jueves, 11 de noviembre de 2010

Sobre el caso del cacique Sabino




El caso del cacique yukpa Sabino Romero es aparentemente sencillo: en una disputa por el reparto de tierras, se enfrentó a un cacique rival de su mismo grupo étnico, los yukpa de la Sierra de Perijá, en la frontera colombo-venezolana. Como resultado de este enfrentamiento, fueron asesinadas varias personas en esas comunidades yukpa. Como corresponde frente a cualquier asesinato, las autoridades policiales arrestaron a los presuntos implicados (los caciques Sabino Romero y Olegario Romero), y éstos están a la espera de ser procesados por el sistema judicial. Es cierto que los hechos no están esclarecidos (Sabino sostiene su inocencia y alega haber sido víctima de la tortura), pero como se estipula en nuestras leyes, se espera que, mientras se hacen las averiguaciones policiales, los implicados deben permanecer detenidos.
Pero, éstos no son imputados comunes. Son indígenas. Y, un creciente grupo de manifestantes estima que, en tanto son indígenas, deben ser liberados y juzgados según sus propias leyes en sus comunidades yukpa de origen. Para justificar su alegato, invocan el artículo 260 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, el cual reza: “Las autoridades legítimas de los pueblos indígenas podrán aplicar en su hábitat instancias de justicia con base en sus tradiciones ancestrales y que sólo afecten a sus integrantes, según sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público. La ley determinará la forma de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema judicial nacional”.
Lo clave acá, por supuesto, es determinar hasta qué punto el tratamiento que reciba Sabino bajo las leyes yukpa será o no contrario a la Constitución. Puesto que se trata de un cacique, es fácilmente presumible que su propia comunidad no le impondrá un castigo muy severo. Y, en ese sentido, sus acciones quedarán impunes en gran medida. La impunidad frente al asesinato es evidentemente contraria a los principios de la Constitución.
Pero, debe admitirse que la Constitución es sumamente ambigua en este aspecto, pues no detalla con precisión cuáles procedimientos indígenas serían admisibles. Y, en este sentido, quizás quienes exigen la libertad de Sabino sí tienen a su favor el hecho de que la Constitución concede esa prerrogativa a las comunidades indígenas. En 1999, los constituyentes veían como un supuesto “gran avance” los artículos que concedían autonomía jurídica a los indígenas. Yo, al contrario, lo veo como un gran retroceso. Creo que ha sido un garrafal error, y por eso, si bien acato la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, le reprocho este aspecto.
Conceder autonomía jurídica a los indígenas es un retroceso porque, llanamente, implica permitir la imposición de leyes paleolíticas. Uno de los grandes avances en la humanidad ha sido el forjamiento de un Estado que administre racionalmente penas y castigos y establezca un mínimo de garantías jurídicas. Esto fue posible sólo con el advenimiento de los grandes sistemas jurídicos, en especial, aquellos fundamentados en el Derecho Romano. Los sistemas jurídicos indígenas no contemplan averiguaciones policiales racionales (no conocen la disciplina de la criminalística), imponen castigos inhumanos, no contemplan la responsabilidad personalísima (una persona puede ser responsable de los crímenes cometido por su hermano, por ejemplo), ni tampoco conciben la igualdad frente a la ley (un cacique puede ser exonerado de responsabilidad penal si está dispuesto a pagar alguna dote compensatoria).
El caso de Sabino pone de relieve una cuestión filosófica de mayor envergadura; a saber, el alcance del relativismo cultural y los vicios y virtudes de la civilización occidental. Es insensato negar que Occidente ha cometido muchos crímenes en su expansión colonial, pero es igualmente insensato postular que los sistemas jurídicos occidentales no son una mejora frente a las leyes indígenas que se parecen al derecho consuetudinario de la Edad de Piedra. Muchos indigenistas alegan que las “tradiciones ancestrales” deben ser conservadas, pero yo estimo que lo ancestral no es garantía de lo bueno. Hay muchas tradiciones ancestrales detestables: torturar herejes, abandonar niños deformes, sacrificar seres humanos, etc.
Más allá de sus abusos colonialistas (y, de nuevo, sería insensato negarlos) la civilización occidental ha sido la responsable de promover una visión universalista del hombre, la cual cada vez más es extendida a todos los rincones del planeta. Según esta visión, todos los seres humanos tienen un mínimo de derechos y obligaciones, independientemente de dónde se encuentren. Ciertamente nuestras leyes son de origen occidental, pero tienen suficiente mérito como para ser aplicadas a todos los seres humanos.
No vale escudarse en las particularidades culturales arcaicas para solicitar ser una excepción. Los yukpa no han renunciado a la tecnología occidental (de hecho, los asesinatos que se le imputan a Sabino fueron cometidos con escopetas, no con arco y flecha); ¿por qué, entonces, han de renunciar a las leyes occidentales? No es sensato que los yukpa asuman la civilización occidental sólo cuando les conviene. Por eso, en nombre del progreso, estimo que el cacique Sabino debe ser procesado según las leyes occidentales contempladas en nuestro derecho procesal penal. Y, asimismo, sería igualmente conveniente que, en una futura constituyente, se deroguen los artículos constitucionales que garantizan autonomía jurídica a las comunidades indígenas.

lunes, 27 de septiembre de 2010

2012, ACHEVER CLAUSEWITZ, AND THE ‘DOOMSDAY ARGUMENT’




2012: Doomsday!
The history of apocalyptic expectation is closely linked to collective forgetfulness. Over and over again, the end of the world has been announced for a specific date. And, over and over again, each one of those specific dates has come and gone, and yet, here we are. By now, a massive list of failed apocalyptic dates should warn us against future specific apocalyptic expectations, and yet, large amounts of people in the Western World still pay attention to doomsday enthusiasts.
The list of failed apocalyptic predictions is simply too long to be referenced here. Although there has been great apocalyptic expectation ever since the days of Jesus, for some time it seemed that the Enlightenment would bring forth an era of secular optimism, and would finally suppress obsessions with the end of the world as we know it. But, soon, the Enlightenment became the very root of secular millennialism, and a new sort of apocalyptic expectation emerged in utopian thought, i.e., Marxism.
Whereas 19th Century Europe became the birthplace of a sort of secular utopian millennialism, 19th Century America became the birthplace of a renewed religious apocalypticism. William Miller and his followers (Millerites) openly expected the end of the world on March 21, 1844, but of course, nothing happened. This became the ‘Great Disappointment’. And, ever since, a wide variety of successive ‘Great Disappointments’ have taken place among American Doomsday cults, over and over again. These failures do not disappoint (perhaps they should no longer be called ‘Great Disappointments’); instead, they are just interpreted as suspensions until a future apocalyptic announcement.
There is, in fact, a major obsession with the end of the world in American culture. And, as a result of globalization, this obsession is easily spreading to other regions of the world. This obsession, of course, is not confined to traditional apocalyptic factions such as Seventh Day Adventists, Jehovah’s Witnesses or the Church of Jesus Christ of Latter-Day Saints. We are also fully aware of doomsday cults that tend to have tragic ends, such as the Branch Dravidians, Peoples Temple or Heaven’s Gate. Actually, the apocalyptic obsession need not even be religious: a major flood of apocalyptic films in recent years deal with secular doomsday scenarios.
For a while, it seemed that the Great Disappointment did leave a lesson: when proclaiming the upcoming end of the world, it would be wiser not to offer a specific date. Indeed, this seems to be the strategy pursued by contemporary apocalypticists, both religious and secular. Tim LaHaye and Jerry Jenkins have gone over the board with their very lively Left Behind series, and although they seem to think that the Rapture will come in the not-too-distant-future (perhaps before this very generation passes away), they have been careful enough not to offer a precise date. The same goes for Shiite enthusiasts of the Hidden Imam’s return. Yes, there are signs of the end times all over; but, no one really knows exactly when it will happen.
Secular apocalypse seems no different in this aspect. Yes, global warming, nuclear winter or robots’ rebellions will bring an end to the human race, but, exactly when? No one dares to say. The Millerite lesson has been learned: announce the imminent end of the world, but do not announce its date!
Yet, every once in a while, the Millerite lesson is ignored, and again, a new doomsday date is set. By now, you probably forgot about 1988: according to Edgar Whisenant, the world would come to an end that year, and he even offered 88 reasons for it (it is hard not to see a publicity stunt in the number of reasons!). You might remember, however, the Y2K bug a decade ago. Planes would crash, the international bank system would collapse, wars would be fought as a result, etc. Another Great Disappointment came forth.
The Y2K bug, however, was unique among the rest of the Great Disappointments. The threat (if there was ever one) was secular: mankind had not measured the consequences of technology use, and then we would expect dire consequences. But, in as much as it coincided with the start of the third millennium (actually, the start of the millennium was the year 2001, but little attention was paid to that crucial little detail) the Y2K bug expectation was not wholly secular. A great deal of Christian factions have expected the start of the millennium (Christ’s 1000 year-reign before the final battle with Satan), but prior to that, the Great Tribulation is expected (a seven year period that witnesses the rise of the Antichrist). It did not take a long time for some people to figure that the imminent Y2K chaos would be a signal for the beginning of the Tribulation. In a sense, the Y2K bug expectation was the first conjoined religious and secular apocalypse.
Apocalypticism is mostly Judeo-Christian-Islamic heritage. Apocalypticism presupposes linear time: History began at some point, and History will also come to an end. Many historians of religions acknowledge that linear time is mostly a Biblical invention. Although cultures not influenced by Biblical apocalypticism have often made some predictions of coming catastrophes (e.g. Norse mythology’s Ragnarök), this is not a major theme in their folklore. But, in the same manner that some Christian fundamentalists made use of the secular Y2K bug expectation, today many Christian and secular apocalypticists are making use of an alleged Maya prophecy: the 2012 phenomenon. And, just as the Y2K bug was the first conjoined Christian-secular apocalyptic expectation; today the 2012 phenomenon is becoming the first conjoined Christian-secular-neopagan apocalyptic expectation.
On December 21st, 2012, a cycle of 5125 days will come to an end in one version of the Maya calendar. Doomsdayers see this as the end of the world. It is far from clear that, under the Maya conception, the end of the 5125-days cycle will bring about the end of the world. In fact, it seems much more likely that the Mayans believed that at the end of the cycle, another cycle would begin. Consider this analogy: our calendars for 1998 came to an end on December 31st, 1998; that does not mean that the world would come to an end on that date, it only meant that a new calendar would be in use. Contemporary Mayans certainly do not interpret December 21st 2012 as the end of the world. For them (most Mayans even prefer the Gregorian calendar), it is just the end of the cycle, and the beginning of a new one.
But, let us suppose that, indeed, the Maya calendar does announce the end of the world, and indeed, contemporary Mayans are preparing for doomsday. So what? Should Western scientific secular rationality even care about what an ancient civilization believed? Why should the Mayans be credited with knowledge of the future? If we are willing to discredit Hal Lindsey’s idiotic apocalyptic announcements in The Late Great Planet Earth, shouldn’t we do the same with the Mayans (if, at any rate, the Mayans do accept December 21st, 2012 as doomsday)? Although Mayan culture survives today among the inhabitants of Mexico and Guatemala, their civilization notoriously collapsed in the 9th Century. Would the Ancient Mayans be any good at predicting the end of the world, if they could not even sustain their own civilization?
There is, of course, a long tradition of attributing great knowledge to ancient cultures, especially non-Western cultures. I suppose this is part of what Eric Gans calls “white guilt”: Europeans and their descendents feel embarrassed about what their ancestors may have done in the Americas (it is rather strange that contemporary Mayans do not generally feel ashamed of what their ancestors may have done; e.g., human sacrifice), and one way to cope with their guilt is to attribute great wisdom to pre-Columbine peoples. Ever since Tacitus, there has been a tendency to romanticize the Noble Savage. The 2012 apocalyptic expectation is part of this trend. Under the doomsdayers’ vision, we Westerners have despised natives, but they will have their final say: prepare to meet thy end!
Ever since Bartolome De las Casas back in the 16th Century, many Christian missionaries have attempted to see a form of primordial Christianity among non-Christian indigenous peoples. De las Casas believed that Native Americans were one of the lost tribes of Israel, as would later do Joseph Smith. Something similar seems to be going on with 2012 doomsday expectations. Christian and post-Christian Western apocalypticists interpret the Maya calendar in terms of the long apocalyptic expectation of Christianity. And, in as much as they attribute ancient Mayans with a doomsday prophecy, they make ancient Mayans resemble early apocalyptic Christians. Thus, in a sense, the 2012 phenomenon is a conjoined Christian-pagan apocalypse.
But, that is not all. In our secular era, you needn’t be a Christian or a Maya enthusiast to believe the world will come to an end on December 21st 2012. A plethora of secular pseudoscientific beliefs also support the idea of imminent doomsday. Planet Nibiru will collide with Earth on that doomful day. The scientific community agrees that such planet does not even exist. However, 2012 doomsdayers claim that Nibiru was in fact discovered by the Sumerians, and that NASA and conventional scientists are pursuing a massive conspiracy to conceal the imminent catastrophe. Apparently, such beliefs are not very different from lunar conspiracy theorists and the like.
Other 2012 doomsdayers believe there will be a geomagnetic reversal that will result in major catastrophes. Although such reversals have taken place in the past, they have not been sudden events, and there is no evidence that such a reversal would cause catastrophes. A wilder theory holds that there will be a polar shift. The Earth’s axial tilt is 23.44 degrees, but this theory expects a much greater axial tilt, to the point that Antarctica would be near the equator, and North America would be the new North Pole. Again, scientists acknowledge that the Earth’s axial tilt may increase, but at the rate of 1 degree per million years. Nothing special is expected for December 21st 2012.
It is true that on December 21st, 2012, there will be an alignment of the Sun with the galactic equator. But, scientists assure us that this is nothing special. The galactic equator is just an arbitrary line designed for our purposes of enquiry. No special effect should be expected from this alignment.





