sábado, 4 de marzo de 2017

Lyndon Larouche, la corona británica, y el narcotráfico

Los conspiranoicos suelen dirigir su atención a los británicos, y el más obsesionado con ellos, es el político norteamericano Lyndon Larouche. Se ha lanzado varias veces como candidato presidencial, pero nunca ha sido un contendiente serio. Con todo, Larouche ha logrado conformar un movimiento de seguidores que, según confiesan algunos exmiembros, utiliza tácticas de intimidación y chantaje para asegurarse de que no haya desertores.
Inicialmente, Larouche fue un estudiante interesado en la filosofía y tuvo algún talento para ella, pero al final, empezó a ver todo a través del prisma de la conspiranoia, incluyendo la propia historia de la filosofía. Según Larouche y su movimiento, hay una gran conspiración mundial que empezó en la filosofía griega. Platón defendía valores humanistas de rectitud moral; Aristóteles, en cambio, al negar la teoría platónica de las formas, incitó el relativismo y la corrupción. Los británicos, con su forma utilitarista de pensar las cosas, abrazaron la filosofía de Aristóteles, y con su imperio se encargaron de difundir por el mundo la degradación del pensamiento, exportando hedonismo y perdición.

En el esquema de Larouche y sus seguidores, Bertrand Russell y H.G. Wells, ambos británicos, formaban parte de esa conspiración filosófica británica para dominar el mundo. La filosofía de Russell (a quien Larouche considera el “hombre más malvado del siglo XX”) contiene una serie de formalismos matemáticos que una persona común tiene dificultad en seguir, y a juicio de Larouche, eso es un plan para mantener a las masas alejadas de la filosofía, de forma tal que no se ilustren. H.G. Wells, por su parte, propuso el establecimiento de una tecnocracia (de nuevo, encabezada por los británicos) para que una selecta élite de científicos dominara el mundo. Si, al leer un libro del afable Bertrand Russell, alguien ve un complot para dominar el mundo, ¡ciertamente esa persona necesita atención psiquiátrica!
Pero, los grandes ogros en las teorías de Larouche son los miembros de la realeza británica. Larouche acusa a la reina Isabel II de conspirar para dominar el mundo, y establecer el Nuevo Orden Mundial. Para lograr su objetivo, dice Larouche, Isabel II se vale del narcotráfico. Es un hecho indiscutible que, en el siglo XIX, los británicos hicieron grandes fortunas con el opio: se cultivaba en India (en aquel entonces parte del imperio británico), y se comerciaba en China. Las autoridades chinas, preocupadas por el enorme problema de adicción que enfrentaban, trataron de prohibir el opio en su país, y Gran Bretaña organizó dos guerras contra China, de las cuales salió victoriosa.
Larouche, sin embargo, no cree que Isabel II sea una narcotraficante para enriquecerse. El plan de la reina es más perverso: ella quiere adormecer a las masas, para que nadie se le oponga en su dominación del mundo. En la visión conspiranoica de Larouche, el mundo está dividido en tres tipos de personas: los oligarcas, que tratan de conquistar el mundo; los humanistas que tratan de impedirlo y denuncian conspiraciones; y los subhumanos, los borregos que se dejan arrastrar. Las drogas son un instrumento del cual se valen los oligarcas para adormecer a los subhumanos.
