domingo, 30 de diciembre de 2012

La inmortalidad, ¡qué tontería!



Os tengo una mala noticia: todos vais a morir. Quizás sea mañana, quizás sea en cien años, pero de eso nadie se escapará: desde el príncipe hasta al mendigo, todos estiraremos la pata. ¿Os sentís deprimido por ello? Es perfectamente comprensible que la inevitabilidad de la muerte nos genere incomodidad. Y, también es perfectamente comprensible que, ante la muerte de un ser querido, nos sintamos deprimidos por un tiempo. Pero, no sirve de mucho autoengañarnos y creer que después de nuestro último respiro, seguiremos existiendo. La inmortalidad es una de las aspiraciones más antiguas de la humanidad (de hecho, la primera pieza de la literatura escrita, el Poema de Gilgamesh, trata sobre este tema: el héroe epónimo busca la inmortalidad, pero no la consigue). Pero, también es una de las creencias más ilusorias de los seres humanos. Hasta ahora, nadie ha regresado de la muerte como para contarnos si hay un más allá.
Alguna gente perversa ha apreciado el inmenso deseo que muchos de nosotros tenemos en ser inmortales, y a partir de ello, ha ofrecido sus “servicios” para llevarnos a la inmortalidad, o al menos, comunicarnos con nuestros seres queridos que ya han fallecido. Esta gente perversa ha fundado religiones, sesiones espiritistas y demás fraudes, y como consecuencia, han abusado del sufrimiento y la inocencia de muchas personas, para enriquecer sus bolsillos. Cuidaos de ellos.
La creencia en la inmortalidad tiene muchas variantes. Casi todos los pueblos del mundo han concebido la existencia de un doble hecho de materia etérea que acompaña a nuestro cuerpo en vida. Según las tradiciones populares, al morir, ese doble se separa de nuestro cuerpo, y se retira a otra morada (el cielo, el infierno, otro planeta, etc.), o se queda deambulando por los lugares en los cuales vivió la persona original. Este doble es, en otras palabras, un fantasma. El hombre primitivo creyó ver este doble en los reflejos de los ríos, en los sueños, o en el humo blanco que sale del aliento en los climas fríos (de ahí que los fantasmas son muchas veces imaginados como sustancias gaseosas blancas, como Gasparín).
Pero, francamente, no hay motivos racionales para creer que esos dobles existen. Nunca se ha visto a esos supuestos dobles abandonar a los cuerpos en el momento de la muerte. Las historias sobre apariciones fantasmales no pasan de ser anecdóticas, y ninguna persona que ha alegado encontrarse con un fantasma ha proveído evidencia convincente de su experiencia, más allá de su testimonio. Además, es muy curioso que los fantasmas nunca aparezcan desnudos. ¿Acaso las ropas también tienen dobles fantasmales hechos de materia etérea?
Algunos filósofos más refinados han postulado que lo que sobrevive a la muerte no es propiamente un doble fantasmal, sino el alma. A diferencia del doble, el alma es una sustancia inmaterial que alberga los recuerdos, pensamientos, emociones, deseos, etc., en fin, todos los contenidos mentales de las personas. Así, según estos filósofos, en el momento de la muerte el cuerpo se descompone, pero el alma sigue existiendo, y eso permite la inmortalidad.
Por muchos siglos, la mayor parte de los filósofos aceptó esta teoría. Pero, hoy sabemos que enfrenta demasiados problemas. ¿Cómo puede existir la actividad mental sin el cerebro? Hoy la neurociencia ha avanzado lo suficiente como para saber que, por cada evento mental, hay una correspondencia con un evento cerebral (es decir, la activación específica de neuronas). Sabemos que el Alzheimer, o cualquier lesión al cerebro perjudican los contenidos mentales. Además, sin un cuerpo que permita exteriorizar los contenidos mentales, ¿cómo podemos comunicarnos con otras personas en un estado incorpóreo? Aunado a eso, si el alma es inmaterial, ¿cómo puede interactuar con el cuerpo, si precisamente éste es una sustancia material? Y, peor aún, si el alma es inmaterial (y, por ende, no tiene ubicación espacial), ¿cómo podemos distinguir a un alma de otra?
