viernes, 22 de junio de 2018

Mi visita a Washington


            Uno de los personajes de Disney era Bolívar, un perro propiedad de Mickey Mouse. Ofendido por esto, el caricaturista chileno Pepo hizo que el perro de Condorito se llamase Washington. Esta pequeña guerra entre historietas cómicas es un microcosmos de la relación entre EEUU y América Latina, que inevitablemente se extiende a sus héroes independentistas, Bolívar vs. Washington.
            Realmente eran tipos muy distintos. Washington era un hombre con pocas luces, sin demasiada ambición, y a quien jamás se le ocurrió que la libertad sería incompleta si la esclavitud continuaba. Bolívar, en cambio, tenía una vena intelectual, era tremendamente soberbio, y sí se preocupó por liberar a los esclavos. Francamente, Bolívar es un personaje muchísimo más interesante, y los propios gringos parecen reconocerlo: en América Latina no hay estatuas de Washington, pero en EEUU sí hay estatuas de Bolívar.

            Lamentablemente, la ventaja de Bolívar por encima de Washington termina ahí. Pues, cuando se trata de cosas nombradas en su honor, casi todo lo que lleva el nombre del venezolano es feo, y casi todo lo que lleva el nombre del gringo es bello. Esto es emblemáticamente así al comparar las ciudades. No he estado en Ciudad Bolívar, pero sí he estado en el Estado Bolívar de Venezuela, y debo decir que no es nada del otro mundo, y que de hecho, el calor, la humedad y los mosquitos, hacen que el visitante quiera irse pronto. En cambio, Washington es definitivamente una de las ciudades más bellas que he visitado.
            He estado allá tres veces. En mi adolescencia, mis padres hacían estudios universitarios en EEUU, y vivíamos en el estado de Michigan. En mi colegio se organizó un viaje a la capital del país, y yo asistí, en 1994. Hasta donde recuerdo, yo era el único extranjero en ese tour. Los críticos del populismo latinoamericano siempre acusan a los caudillos de cultivar un nacionalismo barato con el culto de los símbolos y los próceres. Pero, a decir verdad, en EEUU no es muy distinto. Así, el sistema escolar norteamericano se asegura de llevar a sus jóvenes a Washington para mostrarles los monumentos y contarles la versión patriotera de su historia.
            En mi tour, a nadie le interesaba esa historia. Los muchachos estaban deseosos de ir al Hard Rock Cafe, o pasear en los centros comerciales, pero ni por asomo querían escuchar un cuento aburrido sobre este o aquel presidente. El guía del tour, que estaba deseoso de narrar la historia de EEUU, se asombraba de que yo, siendo extranjero, fuese el único que se interesara en conocer sobre Washington, Jefferson o Lincoln. Establecimos una buena relación.
Pero yo, adolescente al fin, estaba muy influido por el anti-americanismo izquierdista de mi padre, y constantemente le decía al guía que EEUU era un país malvado, y que todos esos monumentos grandiosos se construyeron con la riqueza que los gringos robaron a los pobres latinoamericanos. Supongo que la buena relación con el guía duró poco.
Con todo, estar en Washington generó en mí la fascinación típica del resentido latinoamericano que visita una majestuosa ciudad norteamericana, sobre todo si se es adolescente. Se puede odiar al imperio, pero ¡qué bello es! Quedé maravillado con todos esos museos y monumentos, y me empecé a preguntar por qué Washington es tan lindo, y Bolívar es tan feo. ¿No somos acaso los latinoamericanos pueblos gloriosos? Supongo que fue una de las primeras grandes disonancias cognoscitivas que viví.
            Catorce años después, en 2008, ya curado del sarampión izquierdista adolescente, tuve la oportunidad de volver a Washington. Esta vez, fue como parte de un premio que una fundación en Caracas otorgaba a jóvenes venezolanos que escribieran ensayos sobre las tecnologías del futuro. El premio era ir a Washington y participar en una conferencia con los miembros de la fundación.
            Aproveché para volver a recorrer aquellos lugares que recordaba de la adolescencia. Pero esta vez, supongo que ya había resuelto mi disonancia cognoscitiva inicial. A medida que recorría los museos del Smithonian, la Casa Blanca, el Congreso, y otros lugares emblemáticos, entendía que, sí, los gringos han hecho cosas muy malas en el mundo, pero construir una ciudad como Washington requiere muchas virtudes que, sencillamente, los latinoamericanos no hemos logrado cultivar.
            Por aquella época, ya yo había publicado mi primer libro, y aproveché para llevarlo a la famosa Biblioteca del Congreso. Quedé fascinado con la enorme cantidad de libros en ese lugar. Con el tiempo yo he venido a dejar de tener interés en libros de papel, y ahora opto por leer en tabletas electrónicas. Gracias a esas tecnologías, ahora tengo acceso a muchos de esos libros en la Biblioteca del Congreso que, antaño, sólo los gringos en Washington podían leer. Sin duda, la tecnología democratiza a la sociedad. Yo no me trago el cuento primitivista-izquierdista de que la máquina aliena al ser humano.
            De hecho, el grupo de venezolanos con quien estuve en Washington en esa ocasión, estaba vinculado con círculos de optimistas que decían que muy pronto seremos inmortales, gracias a las maravillas tecnológicas. Yo no soy tan optimista. Ciertamente hay gente más o menos seria, como Raymund Kurzweil, que defienden estas ideas con algún grado de plausibilidad. Pero, el venezolano que lideraba nuestro grupo (y dirigía la fundación que otorgaba los premios), era un charlatán de primera. El tipo no era profesor, y nos presentaba como sus “estudiantes”. Ha sido una de las personas más narcisistas con las cuales me he encontrado en mi vida. Esperaba que, puesto que habíamos ganado ese premio, le rindiéramos pleitesía continuamente y nos despreciaba como sus inferiores intelectuales, a pesar de que no era un tipo versado en cuestiones académicas.
            Lamentablemente, su falta de rigor académico se compensaba con dotes histriónicas, y los medios de comunicación venezolanos y españoles continuamente lo invitan a programas pop para que el tipo, de forma muy sensacionalista, anuncie que en apenas unos años, se curarán todas las enfermedades, habrá tecnologías asombrosas, y la gente no morirá. Por fortuna, recientemente vi en El País de España que un valiente periodista español desenmascaró las charlatanerías de este personaje con quien tuve la mala fortuna de convivir por algunos días en Washington.
             Mi tercera visita a Washington fue en el 2012, con un grupo de profesores interesados en el estudio de la religión. Se trataba de un programa que invitaba a los profesores a visitar comunidades religiosas de EEUU. Recorrimos varias ciudades por mes y medio, y Washington era ya la última. Aproveché nuevamente para pasear por los lugares más emblemáticos, pero esta vez, fui con los colegas al Museo del Holocausto.
            En aquel grupo no había ningún judío, pero sí había un profesor de Jordania. Yo llevaba conociendo al jordano por mes y medio, y era un tipo bastante reservado. Al final del recorrido por el museo, muy brevemente le comenté al jordano que el museo me pareció bien, pero que debe recordarse que el Holocausto no ha sido el único genocidio del mundo, y que Obama mismo insólitamente ha negado que hubo un genocidio turco contra los armenios.


