jueves, 30 de agosto de 2012

En defensa de la 'carga del hombre blanco'


El crítico literario palestino Edward Said fue célebre, entre otras cosas, por hacer una crítica cultural del imperialismo. Allí donde Lenin denunciaba a los poderes imperiales por su explotación económica y política, Said denunciaba el daño psicológico que los imperios imponían sobre sus súbditos. A veces, este daño es explícito, pero en muchas ocasiones, alegaba Said, es muy sutil. Los poderes coloniales produjeron literatura en la cual se presentaba una imagen distorsionada del Oriente, y a juicio de Said, todo esto formaba parte de una estrategia para legitimar el dominio de los poderes occidentales.
Uno de los autores más severamente criticados por Said fue el británico Rudiyard Kipling. Kipling formó parte de la aristocracia colonial británica de la India. En sus obras hay mucho colorido oriental, pero precisamente, Said denuncia que hay una distorsión imperialista. En obras como Kim o El libro de la selva, los indios aparecen como personajes híper-sexualizados, místicos, irracionales, dependientes, etc.
Algunos críticos de Said, como Ibn Warraq, disputan el juicio de Said respecto a Kipling. Pero, en realidad, queda poca duda de que Kipling, quien vivió la época imperial en su apogeo, tuvo inclinaciones hacia la legitimación del imperialismo mediante su obra. De hecho, Kipling es quizás más conocido por ser el autor de un poema explícitamente imperialista, La carga del hombre blanco.
   El poema fue escrito en 1899, un año después de la guerra entre EE.UU. y España. En esa guerra, EE.UU. adquirió posesión de Filipinas, pero los norteamericanos debatían qué hacer en ese territorio. Kipling escribió el poema, en buena medida como una exhortación al presidente norteamericano Teddy Roosevelt, para que colonizara más agresivamente a las Filipinas.
Pero, contrario a las exhortaciones imperiales de épocas pasadas, Kipling invocaba el beneficio de los propios colonizados. Pues, éstos son criaturas “mitad demonios, mitad niños”, que no son capaces de gobernarse a sí mismos, pero con la ayuda del hombre blanco, alcanzarán la civilización. Así, Kipling veía el colonialismo como una suerte de vocación humanitaria. Y, lejos de ser una actividad de explotación para aventajar a los europeos, Kipling entendía más bien el colonialismo como una suerte de ‘carga’ para el hombre blanco, un deber que tenía que cumplirse.
Comprensiblemente, Kipling ha sido vapuleado, especialmente en esta época tan sensible a los daños ocasionados por la experiencia histórica del colonialismo. Kipling es enjuiciado como un poeta ingenuo que, a diferencia de los políticos imperialistas cínicos, sí creía en la nobleza del colonialismo, y que su ingenuidad fue útil a los administradores coloniales hipócritas. Kipling representa la arrogancia imperial europea, obsesionado con imponer la civilización occidental. Fue responsable, además, de haber sublimado el racismo con su poesía, al enaltecer la supuesta superioridad del blanco por encima de la gente de color.
Creo que Kipling y su ideología merecen una defensa parcial frente a estas críticas. Ciertamente Kipling habló de la superioridad del hombre blanco frente a la criatura ‘mitad demonio, mitad niño’, y su selección de términos parece implicar que la superioridad está inscrita en la biología. Y, también es un hecho que el imperio británico (pero, no el francés) divulgó la idea de que, en efecto, las diferencias culturales están inscritas en la biología de los seres humanos.
Pero, el hecho de que no haya razas superiores no implica que no haya culturas superiores. Los ojos azules, la piel blanca o la nariz perfilada no son superiores a los ojos negros, la piel oscura o la nariz chata. Pero, me parece perfectamente aceptable postular que una sociedad con sistema político parlamentario es más deseable que una sociedad con reyes tribales; una sociedad secularizada es preferible que una sociedad impregnada de misticismo; una sociedad con alto desarrollo tecnológico es preferible a una sociedad con tecnología precaria; etc. Así pues, no es posible establecer una jerarquía racial, pero sí es posible establecer una jerarquía civilizacional al comparar el rendimiento y la funcionalidad de distintas sociedades. Esta posibilidad de comparación, de hecho, es la premisa que guía cánones como el ‘Índice de desarrollo humano’ (el cual establece una jerarquización de naciones a partir del bienestar que ofrece a sus ciudadanos), de la ONU. Suponer lo contrario es caer en un relativismo cultural que no permite asegurar que se vive mejor en Noruega que en Burundi. Por supuesto, no puedo aceptar la descripción brutal que Kipling hace, al referirse a los no occidentales como ‘medio demonios, medio niños’, pero sí me parece perfectamente defendible la idea de que, en balance, los pueblos no occidentales tienen un menor nivel de civilización, y que la vida civilizada es preferible a la no civilizada.
