel decía que había siete planetas por motivos metafísicos, y cuando le presentaron evidencia de que en verdad había nueve, él dijo que si los hechos no concordaban con su teoría, tanto peor para los hechos. Esta historia es apócrifa, pero sí ilustra la tendencia de Hegel a estar más preocupado por sus ideas metafísicas, que por los datos concretos de la realidad. Y, en sus ideas metafísicas, las síntesis siempre son superiores a las tesis y las antíntesis tomadas por separadas. En cambio, los datos concretos de la realidad pueden conducirnos perfectamente a la idea de que, una idea es la correcta, la otra es la incorrecta, y de esa confrontación no saldrá una idea aún más correcta. Los extremos no son siempre malos.

martes, 5 de abril de 2016

¿Es la igualdad un bien intrínseco?

Derek Parfit ha dedicado algunos de sus argumentos al problema de la igualdad. Y, en jerga filosófica (a pesar de lo ingenioso de sus ideas, Parfit es reprochable por no escribir en un estilo más ligero), expresa una idea muy sencilla: la igualdad no es intrínsecamente deseable. Si, para conseguir la igualdad, conseguimos que todos tengan lo mismo, pero aún así los pobres no están mejor de lo que estaban antes, entonces esa igualdad no es buena. Que todos seamos pobres no es una mejora.
            La literatura de ciencia ficción es muy dada a advertir sobre estos peligros. Harrison Bergeron, de Kurt Vonnegut, describe a una sociedad en la cual, quien demuestre alguna excelencia por encima del común de la gente, inmediatamente se le asigna una carga (en el caso del protagonista, una carga física de armaduras) para que no sobrepase a los demás. Jerome K. Jerome describía algo similar en otra historia famosa, La nueva utopía.

            La experiencia de los países comunistas ha dado la razón a estos autores. En su empeño de conseguir la igualdad a toda costa, el comunismo terminó por despojar del incentivo labora, y en cuestión de poco tiempo, las clases más bajas de los países comunistas que fueron beneficiados en la distribución de la riqueza, terminaron en una condición bastante peor que las clases más bajas de los países capitalistas (en donde no hubo el mismo nivel de distribución de la riqueza). Al final, el comunismo fue peor para los propios pobres de esos países. Quizás en vista de eso, el filósofo John Rawls, que tanto se preocupó por los menos privilegiados en una sociedad, advirtió que la desigualdad es necesaria, precisamente para asegurarse de que los menos privilegiados, estén mejor.
            Si bien Parfit no exhibe postura filosófica claramente clasificable, su razonamiento suele ser de tipo utilitarista. Y, los utilitaristas suelen ser dados a cuantificar el bien, a fin de calcular qué es lo más útil. Parfit mismo utiliza esta cuantificación para argumentar en contra del igualitarismo que al quitar a los ricos y no añadir nada a los pobres, termina generando menos cantidades de placer en el cálculo utilitarista. No se gana nada si, ahora, el rico tiene menos y el pobre se queda igual. La igualdad no es un valor intrínseco.
            Pero, quisiera hacer una crítica a Parfit. La igualdad sí podría tener un valor intrínseco, teniendo en cuenta consideraciones psicológicas. La igualdad calma la envidia, y la envidia es una emoción tremendamente destructiva. Esto hace que, como bien ha documentado el epidemiólogo Richard Wilkinson, la desigualdad genere mayores tasas de crimen y enfermedad.
Seguramente el deseo de la igualdad, como bien señalan los defensores del capitalismo, viene de la envidia. Efectivamente, los comunistas son muy envidiosos, y los defensores del capitalismo nos piden que dejemos de lado la envidia y toleremos la desigualdad. Pero, deberíamos caer en cuenta de que la envidia es una emoción firmemente arraigada en nuestra naturaleza psicológica, y no va a desaparecer fácilmente. En ese sentido, pretender hacer desaparecer la envidia de nuestra naturaleza es precisamente aquello que la derecha siempre ha reprochado a la izquierda: la pretensión de modificar la naturaleza humana, como ingenuamente pretendían los soviéticos y el Che Guevara con su quimera del “hombre nuevo”.
Si la envidia está en nuestros genes, conviene un sistema de organización social en el cual no haya demasiadas desigualdades. Sería deseable que ese sistema igualitario aumentase el bienestar material de los propios pobres. Pero, aun en el caso de que se consiga la igualdad sin un aumento de las condiciones materiales de los pobres, eso aún así debería sumarse positivamente en el cálculo utilitarista, pues la igualdad intrínsecamente sí genera un bienestar psicológico.