            Aquel simple comentario fue como una clave para que el jordano se abriera y soltara sus verdaderos pensamientos, que hasta entonces, se los había mantenido muy reservados. Me dijo que los judíos en realidad le han vendido al mundo la mentira de los 6 millones de víctimas, cuando en realidad, no fueron más de cinco mil muertos. Y en todo caso, decía el jordano, se lo merecieron por su conducta tan vil en Europa.
A medida que recorríamos el Lincoln Memorial, el jordano me hizo despertar de una ilusión que hasta entonces yo tenía. Yo creía que Israel sí podría asimilar a la población refugiada árabe, y eventualmente, permitir que los árabes sean mayoría, en algo así como un Estado binacional árabe-judío. Pero, desde esa conversación con el jordano, he venido a comprender que el odio a los judíos es virulento en el mundo árabe, y que si los judíos llegasen a ser nuevamente minoría, la mayoría árabe tarde o temprano buscaría exterminarlos. Sigo pensando que Israel debe desocupar Palestina y permitir a los palestinos tener su propio Estado, pero ahora pienso que sería un suicidio si permite regresar a los descendientes de refugiados árabes que nacieron fuera de Israel. Los judíos, para sobrevivir, tienen que seguir siendo mayoría en Israel.
En fin, por otra parte estoy también consciente de que el sufrimiento judío se ha usado como excusa para hacer mucho daño. Y esto también lo pude constatar en Washington. Con los colegas, fui a una sesión del Congreso. Un diputado republicano, de esos estilo cowboy, pronunció un discurso populista diciendo que había que atacar militarmente a Irán, antes de que los “iraníes lleven a los judíos a las cámaras de gas”.
A pesar de que Irán sí me parece una amenaza, yo no estaba de acuerdo con que la solución fuera un ataque militar. Y, acostumbrado como estaba al circo de la Asamblea Nacional venezolana, me picó un gusanito chavista, y lo mismo que hacen las hordas rojas en los balcones del Hemiciclo en Caracas, me disponía a abuchear al parlamentario que decía cosas con las cuales yo no estaba de acuerdo. Por fortuna, justo antes de gritar las consignas, me aguanté. Ahora que lo pienso, si hubiese gritado a la manera de las hordas chavistas en la Asamblea cuando un diputado opositor habla, quizás me hubiesen deportado.
Al final, ya fuera del edificio del Congreso, vine a contemplar una idea que desde entonces ha estado en mi cabeza. Desde mi primera visita como adolescente, me preguntaba qué tienen los gringos que no tengamos nosotros; ¿por qué Washington es tan linda pero Bolívar es tan fea? Seguramente son muchos factores, pero una cosa que los norteamericanos sí tienen y que a nosotros nos ha faltado desde hace mucho tiempo, es la valoración cultural del debate y el respeto al disenso en la deliberación. No sólo lo digo yo; ya Alexis de Tocqueville hacía esta observación en su visita a EEUU en el siglo XIX. Que en el Congreso de EEUU sea impensable que desde el balcón se abuchee a quien pronuncia un discurso, mientras que eso es un espectáculo cotidiano en la Asamblea de Caracas, es indicativo de la pobreza de nuestra cultura.

