domingo, 26 de abril de 2015

¿Puede haber un Estado judío democrático?



El Estado de Israel se proclama a sí mismo como “democrático y judío”. ¿Es posible tal cosa? En principio, no. Israel pretende la cuadratura del círculo. La democracia es, en su nivel más básico, el gobierno del pueblo. Pero, en un nivel más profundo, la democracia exige laicismo. Eso implica que ninguna confesión religiosa puede tener privilegios estatales. Puede argumentarse que un Estado judío no es propiamente confesional, pues el ser judío es una condición étnica, no religiosa. Pero, la laicidad se extiende también a los privilegios étnicos. En su pretensión de ser un Estado judío, Israel no es una teocracia, pero sí es una etnocracia.

            Los políticos israelíes tratan de escudarse, alegando que, si bien Israel es un Estado judío, los ciudadanos árabes gozan de plenos derechos, que incluso, les son negados en los propios países árabes. Es cierto que, en Israel, los árabes tienen derechos que un ciudadano común no tendría en un país árabe. Pero, con todo, siguen siendo ciudadanos de segunda, y no tienen acceso a algunos derechos que los judíos sí tienen. Un árabe no se ve representado en un Estado que oficialmente se considera de etnicidad judía. Esto quizás es demasiado abstracto, pero hay plenitud de implicaciones prácticas: un ciudadano árabe no puede extender ciudadanía o residencia a su cónyuge, si ésta procede de un país árabe. Un ciudadano árabe puede ser rechazado en las fuerzas armadas, y esto implica no tener acceso a muchos trabajos que exigen haber cumplido el servicio militar. Y así, muchos otros casos.
            Esto es una monstruosidad. Pero, cuando se trata del Estado de Israel, entiendo las razones, e incluso, creo que es un sano debate plantearse si puede haber alguna justificación. El Estado de Israel se creó bajo la premisa nacionalista de que cada nación debe tener su propio Estado. Este nacionalismo ha resultado muy trágico en muchas regiones del mundo, pues ha hecho que las minorías étnicas en cada uno de esos Estados nacionales sean discriminadas. Pero, el nacionalismo israelí obedeció también a otros factores: los primeros sionistas, con Theodore Herzl a la cabeza, idearon el Estado de Israel como una forma de asegurarse de que los judíos no fueran más nunca minoría en un país, y por ende, no sufrieran más las persecuciones de los últimos veinte siglos (el Holocausto, si bien fue la cumbre de esa historia de persecución, de ninguna manera fue el primer suceso persecutorio anti-semita).
            Israel se declara un Estado judío porque quiere asegurarse de que los judíos sean siempre mayoría. Israel está dispuesto a tolerar a los no judíos con plenos derechos civiles, pero estos no judíos deben ser siempre minoría. ¿Cuán grande puede ser esta minoría? Tradicionalmente, los políticos israelíes asumen que lo tolerable es el 20%. Un porcentaje superior, estiman, colocaría en riesgo la seguridad de Israel frente a los países vecinos árabes, quienes desde el inicio fueron hostiles. Las políticas discriminatorias contra los ciudadanos árabes son, en buena medida, un intento por mantenerlos en ese límite de 20%, y conservar así la seguridad.
            Cuando un país asume deliberadamente políticas para frenar el crecimiento demográfico de minorías étnicas, no estamos frente a una democracia. Pero, a mi juicio, Israel debería sincerarse, y dejar muy claro ante el mundo que, mientras sus países vecinos no sean democracias y sigan representando una amenaza a la existencia de Israel, este país no puede darse el lujo de tener una democracia. La democracia es un sistema altamente estimable, pero hay contextos en los cuales se puede volver muy peligrosa. Ese peligro está, sobre todo, cuando existe la posibilidad de convertirse en una “tiranía de las mayorías”. En el caso de Israel, si el juego democrático permite que los ciudadanos árabes se conviertan en mayoría, sí me temo que el peligro está latente.
            Este peligro es aún mayor si, en vez de buscarse dos Estados (Palestina e Israel), se conforma un solo Estado, con la población judía y árabe de Israel, la población árabe de los territorios ocupados, y sobre todo, el regreso de los refugiados árabes alojados en Jordania, Siria y Líbano.
Un punto muy espinoso en el proceso de paz en la región es el regreso de los exiliados palestinos que tuvieron que abandonar su tierra en 1948. Independientemente de quién fue el responsable de aquella tragedia (es un tema muy debatido), lo sensato es admitir que los refugiados tienen derecho al retorno (muy por encima, además, por ejemplo, de un judío ruso que, según la ley israelí, automáticamente puede convertirse en ciudadano). Pero, si esos refugiados vuelven, eso con toda probabilidad será una catástrofe para Israel. Cabe sospechar que ese torrente de inmigración árabe buscará la expulsión de los judíos. Desde la creación de Israel, todos los países árabes han expulsado a sus ciudadanos judíos; cabe presumir que, si Israel se convierte en un país de mayoría árabe, los judíos de ese país también serán expulsados. Más aún, tanto los refugiados que viven en los campamentos, como la población árabe de los territorios ocupados (sobre todo Gaza), tiene un enorme resentimiento contra Israel y los judíos (comprensiblemente, cabe admitir), y es previsible que, en ese resentimiento, no estarán dispuestos a convivir pacíficamente con los judíos.
Así pues, en mi opinión, Israel tiene por delante dos grandes retos. El primero, como he mencionado, es sincerarse ante el mundo, y sostener que, en tanto Estado judío (una etnocracia), no puede ser considerado una democracia liberal. Pero, si quiere conservar alguna semblanza democrática ante el mundo, y evitar un apartheid en pleno sentido, debe desocupar Gaza y Cisjordania por completo. Tarde o temprano, la presión internacional hará que Israel tenga que extender ciudadanía a los árabes de esos territorios, pues el mundo ya está cansándose de esa ocupación. Si se extiende ciudadanía a esos árabes, el balance demográfico se quebrará, y sucederá la catástrofe que tanto temen. Si Israel quiere mantener a los ciudadanos árabes en el 20%, debe desentenderse de ese torrente adicional de potenciales ciudadanos que viven en los territorios ocupados.       