Y, más aún, Isabel II encargó a sus servicios de inteligencia diseñar productos culturales pop, que alentara a los subhumanos a consumir drogas, y aniquilar cualquier intento de reflexión crítica. Así, en la imaginación conspiranoica de Larouche, los Beatles son un invento del MI6 (la agencia británica de espionaje) para distraer a la juventud norteamericana, mientras los británicos se apoderan del mundo.
De hecho, siempre ha habido el rumor conspiranoico de que Lucy in the Sky with Diamonds, la famosa canción de los Beatles, es una invitación a consumir drogas. LSD es una droga, y son también las iniciales de la canción. Los Beatles efectivamente consumían droga, pero el compositor de la canción, John Lennon, siempre negó que Lucy in the Sky with Diamonds buscara alentar el consumo de drogas. Los conspiranoicos tienen dificultad en relajarse y disfrutar una bella canción.
En fin, a la familia real británica se le puede acusar de muchas cosas (su vanidad, su desconexión con el pueblo, su maltrato a la princesa Diana, etc.), pero decir que Isabel II controla el tráfico de drogas en el mundo, es una idiotez. No hay absolutamente ninguna evidencia de ello.
Uno de los aspectos más desafortunados de las teorías conspiranoicas absurdas (como ésta de Larocuhe), es que desvían la atención de algunas teorías de conspiración que sí tienen bastante probabilidad de ser verdaderas. Y, en torno a las drogas, hay varias de ellas.
Varios gobiernos en el mundo están infiltrados por carteles de narcotráfico. No se trata de un cartel mundial (como sugiere Larouche al atribuírselo a Isabel II), pero sí es un hecho indiscutible que en países como México o Colombia, el narcotráfico llega a altas esferas del poder. Algunos ejércitos guerrilleros marxistas, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, sin ninguna vergüenza admiten su participación en el narcotráfico; ellos alegan que los consumidores de droga son los burgueses de los países imperialistas, precisamente el enemigo que se quiere destruir.
Hay fuertes sospechas de que Fidel Castro estuvo involucrado en el narcotráfico, a través de la agencia Moneda convertible en Cuba. Muchos teóricos de la conspiración sugieren que, cuando la DEA (la agencia antidrogas de EE.UU.) empezó a sospechar que, en efecto, Castro estaba involucrado en este negocio, el dictador cubano mandó a detener a uno de sus más fieles y brillantes generales, Arnaldo Ochoa. Para lavarse las manos, Castro usó a Ochoa como chivo expiatorio, y en unos infames juicios televisados, se acusó al general de ser cabecilla de un cartel de drogas. Ochoa fue ejecutado por el régimen cubano en 1989.
El gobierno de EE.UU. también ha tenido negocios turbios con el narcotráfico. Se sabe, por ejemplo, que en la década de 1980, la CIA allanó el camino para que los narcotraficantes nicaragüenses operaran en ciudades norteamericanas, y con las ganancias de esas transacciones, se financiara la campaña militar de los contra, que trataban de derrocar al gobierno sandinista de Daniel Ortega.
Algunos conspiranoicos creen erróneamente, en una teoría parecida a las de Larouche, que el gobierno norteamericano deliberadamente distribuyó drogas en los barrios de varias ciudades norteamericanas, para mantener a los negros adormecidos y que no se rebelaran contra el sistema. No hay evidencia de eso. Ése es uno de los principales problemas de las teorías conspiranoicas: al hablar sobre complots inexistentes que supuestamente buscan drogar a la población para adormecerla, se deja de hablar sobre en una conspiración que sí fue muy real: el narcotráfico como forma de recaudar fondos para financiar a los contras nicaragüenses.

