lunes, 30 de marzo de 2015

Soberanía vs. injerencia; izquierda vs. derecha



            En la dicotomía entre izquierdistas y derechistas en el mundo, pero en especial en EE.UU. y América Latina, está el tópico de que la izquierda es soberanista, mientras que la derecha es intervencionista. La derecha suele favorecer intervenciones militares de las grandes potencias (una extensión del imperialismo de antaño, se denuncia); la izquierda suele más bien invocar el principio delineado en el tratado de Westphalia, según el cual, cada país es soberano, y ningún otro país tiene derecho a entrometerse en sus asuntos. 

            Pero, como suele ocurrir, las cosas son más complejas. Sólo un sector de la derecha es intervencionista, y sólo un sector de la izquierda es soberanista. El intervencionismo en EE.UU. es actualmente defendido a ultranza por el movimiento neoconservador, cuyo mayor representante fue George W. Bush (y, por supuesto, basándose en estas ideas, invadió Irak). Desde América Latina, la izquierda pide a gritos “Yankee, go home!”, y exige que EE.UU. se quede dentro de sus fronteras, y no amedrente a los demás países con sus intervenciones militares.
            Pero, en EE.UU., siempre ha sido más bien la más rancia derecha conservadora (con gente como Pat Buchanan), quienes han defendido esta postura, llamada “aislacionismo”. Para los aislacionistas, EE.UU. no debe asumir ningún papel de salvador del mundo, y si el resto del mundo sufre catástrofes, eso es asunto de cada quien. Los paleoconservadores favorecen no tener ninguna empatía por otros países, y por eso, prefieren encerrarse militarmente en sus fronteras y negarse a recibir inmigración, aunque sí favorecen el comercio internacional.
            Los neoconservadores, en cambio, son muy proactivos (excesivamente, en realidad) en que EE.UU. asuma el papel de policía mundial. Pero, hay un dato crucial, que pocas veces se menciona: los neoconservadores, paladines de la derecha más agresiva, eran originalmente trotskistas. Y, así, la agresividad neoconservadora tiene un origen izquierdista.
A decir verdad, esto no debe sorprender. Desde un inicio, la revolución rusa pretendió extenderse por el mundo. Trotsky llamó a esto “la revolución permanente”: la misión revolucionaria no terminaría en Rusia; sería necesario continuarla permanentemente hasta conquistar el mundo. Para ello, se conformó la Cominetern. Y, esto implicaba clara injerencia en otros países (no necesariamente invasiones, pero sí apoyo militar a grupos insurgentes o a gobiernos de izquierda acosados por insurgentes derechistas, como ocurrió en España).
De hecho, parte del desacuerdo entre Trotsky y Stalin (aunque esta disputa se debió más a la ambición personal del dictador soviético) estaba en la cuestión de la injerencia en otros países: mientras que Trotsky era partidario de expandir el comunismo, Stalin prefería el aislacionismo, y mantener el paradigma de “socialismo en un país”.
Cuando los neoconservadores norteamericanos favorecen apoyar rebeldes libios, o invadir Irak, con la excusa de extender la democracia por el mundo, en realidad, se inspiran en Trotsky, su antiguo maestro. Pues, el mismo ideólogo ruso también favoreció la idea de expandir la revolución en otros países, por vía armada: como bien había dicho Marx, el proletariado no tiene fronteras nacionales; el nacionalismo es un invento burgués para dividir y vencer. Por supuesto, allí donde los neoconservadores quieren expandir la democracia capitalista, Trotsky y sus seguidores querían expandir el comunismo. Pero, si bien difieren en ideología, ambos grupos favorecen la injerencia, y menosprecian la soberanía.
Y, en la misma América Latina, es falso que la izquierda siempre reproche injerencias y considere sacrosanta la soberanía nacionalista. La izquierda latinoamericana sólo reprocha injerencias norteamericanas. Pero, si un país interviene militarmente en otro para sembrar el comunismo, la izquierda latinoamericana no reclama. Ésa fue la vocación de Cuba por muchas décadas: intervino militarmente en Angola, y sembró guerrillas en el Congo, Colombia, Bolivia, Venezuela, Nicaragua, y varios otros países. Fidel Castro, y sobre todo, el Che Guevara, participaban significativamente en la ideología trotskista.
Por mi parte, yo me inclino más a favor de los trotskistas y neoconservadores. El nacionalismo del tratado de Westphalia, aquel que postula que cada país es soberano, y nadie debe meterse en asuntos ajenos, es ya caduco. Pudo tener justificación en el siglo XVII, cuando abundaban las invasiones caprichosas entre Estados europeos por asuntos internos de religión. Pero, en pleno siglo XXI, asumir a ultranza el nacionalismo westphaliano es dar carta blanca a que cada gobernante o mayoría, haga dentro de sus fronteras lo que les venga en gana. Frente a genocidios como el de Rwanda, el nacionalismo westphaliano y la invocación del principio de soberanía, permitiría esa masacre. Como en cualquier comunidad, la comunidad mundial necesita un policía, y no vale ampararse en la típica frase infantil: “¡No te metas en mis asuntos!”.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Pablo Iglesias y la prensa rosa