The Clausewitzian Apocalypse
Clearly, the 2012 apocalypse is massive nonsense. It may be fine entertainment, and as such, blockbuster movies such as 2012 are not entirely blameworthy. However, it is quite sad that TV networks that purport to be scientific, such as The History Channel, perpetuate 2012 doomsday speculations.
But, we shall ask: is all apocalyptic talk nonsense? René Girard thinks not. In what appears to be the closing book of his career , Achever Clausewitz, Girard tackles apocalypticism, an issue that was latent in his previous work, but was never really fully developed. And, indeed, through a reading of the work of 19th Century military genius Carl von Clausewitz, Girard comes to consider that the apocalyptic message is very urgent.
Girard (2007: 21) would agree that most (but by no means all) apocalyptic talk is dangerous nonsense: “The only Christians that still talk about apocalypse are fundamentalists, but they depart from a totally mythological idea. They believe that violence during the end of days will come from God Himself… They do not see that the violence that we are amassing on our own heads has all qualities necessary to set the worst. They do not have any sense of humor”.
The New Testament is filled with apocalyptic passages. Jesus’ sayings as recorded in the gospels (especially the Olivet discourse in Matthew 24; Mark 13 and Luke 21) announce terrible things to come. The epistles of Paul also have an ardent apocalyptic message, and the most controversial piece of all Biblical literature, the Book of Revelation, is thoroughly apocalyptic.
Indeed, as Girard warns in the passage cited above, most contemporary Christians interpret these Biblical passages in terms of imminent divine wrath, and a dualist cosmic battle between God and his elected few on the one side; and Satan, the Antichrist and the forces of evil on the other side.
According to Girard, these Christians have gravely misunderstood the book of Revelation, and the Christian apocalyptic message in general. The Greek word Aποκάλυψις means ‘revelation’. And, as such, an apocalyptic message purports to reveal a message. Thus, apocalypticism need not proclaim a violent God. It only proclaims a revelation. Under Girard’s view, the message revealed in Biblical apocalypticism is not God’s wrath, but rather, a warning about the dire consequences of uncontrolled human violence. The Olivet discourse and the book of Revelation are not warnings about God’s imminent intervention wipe out sinners; they are warnings about what will become of humanity if we continue our current trends of violence.
Girard believes that Christianity has made scapegoating ineffective. Before the spread of Christianity, cultures could solve their violent strife with a scapegoat mechanism: conflicts would come to an end as communal violence was transferred upon a scapegoat accused of transgressing some prohibition. But, in as much as Christianity defends victims, Christians begin to appreciate scapegoats as such (i.e., as not guilty), and the scapegoat mechanism no longer works. Girard believes that, as a result of Christian influence worldwide, communities cannot employ the scapegoat mechanism as they used to, and they no longer have an easy way of putting an end to violence. The apocalyptic message is a warning about the inefficiency of scapegoating. In as much as scapegoating no longer works, violence among human beings becomes a major threat. The only way to avoid doomsday is to lay down our weapons and stop becoming obsessed with our enemies. Otherwise, the apocalypse will be inevitable.
Girard appreciates Calusewitz as a sort of apocalyptic genius. The great Prussian general understood that, beginning in his time, war would no longer be a matter of gentlemen, but rather, a crude, inhumane, brutal activity. Clausewitz wrote in the context of the Napoleonic wars, and these were the first ‘total wars’, i.e., wars fought regardless of the extreme consequences. Ever since, successive ‘total wars’ have been fought, and mistakenly, some people hold Clausewitz responsible for the brutality of World War II. It is a matter of debate whether Clausewitz in fact desired ‘total wars’; but under an interpretation favored by Girard, Clausewitz was more of an apocalyptic announcer than an actual advocate.
Clausewitz also realized that military confrontations arise from reciprocity and escalations, and Girard appreciates in Clausewitz a forerunner of his theory of mimetic desire. Girard interprets Clausewitz’s famous dictum that war is a continuation of politics, as a warning that, in a world touched by Christianity, not even politics is an efficient means to contain violence. Girard draws a conclusion that Clausewitz did not reach: the only way to contain violence is to avoid destructive mimetic desire.
Clausewitz, no doubt, is widely misunderstood. And, I find Girard’s analysis very enlightening. Girard has a negative tendency to project on past authors his own views, but I think he is justified to do so in Clausewitz’s case. However, I find Girard’s interpretation of the Christian apocalypse very dubious.
Girard refuses to accept what seems to be a plain historical fact: contemporary Christian apocalyptic fundamentalists closely resemble early Christians and Jesus. It seems to me that Girard’s portrayal of the historical Jesus is erratic. The most plausible portrayal of the historical Jesus is that he in fact was an apocalyptic preacher that believed God’s wrath was imminent. Jesus does not appear to warn that human violence would bring forth the apocalypse; when he said something like “The Son of Man will send his angels and they will collect out of his kingdom all causes of sin and all evildoers, and they will throw them into the furnace of fire, where there will be weeping and gnashing of teeth” (Matthew 13: 42), he meant it quite literally; i.e., God’s violence will come. We would need a very forced interpretation (as Girard sometimes attempts to do) not to appreciate the plain appeal to divine violence in Jesus’ words. Nowhere in passages such as the one previously cited, does Jesus imply that apocalyptic violence will come from man and not from God.
Most secular historians would accept a variant of Albert Schweitzer’s portrait of Jesus: a failed apocalyptic prophet that was awaiting divine violent intervention. To claim that Jesus did not expect God’s imminent wrath is simply to ignore the historical setting. A century and a half before Jesus, the Maccabee motivated apocalyptic expectations. The expectation of an intervening wrathful God encouraged fierce resistance against Seleucid occupation. By Jesus’ time, Roman occupation had once again motivated an apocalyptic expectation that encouraged patience and resistance in the face of suffering. Most historians would agree that Jesus was a disciple of John the Baptist, an ardent apocalyptic teacher (again, John plainly seems to preach imminent divine wrath, not an apocalypse brought forth by mimetic rivalries). And, there is little reason to suppose that Jesus would not continue his teacher’s conception of apocalypse.
The book of Revelation seems to be no different. The themes, symbolism and structure of the book offer very few hints that its author intended it to be a warning about uncontrolled human violence. I find it much more plausible that Revelation is a book written in the face of Roman persecution, and it invokes a violent God. Its purpose is to encourage early Christians to resist just a little more, because God will soon intervene and put an end to all suffering, as the wicked will finally be punished. The Whore of Babylon, the seven hills, the number of the Beast, etc., are all clear references to Rome. The purpose of such symbolism is quite evident: there will be a cosmic battle, and God will defeat Roman imperial power in a spectacularly violent manner.
I think primitive Christianity would be more in tune with the Left Behind series than with Girard’s Les choses cachées despuis la fondation du monde. Contrary to what Girard seems to believe, Jehovah’s Witnesses’ apocalyptic leanings closely resemble those of Jesus and early Christians. Girard would be ashamed of a Jesus that preaches imminent divine wrath. And, indeed, he should be, for doomsday cults and sects are thoroughly irrational. But, we cannot adjust the historical facts to our preferences and desires. Girard is a superb philosopher, but I do not think he is a good historian of early Christianity or a New Testament critic. Girard does a marvelous job at warning how mimetic rivalries may lead us to an apocalypse of human violence, but I think he is wrong to attribute these views to the Gospels and the book of Revelation.
Thus, I would agree with Girard that apocalyptic talk is not necessarily nonsense. The world will not come to an end on December 21st, and the threats of polar shifts and Mayan prophecies are idiotic claims. But, there is plenty of room to argue that there is an apocalyptic threat. Girard thinks that that threat is violence among human beings, and violence against the environment. Unlike polar shift, this is no joke. We have been warned (although, again, I do not think the New Testament makes such a warning); it is up to us.