Hay algunos indicios también, que permiten pensar que hubo una conspiración para criminalizar la marihuana, con el objetivo de satisfacer a algunos intereses particulares. Si bien la marihuana puede causar daños, el consenso entre médicos es que no es tan dañina como, por ejemplo, el alcohol o el tabaco, dos sustancias que sí son permitidas en casi todos los países del mundo. Según algunos teóricos de la conspiración, la marihuana está hoy ilegalizada, porque en la primera mitad del siglo XX, el industrial William Randolph Hearst la vio como una amenaza a sus negocios. La hoja de la marihuana podría servir en la manufactura de libros y periódicos, y podría competir con el papel. Hearst, que tenía varias inversiones en la industria del papel, hizo lobby para que los políticos prohibiesen el cultivo de marihuana, y desde entonces, la prohibición norteamericana se ha extendido a otros países.

Malthus, Ruanda, y los conspiranoicos

Muchos conspiranoicos están obsesionados con el príncipe consorte Felipe, el esposo de la reina Isabel II de Inglaterra. Felipe, cabe admitirlo, es un hombre con muy poca sensibilidad. En una ocasión, dijo en una entrevista que si la reencarnación existe, a él le gustaría reencarnar como un virus, a fin de resolver el problema de la sobrepoblación en el mundo.
            Sin duda, fue un chiste de muy mal gusto. Pero, como suele ocurrir, los conspiranoicos hacen un alboroto desproporcionado. Uno de los temas más comunes en las teorías conspiranoicas sobre el Nuevo Orden Mundial, es que la élite dominante busca reducir el tamaño de la población mundial. Eso explica la liberalización de leyes que rigen el aborto y la eutanasia.

