domingo, 28 de febrero de 2016

Dinesh D'Souza, los políticos, y los ladrones

            En los últimos años, Dinesh D’Souza ha asumido un papel bufón. En alguna ocasión, D’Souza fue un autor bastante serio, pero en fechas más recientes se ha dejado influir demasiado por el estilo idiotizado de gente como Glenn Beck. Y, así, en vez de seguir criticando racionalmente los programas de acción afirmativa en EE.UU., y de señalar los aspectos positivos del colonialismo en la historia de la India, D'Souza optó por montar una absurda teoría de la conspiración, según la cual, Barack Obama es en realidad un anti-colonialista (como si el colonialismo no fuese criticable) que, debido a algunos traumas de su infancia, ahora secretamente quiere destruir a EE.UU.
            Pero, aún en su bufonería, D’Souza siempre tiene algo interesante que decir, y su estilo ensayístico no deja de ser cautivador. Y de esa manera, en su más reciente libro, Stealing America (Robando a América), aun si D’Souza dice muchas tonterías, su tesis central sí invita a mucha reflexión.

            El libro es en parte una memoria de su vida durante el tiempo en el cual estuvo preso. D’Souza violó las leyes norteamericanas sobre el financiamiento a campañas políticas, y un juez lo sentenció a varios meses de confinamiento en una cárcel. D’Souza, que siempre ha criticado correctamente la victimología que predomina en la izquierda norteamericana (sobre todo entre las minorías étnicas), ahora él mismo asume esa victimología, al alegar que, si bien él admite su culpabilidad, él es en realidad víctima de una conspiración. Pues, opina D’Souza, el castigo que recibió fue desproporcionado, y otra gente que ha cometido la misma falta, no ha recibido la misma pena.
Según D’Souza, él es víctima de una conspiración orquestada por el propio Barack Obama, pues D’Souza ha cobrado prominencia con sus libros y películas en contra del presidente norteamericano. Todo este argumento es un poco megalomaníaco y paranoico: es muy dudoso que Obama, con tantos problemas que tiene que enfrentar y tanta gente que lo adversa, hubiera perdido su tiempo en organizar un ataque contra D’Souza, un intelectual que, si bien tiene algún renombre, no tiene tanta influencia política.
El libro es un retrato de algunos de los criminales comunes con los cuales D’Souza tuvo que convivir durante su presidio. D’Souza busca comparar a esos prisioneros con los políticos norteamericanos del Partido Demócrata norteamericano. A su juicio, todos ellos se valen de las mismas tácticas para orquestar sus robos.
La táctica básica en los robos, dice D’Souza, es el engaño. El ladrón, para ser hábil, tiene que dar la apariencia de no robar, a fin de poder concretar su acción. Y, esto lo hace muy bien el político. El discurso de la “justicia social”, opina D’Souza, es una artimaña del populista para lograr que los tontos útiles roben sin que parezca un robo. Bajo la excusa de luchar contra la desigualdad, el político logra que las masas le den poder, y con ese poder, impunemente despoja a los más ricos de sus propiedades, siempre bajo la promesa de repartir la riqueza. Pero, como bien reza el refrán, el que parte y reparte se queda con la mejor parte.
El libro de D’Souza es interesante porque esboza cómo Robin Hood (curiosamente D’Souza nunca nombra al legendario personaje) fácilmente se convierte en Don Corleone (tampoco nombra al protagonista de El padrino). D’Souza habla poco de América Latina en el libro, pero no es muy difícil ver en nuestra región cómo los grandes capos, desde Pablo Escobar hasta el Chapo Guzmán, han querido jugar a ser los Robin Hoods que roban a los ricos para dar a los pobres, pero que en ínterin, terminan disfrutando de grandes fincas y matando a quien no acepte lo que ellos consideran que es el debido reparto.
D’Souza cita un famosísimo ejemplo que ofrece San Agustín en La ciudad de Dios. Cuenta San Agustín que Alejandro Magno se encontró con un pirata y le reprochó su actividad de pillaje. El pirata respondió que, en realidad, él hacía lo mismo que el gran emperador; la única diferencia es que el pirata tenía un pequeño barco, mientras que Alejandro tenía toda una flota.
Y, ésta es una cuestión filosófica con la cual hizo mucho renombre Robert Nozick (D’Souza no lo cita, pero repite muchos de sus argumentos). ¿Cómo se distingue el Estado y la mafia? ¿Cuál es la diferencia entre un impuesto y una extorsión? Podrá decirse que, a diferencia de la mafia, el Estado procede de un contrato social, pero, ¿qué hay de aquellos que no dieron consentimiento a ese contrato y no quieren entregar parte de su propiedad?, ¿deben ser despojados igualmente?
Sí, ciertamente hay mucha desigualdad en el mundo. Pero, si esa desigualdad no viene de condiciones de explotación y el rico ha ganado el dinero limpiamente (como en algunos ejemplos clásicos que Nozick ofrece y que D’Souza repite), ¿con qué autoridad moral podemos expropiar a alguien que ha conseguido su riqueza con el fruto de su trabajo? D’Souza se opone en particular a teóricos de la justicia como Amartya Sen, quienes plantean que, aun si no ha habido explotación, el mero ideal de igualdad podría ser suficiente para justificar quitar las propiedades a quienes las producen, y dárselas a quienes no las tienen.
A Nozick le interesaba fundamentalmente el debate sobre si hay o no autoridad moral para repartir forzosamente la riqueza. Pero, Nozick no dedicó mucha atención a las situaciones concretas sobre cómo ocurre este reparto, y para él, la honestidad de los repartidores era un asunto marginal. En cambio, para D’Souza, ese aspecto es central. Y, esto es una debilidad en el libro, pues D’Souza termina satanizando a los izquierdistas, como si todos fueran genios malévolos que ante las cámaras predican la justicia social, pero que en realidad, todo es un gran truco para ellos mismos enriquecerse.
No cabe duda de que, en muchos casos, ha sido así. En los países comunistas, siempre surge una clase política acomodada que recita discursos muy lindos sobre la necesidad de que todos seamos iguales, aúpa a las masas con esa retórica, gana poder para expropiar, reparte algunas migajas, pero se queda con un buen trozo del pastel. Pero, pretender que toda lucha por la igualdad social es así de corrupta, como parece asumir D’Souza, es demasiado injusto.