Bajo estos parámetros no biológicos, las sociedades europeas sí fueron superiores a las no europeas. Quizás Kipling opinaba que las personas de color tenían un impedimento biológico para alcanzar estos logros civilizacionales. En ese caso, yo no compartiría la opinión de Kipling: me parece que cualquier ser humano tiene la capacidad de asimilar cualquier cultura. Pero, precisamente en función de esa flexibilidad, me parece loable presentar las ventajas que disfrutamos a aquellos que, por distintas razones (ninguna de las cuales es biológica), no gozan de nuestros beneficios. Ellos tendrán la capacidad de asimilar nuestras costumbres, y eventualmente resolver sus problemas.
Precisamente la convicción de que no existe impedimento biológico para asumir una cultura, implica una visión universalista del mundo. Y, así, bajo esta visión, si disfrutamos algo, tenemos la obligación de extender estas ventajas al mundo entero. Es moralmente objetable que yo descubra la vacuna contra SIDA, pero sólo desee vacunar a mi familia, y no busque extender esta vacuna a la humanidad entera. Quien descubra esta vacuna, tendrá la ‘carga’ de llevarla a los demás.
Pues bien, me parece perfectamente loable tratar de extender los logros y ventajas de la civilización occidental al mundo entero, y en esto, el hombre occidental tiene una carga. Y, es éste precisamente el ideal de Kipling. Ciertamente los términos en que los presentó son objetables. Su poesía simplifica en demasía la comparación entre occidentales y no occidentales, al punto de que retrata a los segundos como poco más que bestias que necesitan ser domesticadas por el hombre blanco (por ejemplo, evoca en un verso, “contemplad a la pereza e ignorancia salvaje”). Pero, el núcleo del concepto no es en sí objetable. Plenitud de sociólogos han adelantado la tesis, por ejemplo, de que efectivamente en Europa hubo mayor ética del trabajo que en otras regiones del mundo (ésta fue una de las célebres tesis de Max Weber).
  Uno de los versos exhorta a “llenar la boca del hambre”. De nuevo, el núcleo del concepto es perfectamente aceptable. Si un país ha logrado prosperidad con su cultura, ¿no resulta conveniente que esta cultura sea extendida a pueblos menos privilegiados, precisamente como modo de levantarlos? La evocación a “llenar la boca del hambre” es elocuente: ¿cómo podemos oponernos a que las naciones ricas, por ejemplo, traten de salvar de la hambruna a Etiopía (un país que, vale agregar, fue sólo brevemente colonizado)?
La ideología de Kipling, no obstante, fue empleada con brutal cinismo por los poderes imperiales. Gran Bretaña, Francia, Holanda, España o Portugal no fueron movidos por intenciones humanitarias. No buscaron llenar la boca del hambre a los colonizados, sino más bien extraer recursos para llenar los bolsillos de los colonizadores. En balance, el colonialismo como experiencia histórica ha sido destructivo.
Pero, urge separar a la experiencia histórica del concepto propiamente. Es injusto juzgar al cristianismo por los crímenes de las cruzadas, al marxismo por los crímenes de Stalin, o al liberalismo por los crímenes de Pinochet. Pues bien, es igualmente injusto juzgar a Kipling por el cinismo de los colonialistas. El colonialismo como sistema de explotación es perfectamente objetable. Pero, el concepto de la ‘carga del hombre blanco’ (siempre y cuando no entendamos ‘hombre blanco’ en una dimensión no biológica, sino meramente cultural, es decir, como ‘la persona occidental’) no es propiamente objetable. Pues, existe el deber de universalizar aquellas instituciones que han propiciado la mayor suma de felicidad entre los seres humanos.
La experiencia histórica del colonialismo usó esto como excusa barata para explotar. Es censurable expandir los beneficios civilizacionales por la fuerza. Pero, no debe renunciarse a la idea de que la especie humana conserva una unidad, y que los avances de una civilización no deben quedarse confinados a sus límites, sino que deben ser expandidas universalmente. Lo ideal es que esta expansión se realice por vía de la persuasión pacífica, y no por vía de la imposición forzosa. Pero, de hecho, así ya está ocurriendo. Los médicos sin fronteras, organizaciones de ayuda humanitaria, apoyo a los refugiados, etc., llevan las ventajas de la civilización occidental a aquellos pueblos vulnerables. Quizás haya algún vestigio de colonialismo pernicioso en estos esfuerzos, pero sería sencillamente una insensatez sostener que, el concepto de extender ayuda a los más necesitados, es objetable en sí mismo. Estos cuerpos humanitarios, y no los poderes coloniales de antaño, son los verdaderos herederos de la carga del hombre blanco.

