viernes, 30 de junio de 2017

El nicho ecológico de la transexualidad



El DSM 5, el manual estadístico empleado en la psiquiatría norteamericana para catalogar todas las enfermedades mentales, incluye en un capítulo los llamados “síndromes culturales”. Éstas son enfermedades mentales que sólo aparecen en algunas culturas. Por ejemplo, el síndrome Dhat (que consiste en el temor de estar perdiendo demasiado semen) ocurre sólo entre hindúes. Otro síndrome cultural bastante conocido es koro (no incluido en el DSM, pero sí en el ICD-10, el manual psiquiátrico que se emplea en Europa): el temor de que el pene se encoja; este síndrome aparece sólo en culturas asiáticas.
            Pues bien, según parece, esta variabilidad también aplica a distintas épocas. Ha habido algunas enfermedades mentales que han aparecido más en algunos contextos históricos que en otros. El filósofo Ian Hacking examina esta cuestión en su libro Mad travellers (“Viajeros locos”). Hacking estudia cómo la enfermedad mental que vino a llamarse “fuga”, sólo pudo aparecer en la Europa de finales del siglo XIX. En aquella época, empezaba el fenómeno moderno del turismo, y la policía apretaba su control sobre vagos y maleantes. Esto propició que mucha gente, en un estado de disociación, empezara a caminar miles de kilómetros alejándose de sus lugares de origen, sin un rumbo fijo.

            Hacking explica que la “fuga” sólo existió entre 1887 y 1909. A su juicio, el brote de “fuga” fue sólo posible con las circunstancias históricas precisas que aquel momento. Hacking no es de la misma estirpe de anti-psiquiatras que, como Thomas Szaz, creen que las enfermedades mentales sean construcciones sociales. Pero, Hacking sí insiste en que las enfermedades mentales son producidas por circunstancias sociales, más que por causas biológicas precisas. O, en todo caso, las enfermedades mentales pueden tener un origen biológico, pero sólo se activan y se hacen prevalentes, si encuentran un “nicho ecológico” (así lo llama Hacking) en el cual se puedan reproducir.
            Yo no creo que la tesis de Hacking aplique para todas las enfermedades mentales. La esquizofrenia, por ejemplo, se encuentra en cerca del 1% en todas las sociedades, la ha habido en todas las épocas, y contrariamente al cuento que nos quisieron vender Deleuze y Guatarri en El anti Edipo (un libro espantosamente confuso), el origen de la esquizofrenia tiene que ver más con la neurotransmisión de la dopamina, que con el capitalismo.
            Pero, pienso que la tesis de Hacking sí podría aplicar a algunas enfermedades mentales actuales, y me atrevo a postular que la disforia de género (o el trastorno de identidad de género, como se le conocía hace unos años), es una de ellas. ¿Por qué un jovencito que tiene pene y testículos, preferiría tener vagina y ovarios? No sabemos bien. Los psiquiatras y endocrinólogos nos dicen que, quizás, tiene que ver con las hormonas que el feto recibe durante el embarazo. Es posible que la testosterona codifique la formación de genitales masculinos, pero no llegue en suficientes cantidades al cerebro que se está formando. Así, el niño nace con genitales masculinos, pero quizás con un cerebro más femenino, y eso causa la disforia.
            Es una explicación razonable. Pero, vale tener presente la advertencia de Hacking: las enfermedades mentales también requieren nichos ecológicos, sobre todo si son más prevalentes en unas épocas que en otras. La disforia de género no ha sido constante a lo largo de la historia humana. Ciertamente hay mitos en los que aparecen personajes con identidades de género que no encajan con el convencional sistema binario, y también es cierto que, aquí y allá, hay algunas sociedades con terceros géneros. Pero, se tratan de casos muy marginales: la abrumadora mayoría de las sociedades han dividido a la población en dos categorías en función de sus genitales, y ha sido raro encontrar a gente que no esté conforme con la categoría asignada.
            Sólo desde finales del siglo XX, ha habido un aumento dramático en el número de personas que siente inconformidad con su género. Obviamente, el nicho ecológico tuvo que haber cambiado. En efecto, ha sido así. Y, opino que ese nicho ecológico es las llamadas “políticas de la identidad”, y la ideología anti-sistema. El muro de Berlín cayó, el comunismo fracasó, y el capitalismo pareció triunfar de manera definitiva. Ante la ausencia de ideologías firmes para oponerse a la vorágine capitalista, tuvieron que surgir nuevos motivos para oponerse al sistema, pues ya los argumentos económicos de Marx no convencían tanto.
            Había que oponerse al sistema, pero no se sabía cómo. La mejor manera de hacerlo, sería retando a la división más antigua en la historia de la humanidad, aquella que divide a la especie humana en dos grupos según sus genitales. La izquierda se volvió queer. El ser transgénero empezó a convertirse en la nueva camiseta con la imagen del Che Guevara, un nuevo icono antisistema. Ya no se iría a una manifestación exigiendo mejoras salariales; la protesta ahora sería para exigir que un hombre pueda entrar al baño de las mujeres.