En todo caso, ni Hillary Clinton ni Barack Obama (los dos grandes ogros en el libro de D’Souza) encajan mucho en el perfil del Robin Hood convertido en Don Corleone. D’Souza los pinta como si ellos fueran comunistas. Ciertamente, en algún momento esos políticos han simpatizado con una mayor redistribución de la riqueza en EE.UU., pero están muy lejos de proponer un reparto al estilo soviético o cubano; ambos han protegido los intereses de las clases más acomodadas.
Tampoco estos políticos han utilizado una retórica muy agresiva para aupar a las masas a fin de lograr expropiar a los más ricos; con todo, D’Souza detecta una influencia de Saul Alinsky, un agitador social izquierdista que supuestamente apadrinó a Obama y a Clinton; de nuevo, todo esto parece una gran teoría de la conspiración que, francamente, está más en la imaginación de D’Souza que en la realidad.

Stealing America tiene mucho sensacionalismo y resentimiento. D’Souza está molesto porque la justicia norteamericana lo atrapó cometiendo una fechoría, y se resiente de que Obama estuviera cómodo en la Casa Blanca, mientras que él tenía que estar en la cárcel. D’Souza asumió su castigo como si se tratase de una vendetta personal de Obama contra él, y su respuesta fue presentar al presidente (y ahora, a su posible sucesora) como si fuera un hampón. Pero, en medio de esta diatriba, D’Souza trae a la palestra algunos puntos interesantes de la filosofía libertaria pro-capitalista, y sólo por eso, su libro es rescatable.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Ben Carson, Nicolás Maduro, y las políticas de la identidad

