sábado, 31 de diciembre de 2011

Matteo Ricci y la globalización

El cristianismo es, como todos los monoteísmos, una religión universalista. Dios, según el entendimiento de los cristianos, no es meramente un dios tribal, sino el amo y señor del universo, y creador de todos los hombres. Como corolario, el cristianismo se atribuye la misión de extender a todos los seres humanos su mensaje, para ofrecer a todos los seres humanos la oportunidad de salvarse. En esto consiste la gran misión que, según los evangelios, Jesús encomienda a sus seguidores: ir por la tierra a hacer discípulos y convertir a la gente al cristianismo.

Desde entonces, el cristianismo ha asumido un compromiso evangelizador, y eso explica en buena medida su asombrosa expansión, al punto de que es la religión con más adherentes actualmente. Pero, desde los inicios de la expansión cristiana, hubo dilemas. Pues, el cristianismo emergió del judaísmo, una religión que, si bien es monoteísta (y por ende universalista), tiene una fuerte asociación étnica. Ser judío constituye, no sólo rendir culto a un Dios y practicar una religión, sino también formar parte de un pueblo. Y, en este sentido, el judaísmo conserva aún una característica tribal, pues no es propiamente una religión para todos los hombres, sino sólo para los judíos, con costumbres culturales muy particulares.

Al principio, el cristianismo era apenas una secta dentro del judaísmo. Pero, eventualmente atrajo a gente no judía. Entonces, surgió el dilema: ¿es necesario ser judío para hacerse cristiano? Aquellos que conocieron de cerca a Jesús eran judíos, y naturalmente, favorecían la idea de que, para ser cristianos, era necesario ser judíos. Quien encabezaba esta postura era el dirigente de los cristianos en Jerusalén, Santiago, el propio hermano de Jesús. Pero, Pablo (en buena medida un intruso), defendió la idea de que no era necesario ser judío para asumir el cristianismo. Y, así, Pablo extendió el mensaje cristiano a los gentiles (los no judíos), y convirtió el cristianismo (el cual era originalmente una secta más en el judaísmo), en una religión universal. Santiago y Pablo tuvieron una disputa en torno a este tema, pero al final, prevaleció Pablo.

La gran disputa era en torno a la circuncisión y el cumplimiento de las leyes rituales judías. Tradicionalmente, éstas eran emblemáticas de la identidad judía. Pablo, por su parte, postulaba que un cristiano no estaba obligado a asumirlas. Con esto, Pablo moldeaba el cristianismo, de forma tal que se expandiese por el mundo entero, pero abría espacio a la conservación de la identidad cultural de cada pueblo. En otras palabras, los conversos podían asumir el cristianismo, sin renunciar a la identidad étnica. Es, de hecho, el mensaje que deja la historia de Pentecostés narrada en Hechos (un libro escrito bajo la influencia del mensaje de Pablo): los discípulos de Jesús reciben el don de hablar otras lenguas para extender su mensaje por el mundo entero; el cristianismo ya no será propiamente una religión judía.

De ese modo, Pablo resultó ser bastante tolerante respecto a las prácticas culturales de los conversos. Pero, con todo, hubo algunas prácticas que Pablo no estaba dispuesto a admitir. Por ejemplo, censuraba a los cristianos que comieran carne ofrecida a los ídolos paganos. Pablo no tenía dificultad en que los griegos se hicieran cristianos y mantuvieran muchas de sus costumbres, pero no toleraba la costumbre de comer carne ofrecida a los ídolos.

Pues bien, la experiencia de Pablo fue apenas un abreboca de los dilemas que ha tenido que enfrentar el cristianismo en su expansión por el mundo. En muchas ocasiones, el cristianismo se ha impuesto por vía de la espada. Y, en esas experiencias, no ha sido necesaria ningún tipo de negociación respecto a las costumbres locales. Los conquistadores han impuesto su religión, y han forzado a los conquistados a aceptar sus costumbres; en esos casos, no ha sido necesaria la evangelización por vía de la persuasión, y las costumbres locales han desaparecido compulsivamente. Quizás el caso más emblemático fue la conquista y evangelización de América.

