jueves, 31 de octubre de 2013

Maduro y las pareidolias



            Desde antes de que Nicolás Maduro fuese presidente de Venezuela, yo veía con preocupación que un alto funcionario del gobierno tuviese devoción por Sai Baba. Si el canciller venezolano en aquel momento se dejaba engañar por un gurú que hacía trucos de magia tan sencillos, ¿qué podríamos esperar los venezolanos de un hombre tan ingenuo, a la hora de entrar en una negociación en asuntos internacionales?

            Una vez que se convirtió en el sucesor de Chávez, Maduro empezó a exhibir aún más su vena mística. Alegó que Chávez se le apareció en forma de pajarito. Tiempo después, Mario Silva reveló (en su escandalosa conversación con un militar cubano) que Maduro tenía la convicción de que el rostro de Chávez se apareció en un cuadro en el palacio presidencial. Y, ahora, Maduro ha anunciado que la cara de Chávez surgió en las paredes de uno de los túneles del metro de Caracas.
            Sólo puedo especular, pero yo presumo que todo este misticismo es genuino en la personalidad de Maduro. No me parece que sea un invento frío y calculador para sacar provecho político del culto a Chávez. No puedo decir lo mismo del psiquiatra Jorge Rodríguez (quien acompañó a Maduro y sostuvo la foto de la aparición de Chávez en el metro de Caracas). Cuando Mario Silva reveló el incidente de la aparición de Chávez en un cuadro, añadió que Jorge Rodríguez aconsejó no divulgar aquello en plena campaña presidencial, pues estaba consciente de que era un exabrupto. Supongo que, ahora, Rodríguez estima que sí se le puede sacar provecho político a las apariciones de Chávez.
            En ese caso, Rodríguez sería una persona sin escrúpulos, un político maquiavélico que está dispuesto a manipular los sentimientos religiosos de la gente, con tal de mantenerse en el poder. Yo francamente dudo de que Rodríguez, un psiquiatra, no sepa qué es una pareidolia.
            Una ‘pareidolia’ es un fenómeno psicológico que consiste en interpretar como una forma reconocible (muy habitualmente una cara humana), un estímulo vago. Muy probablemente, tenemos en nuestros genes una programación a ser proclives a las pareidolias. Esto debió tener gran ventaja adaptativa en la sabana africana para nuestros ancestros en el Paleolítico. Frente a las múltiples amenazas que asechaban a la especie humana en sus albores, debió resultar ventajoso tener la tendencia a ver caras humanas, u objetos con agencia, incluso en fenómenos impersonales. Esto facilitaba la reacción instintiva al escape en situaciones de peligro.
            Esta predisposición genética a ver patrones donde realmente no los hay, hace que hoy seamos proclives a ver caras en las nubes, o a contemplar apariciones de Jesucristo en el pan tostado. Un poco de educación crítica, no obstante, permite sobreponer estos instintos irracionales. Lamento informar que un chofer de bus seguramente no recibió la suficiente educación como para sobreponer estos instintos irracionales. Y eso hace, no sólo que Maduro vea el rostro de Chávez en las paredes del metro de Caracas, sino que también, viva en una constante paranoia respecto a teorías de conspiración que, lo mismo que las pareidolias, reposan sobre el mecanismo psicológico de atribuir patrones y propósitos a fenómenos aleatorios.

¿Por qué creemos en la inmortalidad?



Cuando escribí La inmortalidad ¡vaya timo!, no dediqué mucha atención a la etiología de la creencia en la vida después de la muerte. En parte no lo hice, porque quise evitar la llamada ‘falacia genética’: explicar los orígenes de una creencia no implica su refutación (y, en ese libro, me ocupé fundamentalmente de refutar los argumentos a favor de la creencia en la inmortalidad). Con todo, amerita explorar algunos posibles orígenes de la creencia en la inmortalidad.