Las religiones orientales asumen que el alma viaja de un cuerpo a otro, en un ciclo de reencarnaciones. Pero, una vez más, esta doctrina enfrenta muchos problemas. Si no recordamos las vidas pasadas, ¿cómo podemos seguir siendo la misma persona que supuestamente fuimos? Y, además, es evidente que la población mundial ha crecido exponencialmente; pero, entonces, ¿de dónde salieron las almas para rellenar los nuevos cuerpos? Algunos investigadores norteamericanos han recopilado casos en los que niños de la India y otros países supuestamente recuerdan con vívidos detalles sus vidas pasadas, y estos detalles supuestamente han sido confirmados. Pero, existen buenas razones para pensar que estos testimonios son fraudulentos, o en todo caso, que las investigaciones no han sido lo suficientemente rigurosas.
Frente a tantas dificultades, algunos creyentes en la inmortalidad encuentran refugio en la religión judía, cristiana o musulmana: según estiman, la inmortalidad no es alcanzada mediante la sobrevivencia de un doble o del alma, sino a través de la resurrección. El día del Juicio Final, Dios hará resurgir todos los cuerpos que algún día vivieron. Pero, esta doctrina también enfrenta problemas gravísimos. No es del todo claro que la persona post mortem sea la misma que la persona ante mortem: si destrozo una caja de cartón, sus piezas se disgregan, y luego la reconstituyo, difícilmente la nueva caja será la misma que la caja que destruí. Además, es dudoso que Dios pueda reconstituir todos los cuerpos a la vez, pues sabemos que la materia se recicla: los átomos que conformaron a una persona hace doscientos años pueden ser los mismos que conformen a otras personas hoy en día.
En la época victoriana, hubo un furor por hacer contacto con los muertos. Aparecieron así grandes cantidades de médiums en sesiones espiritistas que alegaban traer mensajes del más allá, y manifestaban toda suerte de fenómenos extraños. Gracias a la ardua labor de escépticos como Harry Houdini, hoy sabemos que esos fenómenos eran meros trucos de magia.
En fechas recientes, algunas personas han vivido ‘experiencias cercanas a la muerte’: cuando sus signos vitales fallan, alegan transitar por un túnel con una luz al final, vivir sentimientos de paz, y encontrarse con seres queridos ya fallecidos. Pero, las investigaciones sobre estos fenómenos sugieren que, en realidad, ninguna de estas personas ha alcanzado la muerte cerebral, y que esas experiencias en realidad proceden de alucinaciones como consecuencia de la anoxia (falta de oxígeno). Incluso, los neurocientíficos han logrado inducir experiencias como éstas, sin necesidad de someter a los sujetos a condiciones cercanas a la muerte.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Las apariciones marianas, ¡qué tontería!



El catolicismo es, supuestamente, una religión monoteísta. Pero, al considerar el enorme número de santos, vírgenes y reliquias a los cuales se les rinde culto en esta religión, es pertinente preguntar si estamos en presencia de una religión monoteísta o politeísta. Hay, es verdad, dos grandes bloques de católicos: por una parte, la jerarquía eclesiástica, la cual no es muy dada al culto a reliquias y cosas por el estilo; por otra parte, el catolicismo popular en el cual abunda el culto a vírgenes, santos y reliquias. Pero, sea como sea, el catolicismo está muy lejos de ser la estricta religión que rinde culto a un solo dios.
Si bien no forma parte propiamente de la doctrina oficial de la Iglesia Católica, la vasta mayoría de los católicos rinde culto a las distintas manifestaciones de la Virgen María. Estas manifestaciones proceden de supuestas apariciones. Los testimonios sobre apariciones han sido muy variados, pero típicamente, una mujer con rostro resplandeciente que flota en el aire, se aparece (por lo general, a un número muy reducido de personas) y les pide devoción. En honor a estas apariciones, se construye algún santuario, y grandes masas de personas acuden en peregrinajes.