lunes, 27 de agosto de 2012

¿Multiculturalismo en los bancos marabinos?


Almorzaba recientemente en casa de mis padres, y una amiga de la familia me decía que admiraba a Ecuador por estar más ‘avanzados’ que nosotros (Venezuela) en materia de derechos indígenas. Ciertamente, Ecuador ha radicalizado sus políticas indigenistas. Se ha acelerado el proceso de repartición de tierras, y los grupos indígenas gozan de mayor autonomía jurídica, al punto de que, en varias esferas de la vida política de ese país, reciben trato preferencial.
Pero, yo no considero eso un avance. Más bien lo considero un retroceso. El progreso de una sociedad está en avanzar hacia un sistema de igualdad de oportunidades, donde la ley no contemple excepciones o privilegios en función del origen étnico de sus ciudadanos. Durante la primera mitad del siglo XX en el sur de EE.UU., por ejemplo, las infames leyes de Jim Crow concedían mayores beneficios de iure a la población blanca, por encima de la población negra. Hizo falta una radical reforma igualitarista para poner fin a este brutal sistema de discriminación.
Buena parte de las políticas indigenistas pretenden articular una forma de discriminación. Los indigenistas, por supuesto, disimulan esto llamándolo ‘discriminación positiva’. Su justificación consiste en señalar que, puesto que los indígenas han sido grupos oprimidos en el pasado y siguen siendo vulnerables, son acreedores de protecciones especiales. Esta justificación no es descabellada: ¿quién se atreve a negar el brutal genocidio a partir del siglo XVI, y la posterior marginación de los indígenas? Por ello, no me opongo a la restitución de tierras y un moderado sistema de ayuda económica para ayudar a estos grupos vulnerables.
Pero, sí me opongo a la protección cultural de los indígenas, si esto implica excepciones al cumplimiento de las leyes. Los indígenas no sólo pretenden mejorar su condición económica; también pretenden salvaguardar sus tradiciones, varias de las cuales, resultan incompatibles con la vida moderna occidental. Pero, los gobiernos indigenistas están dispuestos a ofrecer privilegios, de forma tal que todos los ciudadanos tienen que cumplir algunas leyes, excepto los indígenas. Lo destacable acá es que estas excepciones a la ley no se proclaman como medio para mejorar la condición socioeconómica de los indígenas o aliviar su marginación, sino bajo la excusa de preservar sus costumbres y honrar sus llamados ‘derechos grupales culturales’.
Esta discusión no sólo se da en países latinoamericanos. Los países del Primer Mundo cada vez son más culturalmente heterogéneos a partir de las olas de inmigración, y muchos inmigrantes traen costumbres culturales que, en ocasiones, son irreconciliables con las leyes de la nación. Los promotores del multiculturalismo apelan a los ‘derechos grupales’, y alegan que, para verdaderamente vivir en una democracia, el Estado debe flexibilizar su aparato jurídico, y hacer excepciones con algunos grupos culturales minoritarios. El filósofo Will Kymlicka es uno de los más destacados defensores de esta postura.  
Me parece que la posición de Kymlicka es una distorsión de lo que realmente significa la democracia. Bajo un sistema democrático, la igualdad ante la ley es un principio fundamental. Una de las grandes luchas de las revoluciones modernas fue precisamente acabar con los privilegios de nacimiento. En una sociedad verdaderamente democrática, la ley es para todos.  
Los grupos vulnerables, por supuesto, requieren una especial protección. Es razonable que los discapacitados estén exentos de cumplir algunas leyes. Pero, el estar discapacitado no es una elección; la identidad étnica sí lo es. Así, al elegir vivir en sociedad, hay un mínimo de leyes que cumplir. Si las costumbres de un pueblo no le permiten acatar las leyes del Estado, entonces ese pueblo debe renunciar a los beneficios que el Estado le ofrece. Si los indígenas quieren que el Estado les ofrezca educación, atención médica, tierras y herramientas para la siembra, etc., entonces como contraprestación deben acatar las leyes que el Estado ha impuesto para todos.
En contraposición a Kymlicka, el filósofo Brian Barry, por ejemplo, se opone a que los sijs (un grupo religioso cuyos hombres llevan turbantes grandes) estén exentos de conducir motocicletas sin casco en Inglaterra. La ley del casco es para todos. Si el sij realmente desea conservar su turbante, entonces debe renunciar a ir en motocicleta. Pero, supongamos, una persona macrocefálica, no tendrá disponible ningún casco (ninguno le cabrá). ¿Debe prohibírsele andar en motocicleta? Quizás por razones de seguridad, sí debe prohibirse. Pero, con todo, hay una diferencia la persona macrocefácila y el sij: la primera no tuvo elección, la segunda sí. Y, así como la primera no puede ajustarse, el segundo sí puede hacerlo.
