martes, 29 de septiembre de 2015

"PK", la película más taquillera de Bollywood, decepciona

            Es fácil hacerse la imagen de la India como un país de masas de devotos que se bañan en ríos contaminados por cadáveres flotantes, gente que come al lado de una vaca defecando en plena calle, superstición astrológica bestial, fanáticos terroristas religiosos que ponen bombas en trenes, y gurús corruptos que se enriquecen con la ingenuidad de los devotos.
            Esa imagen, sin duda, es en parte real. Pero, hay buenas noticias: PK, protagonizada por Amir Khan y estrenada en 2014, es la película más taquillera de toda la historia de Bollywood. Digo que esto es una buena noticia, porque si bien en India hay aun masas de fanáticos en las aldeas, el número de racionalistas empieza a crecer. PK es una película tenuemente crítica con la religión, y el hecho de que batiera récord de taquilla en India, es indicativo de que el pueblo indio ha avanzado en su modernización.

            La película narra la historia de un extraterrestre que pierde contacto con su civilización, y debe aprender las costumbres de los humanos (lo mismo que los gringos con sus películas sobre extraterrestres, ésta es bastante etnocéntrica, de forma tal que el extraterrestre interactúa sólo con indios). El extraterrestre, muy inocente (más que E.T., diría yo), tiene dificultad en entender la corrupción humana, así como las cosas absurdas que nuestra especie hace. Pero, poco a poco, va entendiendo las cosas. Y, en ese descubrimiento, se enfrenta con un gurú hindú corrupto que explota a su feligresía. En ese enfrentamiento, el extraterrestre tiene como aliado a una periodista que también ha sufrido a causa de la religión, pues en una confusión, su novio pakistaní la abandonó, aparentemente porque ella era hindú y él musulmán.
            Amir Khan es probablemente la estrella más renombrada de Bollywood en estos tiempos. Me complació mucho ver su sobria actuación en Mangal Pandey, una película sobre la rebelión de los cipayos en el siglo XIX. En esa película, aparece un Khan tremendamente masculinizado e imponente. En PK, a pesar de que Khan aparece más musculoso que en sus anteriores películas, su personaje raya en lo tonto, al punto de que desagrada.
            Y, ésa es la tonalidad general de la película: cursi, tonta y simplona. En las escenas finales, PK se convierte en un melodrama insoportable: el extraterrestre está enamorado de la periodista, pero ésta descubre que el abandono de su novio pakistaní fue debido a una confusión, y regresa con él. Todo este culebrón rosa es transmitido en televisión nacional de la India.
            Estas cursilerías suelen ser típicas en Bollywood. Pero, a la vez, la mediocridad de los guiones es compensada por las canciones y los bailes, los cuales suelen deleitar. PK no es excepción, y la música y la coreografía es lo mejor de la película.

            Con todo, PK no deja de ser decepcionante. Pues, la película tiene la oportunidad de hacer una crítica más aguda de la religión, en un país al cual el racionalismo le hace mucha falta. Pero, en vez, prefiere denunciar sólo los abusos de los gurús corruptos, sin detenerse a hacer cuestionamientos más profundos, como por ejemplo, el mismo contenido de las doctrinas religiosas (la existencia de Dios, la inmortalidad, etc.). Asimismo, la forma tan cursi y poco realista en que se presenta la historia, supongo, hará que mucha gente no se tome muy en serio el contenido crítico de la película, y al salir del cine, continuará normalmente con su vida religiosa.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Bolívar y la doctrina de la guerra justa

            Frente al culto a Bolívar, conviene hacer algunas evaluaciones históricas respecto a al desempeño moral del Libertador en el ámbito militar. Para ello, podemos valernos de la doctrina de la “guerra juta”, originalmente formulada por pensadores católicos (San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Vitoria), pero también por protestantes (Hugo Gorcio), y en fechas más recientes, filósofos laicos (Michael Walzer).
            La doctrina de la guerra justa se divide en dos. El ius ad bellum especifica cuándo hay justificación para iniciar una guerra. El ius in bello especifica cómo debe ser la conducta durante la guerra. Muchas de estas especificidades han quedado establecidas en documentos jurídicos como la Convención de Ginebra. Pero, el hecho de que en el siglo XIX no existía la Convención de Ginebra, no excusa los crímenes de guerra que se pudieron cometer en aquella época. Pues, las nociones de guerra justa son bastante más antiguas, e incluso, varios filósofos postulan que estas nociones están inscritas en el derecho natural, de forma tal que no necesitan ninguna formalidad jurídica positiva para estar en vigor.

