lunes, 30 de diciembre de 2013

El malestar en la contracultura



El sociólogo árabe del siglo XIV, Ibn Jaldún, hizo célebre una teoría de los ciclos civilizacionales. Ibn Jaldún concedía mucha importancia (seguramente excesiva) a la influencia del clima en la configuración de la sociedad, y opinaba que el desierto hacía más fuertes y vigorosos a la gente. Así, los beduinos están impregnados de un ethos guerrero que no comparte el citadino. A partir de este vigor, el beduino es capaz de vencer al citadino en una contienda militar. Así, resulta relativamente fácil y común que le beduino se acerque a las ciudades, imponga su dominio, y dé inicio a una era de esplendor cultural.

Pero, una vez que el beduino ha llegado a la ciudad, empieza a achantarse. Pues, en tanto ya no se enfrenta a las adversidades del desierto, la comodidad empieza a debilitarlo. Ibn Jaldún hablaba tanto en términos psicológicos como sociológicos. En términos psicológicos, el mismo individuo empieza a perder vigor. En términos sociológicos, la sociedad se empieza a debilitar. Pues, quizás no entre en decadencia en la misma generación del genuino recién llegado a la ciudad, pero sí entra en un estado de decadencia a partir de la segunda y la tercera generación.
Cuando esta generación ya ha alcanzado un ciclo avanzado de decadencia, abre paso para que una nueva ola de beduinos llegue a la ciudad, venza a los citadinos (cuyos ancestros fueron también beduinos), y así se empiece nuevamente el ciclo.
Esta hipótesis parte de alguna observación interesante, pero por supuesto, no tiene gran rigor científico (aunque, ha de admitirse, tiene mucho más rigor que muchas hipótesis formuladas por los sociólogos). Ibn Jaldún hablaba de la sociedad árabe de su tiempo, y es difícil concebir que esta relación entre la ciudad y el desierto se mantenga hoy. Con todo, Ibn Jaldún hizo el muy oportuno señalamiento de que, en el transcurrir intergeneracional, hay ciclos. Y que, en escenarios de conflicto, aquel rebelde que empieza oponiéndose a un sistema, muchas veces termina ajustándose a él, con lo cual abre el paso para que surjan nuevos rebeldes.
Esto, me parece, es notoriamente evidente en la contracultura. Joseph Hearth y Andrew Potter han escrito un graciosísimo (pero muy académico) libro, Rebelarse vende, en el cual analizan cómo operan estos ciclos. El rebelde contracultural no se opone meramente a las características opresivas del capitalismo, sean las excesivas horas de trabajo o la injusta distribución del ingreso. El rebelde se opone al sistema en sí. En este sentido, el hippie está más cerca del personaje de James Dean que de los líderes sindicales: es un rebelde sin causa. El rebelde contracultural busca estar en la minoría y enfrentar la mayoría, independientemente de cuál sea. Es la actitud de “yo contra el mundo”, pero sin tener en cuenta cómo es el mundo, y sin evaluar si realmente vale la pena enfrentarse a él. El rebelde contracultural parece tomarse muy en serio la frase final de A puerta cerrada, “el infierno son los otros”. Como un héroe byroniano (y, sin duda, Lord Byron fue uno de los primeros rebeldes contraculturales), disfruta su soledad y su ostracismo.
Pero, por supuesto, para hacer algo de ruido, el rebelde contracultural debe asociarse con otros como él. Y, debe valerse de algún medio para alzar su voz de protesta. La ironía está en que, en el momento en que busca esa asociación y consigue los medios para difundir su mensaje, deja de ser el héroe solitario que pretendió ser en un inicio. La imagen del hippie empieza siendo contracultural. Pero, tanto persuade el hippie con su osada contracultura, que al final, se vuelve cool y parte del mainstream. El hippie, como el beduino en la teoría de Ibn Jaldún, tiene vigor, y logra impactar a la sociedad a la cual se enfrenta. Pero, una vez que empieza a cosechar éxitos, es atrapado por el sistema que vende la propia imagen del hippie. Surge, entonces, una nueva estirpe de rebeldes contraculturales que luchan contra la conformidad de quienes traicionaron la causa, y así, se da inicio a un nuevo ciclo.
Hearth y Potter destacan, por ejemplo, el patético caso de Kurt Cobain. Su música ‘alternativa’ pretendió ser un arrebato contracultural contra los hippies de la anterior generación que, en su opinión, se habían vendido al sistema al convertirse en ‘yuppies’. Cobain empezó a proyectar la imagen del nuevo rebelde que rehúsa a participar del conformismo en la sociedad de masas. Pero, naturalmente, su imagen de rebeldía fue un rotundo éxito comercial, y así, empezó a vender discos masivamente. Cobain se resintió por ello, y deliberadamente empezó a producir música para que poca gente comprara sus discos, pero al final, no tuvo éxito en ese curioso objetivo (sus discos más radicales tenían ventas aún mayores). Es difícil saber si esta frustración lo condujo al suicidio, pero Hearth y Potter no lo descartan.

