viernes, 20 de julio de 2018

Mi visita a Sao Paulo y Rio de Janeiro


            Recientemente la FIFA se propuso castigar a dos jugadores del equipo nacional inglés, porque en un partido contra Serbia, tras anotar un gol, celebraron haciendo con sus manos el símbolo de un águila. Esto no sería gran cosa, si no fuera porque esos jugadores son de origen albanés, y el águila es el símbolo nacionalista de Albania. El hecho de que esa celebración fuese en un gol contra Serbia, se interpretó como un comentario político. Y la FIFA no tolera mezclar deporte y política.
            La FIFA, demás está decir, es brutalmente hipócrita. Pues, lo que llena los estadios en los mundiales de fútbol es, precisamente, la política, sobre todo si tiene un tufo de nacionalismo étnico. El gol de Maradona contra Inglaterra en 1986 es celebrado, no solamente por su destreza, sino porque fue un modo de venganza argentina tras la humillación en las Malvinas.

            Y, sospecho que por esas mismas razones políticas, cuando llegan los mundiales cada cuatro años, los jóvenes izquierdistas que tanto he conocido en Venezuela, siempre apoyan a Brasil. Desde niños, a estos muchachos en la escuela les han enseñado que Colón, Cortés y muchos otros son los malos de la película, y que Europa siempre ha querido oprimir a América Latina. Por eso, para enfrentar a los malvados europeos en su deseo de volver a conquistarnos, hay que aliarse con un gigante nuestro que nos proteja. Paisitos como Panamá o El Salvador no tienen ninguna posibilidad de cumplir ese rol. Sólo el gigante del Sur, Brasil, puede protegernos frente a la vorágine eurocéntrica, y eso se expresa especialmente en el fútbol. El progre latino lleva Las venas abiertas de América Latina debajo del sobaco, a la vez que se emociona cuando un futbolista de tez morena vistiendo la verdeamarela anota un gol.
Yo ya sabía que el progre que apoya a Pelé o Ronaldo por motivos políticos, no se ha enterado de la historia. Brasil no ha sido el celoso gigante protector de los oprimidos que los progres imaginan. Brasil fue una monarquía imperial en sí misma con su capital en Río de Janeiro (no en Lisboa), a la cual el mismísimo Bolívar quiso hacerle la guerra. Fue el último país de América en abolir la esclavitud, y el propio Galeano siempre denunció que Brasil fue un bully contra el noble y heroico Paraguay en la guerra de la Triple Alianza (como suele ocurrir, Galeano distorsiona muchísimo los datos históricos).
Pero aun así, hastiado de los progres, en los mundiales, yo siempre apoyo a cualquier equipo que se enfrente a Brasil. Y naturalmente, esta animadversión pueril e irracional en el fútbol se extiende a todo lo demás. Por culpa del fútbol, tuve cierto desprecio a Brasil… hasta que tuve la oportunidad de visitar ese país en 2011.
Un grupo de amigos académicos de Colombia, Francia, México, EE.UU. y Brasil, organizaron una conferencia en Sao Paulo, a la cual me invitaron como ponente. Todos esos amigos eran seguidores del filósofo francés René Girard. Los organizadores de la conferencia publicaron en portugués una biografía de Girard que yo escribí. Las cosas fueron muy bien en la conferencia, pero a mí siempre me ha parecido que muchos de estos seguidores de Girard no son lo suficientemente críticos con su obra, sobre todo en su apologética del cristianismo. En esa conferencia, yo me propuse morder la mano de quien me da de comer, y me atreví a criticar fuertemente muchos aspectos de las ideas de Girard.
Alguno se sorprendió de que yo fuera tan crítico, pero como debe ser en la vida académica, siempre se mantuvo el debate civilizado, y al final, todos terminamos contentos con el intercambio. Anticipando que mi presentación levantaría alguna roncha, en mi última diapositiva, incluí una foto de Neymar (quien por aquella época, apenas empezaba su carrera futbolística y no se había ido a Europa). Logré el efecto deseado, pues las caras amargas de muchos brasileños seguidores de Girard pasaron a ser más amables tras ver al astro brasileño en la pantalla. El fútbol definitivamente sirve para hacer diplomacia.