            Las explicaciones marxistas (los sacerdotes inventaron la creencia en la inmortalidad para manipular y aprovecharse de las masas) pueden tener algún grado de plausibilidad (ciertamente explican muy bien la correspondencia entre la creencia en el karma y las terribles condiciones de opresión en el sistema de castas en la India), pero con todo, me resultan insuficientes. Los neandertales ya creían en alguna forma de inmortalidad, y presumiblemente, esa especie de homínidos no tenía las condiciones de opresión social que tanto preocuparon a Marx. Lo mismo puede decirse de nuestros remotos ancestros en el Paleolítico.
            La explicación que en el siglo XIX ofreció el antropólogo E.B Tylor es mucho más fructífera. A juicio de Tylor, la creencia en la inmortalidad surgió como consecuencia de la confusión que suscitó en el hombre primitivo la persistencia de imágenes de personas ya fallecidas. Nuestros seres queridos fallecidos aparecen en sueños, pensamientos, memorias, etc. Eso, opinaba Tylor, condujo al hombre primitivo a formular la teoría según la cual, hay una sustancia inmaterial que sobrevive a la descomposición del cuerpo, y sale a relucir cada vez que la persona aparece en nuestros pensamientos y sueños.
            La explicación de Tylor es muy plausible, pero deja un vacío. Bajo esta teoría, el hombre primitivo inventa la creencia en la inmortalidad para satisfacer una curiosidad intelectual. Me parece que esto intelectualiza demasiado al hombre primitivo. La creencia en la inmortalidad es mucho más instintiva, y no busca necesariamente resolver enigmas. Además, si de verdad se tratase de una invención para satisfacer curiosidad intelectual, no esperaríamos que esta creencia fuese tan común entre los niños, y con todo, es más común entre niños que entre adultos.
            Por ello, veo más plausible que la creencia en la inmortalidad esté ya programada en nuestros genes. O, mejor dicho, tenemos programados en nuestros genes ciertas tendencias psicológicas que tuvieron una ventaja adaptativa en el Paleolítico, y que ahora propician la creencia en la inmortalidad.
            Los seres humanos tenemos una gran tendencia a formarnos una “teoría sobre otras mentes”, a saber, la capacidad de sentir empatía respecto a los demás, y ver el mundo desde la perspectiva de otras personas. Eso, en los albores de la especie humana, debió ser una gran ventaja. En tanto somos una especie social, la selección natural debió favorecer a aquellos individuos que tuvieran la capacidad para formarse una idea respecto a lo que otros están pensando. A la hora de evitar un depredador, vencer a un oponente, o cortejar a una compañera, el colocarse mentalmente en la posición de los demás debió ser muy ventajoso.
            Con esta tendencia, ha resultado inevitable que tengamos una enorme facilidad para asumir que nuestro pensamiento es autónomo de nuestro cuerpo, pues nuestra mente puede percibir el mundo desde la perspectiva de otro cuerpo. Somos naturalmente dualistas (creemos naturalmente en la dualidad mente-cuerpo). Y, así, es fácil imaginar un estado en el cual seguimos existiendo, aun en ausencia de nuestro cuerpo. La muerte del cuerpo, entonces, no es el final de la existencia.
            Quizás tras la creencia en la inmortalidad haya otra tendencia psicológica innata. Jean Piaget célebremente documentó cómo, en el desarrollo evolutivo en la infancia, los niños pronto adquieren la capacidad para reconocer la “permanencia de personas”: cuando una persona desaparece del campo visual de los niños, éstos no asumen que la persona en cuestión ha dejado de existir; antes bien, asumen la permanencia de la persona, y que ésta sencillamente se ha ido a otro lugar. Esto debió haber tenido también una enorme ventaja adaptativa en los albores de nuestra especie (desafortunadamente, Piaget no era muy dado a enriquecer sus estudios con análisis derivados de la teoría de la evolución). Pues, el asumir que un depredador sigue existiendo, aun si desaparece del campo visual, ciertamente favorece la supervivencia.
            Esto también propicia la creencia en la inmortalidad. Si asumimos la “permanencia de las personas”, es fácil entonces asumir que, cuando la gente muere, no deja de existir, sino que, sencillamente, ha ido a otro lugar.
            Estos modelos no son perfectos, pues hay algunas creencias sobre la inmortalidad que no son dualistas (es decir, que no dependen de la existencia de un alma incorpórea). Contrario a lo que muchas veces se supone, es bastante probable que, en la creencia cristiana original, las personas fallecidas dejaran de existir hasta el momento de la resurrección del cuerpo. Los primeros cristianos probablemente eran, como la mayoría de los judíos del siglo I, materialistas y no dualistas; el alma inmaterial era más bien un concepto griego. Pero, con todo, la explicación evolucionista de las creencias dualistas tiene bastante alcance.
            Por ello, como bien señala el psicólogo Jesse Bering, es erróneo postular la creencia en la inmortalidad como mero resultado del voluntarismo. Deseamos que muchas cosas sean verdaderas en el mundo, pero no por ello las aceptamos instintivamente. Creemos en la vida después de la muerte, no porque nos resulte algo muy grato, sino porque, en los albores de nuestra especie, el colocarse mentalmente en el lugar de los demás, y el asumir que la desaparición de un objeto no es el fin de su existencia, fue ventajoso.