Algunos intelectuales de izquierda, como Hebert Marcuse, alcanzaron a ver este curioso fenómeno. Y, como escapatoria, inventaron una curiosa teoría de la conspiración: el capitalismo se apropia de los símbolos de la contracultura, a fin de drogar a las masas. En cuanto supo que el Che Guevara podía representar una amenaza al sistema, se apropió de su imagen y la comercializó, para asegurarse de que las masas no asimilaran el verdadero mensaje de Guevara.
Yo no me adscribo a esa teoría de la conspiración. No es el capitalismo, sino la misma naturaleza desorientada y contradictoria de la rebeldía contracultural y antisistema, la que propicia que la imagen del Che sea ahora un producto de consumo masivo. El rebelde contracultural, al no tener un objetivo claro y oponerse al sistema intrínsecamente, siempre estará en una encrucijada. Pues, en la medida en que su voz se convierta en un canto de sirena, seducirá a los demás y generará seguidores. Pero, precisamente, en la medida en que atraiga seguidores, ya habrá conformado su propio sistema, y dejará de ser el héroe romántico solitario, a partir de lo cual construyó su imagen en un inicio.
El rebelde sensato se plantea objetivos, y una vez que los consigue, cesa en su rebeldía. Pero, el promotor de la contracultura y los movimientos anti-sistemas nunca conseguirá sus objetivos, precisamente porque su arrebato rebelde es intrínseco, y nunca estará satisfecho, pase lo que pase. El rebelde sin causa está destinado a ser rebelde eternamente. Y, aun si la revolución alcanzare los ideales utópicos que se plantea, surgirá un nuevo rebelde contracultural que, inspirado en gente como el Che Guevara, seguirá tirando piedras. Después de mi visita a Cuba hace unos años, y haber presenciado el enorme culto a la rebeldía que hay en ese país, me quedó la duda: ¿no teme la gerontocracia cubana que, en su incentivo a la rebeldía, los jóvenes se vuelvan contra el propio régimen?
Recientemente, el líder comunista español Salvador López Arnal me reprochaba de ser ‘conservador’ (e incluso, insólitamente llegó a atribuirme simpatías al Opus Dei y a Pinochet), por el hecho de que no comparto el entusiasmo por el pelo largo y otros símbolos contraculturales. López Arnal no alcanza a ver que hay rebeldes justos e injustos. Luchar por mejoras salariales o el cese de la guerras imperiales, es una rebeldía loable. Oponerse a un sistema, por el mero hecho de tratarse de un sistema, es una actitud pueril condenada al fracaso, en virtud de su propia naturaleza. Si el sentir desdén por la imagen del Che Guevara y el símbolo de la paz es una muestra de conservadurismo, pues entonces, gozosamente aceptaré la etiqueta de ‘conservador’.

lunes, 23 de diciembre de 2013

La legalidad y la moralidad del aborto



El Partido Popular en España ha derogado la anterior ley del aborto de ese país, y ahora, el aborto está ilegalizado. Sólo se admite como excepción los casos de violación y aquellos en los cuales la vida de la madre esté en riesgo.