En ocasiones, hay reportes en los que la imagen de la Virgen María aparece en manifestaciones naturales: en el reflejo de una ventana, en las nubes, en la forma de un pan tostado, en el vómito de algún borracho. No es necesario buscar una explicación sobrenatural para estos fenómenos. En primer lugar, las imágenes nunca son lo suficientemente nítidas, sino meras aproximaciones visuales que sólo con un esfuerzo interpretativo de nuestra parte, se parecen a la Virgen María. Hasta donde tengo conocimiento, nunca ha aparecido en las nubes o en el pan tostado, una imagen como la Inmaculada Concepción de Murillo. De hecho, los psicólogos conocen muy bien el fenómeno de la pareidolia, a saber, la tendencia que tenemos a interpretar como imágenes reconocibles, aquello que procede de estímulos muy vagos. Observad cualquier nube, y pronto descubriréis toda suerte de figuras. Obviamente, esas nubes no proceden de un milagro; pues bien, el pan tostado con la imagen de María tampoco es un milagro, sino sencillamente una leve distorsión en nuestra percepción.
Tampoco es necesario buscar una explicación sobrenatural para las supuestas apariciones de la señora resplandeciente que flota en el aire y solicita un santuario. Probablemente, como en todas las experiencias místicas y religiosas, se trate de alguna alucinación, o incluso, un fraude. Las apariciones marianas ocurren a un número muy reducido de personas, de manera tal que no hay manera de verificar si, en efecto, la experiencia es objetiva, o sólo procede de la imaginación de quien la vive. Hasta ahora, la única evidencia a favor de las apariciones marianas es el testimonio de quien supuestamente las ha vivido. Como se sabe, en casos como éstos, el mero testimonio es claramente insuficiente: los alegatos extraordinarios requieren evidencia extraordinaria.
La historia del catolicismo está repleta de supuestas apariciones marianas, pero ha habido tres grandes casos que merecen destacarse, pues anualmente atraen millones de peregrinos: las apariciones de Guadalupe, Lourdes y Fátima.
Según la leyenda, en diciembre de 1531, la Virgen María se apareció a un indígena de nombre Juan Diego en Tepeyac, cerca de la actual ciudad de México. Juan Diego narró lo sucedido al obispo, pero éste mantuvo su escepticismo. El obispo ordenó a Juan Diego que, en caso de que la Virgen María apareciera otra vez, le pidiese algún prodigio como prueba. En efecto, la Virgen volvió a aparecerse a Juan Diego, y esta vez, hizo crecer flores en pleno invierno. Juan Diego las recogió, las colocó en un manto envuelto y las llevó al obispo. Cuando Juan Diego desenvolvió el manto, había aparecido la imagen de la Virgen. Actualmente, el manto se exhibe en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe.
Esta historia fue escrita en 1649. Obviamente, un siglo es suficiente tiempo para elaborar detalles fantasiosos que ya no pueden ser corroborados. Nunca sabremos bien qué pasó exactamente, pero la presunción racional siempre estará a favor de que algún artista pintó la imagen de la Virgen de Guadalupe sobre un manto, y la tradición popular inventó una historia de milagros alrededor de esta imagen.
La aparición en Lourdes tampoco tiene mayor credibilidad. En 1858, la joven campesina francesa Bernadette Soubirous alegó recibir apariciones de la Virgen María en la localidad de Lourdes. Supuestamente, la Virgen señaló a Bernadette la ubicación de un manantial que hasta ese momento, nadie había descubierto. De nuevo, esta historia no tiene corroboración, pues sólo la joven campesina recibió las apariciones. Y, en cuanto al manantial, es perfectamente racional suponer que Bernadette lo descubrió por cuenta propia, y atribuyó su hallazgo a la aparición mariana. Años después de su muerte, el cuerpo de Bernadette fue exhumado y se encontró incorruptible. No es necesario buscar una explicación sobrenatural para este fenómeno: si se dan algunas condiciones naturales (principalmente el proceso químico de saponificación, y un terreno mortuorio frío y seco), el cuerpo puede tardar varios siglos en descomponerse. Hoy, el cuerpo de Bernadette está exhibido por su supuesta incorruptibilidad, pero es sabido que al cuerpo se le ha aplicado capas de cera para mantenerlo.