Recientemente he visto en Maracaibo situaciones similares. Debido a la brutal epidemia de crímenes que estamos viviendo, los bancos ahora prohíben que sus clientes entren con gorras. En el pasado, los atracadores las han usado, para esconder parte de su rostro. He visto personalmente cómo los guardias de seguridad exigen a las personas con gorras, que se las quiten. Pero, las monjas católicas entran, y nadie les exige que se quiten el hábito de la cabeza.
En Francia ha sido notoria la disputa sobre el velo de las muchachas musulmanas en los colegios. El Estado les prohíbe llevar el velo, a fin de respetar la secularidad del espacio público. Si bien soy celoso defensor del secularismo, esa medida me parece torpe, pues en realidad, el velo no es un símbolo público impuesto a los no musulmanes; sencillamente forma parte de la vestimenta privada de las muchachas musulmanas. No creo que el secularismo de una institución se vea amenazado porque sus miembros lleven un velo. Si yo fuera francés, no me opondría al velo musulmán en los colegios, siempre y cuando también se permitan crucifijos y símbolos religiosos de otras tradiciones.
Pero, el caso de las monjas en los bancos es muy distinto. Pues, lo mismo que con muchos grupos indígenas, se contemplan excepciones al cumplimiento de la ley, a partir del privilegio cultural. Es importante destacar acá que, quienes articulan esta política, no invocan la marginación histórica y vulnerabilidad socio-económica de las monjas como justificación. Antes bien, promueven la excepción a partir de la premisa de que, en función de su vida cultural, este grupo tiene derecho a violar la ley.
Regresamos así a los tiempos coloniales. El clero, por el mero hecho de ser clero, tiene derechos que el resto de los mortales no tiene. Pero, irónicamente, esta discriminación se pretende hacer bajo el disfraz de ideales de una supuesta izquierda progresista. El privilegio del clero ya no se invoca a partir de la ideología reaccionaria que enaltece el trono y el altar, sino en nombre de la diversidad y el respeto a las minorías. Y, bajo esta ideología, no sólo el clero, sino también los indígenas, o cualquier otro grupo con rasgos culturales especiales, adquieren privilegios negados al resto de la población.
Esta izquierda es una farsa. En vez de preocuparse por las condiciones de miseria y explotación en el mundo (como tradicionalmente hizo la izquierda marxista), se obsesiona con la diversidad y las identidades. En su preocupación por respetar a toda costa las particularidades, impone nuevas condiciones de desigualdad. La verdadera izquierda progresista exigiría a la monja que en el banco, remueva el hábito de su cabeza, como lo hace el resto de los mortales. La verdadera izquierda progresista no cedería ante el chantaje de los ‘derechos grupales’. Son los individuos, y no los grupos, los depositarios de derechos. Pues, precisamente a partir de estos derechos individuales, se articula la genuina igualdad. Conceder derechos grupales implica que unos tienen privilegios que otros no tienen, y así, se establece una nueva forma de desigualdad, ya no medida a partir del poder o el dinero, sino a partir de la exención de las leyes. Es hora de detener esto; lex omnibus.

domingo, 26 de agosto de 2012

Chávez, Capriles, y sus ancestros


Hace poco estuve en Salt Lake City, en el estado de Utah, en EE.UU. Es una ciudad fascinante por su historia y por ser sede de un grupo sumamente enigmático, los mormones. Una de las atracciones más interesantes de la ciudad es su centro genealógico. Parte integral de la doctrina mormona es la importancia de la familia, y su unidad eterna. Los mormones tienen la curiosa enseñanza de que es posible bautizar a los ancestros ya difuntos que no fueron mormones. Y, a partir de esta extraña premisa, con su acostumbrada intensidad, se han venido a convertir en los principales expertos en genealogía.
Esto motivó la construcción de ese centro genealógico en Salt Lake City. Es impresionante. Tiene instalaciones de avanzada, y la mayor base de registros de nacimiento de todo el mundo. Durante mi visita, pude apreciar alguna partidas de nacimiento de miembros de la familia Andrade en la Maracaibo de inicios del siglo XX. Pero, mi interés no fue más allá de esa pequeña curiosidad, y no procuré atar los cabos entre las conexiones de mis posibles ancestros.