The Doomsday Argument
I would like to consider an apocalyptic book by a contemporary philosopher, John Leslie: The End of the World. Leslie’s book resembles Achever Clausewitz, in as much as it is a warning about the potential threats for human existence. However, I believe Leslie’s book is more interesting than Girard’s; Leslie is much more analytical and makes no appeal to divine revelation.
Girard’s apocalypticism is, in a sense, a posteriori. His warning about the end of the world is empirical: Girard has observed some empirical facts (mimetic desire, mimetic rivalry, scapegoating, the effect of Christian culture, etc.), and he has drawn the conclusion that, if we continue this path, the world could come to an end sooner than expected. Leslie’s apocalypticism is both a posteriori and a priori. Very much as Girard, he makes some empirical observations, and draws the conclusion that there is a latent danger for humanity’s existence. But Leslie believes that even if no empirical facts about destructiveness were to be known, we should still expect humanity to be short-lived. Thus, out of pure thought (i.e., without empirical observations), he has developed an argument about the extinction of humanity. This argument has been called the ‘Doomsday Argument’.
The argument goes roughly as follows: consider the total number of human beings that will ever exist, and consider the order that you occupy in the successions of human beings that have existed and that will ever exist. Now, consider the so-called mediocrity principle: in the same manner that you should not consider that the planet where you live is the center of the universe, you should not consider that your existence exceptional in any way. Now, if you accept the mediocrity principle, you should not consider yourself special in the order of human beings that have lived and will ever live.
After taking these premises into account, now consider two possibilities: 1) humanity overcomes major threats, colonizes other galaxies, and becomes extinct trillions of year from now; 2) humanity becomes extinct in a few centuries. If you accept the first possibility, and humanity survives for trillions of years, then your order would be exceptionally early in the succession of human beings that have lived and will ever live. But, by the mediocrity principle, you should not consider yourself exceptional. In other words, it is not likely that you are a very early or a very late member of the human species; probability would dictate that you are somewhere around the middle.
By most estimates, humanity has been around 200,000 years. If, by the mediocrity principle, you are probably not exceptionally early or exceptionally late, then you should assume that your position is around halfway in the course of humanity’s history. Thus, if so far humanity has been around 200,000 years, then maybe it still has 200,000 years more of existence.
However, we should not make calculations in terms of years of existence, but rather, in terms of the number of human beings that have existed. By most estimates, the current human population is about 6-10% of all humans that have ever lived. If the current demographic growth rate continues, then humanity would meet its end in a few centuries. For, even if we are currently halfway in the number of human beings that will ever live, current demographic growth would dictate that in a matter of a few centuries, we would reach the total number of human beings that will ever exist.
Let me try another line of argument, appealing to a thought experiment popularized by Leslie. Suppose two urns are placed in front of you. Both urns have numbered lottery balls. One urn has 10 balls (numbered from 1 to 10); the other urn has 1,000 balls (numbered from 1 to 1,000). However, you do not know which urn has 10 balls, and which one has 1,000 balls. Now, suppose that you draw a ball from the first urn, and it is numbered 7. Would such an urn be likely to have 10 balls, or 1,000 balls? Common sense would indicate that, most likely, the urn would only have 10 balls.
This thought experiment would be an analogy of human population. Instead of two urns, consider two hypotheses: the total number of human beings that will ever exist can be estimated by billions, or by trillions. When ball number 7 is drawn, common sense dictates that it is more likely that there are only 10 balls. In the same manner, when we consider how many human beings have existed so far, common sense would indicate that it is more likely that the number of human beings that will ever live can be counted by the billions, not trillions.
Most people immediately reject this argument, but it is not easy to pin down what is exactly wrong with it. In this, the doomsday argument resembles Zeno’s paradoxes or Anselm’s ontological argument for the existence of God: they seem plain absurd, but critics have a hard time refuting them.
Perhaps a parody, or a reductio ad absurdum, is in order here. Cro Magnon could have used the doomsday argument to conclude that humanity would become extinct very soon. A Cro Magnon could have thought about the number of humans that had ever lived, and he would have concluded that the species would soon die out. Perhaps I should even consider that I do not have much time left: I could either live half a million more minutes, or 45 million more minutes. In as much as I have already lived 15 million minutes, it would be more likely that I would only live half a million more minutes; hence, I would not be around a year from now. So, if Cro Magnon could have used the doomsday argument, and yet, he would have been clearly wrong (as humanity has surpassed that expectation), then we would also be wrong to use the doomsday argument.
Be that as it may, the doomsday argument has produced massive rebuttals and defenses. It is not my pretension to settle the discussion either for or against. However, a clarification is most needed: the doomsday argument does not pretend to fix a date for the end of the human species. It only points out that it is highly probable that the world might come sooner than what we might traditionally expect.
Thus, in a sense, the doomsday argument is not absolutely fatalistic. Although we are aware that probabilities are against our prolonged existence, we may use this knowledge to do something about it. In fact, that is the intention of Leslie’s The End of the World: once we understand that there is a probabilistic risk, we urgently need to take measures. And, very much as Girard, Leslie considers some of the risks threatening our survival as a species, and urges to do something about them.
Girard believes that the most relevant apocalyptic threat is human violence itself, and Leslie would agree. Although the Cold War is over, nuclear war (either accidental or deliberate) is still a latent danger. Or, at any rate, if not nuclear war itself, then presumably the effects of nuclear war (e.g., a nuclear winter) could also bring about our demise. Some scientists assure us that nuclear war, although disastrous, would not be sufficient to wipe out humanity. But, regardless of whether or not we survive nuclear battles, it is surely a terrifying threat.
Aside from violence among us, we human beings also have the terrible potential to bring forth our own extinction. Regardless of whether or not global warming is in fact generated by human beings, we do have the capacity to destroy the environment. Perhaps our technologies can grow out of control; e.g., nanotechnology may produce self-replicating minute robots that, in a matter of days, could consume the whole planet. Perhaps careless genetic engineering may set a global pandemic out of control. Perhaps robots surpass us in intelligence, and wind up turning against us. And so on. Obviously, if these scenarios are human-generated, then we do have the opportunity to avoid them.
Girard seems mostly concerned with threats that come from human being themselves, but we must not leave aside apocalyptic threats that do not come from human actions. A few secular apocalypticists (Nick Bostrom, Martin Rees) have warned about them: perhaps a meteorite or asteroid could impact our planet; perhaps gamma rays would affect our atmosphere; perhaps we are invaded by extraterrestrials. Even if these threats are not human-triggered, we could still attempt to evade them through some sort of technological prevision.
The 2012 phenomenon is pseudoscientific gibberish. But, usually, pseudoscientific claims force us to reconsider our current understanding of science. And, indeed, the alleged 2012 doomsday should be an invitation to consider what our real apocalyptic threats are. Time is running out.

Works cited

Bostrom, Nick. “Existential Risks: Analyzing Human Extinction Scenarios and Related Hazards”. Journal of Evolution and Technology, Vol. 9, March 2002 Retrieved: http://www.nickbostrom.com/existential/risks.html
Bruce, Alexandra. 2012: Science or Superstition? The Disinformation Company. 2009.
Gans, Eric. “White Guilt, Past and Future”. Anthropoetics, 12, No. 2. Winter 2007.
Girard, René. Des choses caches depuis la foundation du monde. Paris: Librarie Generale Francaise. 1983.
___________ Achever Clausewitz. Paris. Carnets Nord. 2007
Leslie, John. The End of the World. London: Routledge. 1998.
Rees, Martin. Our Final Hour. New York: Basic Books. 2004.
Schweitzer, Albert. The Quest for the Historical Jesus. New York: Fortress Press. 2001.

domingo, 12 de septiembre de 2010

GOULD, Stephen Jay. Ciencia versus religión: un falso conflicto. Crítica, Barcelona, 2007



En una edición pasada de la Revista de Filosofía, publiqué una reseña del libro The God Delusion (El espejismo de Dios), del eminente biólogo Richard Dawkins. En esa obra, el autor en cuestión expresa su punto de vista según el cual la religión y la teoría de la evolución (y la ciencia en general) son irreconciliables. En buena medida, el libro de Dawkins fue una reacción contra la presente obra de Stephen Jay Gould, célebre biólogo y ensayista fallecido en 2002.

Allí donde Dawkins ve un conflicto irreconciliable entre ciencia y religión, Gould considera que este conflicto no necesariamente tiene por qué desarrollarse. Para justificar su posición reconciliadora entre ciencia y religión, Gould, quien dicho sea de paso, se consideró un agnóstico “en el sabio sentido de T.H Huxley [el primero en usar el término ‘agnosticismo’]” (p. 16), propone que, tanto la ciencia como la religión, para evitar conflictos entre ellas, se adhieran al principio MANS, siglas para la frase “Magisterios no se superponen”. En otras palabras, Gould considera que, si la ciencia y la religión encuentran cada una magisterios de su competencia, y se comprometen a no entrometerse en los otros, perfectamente pueden coexistir. El magisterio de la ciencia estaría confinado a las explicaciones sobre “el reino empírico: de qué está hecho el universo (realidad) y por qué funciona de la manera que lo hace (teoría)”, mientras que “el magisterio de la religión se extiende sobre cuestiones de significado último y de valor moral” (p. 14).

Así, de la argumentación de Gould se desprende que es perfectamente posible ser católico, protestante, budista, musulmán, judío, etc., y al mismo tiempo conservar visiones científicas del mundo. De hecho, esgrime Gould, desde Newton hasta Juan Pablo II, los grandes científicos han sido teístas, y los grandes teólogos han defendido los avances de la ciencia.

No tengo dificultad en admitir que los más grandes científicos de la historia, de forma general, han conservado creencias religiosas. De hecho, yo complementaría la defensa de Gould argumentando, como hace el historiador de la ciencia Stanley Jaki, que algunas ideas exclusivas de la cosmovisión judía y cristiana fueron muy favorables al desarrollo de la ciencia. Pero, con todo, creo que es una falacia inferir que, a partir de estos hechos, la ciencia y la religión no están en conflicto.

En primer lugar, Gould tiene en mente una concepción de la religión que, a mi juicio, no se corresponde con lo que los ejemplos concretos de religión en realidad son. A juicio de Gould, la religión ofrece respuestas a preguntas que la ciencia no puede responder, especialmente en lo que concierne a temas morales. Según su interpretación, en base a la célebre refutación de la falacia naturalista adelantada por G.E. Moore, la ciencia enseña cómo es el mundo, mientras que la religión enseña cómo debería ser el mundo. Mi objeción a este argumento es que la religión pretende mucho más que la elaboración de meras proposiciones morales; de ninguna manera se limita a señalar cómo debe ser el mundo, frecuentemente ha irrumpido en el magisterio de la enseñanza sobre cómo es el mundo. Además de eso, también me resulta problemático asumir que la religión esté en mejor posición que la ciencia o la filosofía para dar lecciones morales. Ciertamente la ciencia tiene dificultades para ofrecernos respuestas a la pregunta “¿cómo debemos vivir?” (pues la prescripción no siempre se deriva de la descripción), pero, dificulto que la religión también pueda hacerlo. El célebre dilema planteado por Platón en el Eutifrón (¿El bien es ordenado por Dios porque es bueno, o es bueno porque es ordenado por Dios?), debería generar serias dudas respecto a la capacidad de la religión para ofrecer pautas morales.

Gould sostiene como principio rector del MANS el siguiente mandamiento: “No mezclarás los magisterios al afirmar que Dios ordena directamente acontecimientos importantes en la historia de la naturaleza mediante interferencia especial que sólo la revelación puede conocer y que no es accesible a la ciencia” (p. 86). En otras palabras, Gould sostiene que, para que la religión no interfiera con la ciencia, debe prescindir de sus creencias en milagros y su defensa de dogmas de fe. Esta pretensión es sencillamente ingenua: ninguna de las religiones teístas estaría dispuesta a abandonar los milagros o ciertas doctrinas sólo defendidas por la fe.

Ciertamente algunas de las narraciones en la Biblia y el Corán han sido alegorizadas por exégetas judíos, cristianos y musulmanes. Así, por ejemplo, Gould felicita a los católicos por su disposición a alegorizar el relato de la Creación en Génesis, y aceptar a la teoría de la evolución como un hecho, como buena demostración de que MANS es posible. Pero, vale preguntarse, ¿están los católicos dispuestos a alegorizar el nacimiento virginal o la resurrección de Jesús? La creencia literal en estos eventos ciertamente interfiere en lo que la ciencia enseña sobre el proceso de fecundación o descomposición de cadáveres. A propósito, nunca he entendido por qué el catolicismo sí está dispuesto a alegorizar las narrativas de los primeros capítulos de Génesis, pero no la de los últimos capítulos de los evangelios.

Creo que el único sistema religioso que medianamente podría ajustarse a las exigencias de Gould para no entrar en conflicto con la ciencia, es el deísmo: prescinde de milagros y sólo apela a la teología natural. No creo que los teístas convencionales (judíos, cristianos, musulmanes) encontrarán en MANS una respuesta satisfactoria, pues el mismo contenido de sus doctrinas religiosas hace inevitable una intromisión en el magisterio de las ciencias. Con todo, ni siquiera considero que el deísmo pueda conciliarse a plenitud con la ciencia. Si, como postula el deísmo y la teología natural, Dios calculó detalladamente los ajustes de su creación, el universo creado sería muy diferente de un universo que no fue creado, sino formado obedeciendo a procesos que no están guiados por una inteligencia.