            El ius ad bellum exige que, para iniciar una guerra, debe haber una causa justa, recta intención, proporcionalidad, agotamiento de diplomacia, declaración por una autoridad competente, y probabilidad de éxito. La gesta de Bolívar cumplió algunos de estos requisitos, pero no todos.
Sí hubo una causa justa: el régimen colonial español era opresivo, en tanto España era una monarquía absolutista que imponía monopolios mercantilistas a sus colonias, no concedía igualdad jurídica a los nacidos en América, no les permitía ejercer cargos en la administración pública, cobraba tributo adicional a los indígenas, y permitía la esclavitud. No obstante, cabe advertir que, al menos en un inicio, Bolívar se planteó la lucha armada sólo para favorecer los intereses de la casta criolla (en parte eso explica por qué las masas de pardos se unieron al realista Boves); sólo tardíamente incorporó la emancipación de esclavos a su causa, y lo hizo muy vagamente.
Aparentemente, hubo una recta intención en la conducta de Bolívar: genuinamente el Libertador inició una guerra con la intención de alcanzar la libertad. Algunos críticos, como Marx y Madariaga, han colocado esto en duda, y señalan que en verdad Bolívar era un megalomaníaco que inició una brutal guerra, sólo para su deleite de gloria personal. El problema, no obstante, es que no estamos dentro de la cabeza de Bolívar para saber cuáles eran sus verdaderas intenciones, y en función de esto, conviene no tomar en cuenta este criterio en el ius ad bellum, como de hecho, han recomendado muchos filósofos morales de la guerra más recientemente.
El criterio de proporcionalidad es bastante dudoso en el desempeño moral de Bolívar. La guerra de independencia de Venezuela fue brutal, diezmó a la población, y la época que siguió a la independencia fue desastrosa, en medio de caos, anarquía y caudillismo. Eso suscita muchas dudas sobre la proporcionalidad de la guerra que promovió Bolívar: ¿valió la pena tanto sufrimiento y tanta destrucción? Es una cuestión abierta al debate.
Ante una monarquía absolutista que estaba decidida a conservar las colonias y su antiguo régimen a toda costa, no había mucha posibilidad de diplomacia. En ese sentido, Bolívar sí cumplió con el criterio de agotamiento de diplomacia. Pero, hay un matiz: la guerra de independencia no siempre fue contra una monarquía absolutista; hubo períodos en que el enemigo era el Consejo de Regencia, que había redactado la Constitución de Cádiz de 1812, la cual derogaba (o, al menos, reducía) la opresión del régimen colonial, e incorporaba a los americanos como ciudadanos de pleno derecho. Bolívar pudo haber intentado buscar una alternativa diplomática en el marco de esa constitución, y así, se pudo haber evitado mucho derramamiento de sangre. Pero, lo cierto es que esa constitución fue violada muchas veces, el mismo Fernando VII la intentó abolir sin éxito en 1820, y luego con éxito en 1823.
La guerra de independencia fue más una guerra civil entre realistas e independentistas, que una guerra internacional entre España y Venezuela. En ese sentido, no tiene mucha aplicabilidad el criterio que exige que la guerra sea declarada por una autoridad competente. Asimismo, la guerra de independencia culminó en un triunfo para el bando de Bolívar, de forma tal que sí cumplió el requisito de probabilidad de éxito.
Así pues, con algunos matices, Bolívar sí tuvo un buen desempeño moral en el ius ad bellum. Pero, en el ius in bello, su desempeño moral es mucho más sombrío. Hay dos criterios básicos en el ius in bello: proporcionalidad, y distinción entre civiles y combatientes. En la guerra, sólo está permitido matar en combate. No está permitido matar a prisioneros. Y, en combate, sólo pueden morir civiles como resultado del daño colateral (y sólo si ese daño colateral es proporcionalmente menor al objetivo militar, y si los civiles no son objeto directo del ataque).
Bolívar falló en ambos criterios. Uno de los aspectos más controvertidos de su gesta militar fue el Decreto de guerra a muerte, emitido en 1813 durante su Campaña Admirable para conquistar Caracas. La guerra civil había adquirido un carácter brutal, y Monteverde, el comandante de las fuerzas realistas, no escatimó en ordenar atrocidades en sus enfrentamientos contra el bando republicano. Si bien en la guerra de independencia hubo varias batallas, la mayor parte de los muertos eran víctimas no combatientes en ejecuciones. Ante las atrocidades de los realistas, Bolívar emitió su infame decreto, anunciado que, si los españoles no participaban activamente en la contienda al lado del bando patriota, serían ejecutados. Es decir, Bolívar amenazó con matar a civiles no combatientes.
Según parece, el decreto de Bolívar fue más un instrumento de terror psicológico que de verdadera ejecución, pero con todo, Bolívar ordenó la ejecución de cerca de mil prisioneros españoles en La Guaira en 1814. Aquello fue, llanamente, una atrocidad.
Muchos bolivarianos quieren excusar a Bolívar señalando que Boves y Monteverde fueron los primeros en cometer atrocidades, y que Bolívar reaccionaba en legítima defensa. Esta excusa es inaceptable. La doctrina de la guerra justa no acepta la retribución de atrocidades con más atrocidades. El bombardeo de Hiroshima no está justificado por la violación de Nanjing; la destrucción de Dresde no está justificada por el Holocausto. Bolívar no tuvo ninguna necesidad militar en ejecutar civiles y prisioneros de guerra. Aquello fue más motivado por resentimiento y sadismo. Pero, incluso si esas acciones sí hubieran contribuido al fin expedito de la guerra (como, por ejemplo, sí fue el caso con el bombardeo de Hiroshima, o la marcha al mar del general Sherman en la guerra civil norteamericana), la doctrina de la guerra justa la seguiría considerando inaceptable. En la guerra, hay reglas morales, y éstas deben cumplirse a toda costa.

Años después, Bolívar tuvo un gesto más civilizado, y en 1820, se reunió con el general español Morillo para convenir el Tratado de regularización de la guerra, el cual estipulaba un trato humanitario a los prisioneros y se asumía un compromiso de adhesión a principios morales en la contienda. Pero, me temo, eso no es suficiente para exonerar sus crímenes de guerra, y debemos condenarlo moralmente.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Simón Rodríguez, pionero de la occidentofobia americana

            Simón Rodríguez tuvo que vivir tiempos convulsos. Fue contemporáneo de las terribles guerras de independencia en Hispanoamérica. La Corona era opresiva, pero al menos garantizaba un mínimo de estabilidad. En cambio, cuando se consumó la independencia, en casi todos los países recién emancipados, se suscitó una ola generalizada de caos, anarquía y caudillismo.
            Parte de la reflexión filosófica de Rodríguez trató de atender estos problemas. Ya los países estaban independizados, ¿qué hacer ahora? Rodríguez insistió en la necesidad de la educación. Era necesario formar ciudadanos para poder erigir un nuevo orden social. Rodríguez se constituyó como una voz civil fresca y educada entre políticos gorilas que estaban acostumbrados al militarismo. Quizás, en parte, su civilidad fue también su fracaso. Bolívar le asignó la conducción de proyectos educativos en la recién creada Bolivia. Al cabo de poco tiempo, Rodríguez tuvo que renunciar, porque no logró congeniar con Sucre, un militar (es curioso que en la mitología nacionalista venezolana, se presenta a todos los próceres como si fueran grandes amigos entre sí; la realidad histórica es muy distinta).

            No cabe dudar de la gran cultura que Rodríguez poseía. Fue un hombre que conoció de cerca la filosofía de la Ilustración mientras estuvo exiliado en Europa (había participado en la fracasada conspiración independentista de Gual y España en 1797), y su influencia sobre el pensamiento de Bolívar es indiscutible. En un país repleto con estatuas de militares y caudillos, los honores a un educador como Rodríguez siempre son bienvenidos.
            Pero, hay un aspecto en la obra de Rodríguez que me desagrada. Ante el caos en el que se encontraban los países hispanoamericanos, Rodríguez consideraba que los forjadores de las nuevas naciones debían desistir de importar modelos foráneos. Los caudillos criollos, inexpertos en el gobierno (pues en el régimen colonial siempre gobernaron los peninsulares), buscaban soluciones basadas en modelos europeos. Rodríguez repudiaba eso. Decía algo más bien parecido a la canción de Rubén Blades: los modelos importados no son la solución. Hay que buscar lo propio, pues los modelos europeos no se pueden aplicar a la realidad americana, que es muy distinta a la europea. En palabras de Rodríguez: “La América española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos, o erramos”.
            A juicio de Rodríguez, esto también debe hacerse en la educación, tal como lo expresa en otra de sus célebres frases: “Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio”. Con esto, Rodríguez dejaba entrever que la educación americana debe dejar de enseñar contenidos propios de Europa, y más bien, debe incluir contenidos afines a la población americana.
            En principio, todo esto es muy razonable. Cada país tiene sus particularidades, y copiar al calco un modelo de un país, para implantarlo en otro, puede resultar problemático. El problema con la postura de Rodríguez, no obstante, es que ha sido abusada. En nombre de la lucha contra el eurocentrismo, muchas veces se ha pretendido repudiar cosas que claramente nos benefician, por el mero hecho de que originalmente proceden de Europa. Por ejemplo, en nombre de la lucha contra el eurocentrismo, en América Latina muchas veces se quiere obstaculizar el avance del progreso científico, a fin de proteger la mentalidad mágica de los indígenas.
En cierto sentido, Rodríguez fue un pionero del nacionalismo romántico americano que se convirtió en occidentofobia. A pesar de tener bastante influencia de los ilustrados europeos, sus posturas son más afines a la de los contra-ilustrados románticos del siglo XIX. A juicio de estos románticos, cada nación tiene un Volksgeist, un espíritu del pueblo, incompatible con las importaciones modernas que la Revolución Francesa trató de expandir. Rodríguez sembró la semilla de la obsesión que los nacionalistas latinoamericanos tienen, cuando procuran construir una identidad propia a toda costa.