Pero, en otros casos, el cristianismo se ha expandido por vía de la persuasión y no de la imposición, pues frente a algunas civilizaciones no se contaba con el suficiente aparto militar para imponer la religión. En estos casos, la negociación con las costumbres locales es mucho más prominente. Pues, en vista de que los misioneros tratan de persuadir a los locales de que acepten su religión, deben manejar con guantes de seda las costumbres que, seguramente, los locales no quieren abandonar.

Probablemente el caso más emblemático fue la expansión cristiana en China a partir del siglo XVI. Por aquella época, China era una civilización poderosa que no podría ser conquistada por la vía militar. Así, para penetrar China, el cristianismo tuvo que acudir sólo a la persuasión. En un inicio, las misiones fueron bastante exitosas en su empresa evangelizadora. Y, su éxito en buena medida se debió a que los misioneros fueron muy sensibles frente a la conservación de la identidad cultural china. Así, los misioneros practicaron aquello que vino a llamarse la ‘inculturación’: introducir al cristianismo, mediante la asociación de antiguos elementos culturales chinos. Los jesuitas fueron quienes mejor articularon esta tendencia. Aprendieron la lengua mandarín y usaron trajes tradicionales chinos.

Matteo Ricci, un jesuita romano, incluso postuló que el ‘Señor de los cielos’ referido en el confucianismo es idéntico al Dios cristiano, y que, en este sentido, la religión cristiana y el confucianismo pueden coexistir en los feligreses. Pero, pronto, Ricci enfrentó un nuevo dilema. Los chinos rendían culto a sus ancestros, como parte de la tradición confucionista. Ricci opinaba que esto no constituía una amenaza a la integridad del cristianismo, y recomendaba a los misioneros no oponerse a esta antigua costumbre china.

Los dominicos (después de todo, forjadores de la Inquisición), opinaban que el culto a los ancestros sí comprometía la integridad del cristianismo. Se formó así una prolongada disputa entre jesuitas y dominicos respecto a la aceptación del culto a los ancestros entre los chinos, al punto de que el Papa Clemente XI hubo de intervenir. Éste decretó que el culto a los ancestros es incompatible con el cristianismo. Como consecuencia, las autoridades chinas expulsaron a los cristianos, y la evangelización en China se vio perjudicada.

¿Fue correcta la decisión del Papa? No soy cristiano, de forma tal que todo esto me resulta irrelevante. Pero, me parece que la experiencia cristiana en China sirve como antecedente de un dilema que hoy enfrentamos, y podemos aprender de ella. Como el Papa, yo estoy defiendo una misión evangelizadora. Pero, en vez de llevar el cristianismo por el mundo entero, yo defiendo la expansión de la modernidad y la civilización por todo el planeta. Pretendo que los grandes valores universalistas de la Ilustración (ciencia, racionalidad, igualitarismo, democracia, secularismo, etc.) se expandan a todos los seres humanos. Esto implica avalar a la globalización; no necesariamente la globalización tal cual como la estamos viviendo, pero sí un proyecto de expansión de algunas instituciones derivadas de la Ilustración, a escala global.

Ahora bien, en este proyecto globalizador, enfrentamos el mismo dilema que Ricci enfrentó en su proyecto de globalización cristiana. ¿Puede ajustarse la Ilustración a las costumbres locales? Y, en caso afirmativo, ¿cuál es su límite? Consideremos, por ejemplo, la labor de los médicos. La medicina científica es originaria de Europa. Los grandes textos de medicina científica se han escrito en lenguas europeas. ¿Debe por ello el médico expandir la medicina científica en lengua europea? Obviamente no.

La medicina científica ha impuesto un código de vestimenta: el médico, para ejercer su autoridad, debe llevar una bata blanca. Supongamos que en su expansión de la medicina científica, un médico en el Amazonas opta por enseñar anatomía a los indígenas yanomami. Pero, para encontrar mejor acogida, opta por despojarse de la bata médica, y asume la vestimenta tradicional yanomami. ¿Es esto una buena estrategia? Parece que sí. Éste es precisamente el modelo seguido por Ricci y los jesuitas en China: la vestimenta no compromete la integridad del mensaje.