            Recientemente, Pablo Iglesias anunció públicamente la separación de su excompañera sentimental, Tania Sánchez. Lo hizo con estas palabras: “Ojalá no tuviéramos que escribir esto aquí. Ojalá nuestra vida privada pudiera ser solo nuestra, pero, para nosotros, eso dejó de ser posible… Escribimos esto para evitar rumores y debates mal intencionados, y os pedimos respeto: los asuntos personales no deberían ser objeto de debate público, aunque los protagonicen personas públicas”.

            No le creo. Es otro más de sus embustes. Iglesias está acudiendo al viejo truco de Lady Di: decir que no le gustan las cámaras, pero estar muy al tanto de dónde están los paparazzi a la hora de hacer una inspección en un campo minado. Es el mismo truco del cantante que aún no tiene un enorme número de fans, pero contrata guardaespaldas para dar la impresión de que no quiere que los fans lo molesten, y causar precisamente el efecto contrario: que los fans lo molesten, y crezca así su notoriedad.
            Quizás en el fondo de su conciencia, Iglesias sí desee vivir en una sociedad en la cual no exista la prensa rosa. En su utopía, quizás ya no exista aquello que Guy Debord llamó la “sociedad del espectáculo”. Pero, en su realpolitik (e Iglesias, aparentemente muy asiduo a Maquiavelo en sus cursos de la Universidad Complutense, concede bastante valor al maquiavelismo), sabe muy bien que para él sería un suicidio político renunciar a la prensa rosa. La paradoja, por supuesto, está en que, en un personaje como él, la única forma de participar en la prensa rosa es criticándola. Y, así, se forma un pacto bastante diabólico: yo critico los programas del corazón, pero con eso te hago publicidad; tú, a cambio, me incluyes en tus chismes, pero con eso también me haces publicidad. Es más que suma cero, es ganar-ganar; ambos salimos favorecidos.
            Me parece que de todos los políticos que han desfilado por España en los últimos años, Iglesias es el más mediático (no es casual que tenga tanta admiración por Chávez, un verdadero maestro del manejo de la imagen y los medios). Detalles como su cola, o su barba desaliñada, pudieron ser espontáneos en un inicio, pero ya dejaron de serlo. Se han convertido en marcas de la ideología anti-sistema, con la cual Iglesias parece simpatizar bastante. Y, con un electorado asqueado por la corrupción del sistema bipartidista, el cabello largo es una importantísima señal de que este “coleta” no es de la misma tribu que los viejos políticos vestidos con trajes ejecutivos, y que tienen alianzas sucias con los dueños de los canales que transmiten la telebasura y los programas del corazón.
            Pero, inevitablemente, con el coleta empieza a ocurrir algo muy parecido a lo que sucede con la imagen del Che: se convierte él mismo en una mercancía. Para poder llegar a los rincones más profundos del Tercer Mundo, la imagen del Che tiene que ir en camisetas fabricadas por grandes consorcios capitalistas. Pues bien, para poder mantenerse en la palestra pública y ganar votos, Iglesias sabe muy bien que no puede aburrir a las masas con referencias a Marx y Lenin; de vez en cuando, tiene que ofrecer algo del entretenimiento perverso de la televisión española.
            Quizás, en su mente maquiavélica, Iglesias lo tiene todo muy bien calculado: inevitablemente tiene que usar las armas del capitalismo para derrumbar al capitalismo; su concesión a la prensa rosa es sólo momentánea. Pero, yo empiezo a sospechar que Iglesias no está tan depurado de la decadencia burguesa en su estrategia. A este hombre claramente le gusta figurar en los medios, y eso, inevitablemente, hace que disfrute que otros hablen de él, aun si se trata de su vida privada. Por ello, no le creo cuando dice que ojalá su vida privada fuera sólo suya.
Iglesias es, como Chávez, más un showman que un estadista. Conoce muy bien cómo comunicarse con las masas, y sabe cómo jugar al populismo, parte del cual consiste en dar la apariencia de detestar la telebasura, pero al mismo tiempo, saberla aprovechar. Esa habilidad comunicativa lo hace muy apto a denunciar problemas, que ciertamente, merecen la atención del pueblo español. Pero, cuando se trata de intentar resolver esos problemas con medidas eficaces y racionales, ya Iglesias no demuestra tanto talento. Pues, precisamente, su auge político debe mucho a la prensa rosa que él mismo, hipócritamente, denuncia.