En el lugar de la supuesta aparición se ha erigido un santuario al cual acuden anualmente millones de peregrinos. Según se alega, ha habido numerosas curaciones milagrosas ahí, pero nunca estos casos han sido sometidos al escrutinio científico. De hecho, los supuestos milagros nunca han sido lo suficientemente espectaculares como para convencer a personas racionales (nunca, por ejemplo, ha habido un milagro de hacer aparecer una extremidad ausente; casi todos los casos son curaciones de males que, o probablemente tienen un origen psicosomático, o no fueron diagnosticados correctamente). Y, además, es terriblemente irónico que el santuario de Lourdes ha generado más muertes que curaciones: anualmente, el número de peregrinos fallecidos en accidentes de tráfico excede el número de pacientes curados.
La más controvertida de todas las apariciones marianas ocurrió en Fátima, Portugal, en 1917. Supuestamente, tres niños campesinos recibieron visitas de la Virgen María, quien les solicitó devoción y le reveló tres secretos. Estos tres secretos supuestamente fueron profecías de eventos posteriores, pero muy convenientemente, estos secretos fueron proclamados después que ocurrieron los eventos que supuestamente anunciaban.
No obstante, los alegatos de los niños pronto recibieron mucha atención mediática. Los niños anunciaron que un milagro ocurriría el 13 de octubre de 1917 cerca de Fátima. Miles de personas se conglomeraron en esa localidad, en espera de algún acontecimiento. Según se narra, ese día el sol se desplomó del cielo en un gigantesco prodigio contemplado por miles de personas. En realidad, todo parece haberse tratado de alguna forma de histeria colectiva perpetrada por la expectativa de contemplar un milagro. Muchas personas afirmaron haber presenciado el milagro, pero también muchas personas ahí presentes alegaron no haber observado nada. Y, además, si el sol se desplomó, habríamos esperado que en otras regiones también se hubiese observado el fenómeno, pero nada de eso ocurrió.   
Si contempláis una virgen en un pan tostado, observad bien: probablemente sea una mancha que habéis interpretado erróneamente. Si alguna vez veis una imagen de una señora resplandeciente flotando en el aire que os habla, asumid que es alguna alucinación (y, vale advertir, las personas mentalmente sanas pueden tener alguna vez una alucinación). Si persistentemente recibís visitas de la virgen, entonces en vuestro propio bien, acudid a un psiquiatra: el tratamiento psiquiátrico probablemente hará desaparecer esas visitas.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Reseña de "Brown Skin, White Mask"



            DABASHI, Hamid. Brown Skin, White Masks. Pluto Press. 2011.

            Piel negra, máscaras blancas, de Frantz Fanon, fue in libro que tuvo mucho impacto en el forjamiento del movimiento postcolonialista a mediados del siglo XX. En ese libro, Fanon colocaba al escarnio a los caribeños negros francófonos de clase media que luchaban por asimilarse a la cultura francesa de la metrópolis, y degradaban sus propios orígenes. Fanon denunciaba que esta gente tenía la piel negra, pero metafóricamente llevaba una máscara blanca, pues no sólo se había dejado imponer la bota del conquistador, sino que desesperadamente colaboraba con él para mejorar levemente su condición social, a expensas de la gran mayoría de sus paisanos.
            Brown Skins, White Masks es el intento de Hamid Dabashi de aplicar el modelo de Fanon a las nuevas formas de colonialismo. Como Fanon, Dabashi busca someter al escarnio a personajes procedentes de países árabes o musulmanes que colaboran con el poder imperial norteamericano. A Dabashi le interesan en particular los intelectuales de origen musulmán, pero exiliados en Occidente, que han desempeñado una labor intensa en (supuestamente) distorsionar desfavorablemente la cultura y la religión islámica. En particular, dirige toda su retórica apabullante y venenosa en contra de Ibn Warraq, Salman Rushdie, Azar Nafisi y Ayaan Hirsi Ali, Irshad Manji, entre otros.