Pero, supongamos que, además, el médico se alía con el curandero local, y asume una versión de la medicina en la cual, las enfermedades no son sólo provocadas por la acción de microorganismos, sino también por la acción de los espíritus malignos. ¿Compromete eso la integridad de la medicina científica? Yo opino que sí, y que la invocación de espíritus es sencillamente incompatible con la visión científica del mundo, la cual exige una presunción materialista. El médico puede renunciar a su bata blanca, pero no puede renunciar a su desmitificación de la acción de agentes espirituales en las enfermedades.

Esto, me parece, es emblemático de cómo debe darse la expansión de los valores de la Ilustración. La globalización puede conservar muchas costumbres locales, que perfectamente pueden coexistir con los valores ilustrados. Pero, hay ciertas costumbres locales que son sencillamente incompatibles con la Ilustración (del mismo modo en que Clemente VII opinaba que el culto a los ancestros es incompatible con el cristianismo). La astrología es incompatible con la astronomía; la alquimia es incompatible con la química científica; el derecho tribal es incompatible con la concepción moderna del derecho moderno; la teocracia es incompatible con el secularismo; el sistema de castas es incompatible con el igualitarismo, etc. En estos casos, las instituciones premodernas deben sencillamente desaparecer para abrir paso a los valores modernos.

La difusión del relativismo ha impedido que apreciemos cuándo estamos en presencia de una contradicción. El relativismo, en su demagogia, al final pretende que todos los alegatos sean igualmente verdaderos. Lamentablemente, los relativistas no caen en cuenta de que su postura viola el más elemental criterio de racionalidad: el principio de no contradicción. Si la creencia de que los astros determinan la conducta de los individuos es verdadera, entonces su negación no puede serle. Y, en este sentido, si la astrología es verdadera, la psicología científica (la cual postula que la posición de los astros no determina la conducta) es falsa. No puede haber negociación posible entre ambas posturas.

Hoy, se exalta a la interculturalidad en su intento por integrar los elementos procedentes de distintas culturas. Lamentablemente, los promotores de la identidad no hacen un uso eficiente de la lógica. Un mínimo análisis revela que, muchas veces, los elementos culturales que pretenden integrarse son sencillamente incompatibles entre sí. La música rock es compatible con la música vallenata. Pero, el método científico no es compatible con el proceder de los curanderos.

Quizás, la disputa entre los jesuitas y los dominicos pudo haberse resuelto si su discusión se descomponía en proposiciones elementales, para advertir si los enunciados que respaldan el culto a los ancestros son contradictorios con los enunciados que respaldan el cristianismo. Esto es precisamente lo que postulaba Leibniz, en el siglo XVII: la reformulación de los enunciados en un lenguaje claro que refleje acordemente la realidad, servirá para resolver las disputas.

Algo parecido debemos hacer quienes defendemos la globalización como promotora de la expansión de los valores de la Ilustración. Cuando estemos en presencia de costumbres locales, descompongamos los enunciados que respaldan esas costumbres, y evaluemos si contradicen a los enunciados que respaldan a los grandes valores de la Ilustración. Por ejemplo, ¿cómo saber si la teocracia es o no compatible con la democracia? Pues bien, un enunciado que respalda a la teocracia es “la soberanía política viene sólo de Dios”, mientras que un en enunciado que respalda a la democracia es “la soberanía política viene del pueblo” (lo cual es una forma de decir “la soberanía política no viene sólo de Dios”); así, ambos enunciados son contradictorios, y por extensión, la teocracia no es compatible con la democracia. Lo mismo debemos hacer con el resto de las costumbres locales que la globalización encuentra a su paso. Es una tarea titánica, pero urgente.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Crítica a la négritude

La relevancia del color de la piel entre los seres humanos es sorprendentemente reciente. La especie humana ha existido por alrededor de cien mil años, y la pigmentocracia (la estratificación de la sociedad en función del color de la piel de sus miembros) apenas tiene, a lo sumo, trescientos años. No fue sino hasta inicios del siglo XVIII cuando formalmente, los proto-antropólogos europeos empezaron a segmentar a la humanidad en distintos grupos raciales discretos, con base en el color de piel como principal criterio clasificador.