            Ciertamente, la sobrepoblación es un problema que los planificadores sociales se han planteado muchas veces. En el siglo XIX, el economista Thomas Robert Malthus célebremente argumentó que las fuentes de comida sólo crecen aritméticamente (2,3,4,5), mientras que la población crece exponencialmente (2,4,8,16). Eso, a la larga, generaría un déficit. Habría una fiera competencia por los recursos, y eso se materializaría en hambrunas, epidemias y guerras que, al final, reducirían el tamaño de la población. Para evitar estas catástrofes, decía Malthus, es necesario controlar el crecimiento poblacional, a través de la continencia (Malthus era un clérigo, y no aceptaba métodos anticonceptivos). Malthus resultó especialmente odioso a mucha gente, porque también propuso dejar de ofrecer asistencia social a los más pobres; él pensaba que esa asistencia es un estímulo para un mayor crecimiento demográfico.
            Las grandes catástrofes que Malthus anunció no han ocurrido, en buena medida porque la humanidad se las ha ingeniado para seguir creciendo sin que falten los recursos. La llamada revolución verde de la segunda mitad del siglo XX ofreció tecnologías que potenciaron la producción agrícola, evitando así el apocalipsis imaginado por Malthus.
        La preocupación de los maltusianos es estrictamente económica. En cambio, conspiranoicos como Lyndon Larouche asumen que los intentos por controlar la población, son políticos. Supuestamente, el Nuevo Orden Mundial quiere imponer una tiranía sobre toda la faz de la Tierra, con un gobierno totalitario, pero también con rasgos de jerarquía feudal. Para lograr este objetivo de control, la población no puede ser muy grande. Por ello, alegan los conspiranoicos, las élites incitan a guerras para que la gente se mate entre sí, con el puro afán de que la población mundial siempre mantenga un tamaño reducido.
            Según Larouche, el príncipe Felipe es el responsable del genocidio en Ruanda, precisamente con esa intención. Por dos décadas, Felipe fue presidente del Fondo Mundial para la Naturaleza, una institución ecologista encargada de salvar especies en peligro de extinción. En la teoría conspiranoica de Larouche, esa institución en verdad es una fachada de un plan mucho más siniestro: sí, salvar especies en peligro de extinción, pero al mismo tiempo, reducir la población de nuestra especie.
            En las décadas previas al genocidio ruandés, el Fondo Mundial para la Naturaleza estaba muy activo en Ruanda, organizando la protección de gorilas. Según Larouche, lo que en verdad estaba haciendo esta organización, bajo la directriz de Felipe, era preparar a las milicias hutus que terminaron por matar a cerca de un millón de tutsis en 1994.
            No hay ningún indicio que confirme esta fantasía de Larouche. Pero, el peligro de teorías conspiranoicas como ésta, es que nos distraen respecto a teorías de la conspiración que sí son mucho más plausibles, pues esas sí cuentan con evidencia a su favor. Y, en torno al genocidio ruandés, hay varias teorías de conspiración que resultan bastante probables.
            El genocidio empezó porque el avión en el cual viajaba el presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana (un hutu), fue derribado, y todos a bordo murieron. Habyarimana venía de reunirse con líderes de la etnia tutsi (quienes dirigían una guerrilla contra el gobierno), y se estaban concretando detalles para firmar un acuerdo de paz. Apenas horas después del ataque, milicias de hutus empezaron a masacrar a tutsis, en un genocidio que, en apenas cien días, acabó con 800 mil personas.
            El genocidio se detuvo porque las fuerzas militares tutsis, con Paul Kagame a la cabeza, tomó el control del país. Desde entonces, Kagame ha gobernado Ruanda. En la versión oficial de los hechos defendida por el régimen de Kagame, el ataque al avión fue perpetrado por extremistas hutus, que se oponían a la firma de un acuerdo de paz, y que buscaban una excusa para movilizar a las milicias hutus, a fin de que ejecutaran el genocidio. Ruanda tiene ahora un crecimiento económico considerable, y Kagame asegura que las heridas del pasado se están curando.
            Pero, lo cierto es que Kagame llegó al poder con un gran ánimo revanchista, y él mismo organizó una matanza de al menos 100 mil hutus. Una comisión francesa investigó los hechos que condujeron al genocidio en 1994, y llegó a la conclusión de que el avión no fue derribado por extremistas hutus, sino por las propias milicias tutsis, que habían contrabandeado misiles antiaéreos desde Uganda.
            Kagame, previsiblemente, ha rechazado estas acusaciones, y a su vez, ha acusado a Francia de haber apoyado a los hutus. Hay bastantes indicios de que su acusación sí tiene fundamento. Bajo el mandato de Francois Miterrand, Francia tenía mucho interés en la explotación del coltán, el valioso mineral con el cual se fabrican los aparatos electrónicos, y es muy abundante en Ruanda. El gobierno francés había hecho negocios con los hutus, y se ha dicho que Francia ofreció entrenamiento a las milicias, que eventualmente perpetraron el genocidio. Los sucesivos gobiernos franceses jamás han reconocido esto, pero hay muchos testimonios de personas involucradas (tanto hutus como franceses) que lo confirman.
            En fin, aun si estas teorías no fueran verdaderas (y, vale insistir, no están del todo probadas), hay algo que sí está fuera de discusión: el genocidio en Ruanda fue consecuencia de odios tribales, pero en buena medida, estos odios no existían antes de la llegada de los europeos. Los tutsis y los hutus hablan la misma lengua, comparten virtualmente la misma cultura, y son biológicamente indistinguibles. Los imperialistas belgas, no obstante, se encargaron de sembrar divisiones, otorgando cartillas de identidad que reafirmaba sus diferencias étnicas, y dando un trato preferencial a los tutsis. En apenas medio siglo, esta división étnica se intensificó, con teorías conspiranoicas e historias inventadas (los hutus enseñaban que los tutsis los habían esclavizado en el pasado, y que se disponían a volverlo a hacer). La conspiranoia en ese país africano, perpetró un atroz genocidio. Las teorías conspiranoicas no son meras diversiones que no hacen daño a nadie.