            Dabashi parte de la base conceptual de otro gran gurú de los estudios postcoloniales, Edward Said. En Orientalismo y otros libros, Said defendía la tesis de que el imperialismo occidental necesitó representar una imagen académica distorsionada de Oriente para alimentar el apoyo moral de su dominio político, y para esto, se valió de los orientalistas. Pues bien, Dabashi opina que, ahora, esa labor corresponde no propiamente a los orientalitas, sino a aquellos que él considera como mercenarios intelectuales. Estos mercenarios hablan el inglés con acento extranjero, tienen la piel marrón, y han vivido de cerca por algún tiempo en las sociedades del Oriente. Todos estos rasgos sirven para intentar legitimar sus opiniones degradantes sobre la civilización islámica, y así, ganar credibilidad frente a la opinión pública occidental, la cual se ampara en los comentarios de estos intelectuales para justificar moralmente las guerras imperialistas en contra de los países musulmanes.
            A juicio de Dabashi, si bien estos intelectuales pueden proceder de países musulmanes, en realidad han perdido cualquier nexo afectivo con sus orígenes, y están dispuestos a traicionar a su pueblo, a fin de ganar algo de comodidad en sus nuevos hogares. Dabashi los asimila al ‘house negro’ concebido por Malcolm X, el esclavo negro que adula al amo blanco y le informa sobre las actividades de los otros esclavos, a fin de ganar privilegios en la casa (house), en vez de tener que trabajar en el campo. Los intelectuales criticados por Dabashi son informantes que, en realidad, proveen información falsa a sus amos imperiales. Les dicen lo que los amos quieren escuchar, para justificar la agresión en contra de los países musulmanes.
            Dabashi parte de una base teórica plausible, pero al final, su libro termina siendo una variante más de teorías de conspiración imperial, llena de una retórica agresiva y arrogante. Y, más lamentablemente aún, irrespeta a autores que muy valientemente han sobrevivido experiencias amargas, y han tenido el suficiente coraje como para contarlas. Por ello, Brown Skin White Masks es un libro profundamente injusto.
            Frantz Fanon criticaba a personajes que sentían vergüenza por el mero hecho de tener la piel oscura, y que en tanto odiaban todos los aspectos de su cultura, desesperadamente buscaban asimilarse a la cultura dominante europea. Esa crítica, por supuesto, es muy pertinente. Piel negra, máscaras blancas, por ejemplo, critica severamente a Mayotte Capecia, una escritora martiniquesa que siente gran satisfacción por haberse casado con un hombre blanco de ojos azules, y que reniega de sus orígenes.
            Pero, nada de esto es el caso de los autores criticados por Dabashi. Ibn Warraq, Salman Rushdie, Azar Nafisi y Ayaan Hirsi Ali, Irshad Manji y otros, no manifiestan odio per se a sus culturas de origen. Que yo sepa, nunca ninguno de estos autores ha sentido vergüenza por su color de piel, o ha manifestado antipatía por la música de sus países de origen. Sencillamente se han dedicado a denunciar los aspectos disfuncionales de sus sociedades de procedencia. No odian el haber nacido con un color de piel (como sí habría sido el caso de Capecia); sencillamente lamentan que en sus sociedades de origen no haya Estados laicos, las mujeres y las minorías religiosas no tengan los mismos derechos civiles, y que el Corán avale continuamente la violencia.
            Muchos de estos personajes han vivido experiencias sumamente amargas que Dabashi, en la comodidad de una cátedra en la universidad de Columbia, jamás ha conocido de cerca. Salman Rushdie tuvo que vivir escondido porque el ayatolá Jomeini emitió una fatwa decretando su ejecución. Ayaan Hirsi Ali sufrió la ablación de su clítoris. Azar Nafisi tuvo que huir de Irán porque el brutal régimen de su país no le permitía enseñar literatura erótica.
            Al final, Dabashi ha empleado el viejo truco de llamar ‘racista’ a quien critique alguna sociedad. No tiene reparos en llamar ‘racistas’ a aquellos que, sencillamente, señalan los aspectos negativos y disfuncionales de la civilización islámica. Dabashi es muy proclive a abusar su retórica, y termina por equiparar a los islamófobos que escupen odio contra el Islam sin ningún motivo racional, con aquellos intelectuales que, con plenitud de datos, elaboran críticas elocuentes a la civilización islámica.