Mucha gente ha protestado airadamente, y comparto este malestar. Me parece bastante contundente un argumento utilitarista a favor de la legalidad del aborto: la ilegalización no hará más que relegar al mercado negro los abortos, y ahora, éstos se realizarán con muchísimo más riesgo. Un simple cálculo utilitarista permitiría apreciar que la legalización del aborto salva más vidas (tanto de las madres como de los fetos) que la ilegalización.
Pero, la gente que solicita la legalidad del aborto se apresura a defender su moralidad, bajo la excusa de que las mujeres tienen derecho a decidir sobre su cuerpo. Yo prefiero asumir más cautela en la dimensión moral del aborto. Si el embrión o feto puede considerarse una persona, entonces no creo que pueda haber justificación utilitaria posible. Mi utilitarismo tiene límites, y en ese sentido, hay cosas que son malas, y la justicia exige evadirlas, sin importar cuán inconveniente sea. Por usar una evocadora frase filosófica, tenemos la obligación de hacer justicia, aun si los cielos se caen.
 No importa cuán beneficioso sea para la madre (o incluso, para la sociedad en general) el aborto. Si el embrión es una persona, tiene derechos, y los mínimos derechos individuales no pueden sacrificarse forzosamente en beneficio del colectivo. Es el mismo motivo por el cual la eugenesia es una aberración moral. Quizás nos vendría muy bien eliminar a los discapacitados, a los cretinos, etc., pero es ineludible que esta gente tiene derechos, y que estos derechos son innegociables frente al ideal del “bien común”. Así como la sociedad no tiene el derecho a elegir si un retrasado mental vive o no, una mujer tampoco tendría el derecho a elegir si un embrión vive o no.
La filósofa Judith Jarvis Thomson cobró fama con su argumento según el cual, aun si el embrión (o feto) se considera una persona, la mujer tiene derecho a elegir acabar con su vida. Thomson plantea la siguiente analogía: un hombre es raptado, y obligado a donar su sangre mediante diálisis, para mantener vivo a un talentosísimo violinista. Thomson opina que, aun si la donación de sangre cumple un loable propósito, el hombre en cuestión no está moralmente obligado a sacrificar su comodidad para mantener con vida al violinista. Del mismo modo, la mujer no está obligada a sacrificar su comodidad para mantener con vida al feto.
El argumento es atractivo, pero a mí no me convence. A diferencia del hombre raptado para mantener con vida al violinista, la mujer voluntariamente tuvo sexo, y al practicar la actividad sexual, tácitamente estaba aceptando la responsabilidad de sus actos. De forma tal que no lo tiene tan fácil zafarse de la responsabilidad de llevar el embrión en su vientre. Con todo, habría que admitir que en los casos de violación, la situación sí cambia, y en esos casos, el argumento de Thomson sí cobra más fuerza. Por ello, a mí me parece que, en casos de violación, sí hay justificación moral para el aborto, independientemente de si el embrión (o feto) es o no una persona. Pero, en los casos de sexo consensuado, el aborto tendría justificación sólo si el embrión no es una persona.