domingo, 3 de abril de 2016

Sartre, la libertad y la ciencia

            Una pregunta que ocasionalmente me he hecho es, ¿cómo la filosofía francesa pasó de la lucidez de Diderot, Voltaire y los ilustrados; al oscurantismo de Derrida, Deleuze y los posmodernos? En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo! exploro cómo pudo darse este proceso. Pero, no exploré suficientemente, aquello que ahora considero es una fase intermedia entre la lucidez de la ilustración y el oscurantismo posmoderno: el existencialismo francés, en especial, la obra de Sartre.
            Sartre no es como los posmodernos o Heidegger. En algunos libros (no todos), Sartre se hace entender adecuadamente. Y, dadas sus dotes dramatúrgicas, la expresión de sus ideas en obras de teatro aclara lo que, en ocasiones, es una prosa impenetrable. En esto, Sartre se parece a los ilustrados. Pero, Sartre también inauguró una tendencia filosófica que, si bien no era propiamente contraria a la ciencia, sí pecaba de ignorar la información científica. En esto, Sartre se parece a los posmodernos. Y, se parecía más aún a los posmodernos en el cultivo de su imagen, como si la filosofía fuese un show mediático.

            Sartre era ateo y de izquierdas, y eso fundamentó su extenso activismo político. Pero, Sartre también defendía posturas que, no solamente son muy contrarias a lo que nos informa la ciencia, sino que incluso, no parecen ser muy consistentes con la visión atea del mundo, ni con el entendimiento izquierdista de la sociedad.
            El tema principal de su obra cumbre, El ser y la nada, es la libertad (eventualmente Sartre haría célebre el eslogan “el hombre está condenado a ser libre”). Sartre llamó a su filosofía el “existencialismo”, en tanto postulaba que, la existencia antecede a la esencia. Con esto, Sartre quería decir que el hombre no tiene impuesta una condición, o una serie de características esenciales: él mismo puede decidir qué ser o hacer. Sartre reconocía que puede haber algunas limitantes previas (él las llamó las “facticidades”), pero esto de ningún modo erosionan nuestra libertad para elegir.
            Esto es una condena, en el sentido de que, en tanto somos libres, a diferencia de otras cosas, tenemos la responsabilidad de elegir. A los entes que no son libres de elegir, Sartre los llamó “ser-en-sí”; a los que entes que sí somos libres de elegir, Sartre nos llama “ser-para-sí” (una jerga un poco afín al oscurantismo posmoderno, pero dejémoslo pasar).  Y, como bien saben los psicólogos, las elecciones pueden generar mucha angustia; de ahí que la libertad es una condena.
            Hay alguna gente, dice Sartre, que trata de huir de esta libertad. En la jerga de Sartre, esa gente tiene “mala fe”. Sartre ofrece un célebre ejemplo de esto en El ser y la nada: un mesonero en un café no vive auténticamente su libertad, sino que se aliena en su rol de mesonero, y asume que no tiene la libertad de decidir si es mesonero o no. Otro ejemplo: una muchacha deja que su novio le toque la mano, pero huye de la decisión de precisar si continuar con la actividad sexual, o evitar que le agarre la mano; la muchacha tiene “mala fe” al no sincerarse consigo mismo sobre las intenciones de su novio, y la necesidad de decidir a partir de la libertad.
            Estas observaciones de Sartre son interesantes (en efecto, muchos mesoneros se robotizan en sus trabajos, y muchas muchachas se autoengañan en los avances sexuales de sus novios). Pero, Sartre defiende dogmáticamente la libertad, y en esto, la ciencia no le da la razón.