Antes de eso, el color de piel era básicamente irrelevante. Siempre ha habido, por supuesto, jerarquías en las sociedades. Pero, no se hacían sobre la base de criterios biológicos. Los griegos y romanos, por ejemplo, eran esclavistas, pero su esclavitud no era racial. Hubo esclavos blancos y amos negros en Grecia y Roma. Y, en ese sentido, ni los antiguos ni los medievales consideraron que los rasgos raciales de una persona fuesen obstáculos para ocupar una posición de poder, o asimilar pautas culturales específicas.

A partir de la Ilustración en el siglo XVIII, todo esto cambió. Quizás debido a la incongruencia entre los ideales igualitaristas ilustrados, y la continuidad de la esclavitud, algunos representantes de la Ilustración empezaron a postular la idea de que los esclavos no eran humanos en el mismo sentido que los amos. Antes bien, entre los amos y los esclavos había una gran diferencia biológica, definida en términos raciales. Por eso, cuando se decía “todos los hombres son creados iguales”, pretendía salvaguardarse la esclavitud, añadiendo tácitamente, “los esclavos no son propiamente humanos”.

Este racismo incipiente se desbordó en el siglo XIX. Una gran cantidad de supuestos científicos empezaron a explotar las diferencias biológicas entre los seres humanos, y a dividir forzosamente a la especie humana en diversos grupos raciales. A pesar de su racismo, los Ilustrados opinaban que el clima tiene un efecto sobre los rasgos raciales, y que hasta cierto punto, las características raciales eran flexibles en función del hábitat (un negro podría convertirse en un blanco, si pasaba suficiente tiempo en un clima templado).

En cambio, los racistas pseudocientíficos del siglo XIX opinaban que las características raciales son fijas e inmutables. En esto, por supuesto, los racistas del siglo XIX tenían razón: la piel negra no puede convertirse en blanca. Pero, los racistas del siglo XIX añadían aún otra tesis: los rasgos conductuales tienen una correspondencia con los rasgos raciales, y en este sentido, la conducta es tan fija e inmutable como el color de la piel. Así, en el entendimiento de los racistas del siglo XIX, un niño de piel negra criado por padres blancos, y educado en un liceo francés desde su infancia, siempre se comportará como un africano, pues hay algo intrínseco en su biología que lo hace comportarse como africano, y no como europeo. Y, opinaban muchos racistas pseudocientíficos, la educación de los negros es inútil, pues su condición biológica les impide aprender los conocimientos propios de la educación europea.

El colonialismo muchas veces se valió de estas ideas para oprimir a los nativos. En muchos países de África, se impuso esta ideología, y se justificaban los abusos en función de la supuesta inferioridad racial de los nativos: los negros están biológicamente destinados a obedecer y al trabajo manual, los blancos están biológicamente destinados a dirigir y al trabajo intelectual.

Después de tantos abusos colonialistas, hubo varios movimientos de liberación en África. Un movimiento, especialmente en Senegal, procuró apelar al universalismo propio de la Ilustración francesa. El movimiento consistía en promover la idea de que todos los seres humanos somos parte de la misma especie, y el concepto de ‘raza’ es trivial. Un niño negro perfectamente puede integrarse a la vida cultural europea, pues en él no hay ningún impedimento biológico para asumir la cultura de los blancos, y ser ciudadanos en igualdad de condiciones. El combate contra el racismo sería mediante la asimilación.

Ésta fue la idea del colonialismo francés. Lamentablemente, hubo mucha hipocresía en su aplicación: la irrelevancia del color de la piel era sólo una abstracción que no se cumplía. Como reacción a esto, surgió otro movimiento de liberación. En vez de promover la asimilación y la irrelevancia del color de la piel, se promovió el orgullo por el color negro. Y, en vez de buscar asimilar los valores universalistas de la Ilustración, se buscaba construir una identidad particular panafricana separada de la europea, que se enorgulleciera de las raíces culturales africanas.