martes, 29 de octubre de 2013

¡Con mi Halloween no te metas!

El gobierno regional del Zulia ha prohibido en el 2013 la celebración de Halloween en las escuelas públicas. El argumento es el mismo de siempre: Halloween es una fiesta ajena a nuestra cultura, y su celebración representa un acto de sumisión frente al imperialismo cultural.
 
Y, por supuesto, el argumento se sigue aplicando de forma inconsistente: los nacionalistas culturales están dispuestos a prohibir el Halloween, pero no están dispuestos a renunciar al fútbol o al béisbol como actividades recreativas (y, no perdamos de vista que el Halloween es también una actividad recreativa), a pesar de que ambos deportes proceden de Inglaterra y EE.UU. respectivamente, dos naciones habitualmente reprochadas por su imperialismo cultural.
En las escuelas públicas se prohíbe el Halloween por ser ajeno, y se incentivan otras manifestaciones culturales bajo el alegato de que son auténticamente nuestras. Los padres no pueden enviar a sus hijos disfrazados de brujas, pero se les alienta a que sí los envíen con trajes típicos indígenas o criollos. Todo esto, supuestamente, para enaltecer nuestra ‘cultura’.
Pero, ¿qué es la ‘cultura’? Es, como bien la definió el antropólogo E.B. Tylor en el siglo XIX, “todo lo que el hombre hace”. Cuando un niño zuliano se disfraza de bruja, no está asumiendo los valores de otra cultura. En tanto la cultura es todo lo que el hombre hace, pues el hecho de que el niño participe de Halloween es suficiente para aceptar que esa fiesta forma parte de su cultura. En rigor, nadie participa de una práctica que procede de una cultura ajena. El mero hecho de participar en esa práctica, la convierte ya en parte de la cultura propia.
No se ha hecho un referéndum sobre esto, pero tengo la fuerte sospecha de que la abrumadora mayoría de los niños (y sus representantes) zulianos prefieren ir disfrazados de brujas y vampiros, que vestidos con atuendos típicos indígenas y criollos. Si los que disfrutan el Halloween no fueran la mayoría, no habría tanto revuelo con la decisión del gobierno, y éste no se habría visto obligado a prohibir la celebración de Halloween en los colegios; sencillamente, lo hubiese dejado pasar, pues al final, se habría tratado de una tendencia muy minoritaria. Así pues, Halloween no es ajeno a nuestra cultura, pues es obvio que la mayoría de los niños zulianos favorecen esta fiesta.
 Precisamente por esta razón, ha de advertirse que la mayoría de los escolares en el Zulia tiene una cultura (aquella que disfruta el Halloween), y el gobierno, de forma autoritaria, quiere imponerle otra a la población. La mayoría quiere ir disfrazada de bruja, pero sólo se cumple el deseo de la minoría que quiere ir vestida con trajes típicos indígenas y criollos. Eso no puede ser llamado ‘democracia’.
El error fundamental del gobierno está en creer que las culturas son esencias fijas e inmutables. Esto fue una idea propia de los nacionalistas románticos alemanes del siglo XIX: a su juicio, cada nación tiene un volksgeist, un espíritu del pueblo, y en función de eso, cada gobierno tiene el deber de proteger la cultura nacional frente a las intromisiones foráneas, para preservar la esencia de cada nación. Esta actitud abrió (y sigue abriendo) paso a actitudes xenofóbicas. Y, debe denunciarse a viva voz que la decisión del gobierno del Zulia es abiertamente xenofóbica: la única razón por la cual se rechaza la celebración del Halloween, es porque se trata de una costumbre de origen extranjero.
Frecuente se elogia al nacionalismo, pero en realidad, es una de las doctrinas más peligrosas que ha conocido la humanidad. La prohibición de Halloween en las escuelas desea preservar la “venezolanidad”; vale recordar que los esfuerzos por preservar la “germanidad” condujeron a los más atroces crímenes del siglo XX.
Emplear la coerción estatal para moldear la cultura hacia una u otra tendencia, en detrimento del libre flujo de las preferencias culturales de la gente, es una receta para la opresión. Si los padres zulianos están deseosos de que sus hijos disfruten Halloween en las escuelas, el gobierno no tiene ninguna autoridad moral para prohibírselo. El ser humano es libre de escoger la cultura que mejor le plazca (siempre y cuando no genere daños a terceros), y quien quiere interferir sobre ello, es un opresor. Impedir a una persona disfrutar algo, bajo el alegato de que “no forma parte de su cultura”, es terrible. Cada quien debe tener la potestad de decidir cuál es se cultura, sin que el Estado se la imponga desde afuera. Por ello, vale citar acá la célebre frase de Ernest Renan: “el hombre no pertenece a su lengua ni a su raza: no se pertenece más que a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral”