            En EE.UU., ser negro puede ser una desventaja cuando se trata de la brutalidad policial, o de conseguir un trabajo en el sector privado. Pero, no es una desventaja cuando se quiere hacer carrera política. De hecho, Barack Obama muy astutamente usó su color de piel a su favor para llegar a la presidencia.
            Tal como lo ha argumentado el analista político Shelby Steele, el pueblo norteamericano quería quitarse de sus espaldas el peso odioso de la esclavitud y las leyes de segregación racial. Y, para demostrarle al mundo que su nación había ya madurado, estaba dispuesto a elegir a un presidente negro. Pero, no podía ser cualquier candidato negro. Tenía que ser alguien que no apareciese en una faceta demasiado vengativa y amenazante. Obama era perfecto para esa posición. Sí, su piel es oscura, pero como candidato, él no enfatizaba el tema racial explícitamente, y el votante blanco promedio quedó complacido con elegir a un negro que, en realidad, no sería muy radical.

            Con todo, si bien Obama no hizo mucho alboroto de su negritud explícitamente, implícitamente sí quedó en el entendimiento de los votantes de que, para poder sobreponer la culpa blanca, había que votar por él. Y, sus promotores (aunque, vale insistir, nunca Obama directamente) se encargaron de mercadear su candidatura como la del “primer presidente negro de EE.UU.”. Así pues, el ser negro fue una ventaja, y no una desventaja para Obama. En alguna ocasión, cuando Obama ha recibido críticas, hábilmente se ha refugiado en su color de piel, y ha querido chantajear a los demás diciendo que esas críticas se deben al hecho de que él es negro, y no porque realmente las merece. En el argot norteamericano, a esto le llaman “jugar la carta racial” (play the race card).
            En los propios EE.UU., hay intelectuales y políticos negros que repudian ese chantaje. La mayoría de estas personas proceden de la derecha y el partido republicano. Pero, el chantaje racial está tan difundido en EE.UU., que incluso desde la más rancia derecha, en ocasiones se hace este patético juego.
            El candidato ultraderechista Ben Carson es conocido por posturas ridículas, como por ejemplo, sostener la historicidad del relato sobre el arca de Noé. Pero, un punto positivo en la carrera política de Carson ha sido el repudio del chantaje racial, y la insistencia en que los negros norteamericanos deben asumir responsabilidades propias en buena parte de sus fracasos.
No obstante, es no ha impedido que Carson juegue la carta racial. En vista de que ya sus números no eran suficientes para continuar como candidato, Carson desesperadamente ha intentado usar su negritud como ventaja. Y, recientemente, ha dicho que él es más negro que Obama, pues éste tiene una madre blanca, y se crió entre blancos. En otras palabras, Carson está diciendo que deben votar por él, porque él sí es negro de verdad.
Esto se está convirtiendo ya en un vicio típico en la política norteamericana. Los comentaristas lo llaman las “políticas de la identidad” (identity politics). La argumentación política y las propuestas de soluciones a problemas concretos, ha sido reemplazada por concursos de popularidad en función de las identidades. El votante no vota por quien sea el más competente u ofrezca el mejor programa político, sino por quien pertenezca a un colectivo en particular. Y, así, el candidato presenta ante el electorado, no sus argumentos e ideas, sino su adscripción a esta o aquella clase social, religión o raza.
En América Latina, el tema racial no ha sido tan central como en EE.UU. Y, en ese sentido, en nuestra región no hay tanta obsesión con las políticas de la identidad. Fidel era blanco y rico, pero eso no impidió que los cubanos lo apoyaran en su revolución. Chávez quiso en algún momento presentarse como el zambo que haría justicia frente a los blancos, pero en realidad, no explotó demasiado esa táctica. Quizás el político latinoamericano que más ha utilizado el chantaje racial y las políticas de la identidad ha sido Evo Morales: de un modo muy parecido a Obama, su candidatura coqueteó con la promesa de ser el primer presidente indígena, y con eso, se hacía implícito que se debía votar por él, no propiamente por sus ideales y propuestas, sino por el mero hecho de ser indígena; pero de nuevo, lo de Bolivia no es ni remotamente comparable con las políticas de la identidad en EE.UU.