La conspiranoia en torno a Cecil Rhodes

Lo más cercano actualmente a un gobierno mundial es la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Y, efectivamente, los conspiranoicos ven a esta institución como un instrumento de quienes intentan forjar el Nuevo Orden Mundial. Pero, a decir verdad, la ONU es un organismo notoriamente débil. En la ONU hay mucha retórica, pero poca acción. Se emiten resoluciones que la mayoría de las veces no se cumplen, y es muy difícil que la unanimidad de sus miembros llegue a acuerdos concretos. Por ahora, como bien suelen recordar los analistas políticos, el escenario internacional es más afín a una anarquía que a un gobierno mundial.
            Antes de la ONU (y de su antecesora la Liga de Naciones), lo más cercano a un gobierno mundial no era propiamente una organización que buscaba acercar a las naciones mediante la cooperación, sino un imperio que, por vía de la fuerza, se expandía y dominaba a sus súbditos. En la historia de la humanidad ha habido muchos imperios, pero el que más extensión ha tenido ha sido el británico. Y, como cabría esperar, muchos conspiranoicos ven en el imperio británico el origen de los intentos por establecer el Nuevo Orden Mundial.

             Uno de los más influyentes artífices del imperialismo británico, fue Cecil Rhodes. Según él mismo contaba, cuando estudiaba en la universidad de Oxford, quedó impresionado con una conferencia dictada por John Ruskin, un famoso escritor británico. En esa conferencia, Ruskin decía que los británicos son una raza superior, y tienen la misión de civilizar al mundo, a través de su expansión imperial. Desde entonces, Rhodes se planteó cumplir esa meta. Se estableció en África (el actual país de Zimbabue en una época se llamó Rhodesia en su honor), hizo sendos negocios con diamantes, y alentó a la población británica a emigrar masivamente para poblar el continente africano. Su gran proyecto (que nunca se cumplió) fue establecer una línea ferroviaria desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, uniendo ese inmenso territorio bajo el domino imperial británico.
            Como parte de la preparación para que Gran Bretaña terminara por dominar el mundo entero, Rhodes quiso organizar una sociedad para concretar esos planes. Rhodes murió en 1902 sin organizar nada, pero en 1909, un colaborador de Rhodes, Lord Milner, creó la Sociedad de la mesa redonda. Esa sociedad, evocadora del rey Arturo (emblemática figura en el folklore inglés), tenía el objetivo de acercar a las colonias británicas en una gran confederación (la actual Commonwealth tiene alguna base en ello). Tal sociedad nunca concretó gran cosa. Los conspiranoicos, no obstante, piensan que el verdadero objetivo de esa organización es mucho más afín a la intención original de Rhodes: que los británicos dominen el mundo entero. No hay mayor indicio de que esa Sociedad de la mesa redonda tenga alguna influencia significativa. No obstante, un historiador norteamericano de renombre, Carroll Quigley, llegó a decir en uno de sus libros que esa sociedad sí maneja algunos hilos de poder en EE.UU. Quigley luego se retractó y reconoció que hablaba sin fundamento, pero era ya demasiado tarde: los conspiranoicos aprovecharon el endoso que les daba un académico, y desde entonces, insisten en que la Sociedad de la mesa redonda conspira para que Gran Bretaña se apodere de EE.UU.
El hecho de que Rhodes fue en alguna época masón, le añade leña al fuego conspiranoico. Pero, en realidad, Rhodes se dejó de interesar en la masonería desde mucho antes de proponer las sociedades que, además, nunca se concretaron. Lo que sí concretó Rhodes, no obstante, fueron unas becas de estudio en la universidad del Oxford. Algunos personajes prominentes, como Bill Clinton, han sido beneficiarios de estas becas. Los conspiranoicos piensan que estas becas tienen el objetivo de formar ideológicamente a pupilos de forma tal que, cuando lleguen al poder, actúen a favor de los intereses británicos.
            Rhodes también tenía el proyecto de que, como parte de la expansión imperial, la corona británica recuperase a EE.UU. como posesión. Eso ha propiciado que muchos conspiranoicos norteamericanos se obsesionen con ese tema. En 1902, se creó la Pilgrims Society (Sociedad de los peregrinos), una organización para fomentar la amistad entre EE.UU. y Gran Bretaña. Previsiblemente, los conspiranoicos asumen que esta sociedad tiene intenciones mucho más oscuras: asegurarse de que EE.UU. caiga nuevamente en manos británicas, de una forma mucho más insidiosa, a través de un gobierno tras las sombras. La Pilgrims Society se acerca cada vez más a su objetivo, haciéndose con el control de los medios de comunicación en EE.UU.
            No hay evidencia de nada de esto. El único indicio que, muy remotamente, podría dar algún crédito a estas teorías conspiranoicas, es el llamado complot del negocio, que se denunció en EE.UU. en 1933. A medida que el fascismo ganaba terreno en Europa, en EE.UU. había preocupación de que los fascistas también llegasen al poder en ese país. Un prestigioso general norteamericano, Smedley Butler, denunció ante el Congreso que un grupo de empresarios se acercó a él, proponiéndole organizar un golpe de Estado contra el presidente Roosevelt, y conformar un gobierno de tendencia fascista.
Entre los que se la acercaron, dijo Butler, estaban representantes de la Pilgrims Society. El asunto quedó ahí. Hasta el día de hoy, no se ha podido corroborar si la denuncia de Butler realmente tenía asidero. Butler parecía un hombre íntegro, pero quizás al propio Butler lo engañaron haciéndole creer que se estaba preparando una conspiración, cuando en realidad, no era así. En fin, hubiera o no una conspiración, lo cierto es que nunca se concretó, y que la evidencia de que los británicos tienen un complot para recuperar a EE.UU., es virtualmente inexistente.