La disciplina de la genealogía tiene mi respeto. Requiere la ejecución de complejas técnicas de documentación, paciencia y arduo trabajo; sirve como herramienta para reconstruir muchos episodios históricos; es útil, además, para estar atentos a posibles enfermedades genéticas. Pero, hay aspectos de la genealogía que me resultan odiosos.
Los mormones, por ejemplo, tienen interés en construir genealogía por motivos estrictamente religiosos, y muchas veces, esto conduce a situaciones lamentables. En una época se supo que los mormones estaban bautizando a muchos judíos ejecutados durante el holocausto, y la comunidad judía protestó enfáticamente. Me parece que la reacción de los judíos es comprensible, pero también me parece que los mormones están en pleno derecho de bautizar a los difuntos que ellos quieran. Es sencillamente un ataque a la libertad de culto, el pretender prohibir a un grupo religioso que emplee nombres de difuntos en sus bautizos, aun si esos nombres proceden de ancestros de otro grupo. Yo, por ejemplo, he visitado Cuba, y he dejado estampas con mi imagen a algunos amigos allá. Quizás, algún babalao ha usado mi imagen para hacer una brujería en mi contra, pero sería sencillamente opresivo impedir al babalao que, en una ceremonia privada, haga con mi foto lo que a él plazca.
En todo caso, mi incomodidad con la genealogía no se debe sólo porque, como en este caso, puede abrir disputas entre grupos religiosos, sino también porque incentiva actitudes contrarias a la democracia liberal. En un sistema donde el pueblo gobierna mediante la representación, y las funciones son asignadas en función de los méritos, es innecesario conocer la procedencia familiar de los funcionarios. En el Ancien regime, la genealogía era fundamental. Se conocía el pedigrí de cada funcionario, y si un personaje no lograba demostrar su abolengo, tenía suma dificultad en ascender socialmente.
De hecho, la genealogía es el fundamento de los sistemas de castas propios de las sociedades premodernas. Mediante le genealogía, se encierra al individuo en su grupo. La genealogía es el principal obstáculo a la aparición de la clase en oposición a la casta. Pues, en una sociedad de castas, la mera acumulación de riquezas no permite la movilidad social, si no se cuenta con el requisito de la noble ascendencia.
Plenitud de sociólogos han advertido que uno de los requisitos para que una sociedad se modernice, es precisamente el debilitamiento de los lazos de parentesco en la sociedad. Henry Maine, en particular, señalaba que uno de los rasgos centrales de las sociedades tradicionales es la distribución de funciones a partir de rasgos no adquiridos, sino adscritos mediante el parentesco. Así, la sociedad moderna no está tan concernida con la búsqueda de genealogías, en buena medida porque ha internalizado mucho más los ideales meritocráticos e igualitaristas. La presunción moderna es que todos los seres humanos tienen básicamente los mismos derechos y deben tener las mismas oportunidades para alcanzar las mejores posiciones, independientemente de su pasado familiar.
En la sociedad tradicional, el colectivo impone al individuo su destino: el hijo de comerciante será comerciante, y el hijo de zapatero será zapatero. En cambio, una de las grandes transformaciones de la sociedad moderna es precisamente el individualismo: al menos a nivel ideológico, el individuo no es prisionero del legado de sus ancestros, y tiene la capacidad de hacerse su propio destino.
En el plano político, las sociedades tradicionales han dedicado especial atención a las genealogías. Pues, el gobernante no se legitima tanto por sus acciones, sino por su descendencia. Los romanos, por ejemplo, dedicaron suma atención a esto. La Eneida, de Virgilio, además de ser un gran poema, es también un texto propagandístico que pretende reafirmar la ascendencia divina de los emperadores romanos. Por supuesto, muchas de estas genealogías fueron inventadas (es obvio hoy que los emperadores no eran descendientes de los dioses), pero el pueblo incauto no tenía el suficiente conocimiento como para colocarlas en duda.
 En nuestros días, algunos gobernantes pretenden seguir legitimándose sobre la base del parentesco. La monarquía jordana, por ejemplo, invoca como principal motivo de legitimidad, no sus méritos políticos (los cuales, en realidad, han sido escasos), sino el hecho de que sus monarcas son miembros de la familia Hachemí, descendientes de Mahoma.
Cabría esperar que Venezuela, una nación cuyo origen se remonta a la ruptura con la monarquía española (una de las que más obsesionada ha estado con las genealogías) y la sociedad colonial estratificada en castas, asumiera el individualismo moderno, y formase un sistema social en el cual, el pedigrí fuese secundario en importancia frente a los méritos. En buena medida, por supuesto, esto se ha logrado. Pero, quedan vestigios, y por supuesto, estos remanentes se manifiestan en la política.
Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1998, hubo la expectativa de que este nuevo líder se enfrentara a los amos del valle, y de una vez por todas, democratizara la sociedad e hiciese irrelevante los pedigrís y las genealogías en la jerarquización de la sociedad. Un militar resentido de la perdida Sabaneta de Barinas, se pensaba, acabaría de una vez por toda con cualquier vestigio de nobleza.
No fue así. Chávez ciertamente estaba consciente de que su abolengo era muy limitado, en comparación con los grandes amos del valle a los cuales se enfrentaba. Pero, insólitamente, a la manera de los romanos, Chávez inventó su propio abolengo. Empezó a enaltecer a un tal Maisanta, un obscuro caudillo llanero sin ninguna trascendencia en la historia de Venezuela. No obstante, este Maisanta es supuestamente tatarabuelo de Chávez, y así, el Comandante fue sembrando la idea de que él era descendiente de un gran guerrero del pasado. Se repetía la historia de los hachemitas: el poder se legitima mediante el recurso a los ancestros.
Correctamente, por muchos años la oposición venezolana ha criticado este abuso de Chávez. Pero, insólitamente, ahora la oposición pretende ganarle a Chávez en su propio juego. Como ningún otro presidente en la historia de Venezuela, Chávez ha potenciado el culto a Bolívar. En vez de denunciar este culto, y sepultar a Bolívar de una vez por todas, la oposición quiere ahora legitimar a su candidato mediante el recurso de la genealogía.
Recientemente, varios genealogistas han publicado que, después de unas supuestas investigaciones muy serias, se ha descubierto que Bolívar es tío de Enrique Capriles (acá). Uno de esos genealogistas es mi amigo personal, el profesor Juan Carlos Morales Manzur. Éste es un investigador serio, y confío en su integridad, de manera tal que, de antemano, no disputo la veracidad de sus alegatos.
Pero, hay un obvio trasfondo político en todo esto, y esto es criticable. El ‘descubrimiento’ de la genealogía divina (en Venezuela, Bolívar es un dios) de Capriles surge en plena campaña electoral, y como contraparte de la reconstrucción facial de Bolívar, adelantada por el gobierno de Chávez. Quizás mi amigo Morales tenga un interés genuino en la genealogía, y su búsqueda de la verdad sea íntegra. Pero, es evidente que a quienes promueven esta noticia no les interesa tanto la verdad genealógica, sino el mero hecho propagandístico de que, su gallo pelea, tiene rancio abolengo.   
Mediante el culto a Bolívar, Chávez quiere presentar su imagen como el descendiente ideológico de Bolívar. La oposición pretende presentar a Capriles como el verdadero pariente de Bolívar, pues no es meramente un vínculo ideológico, sino también biológico. Chávez es pariente del forajido Maisanta; Capriles es pariente del Libertador de América.
Esto es un juego destructivo para Venezuela. Mediante su obsesión genealógica, el gobierno y la oposición hacen retroceder a nuestro país al Ancien regime, a una suerte de sistemas de castas, en el cual, para poder ocupar posiciones importantes, es necesario presentar como credencial un árbol genealógico. La preocupación por los ancestros es un rasgo típico de la mentalidad reaccionaria que no confía en los méritos y las capacidades individuales, valores cumbres de la sociedad moderna.
Frecuentemente trato de convencer a los líderes indígenas que se desprendan de su preocupación por mantener las tradiciones de sus ancestros, y abracen la vida moderna (yo, por ejemplo, soy descendiente de indígenas timotocuicas, pero no por ello soy preso de mis ancestros; tengo la suficiente independencia como para formarme una opinión sobre cuál es el mejor estilo de vida, sin necesidad de considerar cómo vivieron mis antepasados). La premisa de mi argumento, por supuesto, es que podemos y debemos ser autónomos de nuestros ancestros. Pues bien, hago esta misma exhortación a Chávez y Capriles: no me interesan quiénes fueron sus antepasados. Me interesa qué país van a ofrecer a mis descendientes.

sábado, 25 de agosto de 2012

¿Promovió Bolívar su propio culto?


Recientemente escuché a unos locutores de radio venezolanos, afectos al chavismo, quejarse de que, en Venezuela, se deificaron a los próceres de la guerra de la independencia, con la intención de separarlos de la gente común, y así asegurarse de que ‘el pueblo’ no tratara de emularlos, y se perpetuara la opresión. Semejante exabrupto paranoico, es recordatorio del idiota verso de una canción de Alí Primera sobre Bolívar: “[los políticos llevan flores a Bolívar] para asegurarse de que esté bien muerto”.