En muchos aspectos, yo francamente prefiero ser un copión de cosas buenas, que un inventor de cosas malas. La ciencia, la racionalidad, el laicismo, la república, el constitucionalismo, la división de poderes, las grandes tecnologías, la industrialización, la medicina, el debido proceso jurídico… todas esas grandes cosas vienen de la Europa modernizada. Pero, rechazarlas por el mero hecho de ser originalmente extranjeras sería un acto de brutal fanatismo nacionalista. El dejar de inventar no es necesariamente errar.     

"Doña Bárbara" y el escepticismo en Venezuela

            Parte del indiscutible carisma de Chávez reposaba sobre su costumbrismo llanero. Y, como parte de ese costumbrismo llanero, Chávez quiso utilizar a Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, como elemento nacionalista en sus discursos. En ocasiones utilizaba el léxico llanero de esa novela, y en un destello de genialidad retórica, llamaba “Mr. Danger” a su némesis, George W. Bush.
            Con todo, Doña Bárbara es una novela bastante contraria a la ideología de Chávez. Gallegos era un positivista, un hombre que creía en el progreso y la necesidad de civilizar a la Venezuela atrasada, y ése es el tema central de la novela. Chávez, en cambio, se impregnó del relativismo cultural propio de la izquierda posmoderna, y cuestionó la propia distinción entre barbarie y civilización. Chávez en sus discursos decía más bien que esa distinción es un invento colonialista para degradar al Tercer Mundo; el Comandante decía, a la manera de Rousseau, que la civilización moderna no es superior al estilo de vida primitivo, y que más bien la modernización trae muchos males. Por eso, los primitivistas venezolanos que buscan preservar a toda costa los supuestos “saberes ancestrales” procedentes de las culturas indígenas y africanas, vieron en Chávez un aliado.

            Doña Bárbara es muy ajena al relativismo cultural. Gallegos afirma tácitamente la superioridad de la civilización occidental, y la necesidad de modernizar a un país que aún retiene demasiados elementos de atraso cultural, muy propios de las culturas aborígenes y africanas. Doña Bárbara narra la historia de Santos Luzardo, un hombre educado en la capital, que viaja a los llanos apureños a poner orden en su finca. Ahí, se encuentra con la “devoradora de hombres”, Doña Bárbara, una mujer barbárica en todos los sentidos. La doña resuelve los conflictos a lo bestia, con violencia pura y dura. No tiene sentimientos sublimes, pues abandona a su propia hija, Marisela; y además, induce el alcoholismo en el padre de Marisela, a fin de destruirlo. No tiene la noción más elemental de derechos de propiedad, pues continuamente trata de robar tierras; y para lograr sus propósitos, soborna y ejerce influencias sobre las autoridades civiles locales.
            Doña Bárbara siente atracción por Santos Luzardo, y se propone conquistarlo. Pero, no logra su acometido, pues Santos, un hombre civilizado, prefiere más bien educar a Marisela, y se termina casando con ella. Para tratar de conseguir su objetivo, Doña Bárbara acude a aquello que Gallegos considera el aspecto más brutal de la barbarie: la brujería. Siendo adolescente, Doña Bárbara había permanecido en una aldea de indios, y ahí, aprendió las artes ocultas. Desde entonces, las utilizó para dominar a los hombres, y lograr otros acometidos. Por ejemplo, para consagrar una nueva propiedad y ahuyentar espíritus desfavorables, entierra vivo a un toro. De hecho, tiene un peón, “El brujeador”, que la sirve en esos procedimientos. Con la llegada de Santos, se propone emplear la brujería para capturar al joven procedente de Caracas.
            Gallegos muestra desprecio por todo esto. Santos es el héroe, porque representa la civilización, la racionalidad y el progreso. Doña Bárbara es la anti-heroína, porque representa la barbarie, la superstición y el atraso. Pero, Gallegos no es propiamente un James Randi venezolano (Randi es un famoso escéptico que hábilmente ha desmontado los trucos de muchos brujos). Gallegos desprecia a la brujería y el pensamiento mágico, pero en vez de reírse de ella y considerarla inefectiva (como lo hacen los escépticos contemporáneos), pareciera temerle.
            La novela es muy ambigua respecto a la efectividad de la brujería. Gallegos no niega de plano que el recitar palabras mágicas y hacer extraños rituales consigan los objetivos que se plantea la bruja. La novela da la impresión de que Doña Bárbara no logra atrapar a Santos, precisamente porque justo en el momento en que la doña se dispone a realizar el embrujo con un cordel ajustado a las medidas de Santos, Marisela irrumpe en su habitación y lo impide, destruyendo el altar en el cual Doña Bárbara hace sus hechizos. En la novela, el embrujo no funciona, no porque esas cosas no sirvan, sino porque no se logró completar el debido procedimiento mágico.
La actitud de Gallegos frente a la brujería no es la de un racionalista como Houdini; su actitud es más bien similar a la de las grandes religiones monoteístas que desaconsejan las artes ocultas, pero reconocen su poder. En otras palabras, Gallegos no escapó de la común proclama venezolana, “[Las brujas] de que vuelan, vuelan”.

Por otra parte, quizás, toda esta ambigüedad no sea más que un recurso literario. Es posible que Gallegos en lo personal no creyese en la efectividad de los embrujos, pero optó por jugar a la ambigüedad para lograr un efecto estético. Ciertamente, el efecto funciona, y eso hace que Doña Bárbara sea una gran novela. Vale, en el arte, esto está permitido. Pero, es necesario extender el programa positivista de Gallegos en nuestro país. Necesitamos ahora gente como James Randi, que exponga los fraudes de los santeros, los marialionceros en la montaña de Sorte, los exorcismos entre cristianos, la estafa de la homeopatía y la acupuntura, y tanta otras supercherías, demostrando su inefectividad. De esa manera, alimentaremos el escepticismo y el pensamiento crítico, y completaremos la labor que Gallegos inició.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Rafael Urdaneta: dictador y juez corrupto

            El culto a Bolívar no es monoteísta. El Libertador es el dios supremo en el panteón, pero por debajo de él, hay deidades menores en la religión civil venezolana. Los zulianos siempre hemos estado acomplejados en el culto bolivariano, en parte porque nuestra región fue un bastión realista hasta el último momento, y no fue escenario de acontecimientos importantes en la vida de Bolívar. En vista de este complejo, los zulianos hemos promovido a Rafael Urdaneta como uno de las figuras subalternas en la religión bolivariana, con versos como los de esta famosa gaita compuesta por Octavio Urdaneta: “Si me dicen cañadero/me esponjo cual un pavo real/de frente al lago de Ojeda donde nació un general/Urdaneta el carmelero, el brillante nacional”.