Gould sostiene reiteradamente la opinión según la cual, ciencia y religión con compatibles, pues la primera no puede decir nada sobre la existencia o inexistencia de Dios y otros preceptos de la religión. Ciertamente, en estricto sentido, la ciencia no puede pronunciarse sobre la existencia o inexistencia de Dios. Hasta ahora, la ciencia no ha encontrado evidencia para afirmar la existencia de Dios, pero Gould insiste en que eso no es motivo para negar lo divino, pues es perfectamente posible que, en dimensiones desconocidas inaccesibles a la ciencia, se encuentre Dios. Mi dificultad con este argumento es que, si en efecto la ciencia no puede pronunciarse sobre la existencia o inexistencia de Dios, tampoco puede hacerlo respecto a los vampiros, las hadas madrinas o los extraterrestres. Quizás estas entidades también existan en un plano inaccesible a nosotros. Gould exige respeto para el científico que sostenga la creencia en Dios, pero, yo me pregunto si exigiría el mismo respeto para el científico que sostenga la creencia en el chupacabras cósmico. Si la ciencia no ha encontrado a Dios (o al chupacabras cósmico), ¿para qué pronunciarse sobre una entidad inaprehensible a los sentidos, y sobre la cual no hay un concepto definitivo? Ciertamente debemos estar abiertos a la posibilidad de su existencia, pero, en el entretiempo, es mejor callar al respecto, y vivir como si no existiese.

DAWKINS, Richard: The God Delusion. Houghton Miffilin Company, Boston, 2006


Richard Dawkins es una personalidad bastante conocida en el mundo de la biología y de las ciencias en general. Su indiscutible carisma (acompañado de cierta dosis de arrogancia) también le ha permitido convertirse en un exitoso presentador de televisión, y puede pensarse que sus programas han venido a convertirse en los herederos del inolvidable Cosmos de Carl Sagan. No existe mayor riesgo en asegurar que Dawkins es el mayor exponente de la teoría de la evolución en la actualidad, y en las últimas décadas ha tomado gran entusiasmo en defender la teoría de Darwin contra los ataques del movimiento creacionista y los promotores de la teoría del ‘Diseño Inteligente’.

Existe un gran debate respecto a la religión de Darwin. La mayoría de los biógrafos coincide en que Darwin permaneció agnóstico hasta el momento de su muerte. Pero, lo que realmente se debate es si la teoría de la evolución es compatible con el teísmo. En su momento, Pierre Teillhard de Chardin intentó reconciliar el darwinismo con el cristianismo, y hasta el día de hoy, el Vaticano ha avalado la teoría de la evolución, y salvo las corrientes evangélicas de origen estadounidense, casi todos los cristianos y judíos aceptan que sí ha habido evolución. No obstante, existe un grupo de defensores de la teoría de la evolución que considera que el darwinismo es incompatible con el teísmo; lógicamente, estos autores abrazan el ateísmo. Pues bien, Dawkins encabeza este grupo, y The God Delusion es su manifiesto ateo: no sólo se limita a exponer por qué considera que es casi seguro que Dios no existe, sino también por qué creer en Dios es un delirio peligroso que ha generado, y sigue generando, más mal que bien en el mundo.

The God Delusión es el corolario de un filme documental producido por Dawkins en 2006, The Root of All Evil?1. El libro en cuestión refleja muchos de los rasgos de la personalidad de Dawkins: brillantez y lucidez, pero también arrogancia e intransigencia. Está escrito en un estilo accesible a audiencias no especializadas, pues hace un uso particular de anécdotas. Dawkins domina muy bien el sarcasmo como recurso retórico, y el lector puede llevarse varias carcajadas cuando se exponen muchos absurdos e irracionalidades de las creencias religiosas. Bien puede pensarse en Dawkins como un Voltaire de la biología. Pero, en ocasiones, el libro se torna agresivo e inclemente, y se aprovecha de algunas opiniones escandalosamente mediocres emitidas por algunos representantes religiosos (tele-predicadores, fundamentalistas, etc.), para distorsionar como totalmente irracional alguna creencia religiosa que en realidad guarda cierto sentido y raciocinio.

Para exponer su opinión según la cual ciencia y la religión son irreconciliables, Dawkins toma como punta de lanza a Einstein. Muchos han querido ver en Einstein el paladín del científico moderno que conserva la creencia en Dios, pero Dawkins niega que eso sea así. Según Dawkins, el ‘Dios’ sobre el cual se pronunció Einstein no es más que el conjunto de las leyes del universo, y su uso de la palabra ‘Dios’ no fue más que un recurso retórico para referirse a cuán precisas y perfectas son esas leyes, no para señalar la existencia de un ente sobrenatural que creó el universo.

Asimismo, Dawkins considera que no es legítimo establecer una línea de separación entre ciencia y religión, como si la última se desenvolviese en otro plano, otra dimensión que no concierne a la ciencia. La religión, sostiene Dawkins, sí tiene pretensiones científicas, pues atribuye fenómenos inexplicables dentro de los límites de nuestro tiempo y nuestro espacio; no en otra dimensión. La creencia es que Jesús resucitó en Palestina en el siglo I, un tiempo y un espacio real, no en un plano inaprehensible a la ciencia. De forma tal que Dawkins considera que, puesto que la religión tiene pretensiones sobre el mundo que la ciencia explica, pronunciarse sobre Dios es una hipótesis científica susceptible de ser verificada o rechazada por el mismo método que verifica o rechaza la existencia de un elefante.

Así, Dawkins se propone refutar aquellos intentos racionales que alegan haber probado la existencia de Dios. De sobra es conocido que el mejor exponente de ese intento racional por probar la existencia de Dios es Santo Tomás de Aquino, y Dawkins parte del escolástico para refutar tales pruebas.

Frecuentemente se sostiene que las primeras tres pruebas esgrimidas por Aquino, (ex motu, ex causa, ex contigentia) realmente se refieren a un mismo principio: todo tiene una causa, o es movido por algo, pero no podemos regresar al infinito en una cadena causal, pues debe haber algo que causó sin que fuese causado, y a este agente lo podemos llamar ‘Dios’. Dawkins objeta que no se puede asumir que Dios sea inmune a la regresión causal; en otras palabras, si Dios es causa de todo, ¿cuál es la causa de Dios? Dawkins pareciera no tener dificultad en concebir una cadena causal que se prolonga al infinito. Por mi parte, creo que mi juventud aún no me ha permitido pronunciarme en definitiva sobre la existencia o inexistencia de Dios, y por los momentos, declaro mi agnosticismo. Pero, he de reconocer que la prueba para la existencia de Dios que más llamativa me resulta es precisamente el ‘argumento cosmológico’ de las tres primeras pruebas de Aquino: no logro concebir un mundo en el que haya una regresión causal infinita; en algún momento la cadena causal debe detenerse, y este agente que causa sin ser causado bien puede ser llamado ‘Dios’, en tanto es diferente al resto de las cosas que son causadas por otros agentes. De forma tal que, en oposición a Dawkins, yo sí estoy dispuesto a dar crédito al argumento cosmológico.

Dawkins sostiene que aún si se aceptase que existe una primera causa, no existe base para sugerir que esta causa tiene atributos divinos. En esto podría estar parcialmente de acuerdo. Ciertamente un Primer Motor no necesita ser omnipotente u omnisciente, pero sí creo que conserva algún atributo divino, en el sentido de que, si causa sin que sea causado, ya es diferente al resto de las cosas, y esa diferencia podría ser suficiente para que le llamemos ‘Dios’. Dawkins considera que llamar ‘Dios’ a, por ejemplo, el fenómeno del Big Bang, es equívoco, pues ese Big Bang no tiene los atributos que tradicionalmente se le confiere a la divinidad. Pero, repito: si ese Big Bang fue causa de algo sin que él mismo fuese causado, entonces ya podríamos denominarlo ‘Dios’, pues es diferente al resto de los fenómenos, y un atributo de la divinidad es precisamente su carácter extraordinario.

Dawkins dedica muy breve atención a la cuarta prueba de Aquino (ex gradu) y a otros argumentos tradicionales para la existencia de Dios, como la prueba ontológica de san Anselmo, la apuesta de Pascal, o las experiencias religiosas. Todos los refuta con bastante éxito, especialmente el argumento de la apuesta de Pascal.

A la quinta prueba de Aquino, la teleológica (ex fine), Dawkins dedica extensa atención para intentar refutarla. Según este argumento, el mundo tiene un orden y una perfección evidente, y este orden debió venir de una inteligencia superior, un diseñador cósmico, a quien se puede llamar ‘Dios’. Dawkins exhibe toda su erudición como biólogo para demostrar que tal designio no es evidente en la evolución de las especies. Dawkins reafirma su posición darwinista, e insiste en que la apariencia de designio en los diferentes organismos no obedece a un ente diseñador, sino a un proceso de selección natural acumulativa que va perfeccionando gradualmente las estructuras de los organismos. A este punto de vista, algunos creacionistas han objetado el principio de la ‘complejidad irreducible’; a saber, que muchas estructuras no pueden haber surgido gradualmente, pues si no se desarrolla por completo tal estructura, no tiene ninguna funcionalidad (el ojo y el ala, en particular, son estructuras frecuentemente señaladas por los creacionistas como ejemplos de la ‘complejidad irreducible’). Con bastante maestría, Dawkins demuestra que ni el ala ni el ojo son estructuras de complejidad irreducible, y su desarrollo se explica mejor por la selección natural que por el designio.

Pero, Dawkins debe explicar el origen de la vida (no sólo su desarrollo), así como la perfección del universo y las leyes de la física para promover la vida, y éstos son difícilmente explicables a partir de la selección natural darwinista. Dawkins reconoce que las condiciones que generaron la armonía del universo y el origen de la vida son inmensamente improbables. La complejidad de nuestro mundo es difícilmente alcanzable por mero azar. Pero, de esto no debe deducirse que tras esos eventos se encuentre un diseñador inteligente (Dios). Pues, y he aquí el núcleo de la argumentación de Dawkins, si nuestro mundo resulta improbable por su complejidad, sería aún más improbable y complejo un Dios que haya diseñado semejante complejidad. Así, en opinión de Dawkins, argumentar que un mundo tan complejo sólo puede venir del diseño divino no resuelve nada, pues, inmediatamente debemos formularnos la pregunta: ¿qué diseñó al diseñador? De forma tal que, si bien Dawkins reconoce que nuestro mundo ha sido altamente improbable, sostiene que aun así, contra la probabilidad, ha venido a ser.

A favor de Dawkins se podría esgrimir lo siguiente: aun contra una alta probabilidad, yo puedo ganar la lotería. El hecho de haberla ganado no implica que un ente divino me favoreció en el sorteo. Las improbabilidades pueden ocurrir, y por más que sorprendan, deben aceptarse. ‘Improbable’ no es sinónimo de ‘imposible’. Pero, se podría objetar a Dawkins lo siguiente: postular que existe un Dios que ha diseñado el universo no constituiría mayor problema si se sostiene que, precisamente por ser divino, el diseñador no necesita ser diseñado. Por mi parte, la prueba teleológica para la existencia de Dios me parece débil, pues si Dios en realidad diseñó este mundo, su diseño es mediocre. Pero, rechazo la argumentación de Dawkins según la cual debemos preguntarnos quién diseñó a Dios. Con Dawkins, estoy dispuesto a admitir que es menester reconocer la enorme improbabilidad de que nuestro mundo haya venido a ser, pero de tal improbabilidad no se desprende un designio divino.