Los conspiranoicos norteamericanos insisten, no obstante, en que ese complot opera mucho más sutilmente. Según dicen, los presidentes norteamericanos están atados a la corona británica por lazos de sangre. Según una teoría conspiranoica formulada por Harold Brooks Baker, en las elecciones de EE.UU., siempre ganará el candidato que tenga un mayor número de ancestros en la realeza británica. Brooks creyó documentar este patrón en varias elecciones. Su metodología de estudio, demás está decir, era muy deficiente. Brooks hacía muchas conjeturas respecto a los ancestros de muchos de los candidatos. Y, en todo caso, aun si, en efecto, los presidentes elegidos han tenido un mayor número de ancestros nobles británicos que sus contendientes, ¿es eso prueba de un complot británico? El pedigrí de los presidentes sería apenas uno entre muchísimos otros factores (muchísimos más significativos) que determinan el resultado de una elección. En fin, Brooks predijo en 2004 que el candidato John Kerry vencería a George W. Bush, pues tiene más sangre real británica. La predicción de Brooks falló, y desde entonces, muy pocos conspiranoicos se toman en serio sus teorías.

Los conspiranoicos frente al Nuevo Orden Mundial

En 2016, hubo dos acontecimientos políticos dramáticos. Primero, el Reino Unido convocó un referéndum que consultaba a los británicos si ellos deseaban seguir formando parte de la Unión Europea. Contra todo pronóstico, el Brexit (como se llamó a esa iniciativa) triunfó en las urnas, y así, la Gran Bretaña era el primer país en quebrar la unidad europea que se venía cultivando desde hacía décadas. Los promotores del Brexit celebraron aquello como una independencia, y su campaña tuvo fuertes tonalidades nacionalistas.
            Luego, ocurrió otro evento que dejó atónitos a muchos: Donald Trump fue electo presidente de los EE.UU. Trump había sido simpatizante de la opción británica del Brexit, y su campaña electoral orbitó en torno a los mismos temas nacionalistas. El gran coco, en ambos casos, fue la globalización. Según los demagogos británicos y norteamericanos, la globalización es una catástrofe, pues acaba con la soberanía de cada país, perjudica la homogeneidad étnica de cada nación, los inmigrantes quitan trabajos a los nacionales, etc.