Con todo, como suele ocurrir, América Latina importa muchas cosas desde EE.UU., y las políticas de la identidad no son excepción. En una región en la cual ha habido muchísimo más mestizaje que en EE.UU., se hace más difícil jugar al chantaje racial. Pero, eso no impide acudir a otras formas de chantaje y políticas de la identidad. En nuestros países, el chantaje se hace más sobre la base de la clase social. Así, por ejemplo, en Venezuela, Nicolás Maduro se ha querido mercadear como el “primer presidente obrero” de este país. Esto, demás está decir, es jugar a las políticas de identidad a lo bestia. Maduro no promueve sus ideas ni ofrece soluciones a problemas concretos, sino que sencillamente, dicen que deben votar por él, por el mero hecho de que él es obrero y sus rivales no lo son.

Ya Platón decía en La república, que el barco se hundiría si los marineros eligen como capitán, no al que realmente sepa navegar, sino al más simpático. Lamentablemente, los obreros de Venezuela seguirán sufriendo si siguen eligiendo como presidente, no a quien realmente mejore las condiciones de los obreros, sino a quien más vocifere ser uno de ellos. De hecho, la predicción se ha cumplido: Venezuela atraviesa la peor crisis económica de su historia, y el “presidente obrero” no tiene ni la menor idea sobre cómo resolverla.

lunes, 22 de febrero de 2016

La hipocresía del hijab

            He visto últimamente varias muchachas en Maracaibo vistiendo hijab, el velo islámico. En Francia y otros países de fuerte tradición laicista, las autoridades buscan prohibir el hijab; o al menos, la burka (a diferencia del velo tradicional, cubre toda la cara) y el niqab (cubre todo menos los ojos). Yo tengo enromes simpatías por el laicismo republicano de inspiración francesa, pero no comparto esta iniciativa. Salvo por motivos de seguridad (como en fotos de carnets o acceso a bancos), o por motivos de recato religioso en escuelas públicas, me parece que el cultivo de la libertad implica que las mujeres puedan llevar el velo si ésa es su elección. Por supuesto, yo quisiera que esas mismas mujeres que forman tanto alboroto luchando por su derecho a llevar el velo, lucharan también por las mujeres en países musulmanes que luchan por su derecho a no llevar el velo.

            Si bien admito el derecho de las mujeres a llevar el velo, no por ello dejo de criticar semejante costumbre. Es llanamente machista: la mujer debe ir recatada, pero esa exigencia no aplica al hombre. Quienes defienden el uso del hijab, dicen que es una protección a la mujer. No viene mal que las mujeres adquieran conciencia de los riesgos que hay en vestirse muy provocativamente en situaciones que pueden conducir a la violación, pero, ¿realmente el poner un trapo sobre la cabeza va a frenar a un violador?
            En muchos escenarios, el velo efectivamente cumple su función. Pero, en muchos otros, el hijab más bien tiene el efecto contrario de lo que originalmente pudo haber buscado Mahoma cuando recitó el verso del Corán que exigía una vestimenta modesta (33:58-59). Pues, en torno al hijab, hay toda una industria del fashion, cuyo propósito es, precisamente, hacer a la portadora más atractiva. De hecho, yo mismo que quedado cautivado con la belleza de las muchachas que llevan el velo en Maracaibo.
            Ya en el siglo XIX, la pintura y literatura orientalista producida en Europa, sexualizó el velo islámico. Se interpretaba como una pantalla (eso es precisamente lo que significa la palabra árabe hijab) para ocultar la belleza; pero como suele suceder, esta pantalla suscitaba aún más la curiosidad de los hombres. En la imaginación orientalista, el sexo en los países musulmanes estaría imbuido de misterio y fascinación respecto a lo que había detrás de la cortina. El personaje de Mi bella genio utilizaba el velo para cautivar a su amo, e inevitablemente, la pornografía de tiempos más recientes ha empleado el velo de una forma muy vulgar.
            Ciertamente, en un inicio, éstas eran fantasías europeas sobre Oriente. Pero, las propias clases acomodadas de los países musulmanes se han encargado de hacer que esto ya no sea meramente fantasías orientalistas. Muchas mujeres musulmanas cumplen el precepto del Corán y con eso pretenden satisfacer a Dios, pero inmediatamente intentan burlar a Dios.