            Hacking habla de “contagios semánticos” en las enfermedades mentales: de repente, toda la sociedad empieza a hablar de los síntomas, y ahora, el número de casos se multiplica. La cobertura mediática de esos casos, hace que la misma prevalencia aumente. En otro de sus libros, Hacking estudia cómo este mismo fenómeno explica que, de repente, en la década de 1980, hubiera un incremento masivo en los casos de trastornos de personalidad múltiple. A juicio de Hacking, el sensacionalismo mediático en torno a estos trastornos, hizo que mucha gente manifestara los síntomas.
            Yo encuentro muy plausible que un adolescente, molesto con sus padres y con la sociedad en general, al prender la tele y ver los debates sobre los baños, y al ver a Bruce Jenner en las portadas de revista de glamour, termine por exhibir los síntomas de la disforia de género. Sí, seguramente ese jovencito tuvo algún desajuste hormonal cuando estaba en el vientre de su madre. Pero, sin la exaltación que la izquierda queer ha hecho de la disforia de género, seguramente esos síntomas no se activarían con tanta frecuencia.

La Iglesia, los castrati, y las hormonas



            Escribí recientemente una entrada (acá), en la cual consideraba la hipótesis de que la “disforia de género”, si bien es real y seguramente tiene causas biológicas, podría también ser inducida por la extensa cobertura mediática que recibe. No me opongo al tratamiento hormonal o quirúrgico para esta condición, pero sí advierto que hay un considerable número de casos que entran en remisión después de la adolescencia, y que en función de ello, esos tratamientos deberían suspenderse al menos hasta la edad adulta.
            Un lector, aparentemente simpatizando con mi idea, me refirió a enlaces en los cuales, un médico advierte que la terapia del reemplazo hormonal causa cáncer. Eso es falso. Ciertamente el riesgo de cáncer existe en el reemplazo hormonal, pero si la terapia es debidamente monitoreada, es perfectamente segura.

            Luego comprendí que ese lector es uno de esos fanáticos católicos que, con todo, mantienen cierto nivel de cultura, y surfean el internet buscando noticias que confirmen sus sesgos derivados del dogmatismo católico. Y así, esta gente quiere dar un barniz de preocupación científica a una postura que, en realidad, es enteramente dogmática. Para gente como ese señor, el verdadero motivo para oponerse a la terapia de reemplazo hormonal no es lo que la ciencia diga, sino lo que diga el Papa. Y el Papa (al menos Benedicto XVI, Francisco ha sido más escueto) inequívocamente se opone a la terapia de reemplazo hormonal.
            Aprovechemos la ocasión para considerar un episodio muy oscuro (¡otro de tantos!) en la historia de la Iglesia, relacionado con ese tema. A la Iglesia aparentemente le preocupa que los médicos interfieran en las hormonas de la gente. Pero, no siempre fue así. En el siglo XVII, se pusieron de moda los castrati, jovencitos que, al ser castrados en la infancia, retenían su voz infantil, y como adultos, lograban cantar en tonos que hacían muy bellas sus interpretaciones. Podemos acusar a la Iglesia de muchas cosas, pero nunca la acusaremos de tener malos gustos artísticos, o de ser indiferente ante el arte. Así pues, desde un primer momento, la Iglesia misma se encargó de promover los crueles procedimientos quirúrgicos para generar castrati, y usarlos en sus coros. Ya en el siglo XVI, Sixto X emitió una bula ordenando que los castrati fueran incluidos en el coro de San Pedro.
            Siempre hay gente sensata, por supuesto. Y así, en el seno de la propia Iglesia, no tardaron en surgir voces de preocupación ante la crueldad de la castración. Hubo lobby para que los pontífices prohibieran a los castrati. Pero, el gusto por los castrati era tal, que los Papas no querían arriesgarse a alienar a los feligreses. En el siglo XVIII, por ejemplo, Benedicto XIV trató de erradicar la cruel práctica de una vez por todas, pero pronto comprendió que si los castrati desaparecían, se corría el riesgo de que la feligresía no iría a los templos, y así, decidió dejar las cosas en su santo lugar.
            De vez en cuando los papas decían públicamente estar en contra del uso de los castrati, pero la hipocresía los vencía. Se seguían empleando castrati para que cantaran en el Vaticano, alegando que no habían sido deliberadamente castrados para cantar, sino que su castración había sido accidental (montando un caballo, o siendo mordidos por algún animal). No fue sino hasta el siglo XX, cuando Pío X puso fin a aquella crueldad, emitiendo una bula definitiva en contra de la castración para fines artísticos.          
            La Iglesia no ha emitido ninguna disculpa histórica. Si le llevó más de tres siglos disculparse por silenciar a Galileo, no soy muy optimista de que, por ahora, pedirán disculpas por haber promovido la castración de los jóvenes. No está mal que critiquen a médicos que apresuradamente castran a jovencitos que quieren convertirse en jovencitas. Pero, tomaremos en serio esas críticas, cuando ellos primero pidan disculpas por las salvajadas que promovieron con los castrati.