            Aquellos que con más furor enaltecen la figura de Urdaneta como símbolo regional zuliano, se rasgan las vestiduras en defensa de la descentralización. A los zulianos nos molesta que desde Caracas se nos impongan decisiones políticas procedentes del poder ejecutivo, y para hacer frente a esto y evocar orgullo regionalista, se invoca a Urdaneta como símbolo regional.
            Pues bien, como suele ocurrir en los mitos nacionalistas, esto tiene poca correspondencia con la realidad. Urdaneta aplastó muchos movimientos federalistas, y su conducta es reprochable en muchos aspectos.
Una vez que los realistas fueron definitivamente vencidos en la guerra de independencia, los actuales países de Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá se conformaron en una nación unida, la Gran Colombia. El proyecto fue fallido desde un inicio, pues cada país tenía conformada ya su propia identidad, y las vías de comunicación eran muy precarias. Hubo declaraciones secesionistas en Venezuela y Ecuador, y ante esta crisis, Bolívar (quien en 1828 se había autoproclamado dictador de la Gran Colombia) decidió renunciar y marchar al exilio. El poder fue asumido por Joaquín Mosquera, tras ser legítimamente designado por el Congreso.
Rafael Urdaneta, quien comandaba un batallón en Bogotá, dio un golpe de Estado contra Mosquera en 1830. Éste tuvo que huir. Urdaneta se autoproclamó dictador. Su objetivo era tratar de convencer a Bolívar para que regresara al poder. Bolívar desistió, y en vista de eso, Urdaneta renunció a la jefatura de Estado. Años después, sirvió como diplomático de la ya separada Venezuela.
Urdaneta fue, pues, un golpista en contra de un gobierno legítimamente constituido, del mismo calibre que gorilas militaristas como Pinochet o Chávez. Ciertamente no dio el golpe con la expectativa de ser él mismo dictador (su objetivo era entregarle el mando a Bolívar), pero, ¿acaso eso exonera su gorilismo?
Más aún, la ideología que condujo a Urdaneta a dar el golpe de Estado es precisamente la contraria a la que celebran los promotores de la descentralización en el Zulia. En 1828, se convocó la Convención de Ocaña, con el propósito de redactar una nueva constitución para la Gran Colombia. En aquella convención, surgieron dos facciones: los santanderistas (seguidores de Santander), defensores del civilismo y el federalismo, quienes promovían una reforma constitucional liberal con un poder ejecutivo y central limitado; y los bolivarianos (seguidores de Bolívar), defensores del militarismo y el centralismo, quienes promovían la constitución que Bolívar había redactado para Bolivia, con un poder central y ejecutivo muy fuerte, e incluso, con presidencia vitalicia.
En vista de que no hubo consenso en aquella convención, los bolivarianos se retiraron, y Bolívar, a lo bestia, disolvió la vicepresidencia que ocupaba Santander, y él mismo asumió poderes dictatoriales. Urdaneta siempre formó parte de ese grupo militarista y centralista. Cuando Urdaneta dio el golpe contra Mosquera, esperaba que Bolívar volviera al poder, para aplastar el federalismo e imponer desde Bogotá un gobierno central fuerte que despojara de poder a las regiones. Urdaneta no fue ningún paladín de la descentralización, y resulta insólito que, quienes hoy más reclaman al gobierno central de Caracas por sus abusos centralistas, más enaltezcan a la figura de Urdaneta.
Hay aún otro aspecto muy sombrío en la carrera de Urdaneta. Después de que Bolívar diera el autogolpe y asumiera poderes dictatoriales en 1828, hubo una conspiración para asesinarlo, la cual fracasó. Varios personajes fueron acusados de participar en esta conspiración, entre ellos, Santander. Nunca hubo pruebas que confirmaran la culpabilidad de Santander, y no se le ofreció un juicio justo. Con todo, se le condenó a muerte. El encargado de dictar aquella sentencia fue Rafael Urdaneta, presumiblemente como un acto de lealtad frente a Bolívar.

Así pues, además de haber sido golpista en contra de un gobierno legítimamente constituido, y un centralista que desconfiaba del poder ejercido en las regiones, Urdaneta fue también un juez corrupto. No veo mucho que se pueda elogiar en este personaje. Seguramente, los cañaderos tienen muchos motivos para esponjarse cuales pavos reales, pero desafortunadamente, ser oriundos de la región que vio nacer a Urdaneta, no debería ser uno de ellos.


lunes, 21 de septiembre de 2015

La satanización de Santander

            Cada vez que Venezuela tiene un impasse diplomático con Colombia (como el que recientemente hemos vivido con el cierre de la frontera), los fanáticos chavistas desempolvan etiquetas extemporáneas para insultar a los gobernantes colombianos. Chávez se apropió de la figura de Bolívar, y así, en esa mitopraxis que el Comandante supo explotar muy bien, atribuía a sus adversarios colombianos ser los sucesores de Santander. De ese modo, en el maniqueísmo de los fanáticos chavistas, el gobierno venezolano es el bueno, y por eso, es bolivariano; el gobierno colombiano es el malo, y por eso, es santanderiano. Bolívar es la libertad, Santander es la opresión.
            Esas etiquetas en realidad no dicen gran cosa. ¿Qué es, exactamente, un bolivariano o un santanderiano? No está claro. Ni Bolívar ni Santander tuvieron convicciones ideológicas muy definidas, y su confrontación fue más una rencilla personal que un enfrentamiento entre ideologías políticas.

El término “santanderiano” es usado despectivamente por los chavistas, sólo porque Santander se enfrentó al dios Bolívar. La mitología bolivariana ha querido satanizar la figura de Santander, pero un poco de revisionismo vendría bien. Ni Bolívar fue tan bueno, ni Santander fue tan malo.
 Cuando se creó la república de Colombia, se nombró a Bolívar presidente y a Santander vicepresidente. Bolívar marchó a Perú a organizar una campaña militar en contra de las tropas realistas que quedaban en el continente. Para apoyar la campaña militar en Perú, Santander impuso una recluta en toda la Gran Colombia. Los venezolanos ya estaban descontentos con ser gobernados desde la lejana Bogotá, y además, resentían que la Gran Colombia se conformara sin el consentimiento de los venezolanos en el Congreso de Cúcuta en 1821, pues en aquel momento, ningún representante venezolano pudo asistir, en tanto Venezuela aún era territorio dominado por los realistas. La recluta que se impuso desde Bogotá generó aún más descontento entre los venezolanos, y así, Páez (el jefe civil y militar de Venezuela) se declaró en rebeldía en 1826, y empezó a amenazar con declarar la secesión de Venezuela.
Santander convocó a Páez a Bogotá para ser juzgado, pero Páez desobedeció. Ante esta crisis, el propio Bolívar regresó a Venezuela, medió con Páez, y lo ratificó en su cargo. Santander se sintió traicionado, pues pensó que Bolívar no debió haber accedido a la restitución de Páez, y a partir de ese momento, empezó una rivalidad personal entre Bolívar y Santander.
La crisis quedó temporalmente resuelta, pero aparecieron nuevas amenazas de secesión en Ecuador y Venezuela. Bolívar opinaba que esa crisis era el producto de aquello a lo que él siempre se opuso: el federalismo. Y, así, trató de resolver la crisis imponiendo con constitución bastante autocrática (con presidencia vitalicia y hereditaria) que él mismo había redactado para Bolivia. Bolívar trató de que esa constitución se aprobara en la Convención de Ocaña en 1828, pero no hubo consenso. Los partidarios de Santander se opusieron a esa constitución propuesta por Bolívar. Con todo, Bolívar asumió poderes dictatoriales, y abolió la vicepresidencia de Santander.
Ese mismo año, se organizó un complot para asesinar a Bolívar en Bogotá, pero el plan fracasó. Se acusó a Santander de ser el principal instigador, pero nunca se presentaron pruebas, y no hubo un debido proceso jurídico. Se condenó a muerte a Santander, pero Bolívar le conmutó la pena y lo envió al exilio.
En la mitología bolivariana, Santander es el gran vil traidor; Bolívar es la víctima que, con todo, noblemente lo perdona. Pero, vale insistir, la culpabilidad de Santander nunca fue probada. Y, vale replantearse varias cosas respecto a aquellos sucesos. Si bien Santander es reprochable por imponer una recluta a los venezolanos y concentrar el poder en los neogranadinos, hizo esto para satisfacer las exigencias del propio Bolívar en su campaña militar en Perú.
Bolívar fue un autócrata que dio un autogolpe tras el fracaso de la Convención de Ocaña; Santander se opuso. Bolívar era el dictador, Santander era el demócrata. En la Convención de Ocaña, en torno a Bolívar se conformó un ala centralista y militarista; hoy se considera a Bolívar el pionero de los conservadores en Colombia (de cuya estirpe han surgido Santos y Uribe). El ala que se conformó en torno a Santander fue más bien federalista y civilista, y hoy se considera a Santander el pionero de los liberales en Colombia (de cuya estirpe surgió Gaitán y parte de los grupos subversivos que luego conformarían la guerrilla).