Es algo muy parecido a lo que hacen algunos judíos para no irrespetar el sábado (sobre todo los miembros de la “Sociedad para la ciencia y la Halacha”). Por ejemplo, un inventor ha diseñado un teléfono, el cual se puede marcar indirectamente, y así no se viola la prohibición de marcar el teléfono durante el sábado. Bill Maher documenta éste y otros absurdos en su genial película Religulous. Pues bien, así como algunos judíos tratan de hacer actividades sin violar el descanso sabatino, algunas mujeres musulmanas (aupadas por la creciente industria del fashion que hay detrás de ellas) tratan de mantenerse muy atractivas, aún llevando el velo. El resultado, como muchas veces ocurre en la religión, es una hipocresía de la peor calaña.
Al final, en las zonas más occidentalizadas del mundo musulmán (así como en las zonas de Occidente con números considerables de musulmanes), el hijab se ha convertido en algo similar a la camiseta del Che Guevara: es una prenda que se la ha tragado el sistema, y se emplea ahora para promover aquello que, originalmente, se proponía combatir.

lunes, 8 de febrero de 2016

¿Es el Corán un libro prefecto?

            Si el Corán fue dictado directamente por Dios, cabría esperar que tuviera un carácter extraordinario. Si Dios es perfecto, cabe esperar que sus palabras también lo sean. En el mismo Corán, con gran pedantería, se dice que ningún ser humano podría igualar lo que se recita en el Corán (10:37-38). Los musulmanes muchas veces asumen esto con bastante seriedad.
            La verdad es que el Corán no es nada del otro mundo. Thomas Carlyle, el célebre historiador inglés, describió el Corán como “una estupidez insoportable… nada pero un sentido del deber podría llevar a un europeo a través del Corán”. En tanto el Corán tiene rítmica y rima, mucho se pierde cuando se traduce. Pero, por lo general, la buena literatura es aquella que sale fortalecida aún en las traducciones. Lamentablemente, no es el caso del Corán.

            La Biblia podrá decir muchas tonterías, y si bien tiene varios libros aburridísimos, por lo general, los autores bíblicos fueron muy hábiles en contar historias. Si la Biblia, como la mitología griega, ha dado pie a tantas películas, ha de ser porque sus autores eran buenos narradores. No así el Corán. El Corán, es un conjunto de recitaciones que Mahoma dio a lo largo de su vida, en muy distintos contextos. Y, la forma de compilar esas recitaciones fue bastante desordenada.
El resultado, pues, es un libro sin cronología, tremendamente repetitivo, incoherente, compuesto en un estilo exclamativo muchas veces difícil de captar, e inmerso en un contexto que el texto no procura explicar (en vista de lo cual, es sumamente difícil entender a qué se refiere cada verso; para intentar hacerlo, es necesario acudir a las fuentes complementarias, como el jadiz y las biografías de Mahoma). Si hemos de utilizar a alguna pieza literaria para intentar probar que Dios existe, Cervantes o Shakespeare son mucho más oportunos que el Corán.
            Algún relativista podrá saltar a decir que el Corán no es defectuoso, sino que sencillamente no se ajusta a los gustos occidentales, acostumbrados a la coherencia, el orden narrativo, el crescendo en la trama, etc. No convence este argumento, pues las Mil y una noches es un gran texto que los propios musulmanes saben apreciar, y que tiene muchísimo más valor literario que el Corán. Pero, por ahora, asumamos que, en cuestiones estéticas, es difícil juzgar, y aceptemos que, el hecho de que a nosotros el Corán nos parezca aburridísimo, no invalida el alegato musulmán de que se trata de una creación divina perfecta sin mediación humana.
            Con todo, en el Corán hay muchísimas imperfecciones que no cabría esperar, si de verdad fuese obra directa de Dios. Por ejemplo, en tanto se supone que el Corán viene directamente de Dios, la mayoría de sus versos están recitados como si fuese el mismo Dios quien habla. Esto es consistente con la idea de que, Mahoma es apenas el mensajero que recita, pero el verdadero locutor es el propio Dios. Pero, hay varios pasajes en los cuales, claramente, no es Dios quien habla. Esto ya hace el texto bastante imperfecto.
            Veamos algunos de estos versos. El Corán empieza así: “En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso. La alabanza a Dios, señor del los mundos. El clemente, el misericordioso [¿no se había dicho esto ya hace apenas un verso?]. Dueño del día del juicio. A ti te adoramos y a ti te pedimos ayuda” (1:1-5). ¿Dios se auto-adora y se pide ayuda a sí mismo?
            He acá otro: “¿Desearé, prescindiendo de Dios, a otro juez, si él es quien os hizo descender el libro en detalle? Aquellos a quienes les dimos el libro saben que él ha descendido procedente de tu señor con la verdad. ¡No estéis entre los escépticos!” (6:114). Claramente, quien recita habla sobre Dios; no es Dios mismo hablando. Mahoma, por lo visto, muchas veces confundía aquellas recitaciones en las cuales él personalmente postulaba algo, y aquellas en las cuales asumía el papel de Dios.