domingo, 27 de octubre de 2013

José Gregorio Hernández, nuevo icono nacionalista



            Cuando el virus nacionalista infecta a un gobierno, es difícil erradicarlo. Uno de los efectos de ese síntoma consiste en que los gobiernos nacionalistas buscan por todos los medios posibles proyectar la magnanimidad de la nación en el escenario internacional. En los últimos años, el virus nacionalista en Venezuela ha crecido, y como es de esperar, se han hecho grandes esfuerzos por proyectarnos en el mundo entero.

            Quisimos un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero no lo logramos. Hicimos un esfuerzo inmenso para que la Vinotinto fuera al mundial de fútbol; habrá que esperar al próximo mundial. Queremos que Omar Vizquel entre al Salón de la Fama de las Grandes Ligas; quizás sí lo logremos, pero habrá que esperar. Y, ahora, queremos un santo venezolano en la Iglesia Católica.
            La lucha por la canonización de José Gregorio Hernández es de vieja data en Venezuela, pero nunca había tenido el impulso que tiene ahora, con este gobierno nacionalista. Según el procedimiento católico, el potencial santo debe haber realizado milagros (después de haber fallecido) bien atestados por los investigadores enviados por el Vaticano, para conseguir la canonización.  
            Pero, por supuesto, no es así como realmente se bate el cobre. Hay muchísimos otros factores que interfieren en este proceso. El apoyo institucional, en función de los intereses políticos, pesa mucho. Luis Britto García ha señalado, acertadamente, que José Gregorio tiene el camino difícil para ser santo, pues no cuenta con el respaldo de los grupos de poder dentro del Vaticano. La Iglesia ha mantenido un perfil eurocéntrico, y no tiene mayor interés en canonizar a un venezolano.
            Aparentemente, hay otras dificultades. Algunos miembros del clero venezolano reconocen que la burocracia eclesiástica venezolana no ha sido expedita para cumplir los requerimientos de canonización del Vaticano, y eso ha retardado el proceso. Asimismo, José Gregorio fue un laico, y eso es una desventaja en estos asuntos. Además, el hecho de que grupos ajenos al catolicismo convencional se hayan apropiado del culto a José Gregorio para realizar prácticas de curación, no ha sentado bien a la Iglesia, y el Vaticano podría temer canonizar a una figura que es popular entre aquellas manifestaciones religiosas que, precisamente, la Iglesia quiere combatir.
            Así pues, si bien José Gregorio no fue un mártir en vida, en la imaginación nacionalista venezolana, el médico de Isnotú es ahora un mártir del eurocentrismo de la Iglesia, de su excesiva burocratización, y de su paranoia respecto a prácticas religiosas heterodoxas. Y, en tanto José Gregorio es víctima del desprecio imperialista de la Iglesia, debe ser un héroe nacional para nosotros.
            El gobierno de Venezuela, y la intelectualidad que lo acompaña, ha seleccionado a José Gregorio como un nuevo símbolo nacionalista. Y, como suele ocurrir, el nacionalismo pronto se impregna de un tufo de irracionalidad, e incluso, de agresividad. “Mi país, para bien o para mal”, es una vieja consigna nacionalista. Bajo esta actitud nacionalista, el miembro de una nación debe enaltecer su patria y sus símbolos, sin importar si son buenos o malos. Ante la discusión de los vicios de un personaje del cual el nacionalismo se ha apropiado, siempre es fácil para el nacionalista agregar: “¡…será malo, pero es nuestro!”.
            Está creciendo la expectativa nacionalista de que todos los venezolanos, por honor patrio, debemos apoyar la causa de la canonización de José Gregorio. Y, en tanto la canonización requiere la comprobación de un milagro, los movimientos nacionalistas (apoyados por el gobierno), están incentivando en las masas la ausencia de pensamiento crítico. Quien no apoye la causa de José Gregorio, es un traidor.