Los simpatizantes del chavismo parecen reconocer que, en efecto, hay un culto a Bolívar. Pero, en vez de admitir que el gobierno de Chávez, por encima de cualquier otro, ha sido el responsable de potenciar este culto, insólitamente estos locutores acusaban a los opositores de promover la deificación de Bolívar. Y, la propuesta de los locutores chavistas para desmitificar a Bolívar no consistía en señalar sus múltiples errores morales y cuestionables decisiones, sino más bien en resaltar sus rasgos humanos, propios de un mortal: su pasión por las mujeres, su baja estatura, etc. En otras palabras, para asegurarse de que el culto a Bolívar continúe inadvertidamente, muchos sectores del chavismo dan la apariencia de desmitificarlo, pero sólo lo hacen en asuntos banales. En asuntos verdaderamente sustanciales, la figura del divino Bolívar continúa intacta.
Así pues, el culto a Bolívar sigue vivito y coleando en Venezuela. Negar la existencia de este culto es sencillamente una desfachatez. Ya incluso muchos chavistas, quienes en algún momento sostenían que tal culto no existe, terminan por admitir que sí existe, pero como he mencionado, insólitamente culpan de ello a los gobiernos anteriores, y exculpan a Chávez de ello.
Si bien estos grupos se equivocan cuando tratan de exculpar a Chávez en su promoción del culto a Bolívar, no les falta razón cuando sostienen  que, en el pasado, ya la figura de Bolívar fue elevada casi a un estatuto divino por los gobiernos. Probablemente el gobierno de Guzmán Blanco, en la segunda mitad del siglo XIX, fue el que más promovió el culto antes de que Chávez lo llevase a un nivel sin precedentes. Pero, incluso al poco tiempo de la muerte de Bolívar, ya se empezaba a imponer en Venezuela la presencia abrumadora del Libertador.
En nada de esto hay discusión. Pero, sí es asunto debatido si el mismo Bolívar buscó o no su propia deificación. Pues, vale advertir, puede rechazarse el culto a Bolívar sin necesidad de dejar de admirar al Libertador. La imposición del culto a Bolívar ha sido de tal magnitud en las recientes épocas, que muchos venezolanos educados terminan por sentir asco ante la propia figura de Bolívar. Pero, quizás, Bolívar no fue responsable de su propio culto, y en ese caso, sí podría tratar de reivindicarse su legado. No obstante, me temo que no es éste el caso. Bolívar promovió su propio culto (en lo que sigue, me guiaré por algunos datos ofrecidos por el historiador John Chasteen).
Bolívar siempre sintió admiración política y atracción estética por el imperio romano. Y, precisamente, el culto al emperador fue una institución muy notoria en Roma. La Eneida¸ de Virgilio, es en buena medida un texto propagandístico que pretende articular el pedigrí divino de los emperadores. Pero, llegó un momento en que el culto imperial pasó a formar parte de la propia religiosidad popular, y el emperador no era mero descendiente de los dioses; antes bien, él mismo era un dios. Había en ese culto una mezcla de convicción religiosa y cinismo político: los emperadores sabían que su culto servía para garantizar su poder y estabilidad, pero seguramente, al final llegaron a creer genuinamente en su propia condición divina.
Pues bien, en su carrera política, Bolívar tuvo tendencias autoritarias, quizás inspiradas en los emperadores romanos. Y, lo mismo que éstos, promovió el culto a su persona, aunque por supuesto, de forma más moderada, en virtud de su contexto histórico. Bolívar se deleitaba inventando historias sobre su grandeza. Por ejemplo, narraba que en su viaje a España durante su temprana adolescencia, llegó a jugar con su futuro enemigo, Fernando VII (la familia de Bolívar era aristocrática, y seguramente tenía conexiones con la realeza). Según la historia que narraba Bolívar, tumbó accidentalmente el sombrero a Fernando, pero en su rebeldía contra la autoridad monárquica, no se disculpó. También narraba Bolívar que, en su viaje a Roma, se encontró con el papa, pero contrario a la costumbre, rehusó besar sus sandalias. Y, además, supuestamente presenció personalmente la coronación de Napoleón. Estas historias resultan muy sospechosas, pues nunca fueron corroboradas por terceros. Un poco de suspicacia haría pensar que fueron más bien inventos del propio Bolívar años después, para magnificar su imagen como el gran rebelde heroico que, ya desde su adolescencia, no se doblegaba ante la autoridad despótica.
Militarmente, Bolívar no tuvo grandes talentos, y en el campo de batalla, no logró articular un gran liderazgo entre sus hombres. Sus hombres no negaban su compromiso y audacia, pero no era el líder valiente que otras figuras de los ejércitos patriotas sí demostraron ser. Con todo, trató por otros medios de compensar esta carencia de liderazgo basado en aptitudes militares.