A Santander se le proclamó como el “hombre de las leyes”, y a él se asoció la imagen de un hombre que colocaba en su escritorio un libro de leyes encima de la espada. A Bolívar, en cambio, siempre se le celebró su militarismo, hasta el día de hoy: “La espada de Bolívar [camina] por la América Latina”. Seguramente hay mucho de mito y propaganda en esta imagen del Santander legalista y civilista. Pero, si se trata de usar imágenes, es mucho más virtuoso enaltecer a un hombre apegado a las leyes y que rechaza poderes dictatoriales, por encima de un gorila militarista que asume poderes a lo bestia. Los chavistas prefieren satanizar al demócrata civilista, y rendir culto al dictador militarista; ellos mismos colocan al descubierto su propia ideología.

domingo, 20 de septiembre de 2015

¿Murió Bolívar pobre?

Una de las letanías que más repiten los promotores del culto a Bolívar es el alegato de que el Libertador murió pobre. Esto se interpreta como una suerte de martirio patriótico: en un profundo acto de altruismo, Bolívar se desprendió de todas sus riquezas.
            Esto es populismo puro y duro. ¿Dónde está, exactamente, la virtud en morir pobre? Saddam Hussein, Hitler, Mussolini, Milosevic, y una larga lista de tiranos, también murieron en condiciones de pobreza. ¿Cuál es el mérito? Si un aristócrata tiene mucho dinero, y desperdicia su fortuna en alcohol, juegos y mujeres (y sabemos que Bolívar era muy mujeriego) al punto de que en el momento de su muerte es muy pobre, ¿debemos alabar eso? Populistas como Hugo Chávez han proclamado, una y otra vez, que ser rico es malo. En ese sentido, supongo que, bajo el entendimiento moral de Chávez (quien no murió pobre), el mero hecho de ser pobre es ya una virtud. Pero, a una persona racional, le cuesta entender cómo la pobreza puede ser un valor intrínseco.

            Con todo, los promotores del culto a Bolívar argumentan que el Libertador murió pobre, no porque administró mal sus fondos, sino porque entregó su riqueza al servicio de la patria. Bolívar habría empleado su fortuna personal para financiar las campañas militares que permitieron la emancipación. Eso es históricamente falso. Bolívar perdió sus propiedades, no en un gesto de entrega voluntaria, sino porque fueron confiscadas por Morillo (el general de las fuerzas realistas) cuando tomó control de Venezuela en 1815.
            Y, antes de que eso ocurriera, Bolívar, en vez de voluntariamente vender sus propiedades para financiar la guerra, promovió varios saqueos con el fin de recaudar fondos para la guerra (el alistamiento de los pardos, quienes previamente estaban en el bando de Boves, se consiguió con promesas de reparto de botín). Especialmente destacable es la evacuación de Caracas (la emigración a Oriente) de 1814, cuando Bolívar saqueó los tesoros de las iglesias caraqueñas. Al final, esos tesoros ni siquiera pudieron usarse para financiar la campaña militar, pues Bolívar los entregó a un corsario italiano, Giovanni Bianchi, quien nunca los devolvió.  
            Supongo que quizás lo que los promotores del culto a Bolívar quieren expresar, es que a diferencia de otros políticos latinoamericanos corruptos (Somoza, Trujillo, Lusinchi, entre otros), Bolívar no incurrió en peculado de fondos públicos cuando estuvo en el poder. Eso al menos sí es cierto. Bolívar no fue un hombre de ambiciones materiales (como tampoco lo fue Chávez). Pero, sí fue un hombre de tremenda ambición de poder (lo mismo que Chávez). Bolívar no tenía lujos; pero quería un lugar en la historia. Bolívar no necesitaba propiedades, pero sí mucha gente sobre la cual mandar. Y fue esto lo que lo condujo a morir en la pobreza.
Para Bolivia, redactó una constitución que estipulaba un presidente vitalicio y con el privilegio de nombrar sucesor (es decir, una monarquía en todo menos en nombre), previendo que él mismo sería ese presidente. El congreso de Perú lo nombró dictador en 1824, posición que no rechazó. Luego, cuando se suscitó una crisis política en la Gran Colombia en 1828, Bolívar suprimió la vicepresidencia ocupada por Santander, y asumió poderes dictatoriales. Esto provocó una reacción entre sus adversarios colombianos, quienes organizaron un complot fallido para asesinarlo. Al final, Bolívar no pudo gobernar más, y dimitió. Las nuevas autoridades colombianas le asignaron una modesta pensión. Meses después, Bolívar murió en la pobreza, presumiblemente porque esa pensión no le permitió tener un estilo de vida afluente. Pero, Bolívar no fue ninguna víctima. Si hubiera tenido menos ambición y más prudencia, habría podido negociar mejor su salida (o, incluso, su permanencia en el poder), y no habría tenido necesidad de morir pobre.


sábado, 19 de septiembre de 2015

¿Era Bolívar racista?

            Uno de los hechos que más trata de esconder el culto a Bolívar, es la enorme preocupación racial que mantuvo toda su vida el Libertador. La religión bolivariana quiere hacernos creer que Bolívar no prestó atención a las diferencias raciales de los habitantes de los países que él liberó. En realidad, fue casi una obsesión para él.
            Sí, Bolívar tuvo ternura hacia algunos negros con quienes tuvo trato íntimo. Una esclava cubana lo amamantó, y según una crónica, ya adulto, en una entrada triunfal a Caracas, vio en la multitud a esta nodriza, y se bajó del caballo para abrazarla. Pero, eso no eclipsa el hecho de que Bolívar tuvo mucho temor y desconfianza a los pardos.

