martes, 10 de abril de 2012

Reseña de "A favor de los toros", de Jesús Mosterín


MOSTERÍN, Jesús. A favor de los toros. Pamplona: Laetoli. 2011

Estar “a favor de los toros” suele entenderse como estar a favor de la tauromaquia (pues, los taurinos llaman “los toros” al espectáculo), pero Mosterín, no sin ironía, usa esta expresión para estar a favor de los animales, no del espectáculo. Desde 2010, ha habido una aguda controversia en torno a la continuidad de los espectáculos taurinos, como resultado de la decisión del gobierno de Cataluña de prohibir las corridas de toros. Esta controversia se ha extendido por España y el resto de los países taurinos (Perú, México, Ecuador, Colombia, Francia, Portugal y Venezuela). Mosterín participó activamente en esta controversia, defendiendo la decisión de abolir los espectáculos taurinos. El libro en cuestión consta de breves artículos escritos en el medio de esa controversia.

Mosterín no esconde su desdén por las corridas. Las llama ‘salvajadas’ y las describe como un derroche de crueldad. Comparto su opinión. Pero, también las llama ‘cursis’, y dice que no le inspiran ninguna emoción estética. No es mi caso. Los pasodobles me resultan emocionantes, los trajes de luces me resultan muy vistosos, los movimientos de los toreros me resultan sublimes. Pero, por supuesto, el arte no es justificación para cometer atrocidades, y en ese sentido, por más que el espectáculo taurino tenga alguna sublimación estética, eso no le concede un valor ético. Platón defendía la idea de que lo bello y lo bueno tienen una íntima asociación, y Mosterín parece compartir esa opinión. Pero yo discrepo: hay plenitud de obras bellas, pero perversas. Considero El triunfo de la voluntad una joya del cine, pero es igualmente una monstruosidad moral. La oposición a la tauromaquia debe empezar, me parece, por reconocer que sí es un espectáculo sublime. Pero, insisto, que sea sublime no implica que sea moralmente justificable.

En el terreno ético, la oposición de Mosterín a las corridas es mucho más sólida. Opina que los animales son acreedores de derechos, y que sencillamente, los espectáculos taurinos violan esos derechos. La tauromaquia es una lucha desigual, la cual, a su juicio, reposa sobre el mito de que el toro es un animal agresivo. Según Mosterín, el toro de lidia en realidad es un rumiante pacífico que no busca atacar, sino huir de los acechos. Si embiste, es porque ha sido mortificado con toda clase de torturas antes de salir a los ruedos.

No disputo que, en efecto, los toros son torturados antes de salir a los ruedos. Pero, sí disputaría la idea de que los toros son rumiantes pacíficos. En las praderas, cuando hay jinetes cercanos, los toros (que hasta ese momento no son torturados), embisten a los caballos. La llamada ‘tienta’, que consiste en derribar al becerro sin ninguna tortura previa, busca separar a los becerros ‘mansos’ de los becerros ‘bravos’. Los mansos efectivamente huyen, pero los bravos persiguen a los jinetes.

Mosterín pasa revista a varios de los argumentos típicos empleados por los taurinos para defender la continuidad de la tauromaquia, y los expone como sofismas. Se alega que las corridas son crueles, pero hay muchos otras crueldades en el mundo (Vargas Llosa y Savater, según parece, favorecen mucho este argumento). Mosterín responde que el hecho de que haya otras crueldades en el mundo no justifica la crueldad de la tauromaquia. Coincido con Mosterín. No puedo excusarme de haber violado una luz roja en un semáforo, alegando que hay muchos violadores y asesinos sueltos en el mundo.

También se argumenta que, antes del sufrimiento de los toros en las plazas, reciben un buen trato en las praderas, especialmente si se compara con las pésimas condiciones de vida de las vacas lecheras y carneras. De nuevo, Mosterín opina que esto no es justificación para la tauromaquia. A lo sumo, serviría como llamado de atención para mejorar las condiciones de vida de las vacas lecheras. Y, el hecho de que los toros lo pasen bien durante la mayor parte de su vida no justifica la brutal tortura a la que son sometidos en las plazas. Cuarenta años de feliz matrimonio no excusa que un marido mate a golpes a su mujer.

Se alega comúnmente que, si desaparecen las corridas, la raza del toro de lidia desaparecería. Yo no veo tan grave que los toros de lidia desaparezcan. No desparecerían por la acción de un genocidio colectivo de toros, sino sencillamente porque, al mezclarse con otras poblaciones de toros, los genes propios de esa raza se irían diluyendo en otras razas. Si los mbuti del África central se incorporaran a las ciudades y se cruzaran con otros grupos étnicos, seguramente el rasgo pigmeo eventualmente desaparecerá de la Tierra. ¿Es una gran tragedia que no haya más pigmeos en el mundo? Quizás afecte a la biodiversidad, pero no es una tragedia de gran magnitud, pues los pigmeos habrán desparecido, no como consecuencia del genocidio, sino sencillamente como consecuencia del cruzamiento de poblaciones.