Una variante de este movimiento fue la négritude. Fundado por tres grandes intelectuales negros francófonos, Leopold Senghar, Aimé Cesaire y Leon Damas, este movimiento, más artístico que político, promovió la búsqueda de una identidad colectiva mediante la cual todas las personas negras del mundo, se liberaran de los complejos de inferioridad sembrados por el colonialismo.

Un movimiento así es loable en muchos sentidos. Allí donde la faz más brutal del colonialismo había impuesto vergüenza por el color oscuro de la piel, los promotores de la négritude invitaban a las personas a no sentir vergüenza por su color de piel. Y, en función de eso, la négritude ha servido como un poderoso marco intelectual para hacer frente a la brutal discriminación racial que ha persistido en muchas colonias y excolonias de África y el Caribe.

Pero, creo que hay más aspectos reprochables que loables en la négritude, y en balance, opino que su saldo es negativo. Senghor, Cesaire y Damas pretendían construir una identidad que aglutinase a todas las personas de color negro. Y, en este sentido, hablaban de una “cultura negra”. Con esto, parecían asumir que un santero cubano que habla castellano, un rapero neoyorquino que habla inglés, y un sheij saudita que habla árabe, son parte de una misma cultura. Obviamente, estos tres hipotéticos individuos no tienen en común ni la nacionalidad, ni la lengua, ni la religión, ni la música, ni la gastronomía, ni la cosmovisión. ¿Qué tienen, entonces, en común? El color de piel. Y, en ese sentido, supuestamente hay más estrechez entre estos tres individuos, que entre el sheij saudí negro y un sheij saudí blanco, o entre un santero cubano negro y un santero cubano blanco.

Con esto, los promotores de la négritude le dan continuidad a una obsesión colonialista impuesta por el hombre blanco a partir del siglo XVIII: la relevancia del color de piel como patrón de identidad entre los seres humanos. La división de la humanidad en razas es un invento europeo que hizo mucho daño, y la négritude la continúa. Los imperios de Etiopía, Mali o Somghai no dedicaban atención a las diferencias en el color de la piel. Fue el colonizador occidental quien impuso esa ideología para oprimir. Difícilmente la continuidad de una ideología como ésa pueda ofrecer una genuina liberación.

Los racistas pseudocientíficos del siglo XIX opinaban que hay algo intrínseco en las características raciales de cada ser humano, de forma tal que condiciona su vida cultural. Los promotores de la négritude le dan continuidad a este concepto. Para ellos, el color de la piel dicta cómo debe comportarse cada quien. Un individuo de piel negra que se asimile por completo a la vida cultural europea está faltando a la autenticidad y está pretendiendo ser blanco. Para ser auténticamente negro y respetar su color de piel, debe comportarse como se espera que se comporten los negros. Un martiquinés de piel negra que no tenga ningún interés cultural por África, pero en vez sienta mucha atracción cultural por Japón, está faltando a su esencia. Pues, su negritud exige que lleve a África por encima de cualquier otra región del mundo en su orden de prioridades culturales.

De ese modo, la négritude impone una camisa de fuerza a la gente con piel oscura. Ellos deben sentirse africanos, pues eso es lo congruente con su color de piel. La négritude es una inmensa pared que no permite a la gente con piel negra, salir de la cultura africana. Pero, ocurre también a la inversa: la négritude es una inmensa pared que no permite a la gente de piel blanca, entrar a la cultura africana. ¿Cómo puede un adolescente de cabello rubio y ojos azules participar de la cultura africana, si de antemano la négritude asume que ésta es ante todo, para los negros (de ahí procede precisamente el nombre)? Un rapero blanco como Eminem, por ejemplo, ha vivido de cerca esta dificultad, pues ideologías como la négritude han sembrado la noción de que el rap es un género que sólo puede ser dominado por gente de piel negra.