No tuve gran oportunidad de conocer Sao Paulo, pues estuve casi todo el tiempo en la conferencia. Había escuchado que los millonarios viajan en helicóptero de un lugar a otro en la misma ciudad, que Sao Paulo no es más que una selva de concreto, y que el tráfico es espantoso. Yo me alojé en un hotel cinco estrellas, de forma tal que si eso es una selva de concreto, pues ¡ya quisiera yo ser el Tarzán de esa selva!
No vi ningún helicóptero de millonarios, pero sí pude constatar que la desigualdad es un enorme problema en Brasil, y que mientras esa desigualdad exista, el populismo de personajes tan lamentables como Lula o Dilma, seguirá vivo. Pero, al mismo tiempo sé que Robin Hood no va a solucionar los problemas de Brasil, ni de ningún país del mundo. Las cosas son mucho más complejas de lo que el progre imagina, y quitar al rico para dar al pobre puede satisfacer a muchos en el corto plazo, pero a largo plazo es una pesadilla. Los venezolanos sabemos esto muy bien.
Desde Sao Paulo viajé en avión a Rio de Janeiro, con un amigo profesor colombiano que estaba presente en la conferencia. En Rio estuvimos en un hotel más modesto, pero en la famosísima playa de Copacabana. Este amigo había nacido en Brasil, y conocía Rio muy bien, de forma tal que me paseó por las bellezas de Ipanema, evocando la famosa canción de Vinicio de Morais. Me llevó también al Corcovado, al Pan de Azúcar, y a otros lugares emblemáticos de esa hermosa ciudad. Estando allá, oyendo el bossa nova, disfrutando esas magníficas playas, y bebiendo jugos de toda clase de frutas, hice las paces con Brasil, aunque por puro odio al progre, seguiré apoyando a cualquier equipo que se enfrente a los brasileños en el mundial.
Al visitar Brasil, es inevitable formarse el estereotipo del libertinaje sexual. Ciertamente vi hermosas mujeres con culos enormes cubiertos con tangas muy finas, bailando samba en la playa y meneándose encima de una botella. Pero, es más estereotipo que realidad, pues cabe recordar que Brasil es un fuerte bastión del catolicismo, y que los grupos evangélicos preocupantemente tienen cada vez más poder en la política.
Pero, aun si yo estaba consciente de que la depravación sexual es más mito que realidad, la primera noche en Rio de Janeiro me preocupé. Pues, el amigo con quien compartiría habitación en Rio, era abiertamente homosexual. Yo puedo tratar de convencerme a mí mismo de mil maneras racionales, de que los negros no son criminales; pero en la noche, al ver a un negro venir hacia mi dirección en una calle solitaria, me cambiaré al otro lado de la acera. Obviamente pensaré que soy un cerdo racista por ello, pero mi instinto irracional persistirá.

Pues bien, temo que algo parecido me ocurrió en Rio con la homosexualidad. Desde hace muchos años, cada vez que asocio a la homosexualidad con pedofilia o con acoso sexual, me golpeo a mí mismo en la cabeza para suprimir esos pensamientos tan fascistas, y en la parada gay, tranquilamente puedo ondear la bandera arco iris. Pero, llegada la primera noche en aquel hotel, ya con las luces apagadas, me invadió el temor de que mi amigo, acostado en la otra cama, vendría a mi cama, y con sus frías manos empezaría a acariciar mi pierna. No es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar.
Por supuesto, tal cosa no ocurrió, y puedo decir que ese amigo colombiano ha sido uno de los mejores compañeros de viaje que he tenido. Ya decía Unamuno que los viajes y los libros curan el fascismo y el racismo. Siempre me ha parecido una frase muy trivial, pues yo he visto a jovencitos gringos tener actitudes muy racistas en sus viajes de Spring Break, a la vez que leen libros estúpidos de autoayuda. Pero, en mi caso, el viajar a Sao Paulo y Rio de Janeiro sí me sirvió para curarme de los prejuicios que yo pudiera tener en contra de Brasil y la homosexualidad. ¡Obrigado!
   