            Es cierto, por supuesto, que el establishment norteamericano se ha valido de las obras de estos autores para edificar una justificación moral de su empresa imperialista en el Medio Oriente. Pero, es profundamente injusto culpar a los propios autores por ello. La URSS usó los textos de Malcolm X como propaganda para degradar a los EE.UU. y justificar las brutales acciones militares soviéticas durante la Guerra Fría. Pero, ¿acaso por ello Malcolm X era un agente al servicio de la KGB? A Malcolm X le interesaba sencillamente la reforma de las condiciones de opresión en su país, independientemente de si los soviéticos se valían de ello para sus propios fines políticos. ¿Era Solzhenitsyn un agente de la CIA? De nuevo, seguramente el Archipiélago Gulag se empleó como propaganda para que EE.UU. invadiera países bajo la excusa de contener al comunismo, pero no por ello los horrores que Solzhenitsyn narraba eran falsos.
Pues bien, a los intelectuales criticados por Dabashi les interesa fundamentalmente una reforma de la opresión se abunda en los países musulmanes. Quizás estos autores deberían ser un poco más suspicaces, y no dejar que sus obras sean empleadas para la manipulación a favor de intereses imperialistas. Pero, eso no despoja de legitimidad al contenido de sus obras, las cuales, con gran elocuencia, han dado a conocer al mundo los aspectos desagradables de la civilización islámica.

En defensa de los misioneros



            Después de cinco siglos de saqueos, violaciones y genocidios, es comprensible que hoy haya un enorme resentimiento en contra del colonialismo, y personajes como Cristóbal Colón, Francisco Pizarro o Leopoldo II de Bélgica sean duramente criticados. Pero, antaño, al narrar la historia del colonialismo, se intentaba hacer una distinción entre aquellos que llegaron a saquear y dominar con la espada, y aquellos que llegaron pacíficamente a predicar los contenidos de un libro: los primeros merecen todo nuestro reproche, pero los segundos guardan nuestra simpatía.
Por ejemplo, Diego de Rivera pintó un célebre mural en el cual contrasta la actitud pacífica de Bartolomé de las Casas con un crucifijo abrazando a las víctimas de la conquista, frente a la actitud violenta de Hernán Cortés con la espada, matando a indígenas. El mural de Rivera quizás es un poco ingenuo, pues los misioneros muchas veces gozaban de la protección de los conquistadores e incluso llegaron a promover la imposición de la religión cristiana por la vía violenta. Pero, no deja de ser cierto que hubo muchas instancias en las cuales, la compasión misionera quiso hacerle frente a la barbarie de los conquistadores.
Pero, en las últimas décadas, la visión romántica de los misioneros en el colonialismo ha sido vilipendiada por los críticos postcoloniales. A su juicio, los misioneros, quizás sin percatarse de ello, prestaron un enorme servicio a la empresa de dominio imperial. Con su mensaje religioso, los misioneros ofrecieron una justificación ideológica para la expansión colonial de las potencias europeas. Los misioneros fueron unos de los forjadores del mito de ‘la carga del hombre blanco’; a saber, la idea de que los nativos están en un nivel inferior de desarrollo moral y espiritual, y es urgente sacarlos de ese atraso, en virtud de lo cual es necesaria la imposición del imperialismo occidental.
Y, el daño ocasionado por los misioneros no sólo consistió en ofrecer justificación moral para las conquistas coloniales. También sembró un complejo de inferioridad en las poblaciones nativas, al insistir en que la religión nativa era ajena al verdadero Dios, y que sólo podrían alcanzar la salvación aceptando el dominio del hombre blanco. Y, por supuesto, erosionó las manifestaciones culturales locales, al promover una masiva transculturación que deterioró significativamente la diversidad cultural.
Esta antipatía hacia los misioneros ha crecido hoy. Y, en muchos países del Tercer Mundo, han sido expulsados, o al menos, sus actividades han sido severamente limitadas y monitoreadas. En mi país, Venezuela, por ejemplo, el gobierno expulsó al grupo misionero evangélico “Nuevas tribus” en el año 2005. Pero, es apenas uno entre muchísimos casos. En casi ningún país musulmán se aceptan misioneros cristianos. Y, en varios países del mundo, hay leyes que prohíben la conversión religiosa.