            La revolución independentista surgió en un inicio como un proyecto por y para los blancos criollos. Había muchos motivos de insatisfacción respecto a España (monopolio mercantilista, prohibición de que los criollos ejercieran cargos altos en la administración pública, etc.), pero uno de los más importantes era que los criollos se sentían amenazados por el creciente volumen de población parda, y sentían que España no podía proteger a los criollos adecuadamente frente a una eventual rebelión. A finales del siglo XVIII, la Corona había emitido leyes que regulaban las relaciones entre amos y esclavos, y los criollos veían esto con mucha alarma, pues estimaban que eso entregaba a los pardos un poder que luego no podría ser contenido. Una rebelión de esclavos en Coro en 1794 que fue suprimida, confirmó esas sospechas.
            Había algo de paranoia en esta preocupación, pero no era descabellada, teniendo en cuenta lo que había ocurrido en Haití: hubo en ese país una rebelión de esclavos que no dejó vivo a ningún blanco, fueran o no nacidos en la isla. Bolívar compartía con su congéneres criollos ese temor, y a lo largo de su vida, expresó preocupación frente a la posibilidad de que surgiera una “pardocracia”.
            En las primeras fases de la guerra de independencia, los criollos rebeldes, incluidos Bolívar, optaron por marginar a los pardos de sus ejércitos. Consideraban casi un suicidio colectivo el dar armas a los grupos sociales que, en cualquier momento, podían volverse contra ellos. En cambio, los realistas, aprovecharon y sí incorporaron a pardos con promesas de libertad, ascenso social y reparto de botín.
            Cuando en 1814, colapsó la Segunda República y Bolívar tuvo que huir de Caracas porque las hordas de pardos leales a la Corona se aproximaban a tomar la ciudad, el Libertador sometió a reflexión su estrategia en los años previos. Y, fue así como decidió dar un giro pragmático que fue la clave de su éxito militar: inevitablemente, había que incorporar a los pardos a su causa, aun asumiendo el riesgo de armarlos. El culto a Bolívar nos quiere presentar a un Libertador con firmes convicciones abolicionistas, pero hubo mucho más pragmatismo que verdadera convicción en esa decisión crucial. Bolívar sabía que, sin la incorporación de los pardos a sus filas, no podría cumplir el objetivo criollo de separarse de España. Otros criollos, como Santander, expresaron oposición a la decisión de Bolívar, pero el Libertador trató de convencerlos de que no había otra manera de vencer. Además, Bolívar había recibido apoyo financiero de Petion (uno de los presidentes que se disputaba el poder en Haití), bajo la promesa de que liberaría a los esclavos.
            Bolívar cumplió a medias su promesa a Pieton (nunca abolió por completo la esclavitud), pero en cambio, siempre mantuvo desconfianza con los negros. A lo largo de su vida enfrentó muchas conspiraciones en su contra, y en casi todas, actuó con benevolencia. Mariño y Santander, ambos blancos, conspiraron contra él, pero no fueron fusilados. En cambio, cuando los conspiradores fueron pardos, Bolívar no dudó en ejecutarlos. Ése fue el destino de Piar y Padilla.
            ¿Obedecía esto a un racismo intrínseco en la personalidad de Bolívar? En sus escritos y en las crónicas sobre él, hay poca evidencia de que Bolívar realmente atribuyera peligrosidad a los pardos en virtud de sus características biológicas. Lincoln, por ejemplo, sí decía explícitamente que los negros eran una raza inferior; Bolívar nunca dijo nada parecido. En ese sentido, Bolívar no parecía creer en la tesis racista de que hay razas inferiores y superiores.
            Pero, Bolívar sí dejaba entrever que no convenía el mestizaje. En una de sus cartas a Santander, era bastante explícito, lamentándose por la composición racial americana: “Nosotros somos el compuesto abominable de esos tigres cazadores que vinieron a América a derramarle su sangre y encastar con las víctimas antes de sacrificarlas, para mezclar después los frutos espurios de estos enlaces con los frutos de esclavos arrancados del África. Con tales mezclas físicas; con tales elementos morales, ¿cómo se pueden fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres?”.
            Si bien usaba las palabras “frutos espurios”, Bolívar no tenía en mente que una raza se degenerara biológicamente por mezclarse con otra. Su verdadera preocupación era que distintas razas no podían convivir armónicamente. Era exactamente la misma preocupación de norteamericanos como Lincoln quien, luego de liberar a los esclavos, propuso enviarlos a colonizar Liberia, precisamente porque no veía viable la convivencia con los blancos en EE.UU.
Seguramente, a diferencia de  Lincoln, Bolívar tampoco pensaba que las diferencias raciales intrínsecamente impidieran la coexistencia. Fue más bien los siglos de esclavitud lo que alimentó el resentimiento entre pardos, y eso los hacía muy peligrosos. Pero, Bolívar opinaba que ya el daño estaba hecho, y no se podía cambiar el pasado. En virtud de eso, había que mantener el poder de los pardos siempre limitado. Esa actitud de Bolívar fue muy parecida a la de los sudafricanos blancos que, aun si ya no creían en la inferioridad racial de los negros, opinaban que no podía entregárseles el poder mayoritario, pues el resentimiento de siglos anteriores podía convertirlos en genocidas. Con eso, justificaban el apartheid. Bolívar nunca propuso ningún apartheid, pero hizo todo lo posible por excluir a la mayoría parda del poder.
Los sueños megalomaníacos de Bolívar, de una América unida y próspera, jamás se cumplieron. Los países que Bolívar liberó fueron un caos en el siglo que siguió a la independencia, y hasta el día de hoy, nuestra región sigue siendo un fracaso. Teniendo en cuenta el buen estado que goza la sociedad española, amerita preguntarnos si valió la pena el habernos independizado. Pero, lo irónico es que, al mismo tiempo, el gran temor de Bolívar no se materializó. Al menos en comparación con otros países multirraciales, los países bolivarianos no han vivido las tensiones raciales apocalípticas a las que tanto temió Bolívar, y es una región relativamente armónica en sus relaciones raciales. Parece, pues, que Bolívar se equivocó por partida doble: no alcanzamos la gloria a la cual él aspiró, pero tampoco caímos en la confrontación racial que tanto temió.


viernes, 18 de septiembre de 2015

La glosolalia es irracional, pero no tanto

            Los ateos y agnósticos gozamos mucho burlándonos de la glosolalia: la manifestación religiosa cuando, supuestamente, el Espíritu Santo baja, se apodera del creyente, y éste empieza a hablar en lenguas que nadie entiende. Si la experiencia es muy intensa, el feligrés se tirará al piso sin control, en un desenfreno total. Es la irracionalidad llevada a su paroxismo.
            Cuando la antropología se encuentra con este tipo de cosas entre nativos, suele evitar juzgarlas y trata más bien de “comprenderlas”. Esto a veces desemboca en excesos de relativismo cultural, cuando se trata de racionalizar cosas que, sencillamente, son irracionales. Pero, deseo aplicar un poco de relativismo cultural (típico en la antropología) a la glosolalia, y explorar la idea de que, quizás, no sea tan irracional.