            Además de estas incoherencias respecto a quién es el que dicta los versos, muchos filólogos han detectado errores gramaticales en el Corán. En un libro como divulgativo como el presente, no viene al caso ofrecer los detalles técnicos (de una lengua que, admito, no domino). Pero, podemos confiar en investigadores como Theodor Nöldeke, quienes han ofrecido análisis de cómo el Corán no cumple las reglas gramaticales del árabe clásico: incurre en incoherencias sintácticas y numéricas, uso erróneo de casos acusativos, entre otros.

¿Es el Corán un texto íntegro?

En tanto creen que el Corán fue dictado por Dios a Mahoma, los musulmanes asumen que su libro sagrado, en su forma actual, conserva la misma forma en que Mahoma lo recitó en el siglo VII. Pero, hay mucho espacio para dudar esto.
            La tradición islámica postula que el Corán se compiló de la siguiente manera. Mahoma recibía revelaciones espontáneamente. Cuando manifestaba los signos de recibir revelaciones, quienes estuvieran cerca se apresuraban a tomar papiros, cueros o huesos, y escribían lo que él dictaba. Naturalmente, no siempre había material disponible para anotar las revelaciones. Eso hizo que muchas revelaciones quedaron registradas sólo en la memoria de sus seguidores, y se transmitieron oralmente a través de recitaciones.