Es hasta cierto punto comprensible que, en muchos países que antaño fueron colonias, hoy existan estas leyes. Durante la era del colonialismo, hubo conversiones forzadas en varios grados (desde la llana amenaza, hasta una enorme presión para asimilar el cristianismo como forma de escalada social). Y, naturalmente, para evitar que estas conversiones forzadas ocurran, estas leyes buscan proteger a las posibles víctimas.
El problema, no obstante, es que así como en el pasado colonial hubo imposición de una religión, en el presente postcolonial continúa esa imposición. Antaño, se obligaba a la gente a convertirse al cristianismo. Hoy, se obliga a la gente a no convertirse al cristianismo. Ambas situaciones, para un liberal (como yo), son lamentables. Los misioneros son proselitistas. Se han planteado a sí mismos la misión de difundir sus creencias y hacer que los demás las acepten. Si esto se logra cumpliendo algunos requisitos fundamentales, un liberal no tendría nada que objetar.
El requisito fundamental es, en primer lugar, que se utilice la persuasión, y no la imposición. Es perfectamente natural (y sano) que, si una persona tiene una convicción, intente que sus interlocutores la acepten. Esto es la base de toda persuasión. Si una persona expone una creencia, sin elaborar el menor intento por persuadir a los demás, entonces empieza a ser cuestionable que esa persona realmente cree en lo que dice creer. No tiene sentido decir, “creo X, pero no pretendo que los demás crean X”.
Contrario a los misioneros de antaño, hoy hay muchos misioneros cristianos que, influidos por el espíritu postcolonial, se ufanan de jamás haber promovido una conversión en su trabajo con los indígenas. Esto raya en lo absurdo. ¿Para qué diablos existe una misión, entonces? ¿Es motivo de auto-congratulación el haber sostenido por años una creencia, sin haber persuadido a nadie de que la acepte?  
La persuasión es una actividad humana elemental, y ocurre a diario. Todos los días, la publicidad trata de persuadirnos de que compremos este o aquel producto; el médico trata de persuadirnos de que vivamos sanamente; el policía, antes de reprimirnos, trata de convencernos de que obedezcamos la ley. ¿Por qué, entonces, el misionero no puede intentar persuadirnos de que aceptemos su religión?
Hay una profunda hipocresía en todo esto. Tradicionalmente, nadie objeta el intento de persuasión política. Cuando un miembro de un partido político reparte folletos en un barrio mayormente poblado por simpatizantes de un partido adverso, esto suele verse como un óptimo ejercicio de la democracia. Pero, cuando un misionero reparte folletos frente a una mezquita o sinagoga, o cuando intenta predicar a los indígenas, inmediatamente nos rasgamos las vestiduras. ¿Qué tiene la persuasión religiosa que no tenga la persuasión política? Si de verdad estamos dispuestos a valorar la libertad de expresión, estamos en la necesidad de aceptar a los misioneros.
Al tratar de persuadir a los demás de que se acepte una creencia, debe emplearse el más elemental sentido de la lógica. Y, uno de los tres principios fundamentales de la lógica expuestos por Aristóteles, es el principio de no contradicción: una proposición y su contradictoria no pueden ambas ser verdaderas. En función de ello, cuando un misionero predica su religión, está en la necesidad lógica de postular que, así como sus creencias son verdaderas, las creencias contradictorias a las suyas deben ser falsas. Y, por ello, es perfectamente legítimo que un misionero diga a quien no comparte su religión: “estás equivocado”.
Algunos críticos de los misioneros, en continuidad con las teorías postmodernistas, llaman a esto una ‘violencia epistémica’. Al proclamar que las creencias nativas son erróneas, comete un acto de atropello. Esto, por supuesto, es una idiotez. Decir a otra persona que está equivocada (aun si no lo está) no es ningún acto violento. Es sencillamente una derivación de una operativa lógica elemental: si yo sostengo creencia X, quien sostenga una creencia contradictoria con la mía, debe estar equivocado. De nuevo, nadie objeta que un liberal diga a un conservador: “tu ideología política es errónea”. ¿Por qué sí es objetable que un misionero cristiano diga a un musulmán, “tu religión es errónea”?