                 
             
           
              

miércoles, 18 de marzo de 2015

El estado de bienestar es incompatible con la inmigración abierta

            Al gobierno venezolano le gusta mucho hablar a favor de los inmigrantes latinoamericanos en EE.UU. y España, pero al mismo tiempo, ordena deportaciones masivas de colombianos. En mis viajes por la frontera colombo-venezolana, lo he podido constatar directamente. Esto se ha hecho más común en estos últimos años, cuando los colombianos vienen a comprar mercancías subsidiadas en Venezuela, y se las llevan a venderlas a su precio real en Colombia.
            En principio, yo favorezco la inmigración abierta. Los argumentos nacionalistas, según los cuales, la diversidad étnica es peligrosa, y los extranjeros perjudican el carácter nacional de un país, son claramente falaces y reprochables. Pero, hago el matiz que hacía Milton Friedman: la inmigración abierta es incompatible con el estado de bienestar. Así pues, mi oposición parcial a la inmigración abierta es puramente económica.
            Yo no temo que la fuerza laboral extranjera desplace a los trabajadores nacionales. Al contrario, eso me parece muy positivo, pues hace el mercado mucho más competitivo, y por ende, aumenta el aparato productivo de un país. El gringo sabe que el chicano cobra menos por el mismo trabajo, y eso lo impulsa a mejorar sus destrezas laborales, a fin de que el patrón lo contrate a él, y no al inmigrante.
            Mi oposición a la inmigración abierta obedece a una razón más sencilla: si los contribuyentes fiscales de un país construyen un estado de bienestar, tienen la expectativa de que sean ellos mismos quienes lo disfruten. Un inmigrante recién llegado, que no ha aportado ningún impuesto, pero que se aprovecha del estado de bienestar, es claramente un parásito. La inmigración abierta hace un gran favor a la economía de un país, incorporando fuerza laboral y haciendo más competitivos los mercados, pero si y sólo si, esa fuerza laboral no tiene la oportunidad de ser parásita del estado de bienestar que otros han construido.
            Los “bachaqueros” colombianos que vienen a Venezuela son claramente parásitos: se aprovechan de los subsidios que el gobierno venezolano coloca a las mercancías. Esos bachaqueros no han aportado nada al fisco, y hacen ganancias con los aportes fiscales que los venezolanos sí hemos hecho. El gobierno busca deportarlos, justificadamente, porque son parásitos.
            Ahora bien, esto aplica no sólo a los bachaqueros colombianos en Venezuela, sino a cualquier inmigrante que viaja a otro país, y recibe gratis un servicio para el cual no ha contribuido nada. Son igualmente parásitos. A diferencia de los bachaqueros, muchos de estos inmigrantes se quedan en el propio país, de forma tal que podría haber más justificación para que ellos reciban los beneficios del estado de bienestar. Pero, sigue siendo problemático que un inmigrante reciba los beneficios de un estado de bienestar construido por los contribuyentes en el pasado (ancestros de los actuales ciudadanos), mientras que los propios ancestros del inmigrante no aportaron nada.