En todo caso, Mosterín opina que los toros de lidia pueden conservarse en grandes parques nacionales. El gobierno, en vez de invertir en escuelas taurinas, podría dirigir esos recursos a la conservación de grandes praderas, donde los toros pueden rumiar en paz.

También se argumenta que las corridas son un negocio que activan la economía y dan de comer a mucha gente. El narcotráfico también lo hace; no por ello está justificado. Mosterín expone, nuevamente, la debilidad de este argumento.

Otros taurinos asumen más bien una postura liberal, y asumen que, aun si son inmorales las corridas, no deben prohibirse. Mosterín se sorprende de que los sectores más rancios del conservadurismo tradicionalista español (cuyos antecesores decimonónicos gritaban “¡vivan las cadenas!”), de repente salten la talanquera y asuman ese libertinaje a ultranza. En todo caso, Mosterín sabiamente recuerda que el liberalismo postula que las libertades deben ser respetadas, siempre y cuando no generen sufrimientos a terceros. La libertad de los taurinos genera un terrible sufrimiento a los toros, en cuyo caso, urge restringir esas libertades.

Seguramente el argumento más rancio a favor de los toros es el que apela a la tradición. Y, así, se justifica la tauromaquia bajo la idea de que se trata de una firme tradición hispana y que por respeto a viejas costumbres, debe ser respetada. Hoy, en una Europa cada vez más multicultural y llena de inmigrantes, estos argumentos se han vuelto más populares. Hay temor en objetar la ley islámica, pues inmediatamente saltan los críticos postmodernistas a señalar que ésas son “sus costumbres”, y que no tenemos autoridad moral para criticarlas. Sorprendentemente, a lo largo y ancho de Europa, hay intelectuales pretendidamente izquierdistas que, como bien denunció en un momento Alain Finkielkraut, han dejado de leer a Marx y han asumido con furia a Herder y su idea del Volksgeist: cada pueblo tiene su propio espíritu, no hay una ética universal, y es colonialista y tiránico exigirle a un pueblo que abandone las costumbres de sus ancestros.

Afortunadamente, Mosterín no se deja seducir por toda esta idiotez postmodernista impregnada de relativismo moral, y advierte que el hecho de que alguna costumbre sea parte de una tradición firmemente arraigada no la justifica. La ablación del clítoris, o el atamiento de los pies son costumbres antiquísimas, pero no por ellas exentas de objeción moral. Pero, además, advierte Mosterín, la tauromaquia no ha sido exclusiva de España, ni es tan antigua. En Inglaterra hubo hasta el siglo XVIII espectáculos similares. La versión actual del toreo a pie procede de la restauración de Fernando VII, quien usó a la tauromaquia como parte del paquete cultural de la España resistente a la Ilustración, la modernidad y el progreso. De hecho, Mosterín constantemente recuerda que la tauromaquia es el remanente de la España negra embrutecida que tardó en entrar a la modernidad.

He dejado para el final, un argumento que Mosterín trata de rechazar, pero que, a mi juicio, no lo hace a plena satisfacción. Algunos taurinos argumentan que los toros no sufren, y que por ello, no debería haber objeción a la continuidad de las corridas. Mosterín responde alegando que la fisiología del sistema nervioso en el toro es muy similar a la del humano y que la emisión de neurotransimores durante los procesos de torturas es muy similar a nuestras emisiones durante experiencias de dolor; por todas las reglas de la analogía, los toros sufren, pues exhiben los mismos rasgos conductuales que nosotros exhibimos al sufrir.

Pero, éstas son aguas filosóficas más profundas, y atienen a un problema filosófico de muy vieja data, que no tiene solución fácil: ¿tienen los animales conciencia? El dolor es parte de la conciencia. Si los animales tienen conciencia, entonces, entonces los toros sufren, y las corridas son espectáculos brutales. Pero, si los animales no tienen conciencia, entonces los toros no sufren, y una corrida de toros no sería más brutal que un galpón chatarrero donde se aplastan viejas carrocerías; el ruido que se genera es molestoso, pero no debe perturbarnos pues, después de todo, nadie está sufriendo, son sólo autómatas.

Mosterín cita la célebre postura de Bentham, según la cual los animales pueden no tener lenguaje, pueden no razonar, pero con todo, sienten. Pero, el gran ausente en el libro de Mosterín es René Descartes. El gran filósofo del siglo XVII defendía la idea de que los animales son meros autómatas, y que sólo el hombre tiene conciencia, pues sólo el hombre tiene alma. Un toro que gime al recibir el pinchazo de un picador, en realidad no está sufriendo. Sus gestos se pueden parecer a nuestros gestos de dolor, pero en tanto no tiene conciencia, el toro no sufre.