            Tanto Trump como los promotores del Brexit son demagogos de derecha. Pero, la oposición a la globalización de ningún modo es exclusiva de la derecha. En Europa, siempre ha habido movimientos antiglobalización, pues ven en ella el triunfo de grandes corporaciones que, al abrir las fronteras comerciales, terminan por acumular dinero y concentrar poder excesivamente.
            Muchas de las quejas contra la globalización son legítimas. ¿Queremos un planeta lleno de franquicias que sirven productos manufacturados, y que terminan por homogeneizar el mundo? ¿Estamos dispuestos a permitir que los tratados de libre comercio quiten todo freno a la explotación industrial, sin medir los daños ecológicos? ¿Debemos tolerar que en los países asiáticos se abran fábricas de zapatos y textiles con condiciones laborales infrahumanas? ¿Nos parece bien que los grandes magnates del mundo evadan impuestos llevando sus capitales a paraísos fiscales? ¿Es deseable que desaparezcan los ejércitos nacionales convencionales, y sean reemplazados por mercenarios que no están sujetos a la legislación de los países donde operan? ¿Nos conviene tener unos medios de comunicación controlados por un puñado de corporaciones que terminan por suprimir toda información que no concuerde con sus intereses?
            La globalización no es necesariamente el monstruo que la extrema izquierda y la extrema derecha se imaginan, pero, como mínimo, debemos pensar sobre estas cuestiones. Esto amerita discusiones serias. Ahora bien, lamentablemente, desde hace varias décadas, entre los críticos de la globalización se han colado los conspiranoicos. Pues, una de las grandes obsesiones conspiranoicas es con el Nuevo Orden Mundial.
            Entre los planes del fundador de los illuminati, Adam Weishaupt, estaba la conformación de una nueva etapa en la historia de la humanidad, en la cual, las monarquías tiránicas y la opresión del clero abrirían paso a un orden mundial de iluminismo y racionalidad. La mención del Nuevo Orden Mundial quedó muy presente en la mente de los conspiranoicos, y desde entonces, se han inventado toda clase de teorías sobre cómo tras las sombras del poder se está construyendo este Nuevo Orden Mundial.
            En la imaginación conspiranoica, el Nuevo Orden Mundial es la supresión de las soberanías nacionales, para conformar un gobierno mundial que aplastará a los habitantes del planeta Tierra. En otras palabras, el Nuevo Orden Mundial es la dominación global, a manos de una selecta élite. La globalización forma parte de este complot del Nuevo Orden Mundial, pues en la medida en que se van tumbando fronteras a favor de organismos trasnacionales, los gobiernos tienen menos capacidad de hacerle frente a esa élite que pretende imponer su yugo sobre la totalidad del planeta. La idea de un gobierno mundial se vende como un proyecto utópico, en el cual todos los pueblos del mundo se unen en paz para cooperar entre sí; en realidad, alegan los conspiranoicos, todo esto es una farsa. La supuesta utopía de la paz mundial pronto dará paso a una tiranía con esclavos y campos de concentración a escala global.
            Desde los días de Weishaupt y los illuminati en el siglo XVIII, ha habido alguna preocupación conspiranoica sobre el supuesto Nuevo Orden Mundial. Pero, no fue una obsesión desmedida. No obstante, cuando cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, las alarmas conspiranoicas se activaron. Si ya los soviéticos y los norteamericanos no se enfrentaban, ¿significaba eso que, finalmente, la selecta élite estaría mucho más cerca de establecer el gobierno mundial?
            En ese dramático ínterin del final de la Guerra Fría, empezó la Guerra del Golfo Pérsico. Los conspiranoicos ya sospechaban de que el presidente norteamericano del momento, George H. W. Bush, formase parte de esa élite forjadora del Nuevo Orden Mundial, pues además de ser el jefe del gran nuevo poder hegemónico mundial (en vista del colapso de la Unión Soviética), era miembro de la sociedad de los Skulls and Bones, una asociación de la cual siempre han desconfiado los conspiranoicos, y su familia tuvo algunos negocios con los nazis.
            Pues bien, mientras los norteamericanos organizaban su operación militar contra Irak en la Guerra del Golf Pérsico, en un breve discurso, Bush enunció estas palabras: “De estos tiempos turbulentos… puede surgir un nuevo orden mundial”. Los conspiranoicos pusieron el grito en el cielo. Confirmaron sus sospechas de que los illuminati gobiernan tras las sombras, y que, desde ese momento, asumirían una postura más agresiva para concretar sus malévolos planes. La conquista del mundo había empezado, y muy pronto, vendría la tiranía global sobre la cual se ha advertido. Los gobiernos nacionales desaparecerán, y finalmente, habrá una dictadura planetaria. La ONU y tantas otras instituciones internacionales supuestamente humanitarias, se quitarán su careta, y ahora sí, concretarán lo que siempre se propusieron: acabar con las soberanías nacionales y oprimir a los pueblos del mundo.

            Bush nunca más volvió a hablar de un Nuevo Orden Mundial, pero los conspiranoicos, como suele ocurrir, vieron aquello más bien como evidencia de que, en efecto, el plan está en marcha. Desde entonces, se ha metido en un mismo saco conspiranoico a los sospechosos de siempre (templarios, masones, illuminati, judíos), pero también a algunos nuevos agentes.

miércoles, 1 de marzo de 2017

"El judío Suss" y la izquierda

El judío Suss, dicen los entendidos, es la película nazi por excelencia. Quizás El triunfo de la voluntad sea la más famosa, pero El judíos Suss es la que mejor representa la agresividad nazi, y sobre todo, el odio a los judíos. Dirigida por Veit Harlan y estrenada en 1940, la película estuvo perdida por algunos años después de la guerra. En el caos que siguió a la caída de Hitler, se creía que el negativo de la película había desaparecido, pero resultó que una copia sobrevivió al otro lado de la Cortina de Hierro. Ésa copia ha servido para que las audiencias contemporáneas puedan ver la película, aunque hay intentos por restringirla.
El film está basado en un personaje real, Joseph Suss Oppenheimer, un judío del siglo XVIII que fue consejero del duque Carlos Alejandro de Wurttemberg, y que cuando el duque murió, fue ejecutado. Sobre este judío se había escrito una novela, y los ingleses habían hecho una película. En esas historias, Suss aparece como un chivo expiatorio a quien se culpa injustamente de muchos cargos, y si bien no es un personaje noble, su maldad en verdad es consecuencia del maltrato previo que había recibido del resto de la sociedad.