Así, sin percatarse de ello, los padres fundadores de la négritude participaron del mismo esencialismo que los racistas pseudocientíficos del siglo XIX. Ambos grupos de autores sostenían que la humanidad puede ser dividida en distintos grupos raciales que corresponden con distintas características culturales. Y, en ese sentido, cuando un grupo racial asume las características culturales de otro grupo racial, está faltando a su esencia y pureza cultural. Senghor, Cesaire y Damas no hablaron de ‘africanidad’ (lo cual hubiese hecho irrelevante el color de la piel y hubiese permitido superar parcialmente el esencialismo), sino de ‘négritude’, con lo cual, le dieron continuidad a las premisas raciales del siglo XIX. Fue precisamente este esencialismo de la négritude lo que desencantó a autores como el haitiano René Depestre. Valoro en la négritude el haber permitido a la gente negra superar su vergüenza por su color de piel, pero le reprocho el haber continuado con la nefasta ideología que asume que las diferencias culturales deben coincidir con las diferencias biológicas.

martes, 27 de diciembre de 2011

El zoológico humano en Marrakech

Gracias a Facebook (¡otro motivo para defender la globalización!), estuve viendo fotos de un viaje que hice a Marruecos hace casi una década. Fui solo, me enfermé allá, y la agencia de viajes española que organizó mi viaje, no cumplió todos los términos de nuestro contrato. Por eso, no es un viaje que recuerde con sumo placer.

Pero, recuerdo que el principal motivo de mi insatisfacción fue la decepción que en aquel momento sentí por la cultura marroquí. Mi primera visita fue a la ciudad de Fes. El hotel era modesto y no tenía buen servicio. La ciudad antigua era sucia pero encantadora. Se oían los cantos del llamado a la oración. No se podía comprar casi nada con tarjeta de crédito. Fui a un espectáculo de bailes y música marroquí. La bailarina tenía su cara cubierta con un velo muy sensual, pero era sumamente obesa. Aquello me fascinaba; estaba viviendo el ‘verdadero’ Marruecos.

Luego, visité Marrakech. Llegué por el mismo costo que el hotel en Fes, a un hotel construido en el estilo de los resorts norteamericanos. El servicio era excelente y las instalaciones insuperables. La ciudad antigua de Marrakech era más limpia y ordenada. No se oían tanto llamados a la oración; sospecho que es una ciudad más secularizada. Aceptaban tarjeta de crédito en casi todos los negocios. Y, como en Fes, fui a un espectáculo de música y danza marroquí. Las bailarinas no tenían el velo, pero eran mucho más atléticas que las de Fes. Detesté Marrakech; estaba viviendo una ‘impostura’.

Por aquella época, yo era un entusiasta de la disciplina de la antropología, y había leído recientemente Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss. En ese libro plegado de romanticismo, Levi-Strauss manifestaba su dolor tras haber viajado a Brasil en los años treinta del siglo XX. Levi-Strauss pretendía encontrarse una sociedad tribal mítica, alejada de los males de la civilización. En cambio, se encontró con grupos indígenas cada vez más incorporados a la sociedad moderna, y eso, para Levi-Strauss, era motivo de tristeza.

Mi visita a Marrakech me dejó con una tristeza similar. Me lamenté de que Marruecos fuera una sociedad que se estaba occidentalizando: aceptaban tarjetas de crédito, las mujeres eran atléticas, y los hoteles tenían buenos servicios. Sufrí mucho al ver cómo Europa y Norteamérica imponían su imperialismo cultural sobre la milenaria civilización islámica. Yo pretendía encontrarme con algo parecido al califato de Córdoba, y en realidad me encontré con algo parecido más a un suburbio de Los Angeles. ¡Me gustaba Fes, detestaba Marrakech, y me cagaba en la globalización!

Casi una década después de ese viaje, creo que aquellos sentimientos fueron un arrebato romántico, típico de muchas adolescencias. Visto en retrospectiva, me doy cuenta ahora de que mi deseo era que Marrakech fuese una ciudad medieval. Y, para mí, como turista, venía muy bien. Después de todo, Marrakech habría sido un resort de descanso para alejarme, sólo momentáneamente, de la vida en la sociedad moderna. La limpieza, el orden, el secularismo, la liberación femenina, llegan a ser aburridos. A veces, el viaje a la Edad Media es refrescante.