miércoles, 28 de junio de 2017

La izquierda queer y el colonialismo psiquiátrico



La izquierda original del siglo XIX, la razonable, no estaba obsesionada contra Occidente, y tenía una visión ponderada sobre los vicios y virtudes del colonialismo. Sí, los izquierdistas denunciaban los abusos de las potencias europeas en Asia y África, pero a la vez, admitían que esos territorios no eran ningunos paraísos terrenales antes de la llegada de los europeos, y que de hecho, las potencias habían llevado muchas cosas buenas. Incluso Marx tenía cierta simpatía por la presencia británica en la India.
            Después de la segunda mitad del siglo XX, la izquierda asumió la moda poscolonialista, y empezó a rechazar todo lo occidental. Se empezó a decir que el colonialismo no sólo consiste en que un país invada a otro con ejércitos. También es colonialismo que se inaugure una franquicia de restaurantes en un país tercermundista (como si abrir un McDonalds en Lima fuese un crimen igual de grave que Pizarro matando a Atahualpa). Y, ya en su fase de mayor decadencia, la izquierda poscolonial empezó a decir que la propia expansión de la ciencia por el mundo entero, es en sí misma una agresión colonial: enseñar las teorías de Einstein y Darwin en México es afín a lo que hizo Cortés cuando destruyó Tenochtitlán.