            Algunos representantes más radicales del nacionalismo, han optado por obviar la canonización de la Iglesia, y enaltecer a José Gregorio como nuestro santo popular, quien no necesita ningún aval de un burócrata en el Vaticano para ser santo. Así, estos grupos incentivan la devoción popular a José Gregorio, no sólo en el catolicismo, sino en las prácticas chamánicas de curación, en las cuales José Gregorio es invocado.  
            Bajo este esquema, los racionalistas y escépticos de Venezuela, son traidores a la patria. El no dejarse convencer por meras anécdotas sobre esta o aquella curación, o el aconsejar a un paciente visitar a un médico en vez de ir a un chamán que invoque a José Gregorio, es un acto de elitismo imperialista que va en contra del clamor popular nacional. Y, así, los nacionalistas empiezan a incentivar la idea de que, la ciencia es aristocrática, mientras que el pensamiento mágico y religioso es auténticamente popular. Se repite la historia de la actitud de los románticos nacionalistas alemanes frente a Napoleón: en opinión de los románticos alemanes, las reformas progresistas de Napoleón eran foráneas al Volksgeist (el espíritu del pueblo) alemán, y por ende, debían ser rechazadas.
            En rigor, los nacionalistas venezolanos tienen razón en este punto: el pensamiento mágico y religioso sí es auténticamente popular. Pero, el error de los nacionalistas consiste en aceptar la vieja consigna Vox populi, vox Dei, la voz del pueblo es la voz de Dios. El mero hecho de que una práctica o creencia sea auténticamente popular no implica que deba ser valorada, mucho menos incentivada. Las masas sí pueden equivocarse. Y, por supuesto, al aceptar que José Gregorio hizo este o aquel milagro, o que tiene el poder de “canalizar su energía” a través de un médium, las masas incurren, no sólo en una falsedad, sino también en unas prácticas que pueden ser perjudiciales para la salud, y que de forma más general, empobrecen el sentido crítico de la población venezolana.
            Con su obsesión nacionalista, el gobierno ha preferido impulsar la irracionalidad en torno a la figura de José Gregorio Hernández, y abandonar el incentivo del pensamiento crítico. En opinión del nacionalista (y sobre todo de intelectuales que están detrás de esto, como Luis Britto García) la devoción por José Gregorio podrá ser irracional, ¡pero es nuestra!, y es auténticamente popular, lo suficiente como para emplearlo como símbolo nacionalista frente al yugo imperialista. En el esquema nacionalista, en tanto el pensamiento científico es oriundo de la Europa secularizada, y procede más de las élites que del auténtico clamor popular, se convierte en un obstáculo para nuestra liberación nacional que parte de las bases populares.
          Con mentalidades así, con la valoración de la patria por encima del pensamiento crítico, seguiremos en el atraso

sábado, 26 de octubre de 2013

¿Puede un libertario creer en Dios?

            Las figuras más resaltantes de la ideología libertaria suelen tener poquísimo compromiso con la vida religiosa. Murray Rothbard, Ayn Rand y Robert Nozik eran ateos o agnósticos. Penn Jillette y Michael Shermer son figuras mediáticas reconocidas tanto por su ateísmo como por su ideología libertaria. Allí donde la derecha conservadora y tradicional enaltece a la religión como garante del orden social (y no suele abrazar a plenitud el Estado laico), los libertarios suelen tener cierta desconfianza frente a la religión organizada (debido a las inclinaciones coercitivas de las instituciones religiosas).