La postura de Descartes, la cual reposa sobre el dualismo mente-cuerpo, tiene pocos adherentes hoy. Hoy predomina la postura materialista, según la cual, cada evento mental es idéntico con cada evento cerebral. No podemos tener certeza absoluta de que las demás personas tienen conciencia, pero la analogía conductual nos permite suponer que, cuando otra persona recibe un pinchazo y grita, está sufriendo, a pesar de que nosotros mismos no hemos experimentado su dolor.

Con todo, el problema respecto a las otras mentes, y el asunto si los animales tienen o no conciencia, sigue siendo un asunto debatido. Pues, no parece del todo claro que la mera analogía conductual sea suficiente para saber si otros seres tienen o no mente. Una cucaracha aplastada desesperadamente mueve sus antenas en un último intento por sobrevivir; ¿debemos inferir a partir de esta conducta que la cucaracha en cuestión está sufriendo y que debemos evitar aplastar cucarachas? Quizás Mosterín, junto a los jainistas, opine que sí.

Pero, ¿qué hay del caso de un ordenador que sea programado para que, cada vez que su usuario presione demasiado fuerte una tecla, el ordenador emita una voz que grite desesperadamente: “¡me duele!”? Alan Turing advirtió que si una máquina pasaba su célebre prueba (consiste, básicamente, en entablar una comunicación con un humano, de forma tal que éste no sepa que está en realidad frente a una máquina), entonces deberíamos admitir que esa máquina sí está consciente. Quizás Mosterín acepte que, en un futuro, las máquinas también sufrirán. Pero, es claro que, bajo el mismo precepto de Turing, un toro no tiene conciencia y por ende, no sufre, en tanto no tiene modo lingüístico de reportar sus experiencias.

Los filósofos que opinan que los animales no tienen conciencia son minoría, pero con todo, exponen algunos argumentos destacables. Hoy algunos filósofos opinan que la conciencia es algo más que el cerebro, en cuyo caso, un toro puede tener un cerebro muy parecido al nuestro, pero con todo, no tener conciencia. Peter Harrison, por ejemplo, señala que la conciencia sigue siendo un misterio, y que no podemos estar seguros de que las semejanzas fisiológicas de los sistemas nerviosos sea garantía de vida mental. Más aún, la cercanía genética (Mosterín arroja el dato de que compartimos el 80% del ADN con el toro) tampoco es un argumento contundente, pues la ventaja adaptativa no procede propiamente de la conciencia (desde un punto de vista adaptativo, un toro sin conciencia tiene la misma ventaja que un toro con conciencia), sino de los rasgos conductuales. Y, por supuesto, lo disputado no es si los toros gimen, sino si los toros realmente sufren.

Otro filósofo, Peter Carruthers, argumenta que es perfectamente posible dar muestras conductuales, sin tener conciencia de ello. Muchas veces nosotros conducimos en las carreteras como autómatas, sin ser conscientes de lo que hacemos. Pues bien, quizás el toro muja, pero no por ello está consciente de su dolor.

Yo no defiendo a plenitud estos argumentos, y como Mosterín, opino que los toros probablemente sí sufren. Pero, creo que, desde un punto de vista filosófico, el asunto es mucho más complejo de lo que Mosterín presenta. Mosterín ha sido un destacadísimo filósofo, y hubiese sido deseable que incorporara una discusión más densa sobre este asunto, pues insisto, hay algunos argumentos intrigantes para postular que los animales no sufren.

En todo caso, en una cuestión como ésta, muy debatida y sobre la cual no podemos tener una postura firme y contundente, es mejor inclinarse por la opción menos riesgosa. Y, en este caso, esa opción sería no perjudicar a los animales, pues existe la posibilidad de que sí sufran. Mosterín reconoce que, en casos como la experimentación con animales, hay más espacio para la discusión. Asumir que los animales sufren y que, por ende, no deben ser sometidos a experimentos, tiene la consecuencia negativa de que la medicina científica detiene su avance. Pero, en la corrida de toros, no hay ninguna consecuencia negativa con su abolición. Así, bajo las reglas del razonamiento bayesiano, conviene abolir las corridas de toros, aun si no estamos seguros de que los toros sufren.

Por mi parte, he ido a muchas corridas de toro en mi vida, tanto en España como en Venezuela. Al penetrar en mis lecturas sobre ética y filosofía de la mente, decidí no ir más. Pero, me mantengo atraído por los pasodobles, los trajes de luces y los movimientos ‘amanerados’ (como Mosterín los llama) de los toreros. Por eso, me gustaría que se conservara la tauromaquia en una forma incruenta y benévola para el toro; no sé si será posible. Quizás, por ejemplo, se pueda sencillamente capotear al toro, sin necesidad de torturarlo; o colocar algunas banderillas que sustituyan el arpón por otro mecanismo indoloro que permita que la banderilla se sostenga en el lomo del toro; o si no, introducir nuevas ‘suertes’, como el salto de garrocha frente al toro, tal como ha sido documentado por Goya en sus célebres ilustraciones.