La cuestión central, entonces, es el estatuto ontológico del embrión. Me resulta harto contra-intuitivo que un cúmulo de células, en su fase temprana de gestación, pueda considerarse una “persona”. La definición de “persona” es notoriamente difícil, pero yo incluiría entre los criterios definitorios, alguna capacidad mental (en vista de lo cual, por ejemplo, veo más plausible que un I-Phone o un macaco sean personas), y es obvio que el embrión no la tiene.
Hay gente que apela a la potencialidad para justificar que el embrión sí es persona. No me convence ese argumento. Con las tecnologías de clonación humana, cualquier célula humana es potencialmente un ser humano desarrollado, pero con todo, no consideramos que un pelo abandonado en una peluquería es una “persona”.
También se apela a la composición del alma, como criterio para definir a una “persona”. Bajo la concepción religiosa tradicional, el alma es creada por Dios en el momento de la fecundación. Este argumento me parece fallido por dos razones fundamentales. En primer lugar, es dudoso que exista el alma. Pero, en segundo lugar, aun si existiese, queda la dificultad de explicar cómo se crean las almas de los gemelos idénticos: en esos casos, hay una sola fecundación, y sólo posteriormente, con la gestación, el embrión inicial se divide en dos. ¿Se divide el alma original también en dos? Esto suena muy extraño.  
Por estas razones, yo opino que el embrión no es una persona, y en ese sentido, no es inmoral acabar con su vida. Y, en todo caso, aquellas personas que se oponen al aborto bajo el argumento de que se está matando a una persona, deberían oponerse a la fertilización in vitro y a los estudios con células madres embrionarias, pues en esos procedimientos, también se desechan embriones (de hecho, los grupos religiosos más radicales efectivamente se oponen a estos procedimientos y piden su ilegalización).
Ahora bien, ¿en qué momento el embrión (o feto) se convierte en una “persona”? Presumo que la mayoría de la gente que favorece el aborto sí se opone al infanticidio, pues no es lo mismo acabar con un feto, que acabar con un niño. Pero, ¿hay acaso una gran diferencia ontológica entre un feto y un recién nacido? El filósofo Peter Singer (quien sí defiende el aborto) célebremente ha opinado que no. El atravesar el canal de nacimiento no hace una diferencia ontológica sustanciosa: no hay mayor diferencia entre abortar un feto de 8.5 meses, y matar a un niños de apenas un día de nacido. Precisamente en función de eso, Singer también considera moralmente aceptable el infanticidio, siempre y cuando sirva al bien común.
Esto para mí es un trago demasiado grueso. A mí sí me parece una monstruosidad moral el infanticidio. Pero, perfectamente reconozco, junto a Singer, que no hay mayor diferencia ontológica entre el feto en gestación avanzada, y el recién nacido. Y, debo admitir que esto me genera una tremenda incomodidad intelectual. Pues, no encuentro criterio firme para oponerme al infanticidio, pero excusar el aborto.