            Es irracional, por supuesto, pensar que realmente el Espíritu Santo baja y se apodera de los feligreses. Algunos cristianos creen que la lengua que se habla en la glosolalia es una antigua, pero los lingüistas que han estudiado estos fenómenos nos informan que, en la glosolalia, sólo se emiten sonidos sin ninguna significación en ninguna lengua del mundo. Otros cristianos creen que lo que se habla en la glosolalia es en realidad una lengua de ángeles que sirve para comunicarse con Dios, y que no tiene paralelismo con ninguna lengua terrenal. Este alegato sobrenatural, por supuesto, no es verificable, y en ese sentido, es igualmente irracional.
            Pero, la glosolalia puede tener una semblanza más racional, si aceptamos que en estos fenómenos la intención no es propiamente comunicar algo. El filósofo John Searle hablaba de los “actos del habla”, a saber, actos lingüísticos que no buscan propiamente representar el mundo, sino ejercer una acción sobre él. En ese sentido, la glosolalia no representa nada propiamente (son, en efecto, sonidos sin sentido), pero sí sirve como actos con propósitos bastante específicos.
            Por ejemplo, desde la fase más temprana del cristianismo, la glosolalia se utilizó como manifestación espontánea de la religiosidad, al margen del control institucional de la Iglesia. El propio san Pablo, en su correspondencia con los corintios, mostró preocupación por la gente que hablaba en lenguas, pues temía que el culto cristiano se volviera demasiado extático, y causara desorden social. A medida que la Iglesia se fue institucionalizando, la glosolalia surgió espontáneamente entre grupos cristianos marginados del poder, como una forma de protesta frente a la jerarquía, y así se mantiene hasta el día de hoy. No esperemos ver a un burócrata tirarse en el suelo del Vaticano a gritar sonidos ininteligibles (la alta jerarquía católica desaprueba intensamente la glosolalia), pero sí podemos esperar eso de un pentecostal en una comunidad empobrecida del Tercer Mundo.
            La glosolalia también es, hasta cierto punto, una afirmación de multiculturalismo en el cristianismo. En la historia original del libro bíblico de Hechos, los apóstoles empiezan a hablar en otras lenguas, porque se disponen a predicar el mensaje de Jesús a otros pueblos. A diferencia del Islam (el cual en su expansión impuso el árabe a efectos religiosos, y subordinó las lenguas de los pueblos convertidos), el cristianismo desde un inicio trató de acoplarse a cada cultura en la evangelización. Así, el hablar en lenguas sería una forma de afirmar que la religión en la cual se está participando no está confinada a un grupo lingüístico en particular.
            Además de eso, la glosolalia, como cualquier experiencia extática (sea el consumo de drogas, la afición en una peña futbolística, la música rock, etc.) puede servir también como efecto catártico. El control es necesario en nuestras vidas, pero pareciera que, en ocasiones, nos viene bien la relajación de las normas, y la glosolalia es una buena ocasión para el descontrol: estudios neurológicos hechos por Andrew Greenberg revelan que, en la glosolalia, los lóbulos frontales (la región cerebral donde hay más actividad cuando se ejerce control) muestran menos actividad. Algunos seguidores de Freud (en especial, Arthur Janov) promovieron la “terapia primal”, la cual consiste, básicamente, en permitir momentáneamente el descontrol con fines catárticos. Esta terapia no convence a todos los psicólogos, pero aun si admitimos que la catarsis no tiene el poder de alivio que muchas veces se le atribuye, no deja de ser cierto que, en ocasiones, sí puede tener efectos momentáneos.
            Si la catarsis no sirve de gran cosa, entonces al menos podríamos explorar también la posibilidad de que la glosolalia propicie algunos estados mentales que aparentemente son beneficiosos neurológicamente, del mismo modo en que la recitación de mantras o sílabas sagradas (“om”) facilita la meditación de origen hindú y budista, y ésta también podría traer efectos neurológicos beneficiosos (aunque, vale insistir, hay muchos científicos que mantienen su escepticismo al respecto).

            La cultura pop se apropió del yoga y la meditación, y los empleó para propósitos de salud, desvinculándolos de su contexto religioso original, y expurgando de ellos los elementos irracionales que proceden del hinduismo y el budismo; afortunadamente mucha gente hace yoga y medita, no con la intención de que atman se una a brahman (o, algo así como “sentirse en unión con el universo”), sino sencillamente, para relajarse y sentirse bien. No vería mal que, en un futuro, se formaran clubes seculares de hablar en lenguas.

¿Qué ocurriría si el Papa legitima el aborto?

            Después de un Papa tan conservador y aparentemente amargado, como lo fue Benedicto XVI, el alegre y bonachón Francisco le ha dado un aire de frescura a la Iglesia. Se ha querido mostrar en una fase más progresista, condenando el capitalismo, advirtiendo sobre los peligros del calentamiento global, predicando el perdón a las abortistas, absteniéndose de juzgar a los homosexuales, etc.
            Francamente, a mí esto me parece mero populismo. No hay verdaderas reformas. El problema de la Iglesia, me parece, no es solamente la corrupción de sus cleros. Es el contenido de las propias doctrinas católicas. Sí, el Papa invita a perdonar a las abortistas, pero no se atreve a decir que un montón de células durante las primeras semanas de gestación no es una persona, y que por ende, en realidad no hay nada que perdonar a quienes han decidido tener un aborto. No pronostico que el Papa vaya a cambiar nada de esto.

            Pero, queda la interesante pregunta: ¿qué pasaría si el papa legitima el aborto? ¿Cómo reaccionarían los católicos? He preguntado esto a algunos amigos católicos, y me dicen que ni siquiera se lo plantean, pues eso nunca ocurrirá. Según ellos, el Papa nunca irá en contra del derecho natural. Pero, a mí me parece que los católicos sí deben plantearse un hipotético escenario como ése, a fin de reflexionar sobre la moral de la obediencia.
¿Qué ocurre si el Papa promulga doctrinas que parecen ser contrarias a la propia tradición católica? En el pasado, ha habido casos como ésos. Hubo Papas que aprobaron herejías como la arriana. Pero, aparentemente, estas aprobaciones se realizaron bajo presión y quizás tortura, de forma tal que, cuando llegaron otros Papas al poder, derogaron lo anterior. Para derogar lo anteriormente establecido por los Papas, se alegó que esos pontífices sólo emitían opiniones, pero no eran enseñanzas ex cathedra.
El problema, no obstante, es que desde 1870, se ha delineado mejor el procedimiento para emitir doctrinas ex cathedra. Ese año se formalizó la doctrina de la infalibilidad papal, y así, eso ha dejado abierta la posibilidad de que el Papa, explícitamente acudiendo a ese recurso, emita doctrinas que la totalidad de los católicos está en obligación de aceptar.
Ese recurso sólo se ha empleado una vez, en 1950, para promulgar la doctrina de la asunción de María. Pero, puede volver a usarse. Y, en teoría, eso permitiría al Papa apelar a ese recurso para promulgar, ex cathedra, la legitimidad del aborto. Sí, es extremadamente improbable, y sí, iría en contra de todo lo que la Iglesia ha enseñado en los últimos veinte siglos. Pero, en el marco del derecho canónico, no hay nada por encima de una enseñanza ex cathedra: los católicos estarían en la obligación de aceptar la doctrina. No está del todo claro, pero la doctrina de la infalibilidad papal parece tener la implicación de que está por encima de la libre conciencia, y en ese sentido, aun si el creyente estimaría que la legitimación del aborto atenta contra el derecho natural, tendría que admitir que su concepción del derecho natural es errónea, y la verdadera concepción del derecho natural es aquella que es acorde con lo que el Papa promulga ex cathedra.
Vale preguntarse, ¿pero qué pasa si el Papa enloquece, o algo por el estilo? No hay nada que pueda detenerlo. El Vaticano es una monarquía absoluta. No hay ningún procedimiento para remover al Papa de su puesto, no importa cuál sea su condición. Si el Papa dicta una doctrina ex cathedra, debe aceptarse.
¿Cómo reaccionarían los católicos ante un Papa que legitime el aborto ex cathedra? Supongo que hay tres escenarios. El primero, es que ocurra como ha sucedido en épocas anteriores: un Papa posterior postularía que el Papa anterior no habló ex cathedra, y su doctrina sería derogada. El problema, no obstante, es que, como he dicho, a diferencia de los siglos anteriores, hoy está mucho mejor delineado cuándo un Papa habla ex cathedra y cuándo no, y si el Papa acudiere al recurso de la infalibilidad, despejaría las dudas.
El segundo escenario es que se considere que el supuesto Papa que legitime el aborto en realidad no es tal, sino que la sede del Vaticano está vacante. Cuando Juan XXIII introdujo reformas en el II Concilio Vaticano, hubo fanáticos católicos que decidieron no seguirlo, y estimaron que, en realidad, la sede papal estaba vacía. Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, según estos fanáticos, son impostores, y no cuentan como Papas.
Ante la legitimación ex cathedra del aborto, ese escenario sería plausible, pero yo creo más probable, sencillamente, la aceptación de los fieles. La gran fortaleza del catolicismo ha estado en su capacidad para enseñar a obedecer. En parte gracias a los medios de comunicación, los Papas desde la segunda mitad del siglo XX han sido mucho más carismáticos que los de épocas pasadas, e irónicamente, tienen más fidelidad que en siglos anteriores. Antaño, hubo Papas y anti-Papas, emperadores enfrentados a pontífices, Papas secuestrados por gobernantes seculares, etc. Había más desafío. Hoy, el poder político del Vaticano está muchísimo más contraído, pero eso a su vez ha permitido crecer en poder carismático a los Papas. Y, así, los católicos comunes ya no están tan dispuestos a desafiar al Papa como sí lo estuvieron en épocas pasadas.
De forma tal que, sí, la legitimación del aborto sería un trago grueso para los católicos del mundo, pero eventualmente se aceptaría. La disonancia cognoscitiva es un mecanismo psicológico muy poderoso para lidiar con convicciones en choque, y muchos católicos seguramente tendrán la capacidad de inventar nuevos motivos para aceptar la nueva enseñanza: el aborto no está explícitamente condenado en la Biblia (más bien, Éxodo 21:22-25 pareciera admitirlo), el alma no puede entrar en el momento de la fecundación porque, ¿cómo explicamos las almas de gemelos idénticos?, etc. El poder absoluto de los Papas puede ser una ventaja en muchos casos para la Iglesia, pero como suele ocurrir, el poder absoluto corrompe, y puede volverse muy peligroso.