Aun si Dios no existiera, Dawkins debe responder a la siguiente pregunta: ¿por qué todas las sociedades han tenido alguna forma de religión? Dawkins sostiene que la religión pudo haber tenido alguna función en sus inicios, lo suficiente como para asegurar su existencia por milenios, pero que esa función se dejó de cumplir hace tiempo ya, y es menester dejar de lado las instituciones religiosas. Dawkins estima que la religión es un ‘efecto secundario’ de ciertos rasgos que se volvieron ventajosos en la evolución humana. En particular, considera Dawkins, la religión como sistema de adoctrinamiento sirvió para inhibir a las crías humanas y obligarlas a aceptar la autoridad de los padres, cuestión que tuvo el efecto ventajoso de alejar a las crías vulnerables del peligro. Pero, como efecto secundario, ha empequeñecido nuestra capacidad racional, y hoy en día la religión es más desventajosa que ventajosa. Por mi parte, yo sostengo un punto de vista similar al de Dawkins: la religión ha servido para preservar a la especie (le ha ofrecido consuelo en situaciones ante las cuales se desesperaría, ha promovido la solidaridad social, etc.), pero no creo que siga siendo necesaria para nuestra supervivencia; al contrario, el resurgir del fundamentalismo parece indicar que actualmente la religión es más peligrosa que ventajosa.

Como ateo, Dawkins también debe oponerse al argumento teísta según el cual, sin Dios, nuestra moralidad sería inexistente. En vena kantiana, Dawkins se adscribe a la opinión según la cual es verdaderamente moral la acción que es buena por sí misma, en oposición a la acción moral sólo por temor a la vigilancia de algún policía divino. Es más fructífero y moralmente superior hacer el bien por el bien mismo, que por temor a ser castigado por Dios. Ahora bien, si la raíz de nuestra moralidad no es el temor a Dios, entonces, ¿cuál es el origen de la moralidad? Dawkins regresa a las teorías por las cuales se hizo famoso con la publicación de su libro El gen egoísta hace treinta años, para explicar la moralidad. Hacemos buenas acciones para con los demás fundamentalmente por tres razones, ninguna de las cuales tiene que ver con Dios: 1) Ayudando a nuestros semejantes, perpetuamos nuestros genes; 2) En la medida en que somos buenos con los demás, esperamos reciprocidad; 3) La acción moral nos alimenta un sentido de superioridad por encima del receptor de nuestras buenas acciones. Estas explicaciones me resultan un poco rudimentarias, pero no las desecho del todo. Soy de la opinión que, probablemente la teoría del contrato social y el cálculo de medios, vinculada a la segunda razón esgrimida por Dawkins, sea la que mejor explique el origen de la moralidad: somos buenos porque adquirimos conciencia racional de que, a la larga, nuestra acción moral terminará por beneficiarnos. A esta moral se podría objetar lo mismo que Dawkins objeta a la moral religiosa: no defiende el bien por el bien mismo, sino en espera de una retribución futura. La diferencia, supongo, radica en el hecho de que, allí donde es plausible que otro ser humano nos retribuya, sólo por fe se supone que un ente celestial nos va a castigar si no hacemos el bien.

A mi juicio, el segmento más débil del libro de Dawkins es el capítulo 7, en el que intenta probar que nuestra moralidad no proviene de libros religiosos como la Biblia. Con esto estoy de acuerdo, pues me parece perfectamente concebible una ética secular ajena a la tradición bíblica; Aristóteles es un buen recordatorio de ello. Pero, Dawkins pretende más: expone a la Biblia como un texto abrumadoramente inmoral, cuestión con la cual estoy en desacuerdo. Dawkins presenta una visión mediocremente monolítica del Antiguo Testamento, sin considerar que semejante texto dista de ser un solo libro; antes bien, en el Antiguo Testamento se evidencia una marcada evolución hacia conceptos morales más refinados, y no es más que un reflejo de la progresión y maduración religiosa del pueblo judío. Por ejemplo, Dawkins considera que la historia del sacrificio de Isaac en Génesis 22 no hace más que aplaudir un intento de homicidio y abuso infantil. Esto revela cuán inepto es Dawkins para la hermenéutica bíblica: en la superficie, Génesis 22 puede resultar una historia escandalosamente inmoral, pero un análisis más profundo aprecia en ella más bien una transición hacia una moral más refinada, en la cual se censura el sacrificio humano y se instituye la sustitución animal.

Muy mediocre es también la presentación que Dawkins hace de la doctrina cristiana de la expiación. Lejos de estudiar con detenimiento los pasajes paulinos en los cuales se inspira la doctrina de la expiación (la cual, valga advertir, en su forma popular contemporánea debe más a Anselmo de Canterbury que al propio san Pablo, cuestión que Dawkins nunca menciona), Dawkins se complace en distorsionar como terriblemente violenta e irracional la aseveración según la cual Cristo murió por nuestros pecados. Debo reconocer que semejante doctrina resulta en apariencia irracional, pero no han faltado sensatos y efectivos esfuerzos por racionalizarla (la interpretación de René Girard, según la cual Cristo se entrega a la violencia para que no haya más violencia, es una de las que más efectiva me parece), cuestión que Dawkins omite por completo.



Por último, resulta especialmente significativo el capítulo 9, dedicado a la denuncia del adoctrinamiento religioso de los niños. Dawkins considera una forma de ‘abuso mental’ el adoctrinamiento religioso en la infancia (sobre todo en la presentación de imágenes infernales) y la atribución de doctrinas religiosas a unos seres humanos demasiado jóvenes como para comprenderlas. Durante mi infancia y parte de mi adolescencia asistí a escuelas católicas, y no puedo dejar de expresar mi acuerdo con Dawkins: desde muy joven fui víctima de la imposición (no de la persuasión) de doctrinas religiosas (sencillamente, si no estaba de acuerdo con algún dogma que se me enseñaba, se llamaba a mis representantes y se recomendaba que me inscribieran en otra escuela). Aquellos católicos venezolanos que ven con preocupación el posible adoctrinamiento de los niños en los liceos públicos deben preguntarse qué exige más adoctrinamiento: ¿creer que el comunismo es el mejor sistema social posible, o que una mujer virgen parió a un hombre que, después de muerto, resucitó? Bien vale seguir la recomendación de Dawkins: no debemos enseñar tanto qué pensar, sino cómo pensar.

Mitos relativistas XI: Emplear los términos ‘cultura superior’ y ‘cultura inferior’ es propio de los nazis




Es muy propio de la retórica en la discusión política que, tarde o temprano, aparezca Hitler en la discusión. Hitler es (con justísima razón) el personaje más nefasto del siglo XX, y en vista de que poquísimas personas se atreverían a defender a semejante monstruo moral, ha resulta muy común acusar a los adversarios políticos de defender ideas similares a las que defendió Hitler.
La discusión respecto a la existencia de valores universales, y sobre todo, la superioridad de algunas culturas, ha conducido a un lugar común en el indigenismo, y en el relativismo en el general: promover la idea de que hay culturas superiores e inferiores es una variante de la ideología nazi: para éstos, la raza aria, en tanto superior al resto de las razas del mundo, debía imponerse y exterminar a las demás. La convicción de que hay superiores e inferiores, alega el relativista, conduce a genocidios como el perpetrado por Hitler.
Hay varias respuestas a este alegato. En primer lugar, si bien debemos reconocer en Hitler un monstruo, no debemos cometer el error de pensar que todo aquello que se parezca, o esté asociado con Hitler, es en sí mismo monstruoso. Hitler usó un bigote muy cortito, pero eso no implica que todo aquel que use un bigote como ése es igualmente monstruoso (de lo contrario, ¡Chaplin debería ser despreciado por todos!). Los filósofos suelen llamar a este error de razonamiento la ‘falacia de asociación’.
De manera tal que el estar asociado ideológicamente con algún aspecto del nazismo no es inmediatamente motivo de descalificación. Con todo, si alguien promoviese, lo mismo que Hitler, la idea de que hay razas superiores e inferiores, y de que las razas superiores deben exterminar a las inferiores, entonces eso sí sería un motivo de reproche.
Pero, el rechazar el relativismo y aceptar que hay culturas mejores que otras dista de ser algo siquiera remotamente parecido a lo que defendían los nazis. Los nazis postularon relaciones de jerarquías entre las razas: para ellos, la constitución biológica de los arios es superior a la constitución biológica de los semitas y demás razas inferiores, y que la constitución racial influye sobre el desarrollo mental de los individuos. En vista de ello, los nazis sostenían que un judío, o cualquier otro miembro de una raza inferior, nunca podría asimilarse a la raza aria. Y, puesto que los esfuerzos de asimilación eran inútiles, era necesario exterminar a quienes no fueran arios.
Quien sostiene que hay culturas mejores que otras, por su parte, no alega que la constitución racial (si, acaso existe algo que podamos llamar ‘raza’, volveremos sobre esto más adelante) influye sobre el desarrollo mental de los individuos. Antes bien, en tanto somos una sola especie, todos los seres humanos tienen la capacidad de ser asimilados a otra cultura. Y, en vista de ello, los esfuerzos por asimilar a los miembros de culturas inferiores a las culturas superiores no son en vano.
En todo caso, corresponde invertir la acusación. No sólo quien se opone al relativismo y a la equivalencia de culturas no es un nazi, sino que también, quien defiende que no hay culturas mejores que otras, no tiene ningún motivo para reprochar a los nazis. Y, al final, el relativista termina siendo cómplice de los mismos crímenes del nazismo.
Si rechazamos la idea de que hay valores morales universales por medio de los cuales medir el desempeño moral de las sociedades, entonces no tenemos ninguna autoridad para juzgar a las atrocidades nazis. Si debemos ubicar a cada práctica cultural en su contexto, y juzgarla desde dentro (desde su propia ‘gramática’, como dirían muchos filósofos postmodernos), entonces Eichmann no debió haber sido juzgado en Jerusalén, sino en Berlín por jueces nazis. Si no hay culturas mejores que otras, entonces los nazis no han sido ni mejores ni peores que cualquier otro grupo humano. Y, por ello, no habría motivo para oponerse a sus prácticas.
El relativismo conduce inevitablemente a la excusa del nazismo. De hecho, muchos indigenistas están dispuestos a excusar los sacrificios humanos entre los aztecas, el canibalismo entre los tupinamba o la ingesta de drogas entre los inca. En su excusa, los indigenistas invocan el dogma relativista de que cada cultura debe ser entendida en su propio contexto, y no puede ser juzgada desde fuera. Sin embargo, no entiendo por qué los indigenistas no hacen lo mismo con la Inquisición o la Conquista de América. Y, tampoco entiendo por qué los relativistas sí están dispuestos a excusar las atrocidades cometidas por pueblos no occidentales, pero sí se deleitan denunciando las atrocidades de Hitler. Supongo que poca gente está dispuesta a aceptar que aquello que es bueno para el pavo, también es bueno para la pava.