            No obstante, tras la muerte de Mahoma, hubo una serie de guerras entre sus sucesores, y en una de las batallas, la de Yamama en 632, murieron muchos de quienes habían memorizado las recitaciones. El primer califa, Abu Bakr, preocupado por la situación, ordenó poner por escrito todas las revelaciones, y compilarlas. De eso se encargó Zaid Ibn Thabit, un musulmán que había sido secretario de Mahoma. Zaid dio el texto a Hafsa, una hija de Omar (el segundo Califa), y viuda del propio Mahoma.
            No obstante, durante el Califato de Osman (el tercer califa), se hizo patente que circulaban varias versiones del Corán. Osman seleccionó la versión de Zaid, porque estaba en el dialecto de los Coraix, y ese dialecto era considerado el estándar entre todos los árabes. Osman distribuyó la versión de Zaid por todos los territorios conquistados, y ordenó destruir las otras versiones (cerca de veinticuatro). El Corán que tenemos, el mismo que Mahoma recitó, se nos dice, es entonces el que compiló Zaid.
            Pero, hacemos bien en tener suspicacias. Si varias personas apresuradamente escribían lo que oían de Mahoma, ¿cómo nos aseguramos de que lo hacían fielmente? Sabemos que la tradición oral es notoriamente flexible y dinámica. ¿Cómo podemos asegurarnos de que, al pasar de boca en boca una recitación, no había modificaciones? Osman no decidió conservar el texto de Zaid porque fuese el más fiel, sino sencillamente porque estaba escrito en un dialecto estándar. ¿Acaso no es posible, entonces, que entre las otras versiones destruidas del Corán, hubiese una más fiel a las recitaciones de Mahoma? La selección del texto de Zaid obedeció a circunstancias arbitrarias. ¿No debería esto ser suficiente motivo para dudar seriamente de que el actual Corán sea el supuesto libro no creado dictado por Dios?
            Según parece (aunque, vale admitir, esto es disputado por algunos historiadores), hubo algunos compañeros de Mahoma que objetaron la compilación de Zaid, alegando que ellos habían escuchado más de cerca las recitaciones del Profeta, y que no coincidían con lo que Zaid había compilado. Por ejemplo, Abdalá Ibn Masud, alegaba haber recitado setenta versos del Corán, incluso antes de que Zaid se hiciera musulmán, y lo reprochaba por haber compilado una versión errónea del Corán. En la versión de Ibn Masud, los capítulos 113 y 114 del Corán están ausentes. ¿Habrían sido éstos, entonces, añadidos posteriores que Mahoma nunca recitó? No lo sabemos, pero como mínimo, hacemos bien en cuestionar. Según algunas fuentes, hay otras variaciones de menor envergadura entre la versión de Ibn Masud y la de Zaid, que no reseñaré acá por cuestión de espacio. Basta con insistir en que, no todos aceptaron alegremente la compilación de Zaid.
            Algunas fuentes islámicas también mencionan otra protesta, la de Ubay Ibn Kab, otro de los secretarios de Mahoma, que memorizó muchas de las revelaciones. Allí donde Ibn Masud objetaba que Zaid había añadido versos, Ibn Kab protestaba que más bien faltaban.
            Aixa, la esposa favorita de Mahoma, también objetó una importante omisión. En el Corán, se lee este verso: “A la adúltera y al adúltero, a cada uno de ellos, dadles cien latigazos. En el cumplimiento de este precepto de la religión de Dios, se creéis en Dios y en el último día, no os entre compasión de ellos. ¡Que un grupo de creyentes dé fe de su tormento!” (24:2). El castigo para los adúlteros, por supuesto, es brutal. Pero, es importante observar que no se prescribe el apedreamiento, a diferencia de la Ley de Moisés en la Biblia (Deuteronomio 22:24). Con todo, en algunos países musulmanes, este castigo se aplica, a pesar de que no hay ningún lugar en el Corán que así lo ordene. Quizás, la preferencia por el apedreamiento procede de una tradición que postula que Aixa objetó que, en las revelaciones originales que recitaba Mahoma, ese verso originalmente sí incluía el castigo por apedreamiento.
            Por último, los jariyitas, una secta radical que surgió pocos años después de la muerte de Mahoma, objetaban que la historia de José (el mismo que aparece en el Génesis) no formaba parte del Corán (12:1-99). A su juicio, esa historia era demasiado inmoral (hay seducciones adúlteras, como la de la esposa de Potifar), y no podía formar parte de la revelación. No es una razón muy crítica o pertinente para dudar de que Mahoma la recitara, pero de nuevo, el hecho a destacar, es que no todos estuvieron conformes con la compilación de Zaid.

En 1972, se encontró en Yemen un manuscrito del Corán que, en algunos aspectos, tiene notables diferencias con el Corán convencional. Sabemos por la aplicación de la técnica del carbono 14, que este manuscrito data del año 671, casi dos décadas después de la muerte de Osman. Esto es evidencia de que la orden del califa de destruir las versiones rivales del Corán, no se cumplieron a cabalidad. 

miércoles, 3 de febrero de 2016

Las manipulaciones de VTV en torno a la emigración

Hace unos años, unos jóvenes venezolanos hicieron la película Caracas, ciudad de despedidas, la cual reseñé acá. En mi reseña, lamentaba el tratamiento bobalicón y superficial que los productores dieron a un tema muy importante, como lo es el éxodo de venezolanos al exterior. Pero, añadía yo, el hecho de que la película esté hecha por jóvenes superficiales no implica que sus razones para emigrar no fueran legítimas.
Ahora, el gobierno venezolano ha intentado hacer una réplica, con su documental Yo me quedo (parte de la serie ¿Y si lo pensamos bien?), transmitido por Venezolana de Televisión. Allí donde Caracas, ciudad de despedidas simpatizaba con los emigrantes, Yo me quedo trata de satanizarlos.