Hay, por supuesto, métodos misioneros cuestionables. Desde los sofistas, ha habido chantajes retóricos, y los misioneros muchas veces han acudido a ellos. En vez de tratar de argumentar que Dios es una sustancia en tres personas (si acaso se puede argumentar tal cosa), muchos misioneros prefieren acudir a la imagen infernal, y advertir que quien no crea en eso, arderá en las brasas. Hay falacias argumentativas de todo tipo, y su uso es inmoral. Pero, insisto, no son los misioneros los únicos en cometer esta falta moral. Plenitud de políticos usan estas falacias a diario; e incluso, muchas veces nos amenazan que, si no votamos por ellos, el país vivirá una gran catástrofe. De nuevo, entonces, ¿por qué nos rasgamos las vestiduras por los métodos persuasivos de los misioneros, pero somos mayormente indiferentes ante los métodos persuasivos de los políticos?
Los misioneros chantajean de otras formas. Quien no vaya a misa, no recibe los beneficios materiales de los cuales disponen los misioneros (muchas veces, grupos misioneros rehúsan ayuda financiera a países no cristianos). Esto es obviamente objetable; es una vulgar compra de consciencia religiosa. Pero, nuevamente, no se critica con la misma intensidad cuando los políticos reparten becas y beneficios sólo a aquellos que votan por ellos, y compran consciencias políticas.
Las creencias de los misioneros son casi todas irracionales. Pero, en una sociedad verdaderamente libre y abierta, el más irracional tiene derecho a expresar sus creencias. Cabe perfectamente acá la proclama de Voltaire: “no estaré de acuerdo con lo que dices, pero lucharé hasta la muerte por tu derecho a decirlo”. Por supuesto, el resto de la gente tiene también el derecho de no escuchar. No tengo ni el tiempo ni las ganas de escuchar a un loco que, parado en una esquina, anuncia la inminente llegada del apocalipsis; pero, sí me opondría a que este loco sea removido de la esquina por el mero hecho de predicar sus creencias religiosas, y tratar de persuadir a los demás de que las acepten.
Y, así como el resto de la gente tiene el derecho a no escuchar, también tienen el derecho a predicar creencias contrarias a las de los misioneros. Es por ello que, así como no es objetable que un misionero vaya a una aldea indígena a divulgar sus creencias, tampoco es objetable que un chamán indígena venga a la ciudad a tratar de persuadir a los demás de que sus creencias son verdaderas. La clave, por supuesto, está en el ejercicio de la persuasión. Cuando veo a un charlatán en la televisión promoviendo homeopatía u otras medicinas alternativas, tengo el deseo inmediato de que lo callen. Pero, inmediatamente vuelvo en mí, y aprecio que la respuesta más liberal (y la más conveniente, tal como sostenía J.S. Mill) no es mandarlo a callar, sino exponer argumentos que refuten las tonterías que esa persona está defendiendo.
En la historia del colonialismo, desgraciadamente hubo muchísimos misioneros que se valieron de la espada para imponer su religión (aunque, un mínimo ejercicio de sensatez histórica debería conducirnos a admitir que la expansión del cristianismo fue muchísimo menos violenta que la expansión del Islam, por ejemplo). Ya en el siglo XVI, Francisco de Vitoria advertía que no hay derecho a la guerra religiosa, y por ende, no se puede usar la fuerza para imponer la religión; por ello, Vitoria no aprobaba la conquista de América. Pero, el mismo Vitoria advertía que si unos misioneros llegan pacíficamente a predicar y tratar de persuadir, y el gobierno local no se los permite, entonces esto sí es una casus belli.
Quizás sea extremo justificar una guerra por el mero hecho de que un país expulse a misioneros. Pero, sí podemos sostener, junto a Vitoria, que los misioneros de cualquier religión están en pleno derecho de predicar su sistema de creencias donde sea, y que no es intrínsecamente inmoral tratar de persuadir a los demás de que las acepten. Esas creencias seguramente son disparatadas, pero todos los seres humanos deben tener derecho a ejercer la persuasión.