Los norteamericanos a veces escapan a la vida moderna con sus fantasías medievales en sus parques temáticos, como los restaurantes de la franquicia Medieval Times. Veo ahora que mi expectativa en Marrakech era precisamente ésa: ver burros en vez de automóviles, policías con espadas en vez de pistolas, madrashas en vez de escuelas seculares, sacamuelas tradicionales en vez de odontólogos certificados. Pero, yo no me conformaría con ir a un parque temático norteamericano en el cual los caballeros medievales son muchachos que trabajan para pagar sus estudios universitarios: yo quería estar en una auténtica ciudad medieval islámica. Lamentablemente, opinaba, el depredador colonialismo cultural había acabado con mi sueño de trasportarme en el tiempo a una cultura alejada de los males de Occidente. Y, además, había despojado a los marroquíes de su antigua felicidad.

Hoy me doy cuenta de que yo era mucho más colonialista de lo que pensaba. Mi pretensión era que los marroquíes fueran mis sirvientes, y recrearan un mundo de fantasía para mí, pero no para ellos. Después de todo, yo apenas estaría una temporada corta en su país medieval, pero en cambio, ellos estarían condenados a vivir ahí todas sus vidas. En otras palabras, mi arrebato anti-globalización era en realidad un deseo de que los marroquíes fueran bestias en un zoológico, y me mantuvieran entretenidos por un tiempo con su estilo de vida tradicional.

Yo quería ver madrashas en vez de escuelas seculares, sin percatarme de que esa educación embrutece a los niños marroquíes. Yo quería ver sacamuelas tradicionales en la plaza Jemma el-Fnaa en Marrakech, en vez de odontólogos en sus consultorios; sin percatarme de cuántos pacientes morirían debido a alguna infección. Después de todo, yo sólo estaría en contacto con los marroquíes por un breve periodo de tiempo. Tras haber ‘disfrutado’ de la vida medieval, regresaría a mi aburrida vida moderna, y jamás me enteraría de las consecuencias negativas de vivir al margen de la modernidad.

Afortunadamente, yo recapacité a tiempo, y dejé atrás mi arrebato romántico teenager. Comprendí que mi empeño en encontrarme con la imagen romántica de Marruecos es precisamente parte de la distorsión colonialista que Edward Said denuncia en Orientalismo: construir una imagen exótica del Tercer Mundo, a fin de deleitarme con ella por un breve período de tiempo. Mi solidaridad con los marroquíes, y con todos los habitantes del planeta, me ha permitido apreciar que sus vidas se verán mucho más enriquecidas si asumen las instituciones modernas originarias de Europa y Norteamérica, pero de perfecta aplicabilidad universal. En esto, la globalización tiene un papel protagónico.

Desafortunadamente, quedan legiones de románticos que, ya pasaditos de años, no recapacitan. Y, siguiendo el ejemplo de Levi-Strauss, este espíritu romántico es especialmente prominente en la antropología. Muchos antropólogos no quieren que los pueblos primitivos que ellos estudian asuman la vida moderna. Su temor, entre otras cosas, es que muy pronto se quedarán sin objeto de estudio. Por eso, prefieren mantenerlos confinados en los zoológicos humanos de la premodernidad. Los antropólogos deberían aprender de los criminólogos: éstos estudian a los criminales, pero precisamente con el objetivo de que no sean más criminales; a los criminólogos les gustaría quedarse sin objeto de estudio en un futuro. Los antropólogos deberían estudiar a los primitivos, pero precisamente con el objetivo de que no sean más primitivos.

Por supuesto, la modernización y expansión de Occidente puede causar temor. Occidente ha expandido cosas buenas como el método científico o la lucha contra la esclavitud, pero también ha expandido cosas malas como McDonalds o Coca Cola. Hoy no me lamento de que en Marrakech haya odontólogos certificados en vez de sacamuelas, pero sí me asusto cuando los jóvenes parisinos prefieren ir a los palacios ‘falsos’ de Eurodisney por encima de los palacios ‘verdaderos’ Versalles (aunque, quizás, este temor proceda de un fetiche por la autenticidad cultural, el cual podría también ser dañino). Lo necesario, supongo, será buscar un balance. Y esto, como he argumentado en otro lugar (acá), consiste en asumir las instituciones básicas de la civilización occidental, y tratar de conservar las costumbres locales que no interfieran con el progreso y la modernidad.