Mitos relativistas X: Negar la igualdad de las culturas es negar la igualdad del hombre




El igualitarismo es una concepción filosófica muy extendida en nuestra civilización occidental. Pero, precisamente, tan difundida está entre nosotros, que existe la tendencia a creer que la idea según la cual todos los hombres son y deben ser iguales, es muy antigua. Fue realmente a partir de la Ilustración (de nuevo, ¡otro gran logro de la Ilustración!) cuando se concibió formalmente el igualitarismo.
Por supuesto, dista de haber pleno consenso respecto a qué se entiende exactamente por ‘igualdad’. En primer lugar, ‘igualdad’ implica, no propiamente falta de diferencia, sino más bien equivalencia. Es decir, si bien los seres humanos somos diferentes los unos de los otros, pues cada quien tiene su individualidad, todos valemos lo mismo. Con todo, hay un debate respecto al alcance de la igualdad. Los comunistas y socialistas suelen enfatizar la necesidad de instituir una ‘igualdad de condiciones’, a saber, que no existan clases sociales y que, a grandes rasgos, la riqueza sea repartida equitativamente entre todos. Por su parte, los liberales suelen enfatizar la necesidad de instituir una ‘igualdad de oportunidades’, a saber, que todos tengamos acceso a las mismas oportunidades (frente a la ley, frente al mercado, etc.), pero no necesariamente las mismas condiciones, pues no todos desarrollan las oportunidades en la misma medida.
Éste no es el espacio para discutir cuál de los entendimientos de ‘igualdad’ es el más acertado. Sea igualdad de condiciones, o igualdad de oportunidades, el hecho es que la vasta mayoría de los occidentales tenemos la convicción de que todos los hombres somos iguales. Ahora bien, a partir de este axioma, el relativista llega a una conclusión que parece ser muy lógica: si todos los hombres somos equivalentes, entonces todas las culturas también son equivalentes. Si ningún hombre es superior a otro, entonces ninguna cultura es superior a otra. Pues, las culturas están compuestas por hombres, y resulta natural que, si las culturas están compuestas por hombres, entonces las culturas tendrán las mismas propiedades que los hombres.
Debemos estar muy atentos a esa argumentación, pues es sencillamente falaz. Argumentar que las culturas son iguales porque los hombres son iguales es un ejemplo de aquellos que los filósofos llaman una ‘falacia de composición’. Esta falacia consiste en atribuirle al todo las propiedades de las partes. Pensemos en un caso elemental: la pared está hecha de ladrillos, los ladrillos son pequeños, por ende, la pared es pequeña. Sabemos que ésta no es una conclusión adecuada: existe la posibilidad de que la pared esté hecha con ladrillos pequeños, y con todo, sea grande.
De esa manera, el hecho de que las partes constitutivas de las culturas (a saber, los hombres), sean equivalentes entre sí no implica que las culturas sean equivalentes entre sí. Podemos predicar la igualdad de los hombres sin necesidad de predicar la igualdad de las culturas.
Inclusive, no sólo la igualdad del hombre no implica la igualdad de las culturas, sino que también, la igualdad del hombre sí implica la desigualdad de las culturas. No es posible predicar que todos los hombres son iguales y a la vez predicar que todas las culturas son iguales. Veamos por qué. Si aceptamos que no hay una cultura mejor que otra, es decir, que todas las culturas son equivalentes, entonces tenemos que aceptar que una cultura que acepte la igualdad del hombre no es mejor ni peor que una cultura que no acepte la igualdad del hombre. Pero, si aceptamos eso, entonces aceptamos el alegato de la segunda cultura, según la cual los hombres no son iguales. Así, al aceptar la igualdad de las culturas, aceptamos como válida la tesis pregonada por muchas culturas, según la cual los hombres no son iguales. Para poder aceptar la igualdad del hombre, tenemos que aceptar que una cultura que pregona la igualdad del hombre es mejor (y no meramente igual) que una cultura que no acepta la igualdad del hombre.

Mitos relativistas IX: No hay culturas ni superiores ni inferiores; sólo diferentes




Al relativista la desagradan las comparaciones. Pues, las comparaciones desembocan en una jerarquía, y unos terminan siendo mejor valorados que otros. Recordemos que, para el relativista, no hay verdades absolutas, en vista de lo cual, no es posible comparar jerárquicamente. Pues, para comparar jerárquicamente, se necesita de un patrón que permite medir a unos y a otros, y colocarlos en una jerarquía de valor a partir de lo que dictamine la balanza.
Por ello, para el relativista, no hay culturas mejores que otras. Si bien cada cultura tiene sus propias particularidades, todas son equivalentes. Son, por así decirlo, distintas pero equivalentes. Ninguna cultura vale más que otra, precisamente porque no hay valores absolutos. En tanto todos los valores son relativos, no es posible establecer comparaciones de valor.
En apariencia, esta argumentación le viene muy bien al indigenista. Pues, al insistir en que no hay culturas mejores que otras, el indigenista puede defender celosamente los modos de vida indígena, en tanto son tan valiosos como los modos de vida occidentales. Pero, visto más de cerca, esta argumentación pronto se convierte en un obstáculo para el indigenista, pues así como el modo de vida occidental no es mejor que el modo de vida indígena, tampoco es peor. Y, si de hecho, ningún modo de vida es mejor o peor que otro, entonces cualquier modo de vida es lícito. Eventualmente, el indigenista tendrá que admitir que los conquistadores españoles o las grandes corporaciones capitalistas son tan valiosas como sus costumbres ancestrales.
En todo caso, una vez más, la premisa según la cual no hay verdades absolutas es muy cuestionable. Y, si en efecto, aceptamos que, al menos en el plano moral, sí hay valores y verdades absolutas, entonces sí estamos en posición para sostener que unas culturas son mejores que otras. Aquellas culturas que se acerquen más a las verdades absolutas, sean morales, científicas o estéticas, serán mejores que aquellas culturas que estén más alejadas de esas culturas. Si asumimos como verdad moral absoluta que ofrecer sacrificios humanos a los dioses es malo, entonces aquellas culturas que no ofrecen sacrificios humanos son mejores que aquellas culturas que sí lo ofrecen. Si asumimos como verdad científica absoluta que la Tierra es esférica, entonces las culturas que sostengan esta creencia tendrán más valor que aquellas culturas que creen que la Tierra es plana.
Como ha de esperarse, al relativista no le agrada esta argumentación. Además de la negativa a aceptar verdades absolutas, algunos relativistas postulan que existen demasiados criterios posibles como para comparar jerárquicamente a las culturas. Nosotros los occidentales hemos desarrollado más la ciencia, pero los pueblos indígenas han desarrollado más el amor al planeta y la conciencia ecológica. Bajo un criterio, nosotros los occidentales somos mejores, pero bajo otro criterio, somos peores. ¿Por qué- pregunta el relativista- seleccionar arbitrariamente uno de estos criterios? En vista de que toda selección de criterios es arbitraria, es mejor no comparar. Las comparaciones son odiosas.
Puedo responder al relativista señalando que el hecho de que las comparaciones sean odiosas no implica que no podamos hacerla. Toda competencia donde haya ganadores y perdedores es odiosa, pero eso no impide que haya competencias. En toda comparación, seleccionamos un criterio por encima del otro.
De hecho, las comparaciones jerárquicas presuponen todo tipo de concurso, crítica, o premio. Una labor del crítico literario consiste en señalar cuáles obras son mejores que otras. Así como hay equipos de fútbol mejores que otros, o partidos políticos mejores que otros, también hay culturas mejores que otras. No hay (o, al menos, no veo) motivo por el cual sí podemos comparar jerárquicamente a Maradona con Pelé y decidir cuál es mejor futbolista (tal como lo hace la FIFA cuando entrega este tipo de premios), pero no podemos comparar jerárquicamente a los incas con los aztecas.
En la comparación jerárquica futbolística, ciertamente hay varios criterios. Podemos emplear como criterio el número de copas del mundo ganadas, los goles anotados, los pases completados, la espectacularidad del juego, la velocidad, etc. Pero, al hacer un balance guiados por estos criterios, podemos inclinarnos por Pelé o Maradona como el mejor futbolista de la historia. Lo mismo ocurre con la comparación cultural. En efecto, hay muchos criterios para la comparación. Pero, al evaluar esos criterios, podemos hacer un balance e inclinarnos por una cultura como mejor que otra.
No obstante, aparece acá un problema filosófico de mayor profundidad. El relativista seguramente sostendrá que los occidentales nos consideraremos superiores, pero sólo en la medida en que recurramos a criterios propiamente occidentales. Cualquier cultura puede recurrir a sus propios criterios para decidir que ella misma es superior al resto. De hecho, un influyente filósofo del siglo XX, Ludwig Wittgenstein, entendía la profundidad de este problema. Wittgenstein postulaba que un misionero europeo puede reírse del proceder de un brujo africano que consulta el oráculo; pero el misionero europeo debe entender que el brujo es objeto de burla sólo bajo los criterios occidentales de racionalidad. En otras palabras, el misionero emplea un criterio occidental para enaltecer al mismo Occidente. Eso, denuncia el relativista, es un argumento circular. Pues, ¿bajo qué justificación se puede seleccionar al criterio occidental por encima de otro?
Acá regreso a una dificultad que, según he admitido anteriormente, la encuentro prácticamente insuperable: llega un momento en que no veo posible el demostrar ciertas cosas, pero no por ello no las considero verdaderas. Son sencillamente axiomáticas. No creo posible demostrar por qué robar es malo. De la misma manera, no creo posible demostrar por qué la racionalidad es mejor que la irracionalidad. Sencillamente lo asumo.
En todo caso, la argumentación del relativista inspirada en Wittgenstein, puede ser reducida a algunos absurdos. Por ejemplo, los psiquiatras tienen bien definidos algunos criterios para distinguir la locura de la cordura. Pero, el relativista siempre podrá objetar que el loco se considera loco, sólo bajo el criterio del psiquiatra. Quizás, bajo el criterio de quien llamamos ‘loco’, en realidad los locos somos nosotros. Ciertamente una argumentación como ésta invita a la reflexión, pero a nivel pragmático, creo que podemos asumir que el loco es loco, y el cuerdo es cuerdo. Y, de la misma manera, podemos asumir que es mejor predecir eclipses mediante el cálculo astronómico, que mediante la consulta a oráculos.
Negarse a admitir que no hay culturas mejores que otras es asumir, a la manera de Feyerabend, que “todo vale”. Pues, precisamente, si no hay un criterio válido para valorar jerárquicamente a las culturas, da lo mismo que sean de una u otra manera. Bajo el criterio relativista, una cultura que practica el genocidio y la discriminación racial no será ni mejor ni peor, es decir, valdrá lo mismo, que una cultura que ofrece libertad a sus miembros y les brinda bienestar social. Si todas las culturas son equivalentes, entonces no hay motivos para oponerse a ninguna práctica cultural despótica.
Es curioso que muchos relativistas coincidan con la ideología socialista. Estos relativistas no están dispuestos a admitir que el socialismo no es ni mejor ni peor que el capitalismo; antes bien, el capitalismo es un sistema perverso, y el socialismo es un proyecto sumamente moral. Para ellos, sí hay sistemas políticos y económicos mejores que otros. Pero, extrañamente, no están dispuestos a admitir que hay culturas mejores que otras.

Mitos relativistas VIII: No debemos imponer nada por la fuerza, ni tampoco exportar costumbres a pueblos que no quieran adoptarlas.