miércoles, 8 de abril de 2015

En defensa del animismo

            A mi juicio, los ateos militantes son demasiado mezquinos con la religión. La mayoría de las doctrinas religiosas son efectivamente falsas (y muchas son absurdas), pero la religión ha tenido una función social destacable a lo largo de la historia de la humanidad, y es menester reconocerlo.
            Asimismo, si bien coincido con estos ateos en que la religión y la ciencia inevitablemente chocan, debe también reconocerse que algunas doctrinas religiosas sí han servido como plataforma para el desarrollo de la ciencia. En esto, el monoteísmo ha tenido un lugar destacado.

            La idea de un Dios trascendente, que no es identificable con un objeto material en particular, ha servido para propiciar la actividad científica. En el panteísmo, todo es Dios, y así, lo sagrado impone una restricción para investigar el mundo. En cambio, en el monoteísmo, hay más disposición para hacer disecciones de cadáveres o investigar fenómenos de la naturaleza, pues si bien se consideran obras de la creación, no están protegidos por tabús sagrados. Del mismo modo, la idea monoteísta de que Dios es un creador racional, ha motivado más a los científicos a conocer el mundo. Pues, operan bajo la presunción de que el mundo mantiene cierto orden, y por ende, es inteligible para la mente humana.
            Contrario a lo que a veces suponen los teístas, nada de esto implica que la ciencia dependa de la religión, y que el abandono de la religión conducirá al deterioro de la ciencia. Hoy, la religión se ha convertido más en estorbo que en aliada de la ciencia, pero en honor a la justicia histórica, es menester reconocer que la cosmovisión monoteísta sí fue favorable al desarrollo de la ciencia, al menos en sus etapas iniciales.
            En este esquema, el politeísmo y el animismo no han hecho ningún aporte favorable a la ciencia. Y, entre los ateos de hoy (que suelen ser herederos de los positivistas del siglo XIX), suele imperar la interpretación histórica, según la cual, ha habido una marcha progresista, desde el animismo al ateísmo, pasando por el politeísmo y el monoteísmo.
El antropólogo E.B. Tylor, por ejemplo, célebremente presentaba al animismo como la forma más primitiva (y por ende, más irracional) de religión. Y, desde la psicología, gente como Jean Piaget ha señalado que el pensamiento más inmaduro en el ciclo de vida de la gente, tiene firmes resonancias con el animismo. Tanto los hombres más primitivos, como los niños en las etapas más tempranas de la vida, operan bajo la idea de que los objetos tienen personalidad propia, e intercatúan con ellos como si se tratase de personas.
Ciertamente, el animismo es irracional. Rezar a un Dios invisible puede desafiar la racionalidad, pero a mi juicio, más escandaloso aún es creer que una estatua de repente puede caminar, o que un muñeco en las noches, salga de la caja de juguetes y empiece a acosar a los niños que duermen.
Pero, del mismo modo en que la creencia errónea sobre la existencia de un único Dios trascendente fue favorable al origen de la ciencia, opino que las creencias animistas, por muy irracionales que sean, han sido (y presumo que seguirán siéndolo) favorables al desarrollo de la robótica.
Japón es el campeón de la robótica. Ese país merece toda nuestra admiración por los grandes avances tecnológicos que ha hecho, y por aportar androides que facilitan nuestras vidas. ¿Por qué Japón tiene ese avance tecnológico que otros países no tienen? Parte de la respuesta está en su tradición animista. Para los japoneses, no es tan extraordinario creer que el osito de peluche tiene personalidad propia. El mundo japonés está encantado. Max Weber decía que, para que un país desarrolle ciencia e industria, debe desencantarse. Pero, en el caso de Japón, su encanto más bien es un aliado de la industrialización: la premisa animista de que los objetos no orgánicos pueden adquirir vida y personalidad propia, hace que los japoneses sean mucho más abiertos a la interacción cotidiana con robots.
En Occidente, persiste el temor al robot. Y, en parte, este temor es debido a la superación del animismo en épocas pasadas. El monstruo de Frankenstein o el golem en el folklore judío, son terroríficos, precisamente porque los occidentales no tenemos la expectativa de que un muñeco adquiera vida propia en las noches (precisamente eso ha hecho tan terrorífica las películas sobre Chucky, el muñeco siniestro). Y así, cuando vemos que un androide se comporta como un ser humano, sufrimos un gran shock. Los japoneses, más impregnados de animismo, no sufren el mismo shock.

Muchos de los problemas a los que se enfrenta la humanidad, tienen su solución en el desarrollo de la robótica. Pero, para desarrollar esta industria, es necesario quebrar un poco los prejuicios culturales en su contra. No es necesario promover el animismo para desarrollar la robótica, como tampoco es necesario ser monoteísta para hacer ciencia. Pero, sí es prudente reconocer la relevancia histórica que el animismo ha tenido en los orígenes de la robótica, y así, admitir que este conjunto de creencias no es tan bárbaro como solemos suponer.