La hipótesis de Sapir y Whorf es la siguiente: el lenguaje
determina (o, en versiones más ligeras de la hipótesis, influye) la forma de
pensar. Si, se habla una lengua, como la esquimal, en la cual haya muchas
palabras para describir distintos tipos de nieve, entonces los hablantes de esa
lengua le darán mucha más importancia a la nieve.
El
grueso de los lingüistas rechaza esta hipótesis. Se nos dice que todas las
lenguas del mundo pueden ser traducidas entre sí; todas las lenguas tienen la
misma capacidad de expresar los mismos conceptos. Y, si bien existen
diferencias entre las lenguas, hay seguramente una gramática universal (así lo
llama Noam Chomsky), probablemente inscrita en nuestros genes, que hace que las
estructuras del lenguaje sean básicamente las mismas en todos los pueblos del
mundo.
Ciertamente,
es rechazable el alegato de que el lenguaje determina el pensamiento. No es verdad,
por ejemplo, que emplear un lenguaje de género inclusivo (como obstinadamente
hacen “los y las chavistas”) modifica la mente del hablante, y lo hace menos
machista. Y, sí es verdad que todas las lenguas del mundo tienen la capacidad
de expresar los mismos conceptos. Si una lengua no tiene un léxico disponible
para referirse a algún concepto, siempre puede acudir al préstamo, el cual
eventualmente se convierte en apropiación. Nosotros los hispanos, por ejemplo, no
teníamos muchas palabras para la informática, pero ya nos hemos apropiado de internet, hardware, software, mouse, etc.
Ahora
bien, los críticos de la hipótesis de Sapir y Whorf a veces llevan sus alegatos
demasiado lejos. Uno de los más elocuentes críticos, John McWhorter, por
ejemplo, dice que no existe correlación entre el lenguaje y la forma de
pensamiento de una cultura. En algunos casos, me parece que McWhorter sí tiene razón.
Como he dicho, no hay relación entre el género inclusivo y la ausencia de
misoginia en una sociedad. No hay en castellano una palabra para schadenfreude (la palabra alemana que
describe, no propiamente la envidia, sino la satisfacción de que al prójimo le
vaya mal), pero eso no implica que nosotros no entendamos el concepto, muchos
menos que no exista esa emoción entre nosotros.
Pero, en otros
casos, yo sí diría que el lenguaje es una ventana al pensamiento. Por ejemplo,
en varias lenguas australianas, sólo hay palabras para tres números: uno, dos,
y más de dos. En esas lenguas australianas, el número 198625 se expresa con la
misma palabra que el número 4. A mí me parece que eso sí es evidencia de que,
en esas culturas, las habilidades matemáticas son pobrísimas, y que el concepto
numérico prácticamente no existe. Si esas sociedades parieran un Einstein o un
Cantor, no tendrían ese sistema de numeración tan primitivo.
Algo similar
podemos decir del parentesco. En castellano y lenguas cercanas, tenemos un
sistema de nomenclatura de parentesco que los antropólogos califican como “tipo
esquimal”. En esta nomenclatura, hacemos una separación entre miembros de la
familia nuclear y otros parientes, pero no hacemos una distinción entre primos
maternos y paternos, etc. En cambio, las lenguas con nomenclatura de “tipo
sudanés” hacen una distinción muy pormenorizada entre parientes maternos y
paternos. Eso, de nuevo, sirve como ventana para comprender que el parentesco
es mucho más relevante en los grupos con nomenclatura de tipo sudanesa que en
los grupos con nomenclatura de tipo esquimal.
Eso no implica que
el hecho de no tener palabras disponibles en el lenguaje sea la causa de la
ausencia del concepto. Es más bien un reflejo. Por diversos motivos, esos
pueblos australianos no han desarrollado el concepto de diferencias numéricas
por encima del tres, y eso se refleja en su lengua; pero el hablar esa lengua
no es propiamente un impedimento para aprender a contar por encima del tres.
Pues, como hacemos los hispanos con los términos informáticos derivados del
inglés, esos australianos pueden acudir a préstamos lexicales, y así aprenden a
contar con los términos de otra lengua. De hecho, esos pueblos australianos no
han tenido dificultades en aprender a contar con las palabras del inglés, one, two, three, four…
No obstante, hay un
caso curioso, que puede obligarnos a darle más peso a la hipótesis de Sapir y
Whorf. Los piraha de Brasil no tienen siquiera números del uno al más de tres.
Eso, como he dicho, es reflejo de que en su cultura no existe el concepto
numérico. Pero, aun cuando el antropólogo Daniel Everett intentó enseñarles a
contar en portugués, no lograron aprender. Esto sugiere que, el hablar la
lengua piraha sí sumerge a este pueblo en una manera de concebir el mundo que
les impide pensar conceptos numéricos elementales.
Con todo, estos
casos son relativamente marginales, y de ninguna manera constituyen evidencia
contundente de que las diferencias lingüísticas son evidencia de formas de
pensamiento radicalmente distintas. La hipótesis de Sapir y Whorf, si bien pude
estimular mucha discusión, sigue siendo bastante heterodoxa.
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