            La visión científica y atea del mundo es materialista: no existe el alma. Pero, si el alma no existe, debemos admitir que nuestra mente en realidad es, o bien idéntica a, o bien un epifenómeno de, nuestra actividad cerebral. Y, el cerebro, en tanto material, está sujeto a las leyes causales del universo. En ese sentido, nuestra conducta está determinada causalmente. Hay, de hecho, confirmaciones empíricas de esto: en los famosos estudios de Benjamin Libet, quedó documentado que la actividad neuronal para mover la mano antecede a la decisión consciente de hacerlo.
            Algunos filósofos, los llamados “compatibilistas”, postulan que esto no elimina la libertad, pues “libertad” es ausencia de coerción externa. Si una conducta es causalmente determinada, pero no hay una coerción externa directa, puede considerarse libre. Pero, no es esto lo que postula Sartre. A su juicio, el hombre es libre, no en el sentido compatibilista, sino en el sentido de que no está causalmente determinado. A la manera de los posmodernos, Sartre no tenía ningún interés en lo que dictaran los datos científicos. Él partía del dogma existencialista, y si los hechos contradicen su teoría, tanto peor para los hechos. Más aún, Sartre seguramente habría dicho que esos filósofos y científicos que postulan el determinismo causal de nuestra conducta, tienen “mala fe”, pues formulan argumentos para hacernos escapar de nuestra libertad de elegir. Pero, no es ninguna “mala fe”; es sencillamente lo que los datos científicos dictan, y lo que implica una visión materialista y atea del mundo.
     Sartre hizo renombre con su compromiso izquierdista (en ocasiones, esto lo condujo a ingenuidades, como por ejemplo, sus alabanzas a personajes lamentables como Fidel Castro, o su prólogo del muy objetable libro Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon). Pero, si bien las ideas de Sartre en El ser y la nada no son propiamente anti-izquierdistas, podrían ser fácilmente empleadas por gente muy derechista.
            La idea de que somos libres y que no estamos limitados, se ha convertido en punta de lanza de la industria de libros y charlas motivacionales que tanto ha permeado la ideología del capitalismo avanzado. En el mundo de los negocios, prospera la idea de que el pobre es pobre, porque decidió serlo. El pobre tuvo la libertad de decidir ser rico, pero no, prefirió seguir con su conducta que le impide salir de la pobreza. En esa ideología, cada quien tiene lo que se merece, porque cada quien ha tomado libremente sus decisiones. Las limitantes sociales, económicas o culturales, no son significativas. Lo único significativo son las decisiones.
            También en el mundo de los negocios y la motivación, prospera la idea de que es hora de dejar de quejarse, y decidir por cuenta propia si seremos empresarios o barrenderos. Basta de darle vueltas al asunto, llegó la hora de actuar. Genera angustia, sí, pero tenemos que hacerlo. Just do it, como reza la publicidad de Nike (¿qué mayor símbolo del capitalismo trasnacional que Nike?). Irónicamente, todo esto parece muy sartreano.

"El acorazado Potemkin" y el chavismo

            Suelen decir los críticos que El acorazado Potemkin, dirigida por Sergei Eisenstein y estrenada en 1926, es una de las mejores películas de la historia del cine. Para quienes no somos muy entendidos en técnicas cinematográficas, y más bien somos meros espectadores que buscamos entretenimiento, esta película puede resultar un poco pesada. El séptimo arte, me temo, tiene la desventaja de que, en tanto depende mucho de la tecnología, cuando ésta se vuelve obsoleta, es difícil que las nuevas generaciones acostumbradas a tecnologías modernas, aprecien filmes hechos con tecnologías del pasado. Es más fácil para un joven del siglo XXI leer una tragedia griega, que ver una película muda, presumiblemente porque el texto de la tragedia griega no depende de la tecnología. En el cine, como habría dicho McLuhan, el medio es (al menos parcialmente) el mensaje.