jueves, 19 de julio de 2018

The Ethics of Papal Infallibility


Pulitzer Prize-winning author David Kertzer has recently published ThePope Who Would Be King: The Exile Of Pius IX And The Emergence Of Modern Europe. This is a thorough investigation into the Papacy of Pius IX. Ketzer goes into great detail examining many aspects of the private and public life of Pius IX, including his initial popularity amongst the Roman people, and then his eventual collapse into deep unpopularity because of his deep reactionary views. Ultimately, with the establishment of Italy as a nation, Pius IX had to give up his power as temporal (i.e., non-spiritual) ruler, and confined himself in the Vatican.
            Pius IX is controversial for all sorts of reasons: his publication of the Syllabus of errors defining as heresies basic modern institutions such as free speech, freedom of religion, etc.; his uneasy relationship with the Jews of Rome; his decision regarding the case of Edgardo Montara; his confrontations with Italian nationalists; his support for Austrian imperialism.

            But, above all, he is remembered for his role in defining the doctrine of Papal infallibility during the First Vatican Council in 1870. Long before Pius IX, some sectors of the Catholic Church sympathized with such a doctrine, and quoted from the Bible in support of it. In John 16:13 Jesus says that a Spirit will guide his disciples towards the Truth (there is no mention about Papal infallibility), and in Matthew 28:20, Jesus says that he will stay with his disciples until the end of time (again, no mention of infalible popes). Be that as it may, those passages have been used in support of papal infallibility for centuries.
            Prior to 1870, not all Catholics were convinced of this doctrine. To their credit, many Popes had seen the totalitarian danger of proclaiming a mere moral infallible in his decrees. Many theologians were concerned that the doctrine of infallibility could give Popes the power to derogate what previous Church councils had decreed.
            However, as Kertzer narrates it in his book, Pius IX was determined to impose his doctrine, and he used many immoral tactics to achieve his goal. Long before Kertzer’s book, another respected author, Father August Hasler, published a book documenting many of the questionable tactics employed by Pius IX (How the Pope Became Infallible).
            Pius IX made sure that during the Council, theological discussions would not be registered by writing, so that theologians would not have the proper time to think about it thoroughly. Pius IX also forbade Council members to get together in discussion sessions, and he also got rid of recess breaks between sessions. He did not even stop the Council during a malaria outbreak, and arrested one Armenian bishop that was vehemently opposed to the approval of the infallibility dogma.
            Finally, with all these morally questionable tactics, Pius IX prevailed, and in 1870, imposed one of the most totalitarian religious doctrines ever approved: if the Pope believes X, but someone else believes Y, then that person must renounce belief Y, and accept the belief promulgated by the Pope, no matter how absurd it may be.
            Some Catholic apologists try to sugarcoat this fact, by arguing that Papal infallibility does not apply to everything the Pope ever does, but rather, only applies to the time when the Pope speaks ex cathedra about doctrinal aspects of faith and morals. In the past, so the argument goes, there have been Popes that have been mistaken, yet that does not invalidate the doctrine of infallibility. For example, Honorius I taught the monothelitist heresy (i.e., Christ has only one will), but this does not go against Papal infallibility, because Honorius I did not teach this doctrine ex cathedra.
            This is true. But, historically, prior to 1870, it was not altogether clear when a Pope taught something informally, and when he taught it ex cathedra. By contrast, it is now clear when the Pope speaks ex cathedra. So far, the only time a Pope has clearly spoken ex cathedra (and therefore, has used Papal infallibility as a resource) was in 1950, when Pius XII proclaimed the dogma of the Assumption of Mary.
            Yet, despite this important caveat, the doctrine of Papal infallibility is morally very dangerous. Theoretically, ecclesiastical organization has no way of impeding a Pope from making wild allegations ex cathedra, and proclaiming them on the basis of Papal infallibility. Furthermore, the very notion of Papal infallibility implies the suppression of critical thinking, and the complete renunciation of autonomy when it comes to making judgments and decisions.
            In the coming years, if the Catholic Church truly wants to cleanse itself of its Medieval remnants, it must begin by reexamining the doctrine of Papal infallibility, and criticize it, not only for the way it was fraudulently imposed by Pius IX, but also for what it represents.