Bolívar sentía que su liderazgo era amenazado por Piar, el carismático mulato que atraía a las masas de pardos. Y, así, para asegurar el monopolio del liderazgo y pavimentar la vía del culto a su propia personalidad, Bolívar pronto sacó a Piar del camino. Un leve acto de insubordinación por parte de Piar, el cual en circunstancias normales hubiese recibido una tenue censura, fue castigado con la muerte. Fueron muchos más insubordinados los mercenarios británicos, pero Bolívar los perdonó, en buena medida porque éstos no representaban una amenaza a su liderazgo frente a los soldados pardos.
Bolívar no toleraba a nadie en igualdad de condiciones. Aquellos generales por los cuales siempre tuvo lealtad (Sucre, Urdaneta, entre otros), siempre se asomaban inferiores a él. El único militar de su misma altura con el cual se reunió, fue San Martín. Y, naturalmente, el encuentro no fue fructífero. El ego engrandecido del Libertador no permitió que ambos estrategas conciliaran esfuerzos para hacer más eficiente la gesta independentista.
Pero, Bolívar era un maestro del histrionismo, y sabía cuándo y cómo actuar frente a las masas, a fin de alimentar su imagen heroica. Sabemos, gracias a sus cartas privadas, que Bolívar consideraba a los negros una raza inferior. Pero, Bolívar estaba plenamente consciente de que el grueso de sus ejércitos estaba conformado por gente de color, y así, no desaprovechaba oportunidad para realizar actos que lo exaltasen frente a los pardos. En alguna ocasión, saltó de su caballo para abrazar a su nodriza, la negra Hipólita. Pero, plenitud de biógrafos coinciden en que, si bien estos gestos pudieron tener una dosis de sinceridad, no faltaba en ellos el cálculo político, y eran cuidadosamente realizados frente a las masas.
De hecho, Bolívar se convirtió en un maestro calculador político a la hora de enaltecer su imagen. Sabía que su liderazgo dependía más de su carisma que de la racionalidad de sus decisiones políticas, y así se encargó de cultivarlo. Hacía brindis pomposos en las cenas y llenaba las copas de sus invitados; en una ocasión se montó sobre una mesa, y aplastando las copas y las botellas, fue de un extremo a otro, para alegorizar su paso por la América derrotando la opresión.
En la procesión triunfal en Caracas tras la ‘Campaña admirable’ de 1813, llevaba una corona de laurel a la usanza imperial romana. Gesticulaba dramáticamente en las convocatorias de las masas, y según algunos de sus propios colaboradores, llegó a contratar a gente del populacho para que con gritos lo proclamaran dictador en esas asambleas populares. Inventaba también historias sobre sus subordinados, para glorificar la gesta independentista. Antonio Ricaurte fue ejecutado con una lanza por los españoles, pero Bolívar inventó que el mismo Ricaurte se había inmolado, en un sacrificio para salvar el control de un fortín.
Bolívar era, pues, un maestro de la comunicación y la manipulación carismática. Y, si bien nunca promovió el culto a la usanza de los emperadores romanos, sí supo hacer uso de la hipérbole y la dramatización, para cultivar entre las masas su autoridad. Fue natural, entonces, que después de su muerte, sus seguidores llevaran a un nivel más extremo aquello que Bolívar inició: Bolívar mismo sentó las bases de su propio carisma, y el pueblo venezolano, ávido de un dios al cual seguir, transformó ese carisma en culto.
Una de las grandes lecciones que Bolívar dejó a la posteridad fue que, para gobernar Venezuela (y toda América Latina, en general), hace falta más carisma que racionalidad. No son las decisiones racionalmente tomadas, sino los histrionismos, las hipérboles y las majestuosidades, los mejores recursos para mantenerse en el poder. Bolívar era un genio de la comunicación de masas, incluso antes de la aparición de la radio y la televisión.
Y, no en vano, Chávez es genuinamente el más bolivariano de todos los presidentes que hemos tenido en nuestra historia. Chávez ha seguido de cerca la estrategia de su padre ideológico. La autoridad de Chávez, como la de Bolívar en su momento, depende de una variante del culto imperial romano, y en esto, el Comandante ha sido un genio y seguramente ha sobrepasado al Libertador en esta habilidad. Como Bolívar, Chávez está pavimentando su propia deificación, la cual podría completarse definitivamente después de su muerte. Pero, por supuesto, como bien advertía Max Weber, una sociedad en la cual predomine la autoridad carismática por encima de la racional, está condenada al estancamiento y el atraso, y por eso, entre más enaltecemos a los héroes, menos progresamos. Éste es uno de los legados lamentables que el Libertador nos ha dejado.