            Pero, aun con su pesadez, El acorazado Potemkin merece ser vista. Narra la historia del motín en un barco ruso, en el contexto de la fallida revolución de 1905. A los marineros se les da carne con gusanos para comer, y en vista de ese maltrato, se rebelan. Los oficiales tratan de controlar el motín, pero el resto de la tripulación se une a los alzados, y toman control del navío. Llegan a la ciudad de Odesa, y ahí la población, cansada de la opresión zarista, acude en su apoyo, ofreciéndoles víveres y provisiones. Es un festín de solidaridad revolucionaria.
            No obstante, a Odesa llegan tropas zaristas como refuerzos. En una de las escenas más famosas en la historia del cine, las tropas alienadas en formación van descendiendo por las escaleras, y a su paso, masacran a los civiles. Una mujer tiene a su hijo herido en brazos, y se acerca a las tropas, suplicándole que detengan la matanza. Luego, llegan refuerzos navales zaristas para enfrentarse al Potemkin, y ambos bandos se preparan para la batalla. Pero, los marineros aún zaristas, al ver la bandera revolucionaria roja enarbolada en el Potemkin, deciden no disparar, y nuevamente, se unen a sus camaradas.
            La película es a todas luces propagandística. Su mensaje es muy simplista: la Rusia de los zares era opresiva, y los bolcheviques tenían plena justificación para hacer su revolución. En la época en que se estrenó, la Unión Soviética tenía aspiraciones internacionalistas, y así, su principal objetivo era estimular la solidaridad obrera entre todos los pueblos oprimidos del mundo. Si bien la trama transcurre en Rusia y Ucrania, no hay muchos temas nacionalistas: el film adelanta la idea de que el conflicto de clases trasciende fronteras.
            Y, no en vano, esta película fue prohibida en países occidentales como Gran Bretaña, Francia y EE.UU., precisamente porque se veía en ella un enorme potencial subversivo. La izquierda tradicionalmente ha sentido mucho orgullo por este film, pues suele verse como un homenaje a la lucha en contra de la opresión. La gran ironía, no obstante, es que apenas unas décadas después, las tropas soviéticas hicieron en Hungría y Checoslovaquia algo muy parecido a lo que las tropas zaristas hicieron en las escaleras de Odesa (más irónico aún es el hecho de que, mientras que las invasiones a Hungría y Checoslovaquia fueron reales, la matanza en las escaleras de Odesa nunca ocurrió en realidad).
            El acorazado Potemkin deja un aliento de optimismo, pues esboza la idea de que, ante la opresión, a los soldados del régimen opresor se les alumbrará la conciencia, y no usarán sus armas contra el pueblo. Ciertamente esto ha ocurrido así en muchas ocasiones históricas. Pero, como venezolano que ha visto los abusos del régimen chavista en los últimos quince años, mi optimismo en este asunto es más moderado.


Chávez astutamente descubrió que su poder dependía de tener contentos a los militares, pues en el momento crítico, éstos lo iban a mantener en el poder, aún si ya no contara con el apoyo popular. Y así, mientras que a un soldado chavista se le dé más migajas que a un maestro o a un médico, el soldado chavista no tendrá problemas en disparar contra el pueblo. En febrero de 2014, cuando hubo algunos focos de inestabilidad, las tropas chavistas arremetieron contra el pueblo, masacrando a decenas de personas. Muchos esperábamos que, ante los abusos y las órdenes de disparar, algunos guardias tomarían conciencia de su verdadero deber, y se rehusarían a obedecer. Pensamos que aquello podría convertirse en El acorazado Potemkin. Fueron esperanzas vanas.