Algunos simpatizantes del relativismo son un poco más sensatos, y admiten que sí estamos en capacidad de emitir juicios morales sobre otros pueblos, e incluso, promover nuestra visión del mundo en otras latitudes. Pero, inmediatamente advierten, nunca debe ser por la fuerza. A su juicio, hacemos bien en exportar la ciencia, la tecnología, la democracia y otros deleites occidentales, pero jamás debemos imponer nuestras instituciones.
La democracia es un sistema político que promueve el consenso, y hace lo posible por evitar confrontaciones armadas e imposiciones por la fuerza. En un sistema democrático, las políticas públicas rara vez son impuestas por vía de la coerción, antes bien, el colectivo es consultado para precisamente no imponer algo que el pueblo no desee. En función de eso, se estima, es simplemente contradictorio imponer la democracia por vía de la coerción. Nunca estará justificada una invasión militar para instituir un régimen democrático, precisamente porque los mismos términos de la democracia excluyen imposiciones coercitivas.
En esto, sintonizo con los simpatizantes del relativismo. Ciertamente, la historia de la expansión occidental ha estado manchada de sangre derramada en invasiones innecesarias. Admito, sin complejos, que la invasión norteamericana a Irak, hecha en nombre de la democracia, no ha llevado democracia, sino hambre, destrucción y miseria.
Por razones que he expuesto en páginas anteriores, yo soy de la opinión de que tenemos la obligación moral de expandir muchas de nuestras instituciones a pueblos que aún no las conocen. El escenario ideal sería que esa expansión se diese por vía de la persuasión, y no de la coerción. No puedo dejar de sentir admiración cuando observo a parejas de jóvenes misioneros mormones vestidos con camisa blanca de manga corta y corbata, caminando por las calles de las ciudades y pueblos de Latinoamérica. El contenido de su mensaje religioso me parece sumamente imbécil (como el de casi todas las religiones, vale advertir), pero la vocación para convertir y ganar adeptos mediante la persuasión me resulta admirable. Siglos atrás, el catolicismo se impuso en América en buena medida mediante la acción de la espada. Hoy, el auge de las sectas protestantes y sus derivadas (en su mayoría promovidas por grupos procedentes de Norteamérica) en nuestra región es testimonio de que la persuasión puede expandir instituciones, sin necesidad de emplear la fuerza.
Pero, es urgente reconocer los límites de la persuasión. En una situación de rehenes, el primer paso a tomar es intentar persuadir al secuestrador de que libere a sus víctimas. Como bien se sabe, la mayor parte de las veces, esto no se consigue, pues el secuestrador está determinado a no escuchar. Sería ridículo sugerir que, aun si la persuasión no funciona, no debemos proceder con la fuerza para resolver la situación de rehenes.
Podemos emplear monumentales esfuerzos persuasivos para que los tiranos de otros países asuman la democracia. Pero, ¿qué hacer si esos esfuerzos persuasivos no rinden resultados? Una idea muy recurrente es que la democracia no puede imponerse mediante la bayoneta. Pero, la experiencia histórica parece ser distinta: al menos en el siglo XX, dos democracias hoy muy bien consolidadas, fueron impuestas por la bayoneta. Me refiero a los casos de Alemania y Japón. La persuasión no fue suficiente para que los alemanes y los japoneses asumieran un pleno sistema democrático. En esos países (a los cuales hoy acuden masas de inmigrantes, dado su altísimo nivel de vida), la democracia se impuso por la bayoneta desde afuera. No hubo una revolución interna para derrocar a sus gobiernos totalitarios, ni tampoco se respetó la soberanía nacional o su derecho de autodeterminación. Al contrario, fuerzas invasoras implantaron el sistema democrático.
Es curioso que, en estas discusiones, se emplee la imagen de la bayoneta, y no la del fusil o la de la ametralladora. Pues, en efecto, las bases para la democracia moderna empezaron a expandirse por vía de la fuerza militar en una época durante la cual la bayoneta era aún un arma empleada por los infantes. Esa época fue el periodo napoleónico. Los cimientos de la democracia moderna surgieron fundamentalmente en la Revolución Francesa. Tras su triunfo en Francia, los revolucionarios franceses se propusieron extender sus ideas y reformas a sus vecinos europeos. Pero, evidentemente, las monarquías circunvecinas sencillamente no estaban dispuestas a abdicar a favor de un sistema republicano, mucho menos de adelantar las reformas propuestas por los revolucionarios. Pronto, los ejércitos revolucionarios incursionaron en los países europeos para imponer, por vía de la bayoneta, aquello que los viejos monarcas defensores del Ancien Regime no aceptaban por vía de la persuasión.
Las guerras napoleónicas pudieron traer consigo todo tipo de devastación, pero destruyeron las viejas instituciones europeas, características del Ancien Regime. Admito que me conmuevo cuando contemplo Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, y observo los horrores de la ocupación napoleónica en España. Pero, gracias a la invasión napoleónica, desapareció la Inquisición. No me sorprende que, además de los campesinos que resistían la invasión, hubo en España afrancesados con ideas muy progresistas que apoyaban la ocupación francesa. Gracias a las bayonetas francesas, en Europa se impuso el Código Civil Napoleónico, se restringió la persecución a judíos, se adelantaron reformas penitenciarias, se fomentó el cultivo de las ciencias; en fin, la bayoneta napoleónica se convirtió en un importante motor modernizador.
Como corolario de la negativa a expandir instituciones por la fuerza, el relativista opina que no tenemos la autoridad moral para imponer instituciones que los otros pueblos no desean. El caso de la burka es emblemático. A juicio de los occidentales, el uso de la burka es una espantosa instancia de opresión a la mujer: una prenda de vestir que elimina la cara de la mujer en público y no le permite ni siquiera respirar óptimamente, es sencillamente atroz. Afganistán fue el país que, bajo el régimen talibán, impuso esta atroz práctica. Pero, nos advierten los relativistas, cuando las fuerzas invasoras depusieron a los talibanes, y en cambio, impusieron un régimen títere con algunas tendencias modernizantes, las mujeres siguieron usando la burka por su propia cuenta.
Algo parecido ocurría en Francia durante los años 80 del siglo pasado. En honor al laicismo republicano (por el cual tan heroicamente han luchado los franceses), las escuelas públicas francesas no permiten el uso del velo. Pero, las muchachas musulmanas sienten sumo orgullo en su velo, y lejos de ver el velo como una opresión teocrática, ellas mismas lo quieren usar.
La lección que los entusiastas del relativismo abstraen de estos ejemplos es sencilla: no debemos extender costumbres a quienes no las quieran recibir. Si una mujer afgana quiere seguir llevando su burka, ¡permitámoslo! Si una mujer yanomami prefiere intentar curar a su hijo enfermo consultando a un brujo, en vez de llevarlo a un hospital, ¡respetemos su decisión! De hecho, la exigencia del relativista parece muy acorde a los principios liberales: respetemos la decisión de cada quien. Nada más peligroso que aquella concepción de Rousseau, según la cual el Estado debe forzar a los ciudadanos a ser libres.
Esta argumentación no me resulta convincente. En primer lugar, generalmente son los mismos opresores quienes expresan su deseo de continuar con instituciones despóticas. En Afganistán, son los mismos hombres quienes declaran que las mujeres están muy contentas llevando la burka. Rara vez se escucha a una mujer expresar su satisfacción con la burka.
Pero, aun en el caso de que las personas oprimidas por esas instituciones despóticas no tengan ningún deseo de que se transformen, es dudoso que eso impida la obligación moral de erradicarlas. Muchos visitantes occidentales en la India se quedan impresionados de ver cómo los miembros de las castas más inferiores se acoplan muy bien al sistema de castas y no expresan ningún deseo de erradicar este antiguo sistema de opresión jerárquica. Pero, ¿acaso el hecho de que los intocables no se quejen por su condición miserable, implica que los occidentales no debemos hacer esfuerzos por eliminar de una vez por todas la discriminación en la India?
El marxismo ha descrito muy acordemente la situación en la cual el explotado no adquiere conciencia de su propia explotación: la alienación. Bajo la interpretación marxista, un trabajador explotado que manifiesta satisfacción con su propia explotación, está bajo los efectos de la alienación. El marxista no se conforma con señalar que, puesto que el trabajador aparenta estar contento, no debemos transformar su sistema de explotación. Pues bien, la mujer que lleva la burka voluntariamente para complacer a su marido, está alienada. Es nuestra obligación imponer la concepción de igualdad de género, aun si ella en un inicio no quiere adoptar esa concepción.

Mitos relativistas VII: No tenemos autoridad para exportar a otros pueblos nuestras formas de vida



Bajo la consigna relativista, entonces, no hay valores morales absolutos. Y, en tanto no hay una moral que sirva de base para evaluar comparativamente a todos los sistemas morales, urge abstenernos de emitir juicios de valor sobre otros pueblos. O, en todo caso, el relativista prefiere que asumamos un acto de contrición y, antes de apresurarnos a juzgar a los demás, evaluemos si nosotros realmente estamos en una mejor posición moral. Esta actitud hace recordar un poco aquella frase de Jesús frente a la adúltera, “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra” (la cual, dicho sea de paso, probablemente no proceda del mismo Jesús, pues la historia sobre la adúltera no aparece en los manuscritos más tempranos del evangelio de Juan). Quizás algunos indigenistas que quieren congraciarse con el cristianismo saltarán a señalar que Jesús fue el primer relativista.
Y así, el relativista estima que, puesto que nadie puede atribuirse una moral absoluta, ningún pueblo tiene el derecho a interferir sobre lo que otros pueblos hagan. Vivid y dejad vivir. Resulta irónico que el indigenismo de inspiración izquierdista asuma una actitud muy cercana al laissez faire del liberalismo económico derechista; pero en vez de invocar razones económicas liberales para “dejar vivir”, invocan la ausencia de universalismo moral.
El relativista defiende a ultranza la soberanía y autodeterminación de los pueblos. Cada sociedad es soberana de decidir cómo será su organización interna, y ninguna otra sociedad puede atribuirse el derecho de interferir sobre lo que los demás decidan. De hecho, asume el relativista, la excusa de corregir moralmente a los otros pueblos ha propiciado todo tipo de atrocidades. Los españoles, bajo la excusa de acabar con el sacrificio humano entre los aztecas, perpetraron uno de los mayores genocidios en la historia. Los norteamericanos, bajo la excusa de acabar con dictaduras y extender la democracia, han devastado al Medio Oriente y América Latina. Los ingleses, bajo la excusa de liquidar el sistema de castas en la India, impusieron un terrible sistema de dominación colonial. Y, así sucesivamente.
A juicio del relativista, es mejor que cada quien se quede en su parcela, que viva y deje vivir. Y, para justificar esta postura, el relativista invoca a la tolerancia: el hecho de que a nosotros no nos guste lo que los demás hacen no nos faculta para impedírselo. Deberíamos considerar que, probablemente, a ellos no les gusta lo que nosotros hacemos, pero con todo, ellos nos respetan y no interfieren en nuestras vidas.
La argumentación del relativista depende de la premisa de que la moral es sólo relativa. Pero, insisto, encuentro esa premisa muy cuestionable. Si, como creo, sí existe una moral absoluta (por más que, como he admitido, esta aseveración es un axioma, no puedo demostrarla), entonces tenemos la obligación de universalizar esa moral. Si creemos que el ser alimentado es un derecho humano universal, entonces no podemos quedarnos de brazos cruzados y contemplar cómo, en otras latitudes, gobiernos despóticos, corruptos e ineficientes dejan morir de hambre a sus poblaciones. Hay que hacer algo al respecto.
Asumo sin complejos la opinión de que la soberanía y la autodeterminación de los pueblos es una idea sumamente peligrosa, de la cual desconfío. Los mayores dictadores del Tercer Mundo se han refugiado en la soberanía y la autodeterminación para evitar ser juzgados desde fuera, y tener acceso libre a cometer todo tipo de atrocidades. Un judío en la Alemania de los años 30, hubiese deseado entusiastamente que la soberanía de Alemania fuese violentada, y desde fuera se emitiesen juicios condenatorios de las leyes raciales de Nuremberg e, incluso, que alguna fuerza extranjera hubiera invadido el país para poner fin a la persecución. Es un gran acto de egoísmo destructivo el querer la libertad y el bienestar para el pueblo donde yo vivo, pero desinteresarme por el bienestar de las personas que viven bajo condiciones de opresión.
Precisamente en la medida en que yo reconozca como un miembro de mi misma especie a un sudanés, un iraní, o cualquier otro ser humano que está sufriendo los estragos de un gobierno despótico, surgirá en mí la obligación de acudir a su rescate y juzgar como inmoral el trato que recibe. Por otra parte, pareciera que el relativista más bien exige lo contrario: en la medida en que el relativista exige que no interfiramos en lo que los gobiernos de otras latitudes hacen con sus poblaciones, implícitamente nos exige que no consideremos seres humanos a esas poblaciones. El relativista estimula el desinterés por el bienestar de nuestros semejantes oprimidos, pues al solicitar que no juzguemos a los demás, nos invita a ser cómplices de la inmoralidad.
El relativista hace mucho alarde de la tolerancia. En su empeño de vivir y dejar vivir, el relativista sugiere que hay un tufo de intransigencia en la medida en que juzgamos e interferimos en los asuntos de otros pueblos. Precisamente el celo de querer interferir sobre las acciones de los demás, se alega, ha sido el responsable de inquisiciones, guerras y opresiones. Los mayores crímenes de la humanidad han sido conducidos por la intolerancia. El relativista estima que sería mejor dejar de juzgar para evitar la intolerancia.
A esto, puedo responder que la intolerancia no implica el retraimiento de los juicios de valor. Puedo tolerar a la mujer adúltera y abstenerme de lanzar una piedra contra ella, pero no por ello estoy obligado a suspender mi opinión negativa sobre ella. Pero, en todo caso, es sencillamente ingenuo creer que la tolerancia ilimitada es una virtud.
La tolerancia debe tener límites, por una razón muy sencilla: si la tolerancia no tuviere límites, entonces toleraríamos a los intolerantes. Y, al tolerar a los intolerantes, colocamos en riesgo a la misma tolerancia. Así, para defender a la tolerancia, paradójicamente debemos entender que no podemos ser absolutamente tolerantes. Voltaire, el gran paladín de la tolerancia, así lo entendió.
Si, por tolerancia, decidimos no involucrarnos en los asuntos de un país cuyo dictador decide perseguir a las minorías, entonces podremos congratularnos de ser muy tolerantes y respetar el derecho a la autodeterminación de los pueblos, pero al mismo tiempo tendremos que responsabilizarnos por permitir el cultivo de la intolerancia en los países en los cuales decidimos no intervenir.
Si, de nuevo, admitimos que la humanidad es una sola y es más lo que nos une que lo que nos separa a otros seres humanos, entonces tenemos la obligación de extender a nuestros semejantes nuestro propio bienestar. Abandonar a los pueblos oprimidos a su propia suerte, en apelación al principio de soberanía y autodeterminación, es una actitud profundamente cruel y miserable. Si Occidente ha conseguido prosperidad y felicidad mediante sus instituciones, entonces está en la obligación de exportar esas instituciones a regiones del mundo a las que aún no han llegado.