            En EE.UU. y otros países, hay una firme animadversión (yo diría que, incluso, persecución) contra los ateos. Y, en este sentido, es comprensible que, aquellos que quieren promover la ideología libertaria entre las masas, traten de quebrar el vínculo entre el ateísmo y las tesis libertarias. Así, suele postularse que el ateísmo es una postura religiosa, y los libertarios participan de una ideología política; se trata de dos esferas distintas que no se contradicen.
            A simple vista, estos libertarios tienen razón. El ateísmo es la doctrina que niega la existencia de Dios. El libertarianismo es la doctrina que postula que, si una acción no genera daños a personas (y si genera daño a algunas personas, éstas han dado su consenso), entonces no hay motivo para interferir sobre ellas. Siempre y cuando la creencia en Dios no conduzca a ejercer coerción sobre nadie, es perfectamente admisible.
            Pero, yo sí detecto una incompatibilidad lógica entre la creencia en Dios y el libertarianismo. Los libertarios, en su oposición a las medidas estatales para regular el mercado y redistribuir la riqueza, opinan que existe, en palabras de Margaret Thatcher, un “derecho a la desigualdad”. No todos tenemos los mismos talentos o los mismos méritos, y en función de eso, es justo que unos recibamos más que otros. La justicia requiere igualdad de oportunidades, pero no igualdad de condiciones. No es injusto que haya ricos y pobres, pues con sus habilidades y esfuerzos, unos justamente merecen más que otros.
            El problema con esto está en que, es muy difícil conseguir la verdadera igualdad de oportunidades. Los libertarios suelen identificar la igualdad de oportunidades con la igualdad frente a la ley. Pero, en realidad, la igualdad de oportunidades es un concepto mucho más profundo. No todo el mundo ha tenido la misma suerte de nacer en familias adineradas con mejor acceso a la educación, el color de piel que los haga más socialmente aceptable, etc.
Los libertarios suelen ser reacios a aceptar el papel que la suerte desempeña en el posicionamiento en la escala social. Algunos libertarios sí aceptan el papel de la suerte, pero argumentan que, sencillamente no tenemos la capacidad de corregir la naturaleza. Hay gente que ha nacido con un solo riñón, y para colmo de males, defectuoso; pero con todo, no podemos pretender obligar a quien tenga dos riñones a entregar uno. Así pues, como bien señala el libertario Thomas Sowell, es ilusorio (y peligroso) pretender corregir las injusticias cósmicas.
Yo estoy de acuerdo con Sowell. Es injusto que vengamos al mundo con talentos muy desiguales, y que unos tengamos más suerte que otros, pero en realidad no hay nada que podamos hacer para corregir esto. Cualquier intento de corregirlo sería más catastrófico aún. Pero, no debemos dejar de lado el hecho de que, al menos a nivel cósmico, sí hay una injusticia. El ser humano no es responsable de esta injusticia cósmica. ¿Quién, entonces, podría ser el responsable de esta injusticia?
Si el cosmos tiene un arquitecto, entonces, ese arquitecto sería responsable de la injusticia cósmica. Dios sería reprochable por haber creado un mundo en el cual hay gente con un solo riñón defectuoso, y gente con dos riñones sanos. Pero, si Dios es bueno y omnipotente, entonces no pudo haber creado un mundo con injusticia cósmica. Es evidente que sí hay injusticias cósmicas, por lo tanto (por la regla lógica modus tollens), Dios no es bueno y omnipotente. Y, si Dios no es bueno y omnipotente, entonces no sería Dios. Así pues, la existencia de la injusticia cósmica es incompatible con la existencia de Dios.
El libertario está dispuesto a aceptar que hay una injusticia cósmica. La implicación de esto es que, el libertario no puede aceptar la existencia de Dios. Los libertarios populistas con tufo religioso-conservador del Tea Party (como Sarah Palin) seguramente no han pensado en esto. Pero, la razón debería conducir hacia esa conclusión.