Quizás la escapatoria esté en el sistema nervioso. Cuando el feto desarrolla un sistema nervioso a partir de la octava semana, ya adquiere la capacidad de tener sensaciones. Singer opina que esto no es suficiente para impedir la justificación moral del aborto, pues no se trata sólo de recibir sensaciones, sino de tener alguna facultad deliberativa. Yo no comparto ese criterio, pero supongo que es un debate que seguirá abierto y que debe fomentarse.
En función de esto, me parece que, en el plano moral, hay justificación para el aborto en cualquier caso de violación (en continuidad con el argumento de Judith Jarvis Thomson). En los casos de sexo consensuado, habría justificación para el aborto sólo hasta la octava semana. Con todo, en el plano legal, me parece muchísimo más conveniente la legalización.

jueves, 19 de diciembre de 2013

La economía, la moral y la ciencia


  Recientemente conversaba en mi programa radial “Ágora” con José Luis Ferreira, a propósito de su libro Economía y pseudociencia. En ese libro, Ferreira ataca muchas de las falsas concepciones que, en materia económica, asumen tanto académicos como laicos. Su ataque va de extremo a extremo: del marxismo a la escuela austríaca, pasando por muchos mitos y sesgos que prevalecen en la opinión pública sobre la economía.
 
            En el libro y en nuestra conversación, Ferreira hacía énfasis en que la economía debe adquirir un perfil científico. Y, precisamente, el problema con muchas teorías económicas, tanto positivas como normativas, es que fácilmente abandonan su rigor científico, para convertirse en una ideología. Ferreira admite que él no tiene problema en que alguien sostenga esta o aquella ideología, pero insiste en que existe la obligación de no pasar por ciencia aquello que no lo es.
            Yo estoy de acuerdo con Ferreira. Creo, junto a él, que una disciplina como la economía debe impregnarse del método científico, y que, en efecto, muchas teorías económicas no lo hacen lo suficientemente bien. Pero, en el ámbito normativo, me inclino a pensar que quizás el conocimiento científico no sea suficiente para estipular qué debemos hacer en asuntos económicos. En economía normativa, es necesaria una dimensión ética, y no estoy del todo seguro de que el método científico pueda tener la última palabra respecto a cuáles son nuestras obligaciones morales.
            Pongamos un ejemplo. Supongamos (y advierto que esto es sólo una suposición) que Malthus tiene razón (y queda así comprobado con observaciones empíricas derivadas del método científico), y nos encaminamos a una catástrofe mundial inminente si no colocamos freno inmediato al crecimiento poblacional mundial. ¿Cómo resolveríamos el problema? Supongamos que la misma aplicación del método científico podría permitirnos postular una hipótesis: si aplicamos esterilización compulsiva (y esterilizamos, especialmente, a los menos talentosos), se mantendrá óptimamente limitada la población, y habremos resuelto las dificultades económicas y demográficas anunciadas por Malthus.
            Pero, por supuesto, la esterilización compulsiva es violatoria de nuestros principios éticos más elementales. ¿Cómo sabemos cuáles son esos principios éticos? No estoy seguro de que la ciencia pueda responder a esta pregunta: no creo que la observación sea suficiente como para saber cuáles son los principios fundamentales de la moral. La ciencia puede, por supuesto, darnos muchísima información sobre cómo lograr este o aquel objetivo, y en ese sentido, tiene mucho que aportar a la moral. Pero, me parece que, al final, la moral reposará sobre unos principios, cuyo conocimiento no se deriva de la aplicación del método científico. Quizás, como en su momento sugirió el filósofo G.E. Moore, estos principios más bien reposen sobre la intuición.
            Si esto es así, entonces hay espacio para favorecer una u otra teoría económica normativa, no necesariamente porque cuente con el aval de observaciones empíricas derivadas del método científico, sino porque parte de principios morales que resultan intuitivos.
            Yo, por ejemplo, resueno con algunas de las ideas de la escuela austríaca. Veo con más simpatía la desregulación de los mercados, y con más antipatía al Estado interventor. Pero, mi simpatía no procede del rigor científico de los estudios de la escuela austríaca, pues junto a Ferreira, admito que éstos no son suficientemente científicos, y tienen mucho de especulativo. Mi simpatía por la desregulación viene más bien por razones éticas: no encuentro un suficiente criterio moral que permita a un Estado ejercer coerción en el manejo que los individuos hacen de su propiedad.
            Por ello, veo mucho más viable defender la desregulación y el laissez faire, a partir de filósofos y eticistas como Robert Nozick, que a partir de economistas como Friederich von Hayek. Nozick fue célebre por postular, en la primera frase de su libro Anarquía, utopía y Estado, que “los individuos tienen derechos, y no hay nada ni nadie que pueda cambiar esto”. Nozick, como Kant, era deontologista y no consecuencialista: para él, el valor de las acciones morales es intrínseco, y aun si algunas acciones tienen consecuencias negativas, podemos considerarlas morales. En ese sentido, tenemos la obligación de hacer cumplir la justicia, aún si se cae el cielo.