            Yo no propongo desmontar el estado de bienestar por completo. Pero, sí exhorto a mantener presente el axioma según el cual, el estado de bienestar es incompatible con la inmigración abierta. Y, en ese sentido, es prudente mantener una proporción. Para poder aflojar las restricciones migratorias, es necesario contraer el estado de bienestar; y a la inversa, para poder expandir el estado de bienestar, es necesario restringir la inmigración.

martes, 17 de marzo de 2015

El triunfo de Iglesias no mejorará mucho las relaciones entre España y Venezuela



            Venezuela y España atraviesan por un momento tenso en sus relaciones. Pero, esto podría cambiar si Pablo Iglesias llega a la presidencia del gobierno español. Se le ha acusado de haber recibido financiamiento de los fondos públicos venezolanos, durante el gobierno de Chávez. No hay pruebas contundentes de esto. Pero, Iglesias tiene una obvia afinidad ideológica con el régimen socialista venezolano, y es previsible que su triunfo mejorará la relación entre ambos países.

            No obstante, yo pronostico que esa mejora no será muy significativa. Pues, la tensión entre Venezuela y España no es meramente una coyuntura política. Es mucho más una desconfianza típica de las relaciones poscoloniales. Me pronunciaré brevemente sobre lo que ocurre en Venezuela, pues conozco mejor este lado del charco; dejaré que sea un español quien analice mejor cómo ven los españoles a los venezolanos.
            Si bien Chávez la potenció, en Venezuela siempre ha habido una hispanofobia, y ésta es prominente en varios países hispanoamericanos. Quizás no se aprecie a primera vista, pero tras arañar un poco la superficie, se encontrará más en el fondo. Los hispanoamericanos, como bien lo ha recordado Andrés Oppenheimer, siguen obsesionados con el siglo XIX, y el odio contra España que se desarrolló durante las guerras de independencia, aún no cesa.
            Los independentistas hispanoamericanos, a diferencia de los norteamericanos, vieron en aquellas guerras, además de un combate ideológico entre monarquía y república, un conflicto étnico. Tal cosa no ocurrió, por ejemplo, entre los independentistas norteamericanos. Los padres fundadores de EE.UU. promovieron la independencia porque no les agradaba el sistema monárquico, y sobre todo, sus impuestos. Pero, al menos al inicio, culturalmente se sentían tan británicos como sus contrincantes. De hecho, siempre expresaron estar inspirados en John Locke, un inglés.
            En cambio, los independentistas hispanoamericanos desde un inicio quisieron desvincularse culturalmente de España. En Hispanoamérica ocurría algo distinto a lo que sucedía en EE.UU.: desde muy temprano, se impuso una diferencia entre criollos y peninsulares, y sólo los segundos podían ocupar cargos altos en la administración pública. Con el tiempo, como señala el historiador Benedict Anderson, esto hizo que los criollos se sintieran una nación aparte.
