Los
ateos y agnósticos gozamos mucho burlándonos de la glosolalia: la manifestación
religiosa cuando, supuestamente, el Espíritu Santo baja, se apodera del
creyente, y éste empieza a hablar en lenguas que nadie entiende. Si la experiencia
es muy intensa, el feligrés se tirará al piso sin control, en un desenfreno
total. Es la irracionalidad llevada a su paroxismo.
Cuando
la antropología se encuentra con este tipo de cosas entre nativos, suele evitar
juzgarlas y trata más bien de “comprenderlas”. Esto a veces desemboca en
excesos de relativismo cultural, cuando se trata de racionalizar cosas que,
sencillamente, son irracionales. Pero, deseo aplicar un poco de relativismo
cultural (típico en la antropología) a la glosolalia, y explorar la idea de
que, quizás, no sea tan irracional.
Es
irracional, por supuesto, pensar que realmente el Espíritu Santo baja y se
apodera de los feligreses. Algunos cristianos creen que la lengua que se habla
en la glosolalia es una antigua, pero los lingüistas que han estudiado estos
fenómenos nos informan que, en la glosolalia, sólo se emiten sonidos sin
ninguna significación en ninguna lengua del mundo. Otros cristianos creen que
lo que se habla en la glosolalia es en realidad una lengua de ángeles que sirve
para comunicarse con Dios, y que no tiene paralelismo con ninguna lengua
terrenal. Este alegato sobrenatural, por supuesto, no es verificable, y en ese
sentido, es igualmente irracional.
Pero, la
glosolalia puede tener una semblanza más racional, si aceptamos que en estos
fenómenos la intención no es propiamente comunicar algo. El filósofo John
Searle hablaba de los “actos del habla”, a saber, actos lingüísticos que no
buscan propiamente representar el mundo, sino ejercer una acción sobre él. En
ese sentido, la glosolalia no representa nada propiamente (son, en efecto,
sonidos sin sentido), pero sí sirve como actos con propósitos bastante
específicos.
Por
ejemplo, desde la fase más temprana del cristianismo, la glosolalia se utilizó
como manifestación espontánea de la religiosidad, al margen del control
institucional de la Iglesia. El propio san Pablo, en su correspondencia con los
corintios, mostró preocupación por la gente que hablaba en lenguas, pues temía que
el culto cristiano se volviera demasiado extático, y causara desorden social. A
medida que la Iglesia se fue institucionalizando, la glosolalia surgió
espontáneamente entre grupos cristianos marginados del poder, como una forma de
protesta frente a la jerarquía, y así se mantiene hasta el día de hoy. No
esperemos ver a un burócrata tirarse en el suelo del Vaticano a gritar sonidos
ininteligibles (la alta jerarquía católica desaprueba intensamente la
glosolalia), pero sí podemos esperar eso de un pentecostal en una comunidad
empobrecida del Tercer Mundo.
La
glosolalia también es, hasta cierto punto, una afirmación de multiculturalismo
en el cristianismo. En la historia original del libro bíblico de Hechos, los apóstoles empiezan a hablar
en otras lenguas, porque se disponen a predicar el mensaje de Jesús a otros
pueblos. A diferencia del Islam (el cual en su expansión impuso el árabe a
efectos religiosos, y subordinó las lenguas de los pueblos convertidos), el
cristianismo desde un inicio trató de acoplarse a cada cultura en la
evangelización. Así, el hablar en lenguas sería una forma de afirmar que la
religión en la cual se está participando no está confinada a un grupo
lingüístico en particular.
Además
de eso, la glosolalia, como cualquier experiencia extática (sea el consumo de
drogas, la afición en una peña futbolística, la música rock, etc.) puede servir también como efecto catártico. El control
es necesario en nuestras vidas, pero pareciera que, en ocasiones, nos viene
bien la relajación de las normas, y la glosolalia es una buena ocasión para el
descontrol: estudios neurológicos hechos por Andrew Greenberg revelan que, en
la glosolalia, los lóbulos frontales (la región cerebral donde hay más
actividad cuando se ejerce control) muestran menos actividad. Algunos seguidores
de Freud (en especial, Arthur Janov) promovieron la “terapia primal”, la cual
consiste, básicamente, en permitir momentáneamente el descontrol con fines
catárticos. Esta terapia no convence a todos los psicólogos, pero aun si
admitimos que la catarsis no tiene el poder de alivio que muchas veces se le
atribuye, no deja de ser cierto que, en ocasiones, sí puede tener efectos
momentáneos.
Si la
catarsis no sirve de gran cosa, entonces al menos podríamos explorar también la
posibilidad de que la glosolalia propicie algunos estados mentales que
aparentemente son beneficiosos neurológicamente, del mismo modo en que la
recitación de mantras o sílabas
sagradas (“om”) facilita la
meditación de origen hindú y budista, y ésta también podría traer efectos neurológicos
beneficiosos (aunque, vale insistir, hay muchos científicos que mantienen su
escepticismo al respecto).
La
cultura pop se apropió del yoga y la meditación, y los empleó para propósitos
de salud, desvinculándolos de su contexto religioso original, y expurgando de ellos
los elementos irracionales que proceden del hinduismo y el budismo; afortunadamente
mucha gente hace yoga y medita, no con la intención de que atman se una a brahman
(o, algo así como “sentirse en unión con el universo”), sino sencillamente,
para relajarse y sentirse bien. No vería mal que, en un futuro, se formaran
clubes seculares de hablar en lenguas.
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