            En el ámbito económico, Nozick opinaba que, siempre y cuando una propiedad haya sido justamente adquirida (originalmente mediante el trabajo sin ejercer monopolio de los recursos naturales, o mediante transferencia legítima sin coerción o engaño), es injusto despojársela a alguien, bien sea a través de impuestos, control de precios, o expropiación. Así pues, Nozick defendía la desregulación y el laissez faire, no porque científicamente estuviese comprobado que la desregulación condujera a mejores resultados económicos, sino sencillamente, porque es la única forma de garantizar el cumplimiento de la justicia; en otras palabras, la desregulación económica es un imperativo moral, independientemente de sus consecuencias.
Quizás la desregulación nos lleve a la catástrofe económica, quizás el laissez faire aumente brutalmente las desigualdades, quizás la liberación de precios y el desmantelamiento de la salud y la educación pública conduzca a un violentísimo estallido social, etc., pero, Nozick, como buen deontologista, opina que debe hacerse justicia y preservarse los principios morales intrínsecos, aun si el cielo nos cae encima. Y, en este caso, la justicia, en opinión de Nozick, consiste en no interferir en actos voluntarios entre la gente, y mucho menos en redistribuir forzosamente la riqueza.
Yo no estoy tan dispuesto a aceptar esta postura deontológica tan radical. Kant llegaba al extremo de decir que tengo la obligación de no mentir a un asesino que pregunta dónde está mi madre; yo, en un caso como ése, francamente, sí estoy dispuesto a mentir en aras a conseguir mejores consecuencias. Pero, sí me parece que la ética cuenta con una base deontológica, y que en asuntos de economía normativa, existe una enorme tentación de prescindir de los derechos individuales, con el objetivo utilitarista de satisfacer al colectivo. Debemos precisar cuáles son los derechos individuales que, en honor a la moral, estaremos dispuestos a respetar, sin importar sus consecuencias. Contrario a lo que he opinado anteriormente en otros lugares (sobre todo en mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!), ahora dudo de que la aplicación del método científico nos permita resolver este asunto. Me inclino a pensar que se trata más bien de principios axiomáticos que reposan sobre la intuición.

Paulo Freire y el sabotaje escolar



            En el círculo académico en el cual me muevo, el pedagogo brasileño Paulo Freire es objeto de enorme admiración. Nunca me he interesado por su obra, pero en vista de que tanto hablan sobre él muchos de mis colegas, he decidido echar un vistazo
a sus escritos. Compruebo que Freire dice muchas cosas de sentido común, pero francamente, no es un autor que me deslumbre.