On Israel's 70th Anniversary


April 18th was the 70th anniversary of Israel’s independence, and it was celebrated throughout the country. Israel, of course, is perennially on the watch of world opinion, and its history and policies elicit all sorts of moral comments.
            The basic ethical questions about Israel are from settled. Does it have a moral right to exist? Can Zionism be moral? Theodor Herzl, legitimately concerned about the plight of the Jews in Europe after centuries of intense persecution, established Zionism as a modern movement. He hoped Jews would get a State of their own, to ensure that they would be safe from the abuses of the past.
            This seemed like a reasonable request, given that, under the banner of nationalism and in the context of decolonization, many other nations also requested a State of their own. The problem, however, was that unlike other nationalist movements, Zionism claimed lands that were already occupied by other nations. And thus, the very false conception of a “land without people for a people without land” was born.


            Predictably, this false conception eventually led to conflicts between local Arab communities and Jewish immigrants. It became clear that, once the British withdrew imperial rule, the two communities would not be able to coexist in one single country, and a partition (not unlike that of Pakistan and India) would be necessary.
            Alas, the United Nations approved a partition plan (thus giving rise to Israel as a nation in 1948), but the Arab nations did not accept it, and attempted to invade Israel in a war that turned out to be humiliating for the Arabs. Although this partition plan was not entirely fair to the Arabs (they were the majority population, but received a smaller proportion of the territory), it can still be safely argued that the Arab nations were the aggressors and Israel was the victim.
            However, ever since, Israel seems to have lost its moral ground. During that very same war of 1948, Israel seized the opportunity to expel the remaining Arab communities from the territories it had been granted, and to further expand its territories beyond the original partition plan. In 1967, Israel preemptively occupied the Palestinian territories, and to this day, it is still an occupying force in the West Bank, and it enforces a brutal blockade on Gaza.
            Israel takes moral pride in two particular aspects: it treats its Arab citizens with respect, and it follows proper moral guidelines during military operations. Both claims should be moderated. It is for the most part true that Arabs in Israel have more rights than in any other country in the Middle East. But, although formally they are equal under the law, the truth is that Arab citizens of Israel are still treated as second-class, when it comes to basic things such as housing, healthcare, education, etc.
            Furthermore, equality under the law only applies to Arab citizens within Israel. Arabs living in the occupied territories do not have rights as Israeli citizens, and in fact, they are daily humiliated by the occupying Israeli forces. Ever since 1967, Israel has claimed that the occupation is a necessary action in order to defend itself against the threat of annihilation by its Arab neighbors. That certainly may have been the case at first, but no scenario can ever justify fifty years of illegal occupation, especially when that occupation is complemented with illegal settlements that keep pushing Arab communities away.
            As for the moral behavior of the Israeli army, this also requires some clarification. It is true that, as opposed to some of the organizations that pretend its annihilation (such as Hamas), Israel tries not to directly target civilians whenever hostilities break out, and this is an important moral difference between terrorists and legitimate military forces. But, Israel does frequently engage in disproportional responses to attacks from its enemies.
              Zionism can be a moral movement. After all, Israel does have a right to exist, and it does have a right to maintain a particular national character, as haven for persecuted Jews all over the world. However, in order to keep the ethical high ground, in the celebration of its 70th anniversary, Israel needs to do some soul-searching and question the moral worth of some of its policies.