Joseph Goebbels, el infame ministro de propaganda nazi, supervisó la producción de la película, e incluso coaccionó al director y algunos actores a participar. Goebbels se aseguró de que se contara la historia de Suss, pero con un giro marcadamente antisemita. Suss sería un personaje perverso, y los judíos serían personas despreciables. No obstante, en una película anterior, El judío eterno (también supervisada por Goebbels), a los nazis se les fue la mano, y retrataron a los judíos como auténticos monstruos. El mensaje no cuajó en el público alemán. Goebbels siempre defendió la doctrina de que la propaganda tiene que ser más sutil, y en El judío Suss, se aseguró de  matizar un poco el odio contra los judíos.
Así pues, Suss aparece como un personaje carismático, pero que al final, usa su encanto con fines muy perversos. El duque necesita fondos para tener algunos lujos, y acude a Suss para un préstamo. Suss gustosamente ofrece sus riquezas, pero cuando llega el momento de cobrar, ofrece un trato al duque: la deuda quedará saldada, si el duque le entrega el control de las carreteras, y lo nombra su consejero. El duque accede. Una vez en el poder, Suss empieza a cobrar impuestos opresivos. Los lugareños de Wurttemberg se rebelan, y en el ínterin, Suss viola a una joven cristiana. El duque muere repentinamente de un infarto, y ya sin la protección de la autoridad, los lugareños lo enjuician y lo ejecutan.
Goebbels fue uno de los personajes más perversos del nazismo, precisamente porque, en cierto sentido, él mismo era como el Suss que aparece en la película. Goebbels se aseguraba de dar encanto a sus producciones propagandísticas. Y, en El judío Suss, un espectador incauto podría caer en su trampa. El film podría tener un cierto atractivo para los críticos del capitalismo. Suss utiliza su influencia para que el gobernante le ofrezca un contrato en el funcionamiento de las carreteras. Los ultra liberales y los socialistas suelen denunciar esto como el capitalismo clientelista (crony capitalism). Y, desafortunadamente, este capitalismo clientelista es muy común. El Estado se desentiende de alguna función, pero en vez de licitar el cumplimiento de esa función entre verdaderos competidores, se la asigna a algún asociado clientelar que, sin el control de la competencia, abusa y se enriquece a expensas del bien común. Ni los socialistas, ni los ultra liberales, quedan satisfechos.
El judío Suss pudiera haber sido una genuina película de izquierda, al estilo de Tiempos modernos. El problema, por supuesto, es que Goebbels se aseguró de darle un giro antisemita, y por eso, hoy se la considera una película representante de la ideología de extrema derecha. Ciertamente, ese capitalismo clientelar que se denuncia en la película, existe. Pero, la forma en que la película asocia estas prácticas con un grupo étnico en particular, los judíos, la convierte en una pura manifestación de odio.
Desafortunadamente, algún sector de la izquierda no escapa a este antisemitismo. Muchas de las críticas izquierdistas al Estado de Israel, son legítimas. Pero, más o menos como Marx hizo en La cuestión judía, muchos izquierdistas van más allá de esta cuestión política, y tienen una animadversión especial contra los judíos, atribuyéndole a este grupo étnico la casi exclusividad de la explotación capitalista en el mundo.
Tras ver El judío Suss, yo me pregunto si el nazismo fue realmente un movimiento de derecha. Ciertamente, tuvo características derechistas: un mensaje de superioridad racial, y una oposición al bolchevismo. Pero, en su conspiranoia, los nazis frecuentemente decían que los bolcheviques eran en realidad títeres de los banqueros judíos, que hicieron esa revolución para apoderarse, primero de Rusia, y eventualmente del mundo. Al final, el gran ogro era el judío usurero. Los nazis y los bolcheviques se enfrentaron en Stalingrado, pero ambos compartían un desdén por el capitalismo.

Por lo demás, no está mal compartir ese desdén, pues en efecto, el capitalismo tiene muchas cosas criticables. El problema, vale insistir, es atribuir estos problemas a un grupo étnico en particular. Y lamentablemente, un sector de la izquierda, con mucha frecuencia incurre en esto, del mismo modo en que lo hicieron los nazis.