            La idea de Freire es muy sencilla: en continuidad con las opiniones de autores marxistas como Althusser, Freire opina que la educación es un instrumento de dominio, el cual sirve para mantener el status quo de opresión. Los sistemas educativos, represivos en su mayoría, buscan la conformidad de las masas, y para ello, se aseguran de que los educandos asimilen la información sin cuestionarla.
            Como alternativa para la liberación, Freire propone una ‘pedagogía del oprimido’ (una frase epónima para su libro más famoso, Pedagogía del oprimido). Ésta consiste en despertar conciencia ideológica en el estudiante, haciéndole ver su situación de oprimido. Más importante aún, opina Freire, es necesaria una didáctica que supere el modelo ‘bancario’ de la educación. Según Freire, la educación burguesa funciona como un banco: el maestro ‘deposita’ la información en el estudiante, quien la recibe pasivamente. Freire, en cambio, propone una suerte de dialéctica socrática, en la cual, el profesor no se asuma año y señor del conocimiento, sino que esté dispuesto a aprender de los estudiantes a través de un diálogo.
            Me resulta perturbadoramente irónico que, al menos en la experiencia de mi contexto, aquellos que más elogian a Freire son los que más practican una educación adoctrinante, sin dar oportunidad al estudiante de expresar sus puntos de vista. Trabajé en la Universidad Bolivariana de Venezuela, una institución cuyos directivos y profesores se rasgaban las vestiduras por Freire. En esa universidad, un estudiante que osara destacar los méritos del capitalismo, que cuestionara la efectividad del socialismo, o que sencillamente, no estuviera de acuerdo con la línea ideológica de la institución, era severamente reprehendido, tanto por sus compañeros como por su profesor. De hecho, corría el riesgo de ser expulsado.
            Por supuesto, Freire no tiene la culpa de este abuso. Pero, me parece que quizás el mismo Freire sí lo propició. Freire siempre defendió la idea de que la educación no es neutra, sino que siempre persigue un objetivo ideológico. Y, opinaba Freire, así como antaño los burgueses utilizaban a la educación para asegurar su dominio, ahora los revolucionarios deben usar la educación para sembrar la ideología izquierdista en las masas. La dificultad que Freire no alcanzó a ver, me parece, es que, precisamente en la medida en que se quiere usar a la educación para ideologizar hacia una u otra postura política, se está suprimiendo su carácter liberal. La educación verdaderamente libre es aquella que presenta al estudiante varias maneras de entender el mundo, y permite que, al final, sea el mismo pupilo quien decida.
            Veo otros problemas con las propuestas de Freire. Ciertamente, junto a Freire, comparto el ideal socrático de que, mediante el diálogo entre estudiantes y profesores, podemos desarrollar niveles más óptimos de conocimiento. Pero, en algunos casos, hay estudiantes con los cuales sencillamente no debemos perder demasiado tiempo dialogando.
            Freire decía que el profesor no debe sentirse amo y señor del conocimiento, y debe abrirse a aprender de sus estudiantes. Me parece que esto está bien para algunas materias, pero no para todas. El problema con la postura de Freire es que puede abrir paso al relativismo. Su ideal de que el profesor debe abrirse a aprender del estudiante, puede desembocar en la noción de que todos tenemos la razón, sin importar si sostenemos puntos de vistas contradictorios. Obviamente, no estoy dispuesto a aceptar ese relativismo.
Un profesor que está muy seguro de conocer algo, no debe temer en decirle a un estudiante que está equivocado. Veo con preocupación, por ejemplo, que las propuestas de Freire pueden ser fácilmente invocadas por los creacionistas para sabotear los cursos escolares de biología. El profesor llegará al salón de clase con la intención de enseñar la teoría de la evolución. Pero, bajo el ideal freireano, él también debe aprender de sus estudiantes creacionistas (en caso de que los hubiere en el aula), y debe escucharlos narrar sus historias sobre cómo los dinosaurios convivieron con el hombre, cómo la serpiente le susurró a Eva en el oído, cómo Noé construyó su arca, etc. El profesor podría avanzar mucho más en los contenidos del curso para cubrir más áreas de la teoría de la evolución (en los cuales, presumiblemente, estarán más interesados los estudiantes no creacionistas), pero en vez, para no caer presa del modelo ‘bancario’ de la educación, tiene que reducir su tiempo de cátedra, y ampliar su tiempo de escucha frente a las disparatadas teorías creacionistas para que esos estudiantes no se sientan oprimidos (no es casual, dicho sea de paso, que en un país como EE.UU., los creacionistas se sientan oprimidos por el establishment científico).
Hay muchas formas de sabotear un salón de clase. No sólo se hace tirando papelitos a los compañeros o bajándole los pantalones al maestro (como recientemente vi que se hace en España). También se puede sabotear una clase, empeñándose en que se dé espacio a teorías disparatadas, bajo la excusa de que los oprimidos no sólo tienen derecho a expresarse, sino que incluso debemos aprender de ellos. Así, por ejemplo, me preocupa especialmente que, en América Latina, muchos estudiantes indígenas crean que la enseñanza de la medicina científica forma parte de la educación ‘bancaria’ opresora, y como parte de la reivindicación de los oprimidos, piden que se enseñe y aprecie la ‘medicina alternativa’ derivada de sus tradiciones, la cual, como se sabe, no sólo es inefectiva, sino que también es contraria a la ciencia y puede resultar muy perjudicial.
No sé cómo Paulo Freire lidió con el sabotaje escolar. Pero, yo hubiese apreciado que este pedagogo brasileño nos hubiera dicho qué debemos hacer con aquellos estudiantes que sabotean, y que cuando son reprimidos, acuden al chantaje barato de decir que esa represión forma parte de la educación ‘bancaria’.