Si bien eran descendientes de peninsulares, los criollos sentían un tremendo recelo contra España, y no sólo por cuestiones políticas. No les desagradaba simplemente que hubiera un rey o que el sistema no les permitiera ocupar cargos públicos. Los criollos empezaron a crear la mitología nacionalista, según la cual, ellos habían sido invadidos por España (aunque en realidad eran descendientes de los invasores, no de los invadidos), y ahora era el momento de la venganza.
            Cuando llegaron las guerras de independencia, fueron mucho más crudas en Hispanoamérica que en EE.UU., precisamente por ese elemento nacionalista. Los norteamericanos nunca se plantearon su gesta como una venganza contra la colonización británica. Si Gran Bretaña cambiaba su política de depredación fiscal, seguramente los estadounidenses no habrían buscado la independencia, como por ejemplo, nunca la buscaron los canadienses.
Con los criollos fue distinto. A los criollos se les ofreció la posibilidad de participar en las cortes de Cádiz, las cuales prometían modificar el sistema opresivo del régimen colonial a cargo de la monarquía absolutista. Pero, a los criollos no les interesaba eso. Ellos querían una desvinculación total respecto a España, en buena medida alimentada por el odio y el recelo, derivado de las medias verdades y los mitos del nacionalismo. Su hostilidad, insisto, no era propiamente contra Fernando VII, sino contra todo lo que España representaba, incluyendo al propio pueblo español. Las revoluciones hispanoamericanas tuvieron una dosis importante de xenofobia, como inevitablemente sucede con todos los nacionalismos. El propio Bolívar lo decía en su Carta de Jamaica: “llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar”.
            Este sentimiento persiste hasta el día de hoy. Los venezolanos sienten que España les debe algo. Y, aun si se devuelven galeones y galeones de oro, la imagen que un considerable sector de venezolanos tiene de España y los españoles seguirá siendo la que con tanta habilidad explotaron los holandeses y los ingleses en la leyenda negra. La tensión actual no es tanto entre el gobierno de Caracas y el gobierno de Madrid; es mucho más entre el pueblo venezolano y el pueblo español, la cual hunde sus raíces en más de dos siglos de distorsiones nacionalistas. El nacionalismo es mucho más poderoso que las afinidades políticas. Por ello, me temo, el izquierdista Iglesias reconciliará a España con la Venezuela del izquierdista Maduro. Pero, sólo será una reconciliación muy superficial. La obsesión con el pasado y la mitología nacionalista hacen mucho más difícil una reconciliación entre el pueblo español y el pueblo venezolano.

viernes, 13 de marzo de 2015

En defensa del malinchismo

La creciente escalada de tensiones entre Venezuela y EE.UU. ha despertado el temor de una invasión. Por el momento, yo no veo plausible una invasión norteamericana de ningún país latinoamericano. Por supuesto, las ha habido en el pasado, pero aquellas obedecieron más a una mentalidad propia de la Guerra Fría, y tras los recientes desastres militares de Irak y Afganistán, dudo de que la opinión pública norteamericana (de la cual, un país democrático como EE.UU., siempre depende) respalde una aventura así.