Mitos relativistas VI: No hay valores morales universales



El relativismo, del cual el indigenista suele partir, insiste en que son más destacables las diferencias que las semejanzas entre los grupos humanos: cada grupo tiene su propia particularidad, y eso hace difícil, o sencillamente imposible, el comparar una cultura con otra a fin de establecer valoraciones entre ellas, mucho menos el trasladar los valores de una cultura a otra. Ya he mencionado que la tradición filosófica procedente de la Ilustración disputa esto.
Pero, recurramos a datos específicos. ¿Hay valores morales universales? El relativista se inclina a pensar que no. En las sociedades occidentales, se valora la familia monogámica. Pero, según parece, sería un tremendo acto de chauvinismo asumir que todas las sociedades valoran la monogamia. De hecho, la monogamia parece ser la excepción, y no la regla. Desde Marruecos hasta Indonesia, la poliginia es permitida: un hombre puede casarse con más de una mujer. Inclusive, entre las mismas sociedades que permiten la poliginia, no hay un acuerdo moral. Varias tribus africanas permiten al hombre casarse con decenas de mujeres; lo mismo ocurre en algunos sectores clandestinos de los mormones, en el seno de la sociedad norteamericana. En cambio, en las sociedades islámicas, el hombre sólo puede casarse con cuatro mujeres.
La divergencia respecto a la valoración de la monogamia es apenas una muestra de la inmensa diversidad moral en la especie humana. De hecho, los abogados saben muy bien que, dejando de lado el derecho internacional, las leyes que ellos formulan sólo tienen aplicabilidad en su país. Precisamente el hecho de que cada país tiene un ordenamiento jurídico soberano es evidencia de que no hay un consenso universal respecto a qué es lo bueno.
Y, estima el relativista, puesto que la humanidad no ha conseguido encontrar un consenso respecto a qué es lo bueno, no hay una base sólida desde la cual podamos partir para emitir juicios de valor sobre determinadas acciones o situaciones. Los occidentales se pueden escandalizar de que en China las niñas fueran sometidas a dolorosísimos procedimientos para empequeñecer sus piececitos a fin de ajustarlos a los zapatos. Pero, evidentemente, esa práctica no es objetada en China. Y, puesto que no hay un consenso respecto a qué es lo bueno, resulta meramente arbitrario seleccionar un criterio moral para juzgar a otros pueblos.
Así, la gran diversidad moral conduce al relativista afirmar que no hay valores morales absolutos. La moral es relativa, bien sea a su época, bien sea a su contexto cultural. El canibalismo pudo resultar una monstruosidad moral a los españoles que llegaron a México en el siglo XVI, pero era una práctica perfectamente aceptada y sancionada por los aztecas. Puesto que no es moral para unos, pero sí es moral para otros, entonces no existe un valor moral absoluto que censure el canibalismo. Pues, si fuese absoluto, todas las sociedades censurarían el canibalismo. De nuevo, la moral es relativa a su contexto.
El relativista tiene razón en que, en muchos aspectos, hay un desacuerdo moral entre los seres humanos. Pero, amerita preguntarse si, bajo ese desacuerdo moral, yace a un nivel más profundo una estructura universal de reglas morales. Un antropólogo contemporáneo, Donald Brown, ha recaudado información de un amplio espectro de culturas, y ha llegado a la conclusión de que existe un mínimo de instituciones humanas universales. Es bastante sabido, por ejemplo, que todas las culturas del planeta tienen un tabú en contra del incesto, en especial de la relación sexual entre madres e hijos. Por supuesto, el alcance del tabú del incesto varía de sociedad en sociedad (en algunas sociedades se censura la relación sexual entre primos de primer grado, en otras no, etc.), pero la estructura elemental del tabú sí tiene difusión universal.
De hecho, todas las sociedades tienen alguna forma de censura o prohibición en contra del asesinato, el robo, la violación, el insulto, la mentira. Todas valoran la cooperación, la amistad, el cuidado de los niños, etc. De nuevo, el contenido de estas estructuras ciertamente varía. En el entendimiento occidental moderno, el cuidado de los niños implica educación para fomentar el cultivo de sus facultades críticas; en el entendimiento islámico, esa educación está más bien inclinada hacia una formación religiosa. Pero, tras el desacuerdo respecto a cómo debe ser educación, las sociedades islámicas y las sociedades occidentales tienen un acuerdo respecto a la necesidad de educar a los niños.
De manera tal que el desacuerdo moral no es tan vasto como los relativistas pretenden. Pero, asumamos por ahora que el relativista sí tiene razón: no existe un consenso moral entre distintas sociedades. Podemos hacer esa concesión a nivel descriptivo, pero no a nivel normativo. En otras palabras, a la hora de describir a las sociedades, ciertamente podemos admitir que aquello que se considero bueno en una sociedad no es necesariamente lo mismo que se considera bueno en otra sociedad. En este sentido, podemos asumir un relativismo descriptivo. Pero, el hecho de que exista una gran diversidad moral no implica que deba existir una gran diversidad moral. Si bien podemos admitir que el sacrificio humano no era moralmente censurado entre los aztecas, ello no implica que el sacrificio humano no debe ser moralmente censurado entre los aztecas. Podemos admitir el relativismo descriptivo, pero ello no obliga a asumir un relativismo normativo: ciertamente hay mucha diversidad moral en el mundo, pero ello no implica que deba haber diversidad moral en el mundo.
Ciertamente los aztecas no censuraban el sacrificio humano, pero eso no nos impide juzgar que ellos estaban moralmente equivocados. Podemos aceptar que existe un desacuerdo moral entre las sociedades, pero a la vez, también podemos postular que unas sociedades están en lo moralmente correcto, y otras sociedades están moralmente equivocadas. Así, podemos ser relativistas cuando describimos el desacuerdo moral, pero no estamos en necesidad de ser relativistas cuando prescribimos las reglas morales que deben regir a las sociedades.
Urge considerar un problema de vieja data en la filosofía moral. No parece posible derivar una conclusión sobre cómo debe ser el mundo, a partir de una observación sobre cómo es el mundo. En otras palabras, que algo ocurra no implica que deba ocurrir. Existe una tendencia a confundir la descripción con la prescripción, pero esto no parece ser un proceder legítimo. De hecho, muchos filósofos estiman que, cuando confundimos la descripción con la prescripción, incurrimos en aquello que ha venido a llamarse una ‘falacia naturalista’; a saber, postular lo bueno a partir de la observación de las cosas que ocurren naturalmente.
Existe una tendencia a creer que lo bueno es idéntico a lo normal. Pero, de nuevo, el hecho de que ocurra algo normalmente no implica que deba ocurrir. En Venezuela, por ejemplo, hay cientos de homicidios semanalmente. Pero, es sencillamente una idiotez proclamar que, puesto que los homicidios son muy comunes en Venezuela, entonces el homicidio es bueno en este contexto.
De la misma manera, el hecho de que los musulmanes practiquen la poliginia de ninguna manera implica que deban practicar la poliginia. Ciertamente, la poliginia es buena para ellos, pero el hecho de que ellos la consideren buena no impide que los musulmanes estén moralmente equivocados. Debemos abstraer una conclusión filosófica un poco más profunda: la moral es trascendente, en el sentido de que no está confinada a cada persona o cada grupo. Ciertamente hay muchísimos entendimientos de la moral, pero sólo hay uno correcto. Podemos admitir que los aztecas tienen su moral, lo mismo que los norteamericanos, los españoles, los chinos, los homosexuales, los médicos, los delincuentes, las hermanitas de la caridad, etc., pero al mismo tiempo, debemos admitir que muchas de esas moralidades no coinciden con la correcta moral.
Aparece, por supuesto, la pregunta inquietante: ¿cuál es la correcta moral? Admitámoslo, se trata de una pregunta sumamente difícil. Pero, por ahora, al menos podemos reconocer como elemental que es moralmente correcto censurar el racismo o el genocidio, y moralmente incorrecto promover esas prácticas.
Pero, la pregunta persiste: ¿cómo podemos saber cuál es la moral correcta, entre tantas moralidades divergentes que existen? Algunos filósofos han ofrecido respuestas, pero me parecen demasiado vagas. Kant, por ejemplo, sostenía que la acción buena es aquella que puede ser universalizada. Mentir es malo, porque si esta acción fuese universalizada, ya no creeríamos en la palabra de nadie, y ya ni siquiera se podría mentir. Yo no estoy muy seguro de que la solución de Kant resuelva gran cosa: muchas acciones pueden ser universalizadas, y con todo, nosotros los occidentales las seguiríamos considerando inmorales.
Por ahora, debo admitir que el reto relativista sigue en pie. Quizás, no sea demostrable que la moral azteca respecto al sacrificio humano está errada. De hecho, me inclino a pensar que la moral reposa sobre axiomas, a saber, posturas indemostrables. ¿Por qué debe respetarse la vida humana? ¿Por qué debe promoverse la igualdad de género? Contrario a lo que habitualmente se cree, estas preguntas no tienen fácil respuesta. Yo estoy dispuesto a luchar porque se preserve la vida humana, pero no estoy seguro de que se pueda demostrar la necesidad de preservar la vida humana. Pero, el hecho de que no podamos demostrar como moralmente correcta una acción no nos impide el intentar universalizarla.