Lo primero que choca de este documental es que una tal Carmen Laura, una académica entrevistada, continuamente sugiere que los únicos que emigran son blancos descendientes de europeos, porque no están identificados con el país. Como supuesta prueba de esto, se muestra a algunos jóvenes venezolanos celebrando el triunfo de España en el fútbol, como si aupar a otro país en el fútbol, fuese un crimen.
En todo caso, es sólo medianamente cierto que sólo los blancos emigran. Venezuela es un país de mucho mestizaje, de forma tal que, a diferencia de otros países (como, supongamos, Sudáfrica o EE.UU.), es muy difícil establecer una diferencia clara entre blancos y negros. Hay un amplísimo espectro de poblaciones mestizas en Venezuela, y ellos tienen también bastante representación entre los emigrantes. Haciendo esa salvedad, podemos admitir que el color de piel de los emigrantes, suele ser más claro. Pero, ¿acaso eso hace ilegítima su decisión?
 El documental presenta una postura muy parecida a la de Robert Mugabe en Zimbabue. Desde que llegó ese dictador al poder, los blancos de ese país se han marchado por muchos motivos. Uno de esos motivos, es que tras varias décadas de abusos coloniales en contra de los negros, ahora los blancos sufren la revancha, en forma de asesinatos, confiscaciones de tierras, etc. El mero hecho de que, ahora, las víctimas sean blancas y los descendientes de los antiguos opresores, ¿legitima la nueva agresión?
Se hace énfasis también en que Venezuela es un país racista, sugiriendo de algún modo que, quien decide emigrar, participa de este racismo. Esto, por supuesto, es un chantaje: está muy bien denunciar el racismo donde lo hay, pero sugerir que la mera decisión de emigrar obedece a una actitud racista, es muy irresponsable. No niego que en Venezuela haya racismo, y el documental muestra algunos indicios mediáticos. Pero, también quiere mostrar como racismo cosas que, en realidad, no lo son. Por ejemplo, muestran a una presentadora de televisión diciendo que los venezolanos no son muy trabajadores. Podemos discutir si esto es verdadero o falso, pero, ¿dónde está el racismo en esto? ¿Es acaso falso que hay culturas que valoran el trabajo más que otras? ¿Fue Max Weber un racista por decir que los protestantes tienen una mayor ética del trabajo que los católicos?
También se muestra a algún comediante burlarse de Simón Bolívar y su decreto de guerra a muerte en contra de los españoles. En un régimen que ha llevado el culto a Bolívar a niveles grotescos, esto se interpreta como una gravísima ofensa. Yo, en cambio, elogio a ese comediante. Pues, el decreto de guerra a muerte fue algo muy lamentable, que merece todo nuestro reproche y burla. Si, por esa irreverencia, los fanáticos nacionalistas de Venezolana de Televisión, están dispuestos a llamarnos “apátridas”, pues tendremos que asumirlo. Pero, como bien decía Carl Sagan el verdadero patriota es el que critica los excesos de su propio país, a fin de mejorarlo. Y, en ese sentido, sería muy patriota criticar la acción genocida de Bolívar.
La misma académica que habló sobre el asunto de los emigrantes blancos, trata de corregir su desprecio hacia los emigrantes, diciendo que ella no objeta que los jóvenes emigren, pero le pide que no despotrique de su país de origen. ¿Cómo no despotricar de un país con la mayor tasa de inflación y una de las mayores tasas de homicidio en el mundo? Yo, personalmente, estoy dispuesto a amar lo bueno, y odiar lo malo. Si el país en el cual nací, se convierte en una pesadilla, ¿no sería lo más sensato reconocer que esa nación es un infierno? Carmen Lara quiere hacernos creer que debemos amar a toda costa nuestro país. Ella parece guiarse por el patético lema nacionalista, “Mi país, para bien o para mal”.

Yo me niego a hacerlo; me niego a hacer el papelón del cabrón, y amar a un país que no me ama. ¿Habría pedido Lara a un judío de la Alemania nazi, que amara a su país y que se quedara a construir un proyecto de nación? ¿Se lo pediría a un joven sirio desesperado por llegar a Europa, para escapar de las garras del Estado Islámico? Supongo y espero que no. ¿Por qué, entonces, sí ha de pedírselo a un joven venezolano, que vive en una situación más o menos parecida (Caracas es una ciudad bastante más peligrosa que Raqqa, la capital del actual califato)?