            Venezuela estaría mucho mejor sin provocar al imperio. Sin una guerra fría que los obsesione, los norteamericanos seguramente se quedarán quietos y nos dejarán vivir en paz. Pero, si Venezuela, para protegerse frente a ese imperio, busca protección en otro imperio (sea Rusia o China), eso sí podría reactivar la mentalidad propia de la Guerra Fría entre los neoconservadores de Washington. Con todo, insisto, no creo que ocurra así.
            En toda esta escalada, ha reaparecido en el discurso de militares venezolanos, la figura de la Malinche. Esto es frecuente en el nacionalismo latinoamericano, sea de derecha o de izquierda, especialmente en momentos en los que en el horizonte se vislumbra alguna amenaza de invasión, sin importar cuán remota sea. Diosdado Cabello, por ejemplo, recientemente dijo que quien no esté dispuesto a atrincherarse en caso de una invasión, es un traidor, igual que la Malinche.
            Octavio Paz escribió un célebre ensayo en el cual documentaba el desprecio de los mexicanos por aquella mujer. Desde entonces, ha sido vista como la traidora a su propia gente, colaboracionista con el invasor, el emblema del gran mal que ha caracterizado a los pueblos latinoamericanos, quienes aman a sus invasores y se desprecian a sí mismos.
            Yo, en cambio, admiro a la Malinche, o al menos, lo que ella representa. La Malinche como individuo en realidad no hizo gran cosa: fue entregada como esposa a un militar, en un pacto propio de dos sociedades machistas, en las cuales la opinión y preferencia de la mujer es nula. Pero, lo que la Malinche representa sí es admirable. La Malinche representa la colaboración con el invasor y el anti-nacionalismo. Pero, esto no es, como de forma simplista se quiere hacer creer, un odio al pueblo propio. Es más bien un cálculo sensato de qué le conviene más al propio pueblo: ¿la tiranía que ofrece el gobierno nacional, o la liberación que ofrece el invasor extranjero?
            La Malinche era una mujer maya, víctima de los abusos aztecas. Recuerdo que, en una visita a Teotihuacán, un guía mexicano (que podría haber tenido mucho parecido físico con Moctezuma) abrió el tour diciendo: “Lo primero que tenemos que saber sobre México es que los aztecas no eran ningunas hermanitas de la caridad”. ¡Cuánta razón tenía! Los aztecas organizaban las llamadas “guerras floridas” para someter a los pueblos vecinos, y ofrecer a los prisioneros como víctimas de sacrificios humanos.
            ¿Estamos dispuestos a reprochar a la Malinche por haber visto en Hernán Cortés y los españoles una oportunidad para aliviar el sufrimiento de su pueblo frente a la barbarie azteca? Yo no. Sin duda, los españoles cometieron toda clase de atrocidades en la conquista de América, y no hubo justificación para aquella empresa, pero para los pueblos sometidos por los aztecas, la conquista española fue en gran medida una mejora.
            Ha habido otros ejemplos de malinchismo. Los españoles “afrancesados” de inicios del siglo XIX apoyaron la invasión napoleónica de España en 1808. En aquella época, España estaba hundida en el absolutismo, los privilegios feudales, la Inquisición, la intolerancia religiosa, y otras condiciones deplorables. Napoleón prometió erradicar todo aquello (y hasta cierto punto, cumplió su promesa). Los soldados franceses, por supuesto, lo mismo que los conquistadores españoles, cometieron todo tipo de atrocidades, tan cruelmente representadas por Goya en sus pinturas. Y, a diferencia de la conquista española, los invasores seguramente empeoraron la situación. Pero, ¿eran reprochables los afrancesados por dar la bienvenida a la Grand Armée? Yo, de nuevo, diría que no.

            Así pues, dejar de lado el nacionalismo populista, y favorecer la invasión extranjera del propio país, no es intrínsecamente objetable. El gobierno de Venezuela, por supuesto, no comete los horrores de los aztecas o de la España absolutista de los Borbones. Es, además, un gobierno legítimamente electo. Por ello, yo no justificaría una invasión norteamericana.
            Pero, desde que murió Hugo Chávez en 2013, su sucesor, Nicolás Maduro, está tomando pasos hacia algo parecido al absolutismo decimonónico español y, peor aún, a los horrores de los aztecas. En Venezuela se concentra cada vez más poder (el poder electoral y judicial y está a merced del ejecutivo), se aplasta a la disidencia inventando cargos para arrojarlos en prisión, y lo más grave de todo, se tortura.

            Si Venezuela llega más lejos en esta senda, y la disidencia queda a tal punto aplastada, que no hay posibilidad de acudir a las urnas legítimamente, entonces, todos los venezolanos tenemos el deber de ser malinchistas, y apoyar una invasión extranjera para restituir nuestras libertades.