            No obstante, en medio de todos estos disparates de la izquierda poscolonial, se dicen algunas cosas razonables. Por ejemplo, Ethan Watters escribió un interesante libro, Crazy Like Us (“Locos como nosotros”), en el cual denuncia el colonialismo de la psiquiatría. Según Watters, los norteamericanos se han encargado de expandir al mundo su entendimiento de las enfermedades mentales, sin tener en cuenta las particularidades culturales de cada región del mundo. Y, como resultado, no solamente se han exportado tratamientos a enfermedades mentales que en otras culturas son muy distintas, sino que además, los no occidentales han terminado por imitar a los occidentales en asumir enfermedades mentales que antaño no existían.
            Por ejemplo, Watters destaca que, hasta hace muy poco, la anorexia no existía en Extremo Oriente. Pero, con la vorágine del imperialismo cultural norteamericano, los medios en Hong Kong han dado extensa cobertura (a veces sensacionalista) a este trastorno, y ahora, las muchachas de Hong Kong rechazan la comida por un gran temor a engordar. Eso era inaudito hace apenas algunas décadas en Hong Kong.
            Lo irónico es que esta idea de Watters, aparentemente muy izquierdista (en tanto es aún otra crítica al colonialismo y la americanización), podría volverse contra la propia izquierda. Pues, en los últimos años, la izquierda, además de volverse poscolonial, también se ha vuelto queer. Y, con el crecimiento del movimiento LGTB, ha habido una explosión de casos en los que muchos adolescentes de diversas regiones del mundo, de repente manifiestan estar inconformes con su género, y requieren una transición (muchas veces incluso quirúrgica) al otro género. Si la tesis de Watters es correcta, habría espacio para pensar que eso también forma parte del colonialismo psiquiátrico. Quizás el dramático aumento de casos de “disforia de género” en los últimos años se deba, parcialmente, a la exportación de la psiquiatría occidental al mundo entero, y a la extensa cobertura mediática que se le ha dado a esta condición psiquiátrica.
            Seguramente los entusiastas del movimiento LGTB citarán a algún antropólogo o historiador que dirá que la división en dos sexos, y la asignación del género en función de la biología, es una construcción social de Occidente. Esos antropólogos hablarán de dos o tres casos curiosos de culturas que aceptan varios géneros (el caso que más se cita son los hijras de la India, pero tras visitar ese país, he comprobado que los hijras son considerados aberrantes por el resto de los indios, quienes siguen pensando que sólo hay dos géneros). Pero lo cierto es que la abrumadora mayoría de los pueblos del mundo, han dividido a la especie humana en dos categorías con roles bien definidos (aunque algunos de esos roles pueden variar de sociedad en sociedad): hombres y mujeres.
En todas las sociedades, cabe admitir, hay un porcentaje de gente que no está conforme con su género, pero su peso estadístico es tan insignificante, que precisamente eso se usa como un criterio (entre otros) para ser considerado patológico por la psiquiatría. Lo extraño, no obstante, es el aumento precipitado en la prevalencia de esos casos en el mundo entero. Seguramente hay muchas causas para este extraño fenómeno (sabemos con bastante seguridad que la disforia de género está asociada a un desajuste en la dote hormonal que recibe el cerebro durante la gestación), pero yo me atrevo a proponer dos factores que podrían incidir: la expansión de la psiquiatría occidental, y la cobertura mediática.
La anorexia es un trastorno real, y seguramente tiene causas biológicas. Pero, del mismo modo en que una jovencita de Hong Kong, al ver programas televisivos occidentales sobre anorexia, empieza ella misma a rechazar la comida, puede ocurrir también que un jovencito en Colombia, al ver todo el lío mediático en torno a Bruce Jenner y las disputas en EE.UU. sobre cuál baño la gente tiene derecho a usar, empiece a alegar que él no se siente cómodo con su género, al punto de que los psiquiatras lo diagnostiquen con “disforia de género” y recomienden un tratamiento de reemplazo hormonal o, incluso, una cirugía.

No sería la primera vez que esto ocurre en la historia de la psiquiatría. En el pasado, ha habido dramáticos aumentos en la prevalencia de algunos trastornos mentales, como consecuencia de la cobertura mediática que se les concede a esos mismos trastornos. El caso más emblemático es el del trastorno de identidad disociativa (antiguamente llamado “trastorno de identidades múltiples”). Hasta la segunda mitad del siglo XX, los casos de personas con múltiples personalidades eran escasísimos. Pero, como consecuencia de algunas películas (Las tres caras de Eva, Sybil, y otras), así como el sensacionalismo mediático en torno a los casos de ritos satánicos (se alegaba que los satanistas inducían personalidades múltiples en sus víctimas para que no recordaran las abominaciones a las que eran sometidas), ha habido una explosión de supuestos casos de trastornos de identidad disociativa.
No sé si los medios de comunicación terminan por inducir en mucha gente la disforia de género. Tendré que esperar a ver qué dicen los estudios sobre este fenómeno, si acaso esos estudios se hicieren. Pero, sí es muy evidente que la izquierda, al asumir entusiastamente la causa queer, exporta al mundo entero su entendimiento de la identidad de género, e incentiva precipitadamente la transición de un género a otro, como una forma de rebelarse contra el patriarcado y el sistema, y como una obligación ética de dar tratamiento a quien sufre un trastorno mental (lo cierto es que, contrariamente a la homosexualidad, la disforia de género tiene un mayor grado de remisión después de la adolescencia, de forma tal que debería esperarse hasta la edad adulto para promover terapias de sustitución hormonal, o cirugía). Al hacer eso, esa izquierda queer estaría participando del colonialismo psiquiátrico que otro sector de la izquierda denuncia.