   

jueves, 17 de septiembre de 2015

¿Cómo surgió el nacionalismo criollo?

            Los populistas latinoamericanos del siglo XXI (Castro, Chávez, Correa, Morales), a la manera típica del nacionalismo, inventan cosas sobre nuestro pasado histórico. Uno de esos mitos nacionalistas es la idea de que las guerras de independencia en Hispanoamérica fueron disputas anticoloniales afines a las luchas anticoloniales de los países africanos y asiáticos. En ese imaginario, las guerras de independencia consistieron en la expulsión de los invasores españoles por parte de los invadidos.
            A decir verdad, este mito se remonta al propio Bolívar. En varios de sus discursos y cartas (especialmente en la Carta de Jamaica), Bolívar alegaba que la guerra que él dirigía era una suerte de revancha por lo que los españoles habían hecho tres siglos antes en la conquista de América. Así, Bolívar se presentó a sí mismo como el líder de los nativos conquistados.

            La realidad histórica es distinta. En los países africanos y asiáticos, en efecto, las luchas por la independencia fueron lideradas por los nativos de esos países, en contra de los administradores europeos y sus descendientes también nacidos en esos países. En la rebelión mau mau de Kenia, por ejemplo, no hubo blancos. Pero, en América fue distinto. La independencia no fue promovida por los descendientes de los nativos oprimidos, sino por los propios blancos. Bolívar alegaba que su lucha era una venganza en contra de España por lo que los conquistadores habían hecho hacía tres siglos, pero Bolívar convenientemente no señaló lo obvio: que él era descendiente y heredero de los invasores, no de los invadidos.
            En las colonias africanas y asiáticas, los blancos aun nacidos en esos países, se seguían sintiendo connacionales de las metrópolis. Los pies negros nacidos en Argelia eran ultranacionalistas franceses, y los británicos nacidos en la India (como Kipling) sentían profundamente a la Gran Bretaña como su patria (quizás la excepción fueron los blancos rhodesianos, con Ian Smith a la cabeza, quien luchó por la independencia de Rhodesia). ¿Por qué fue distinto con los criollos de América? ¿Cómo, aun siendo descendientes de los conquistadores, se empezaron a sentir conquistados?
            En su célebre libro Comunidades imaginadas, el historiador Benedict Anderson ofrece algunas respuestas. Desde un principio, España impuso un monopolio comercial a las colonias americanas, y les impedía comerciar entre ellas. A partir de la dinastía borbónica, España centralizó la administración imperial mucho más, y quiso controlar más férreamente los asuntos coloniales, asegurándose de que sus administradores fueran nacidos en la Península, y no en las colonias. Además, empezó a prosperar la idea de que, de algún modo extraño, el suelo y el clima influyen sobre el carácter, de forma tal que los blancos nacidos en América se degeneraban, y debían estar en posición inferior respecto a los peninsulares. En 1812, las Cortes de Cádiz trataron de corregir esto, asegurando ciudadanía española a los americanos, pero era ya demasiado tarde.
            Frecuentemente, asociamos las identidades nacionales basadas en distinciones lingüísticas. Pero, Anderson nos recuerda que esto no es necesariamente así, y que de hecho, el nacionalismo empezó en América antes que en Europa, y no obedeció a distinciones lingüísticas. Los criollos hablaban la misma lengua y mantenían una cultura muy similar a la de los peninsulares. Pero, su situación hizo crecer en ellos una nueva idea nacional: los criollos, al compartir entre sí el malestar por su condición inferior frente a los peninsulares, constituirían una nación aparte.
            Fue así como los criollos, para marcar su distancia respecto a España, empezaron a inventar que ellos formaban parte una misma comunidad nacional con los negros e indios (un alto porcentaje de los cuales, especialmente los indios, no hablaban castellano). Fue así como los criollos se empezaron a ver a sí mismos como oprimidos e invadidos, connacionales de los indios y negros, a pesar de que en realidad eran descendientes de los opresores e invasores.

            Pero, por supuesto, estos mitos nacionalistas se mantuvieron sólo a nivel retórico. En la práctica, los criollos siguieron tan separados de los negros e indios como lo habían estado en los siglos anteriores. Y, al principio, los propios negros e indios no se creyeron el mito nacionalista. De hecho, la mayoría de los negros e indios temió que, si los criollos arrebataban el poder a los peninsulares, las cosas empeorarían para ellos (negros e indios), pues la les Corona garantizaba algunos derechos y ejercía un poder más débil desde la Península (dada la distancia), mientras que si los criollos gobernaban, podían endurecer su dominio. Por ése y otros motivos, Boves logró incorporar los pardos a sus ejércitos.

            Las sospechas de los negros e indios tenían bastante asidero. A finales del siglo XVIII, por ejemplo, la Corona emitió decretos garantizando algunos derechos a los esclavos, pero los amos criollos se resintieron por ello; en parte, ese resentimiento años después estimuló el deseo de independencia. Y, Benedict Anderson señala que Bolívar y los otros promotores de la independencia emprendieron su proyecto, en buena medida porque tenían un gran temor a que en Venezuela y otros países hispanoamericanos ocurriera lo mismo que había ocurrido en Haití: en esa nación, los negros se rebelaron y no dejaron vivo a ningún blanco, fuera nacido en Francia o en Haití. Para evitar esta catástrofe, Bolívar estimó necesario que los criollos tomaran las riendas del poder, para asegurarse de que tal rebelión nunca ocurriera, pues temía que, desde la Península, las autoridades españolas no podrían reprimirla eficientemente.