miércoles, 20 de junio de 2018

Mi visita a Times Square


            Cada época tiene su capital mundial, y como no puede ser de otra forma, esa capital está en el corazón del imperio dominante. Así, ha habido una sucesión: Roma, Bagdad, Madrid, París, Londres… y ahora, Nueva York. Los imperios y las civilizaciones atraviesan ciclos, y es raro que una ciudad sea capital del mundo por más de dos o tres siglos. Quizás a Nueva York le siga Beijing o Nueva Delhi, pero por ahora, sigue siendo la capital del mundo. Y en vista de que no lleva más de un siglo en ese rol, cabe esperar que así continuará por muchos años más.
            A lo largo de la Historia, estas capitales mundiales suelen evocar toda clase de sentimientos encontrados. Generan admiración y fascinación, pero también mucha envidia y rencor. Los antiguos judíos asociaban a la capital imperial de aquel momento, Babilonia, con la más abyecta degradación. Siglos después, los cristianos identificaban a Roma con Babilonia, naturalmente de forma muy despectiva.

            Con Nueva York no es muy distinto. Yo crecí oyendo canciones que despreciaban a Nueva York. En los años 30 del siglo XX, un resentido venezolano (Chávez no fue el primer resentido venezolano, ya ha había habido muchos desde hace mucho tiempo) narraba en un contagioso merengue cómo fue a Nueva York con mucha ilusión, pero se quejaba de que “allá no hay vino, no hay berros ni hay amor”. Los españoles de Mecano contaban que fueron de turismo a Nueva York, y estando allá, decían, “ya estoy/en Nueva York/y no le veo buen color”. Pero esto no es puro anti-americanismo propio de los hispanos. Incluso los ingleses tienen esa ambivalencia con Nueva York. El mismísimo Sting expresaba su incomodidad, “I’m a legal alien, I’m an Englishman in New York”. Lo cierto es que todos la odian, pero todos quieren ir a la Gran Manzana, aunque sea bajo la excusa de “vivir en las entrañas del monstruo”, como lo hacía el cubano José Martí.
            Yo había visto las películas de Woody Allen y Martin Scorsese, había escuchado las canciones de Frank Sinatra, y había visto los juegos de los Mets y los Yankess. Todo eso es inevitable en nuestra época de imperialismo cultural gringo. Pero, nunca me había interesado mucho por Nueva York. Había estado en otras ciudades norteamericanas (Miami, Chicago, Washington) y otras grandes ciudades del  mundo (París, Londres, México, Delhi), pero la Gran Manzana no me atraía demasiado, o en todo caso, no había tenido la oportunidad de ir.
            La oportunidad llegó en mayo de 2017, cuando empecé a trabajar en una universidad de Aruba. Apenas dos semanas después de empezar, un decano me dijo que necesitaba llevar a un maestro de ceremonia a una graduación de esa universidad en Nueva York. Yo había tenido experiencia de muchos años haciendo programas de radio y televisión en Maracaibo, pero nunca había sido maestro de ceremonia. En mi universidad de Venezuela había un tipo que, con un vozarrón, presidía todos esos eventos, y yo siempre me burlaba de él y de todos los maestros de ceremonia, por su exagerada teatralidad.
Pero, como suele resultar, la lengua es el castigo del cuerpo: no iba a dejar pasar esta oportunidad, para ir a ver si la capital del mundo era tan aburrida como decían los de Mecano, o si tenía todo el glamour de una canción de Sinatra. Acepté que me postularan como maestro de ceremonias, aduciendo mi experiencia en los medios de comunicación en Venezuela, aunque francamente, era muy limitada.
            Hice el viaje con el decano, un médico indio. El tipo siempre me trató bien, pero parecía deleitarse asustándome con sus historias sobre cuánta gente había despedido porque no tenían buen rendimiento académico. Con apenas dos semanas en un nuevo trabajo, naturalmente estas historias causan gran ansiedad. A medida que conversaba con el decano en el avión, superé mi miedo habitual a las alturas, pero sólo porque me invadió un miedo mayor: que hiciera un mal papel en la ceremonia, y el decano me despidiera cuando volviéramos a Aruba.
            En fin, llegamos al aeropuerto de Nueva York. El decano estaba obsesionado con usar Uber, porque en Aruba no existe esa compañía. Supongo que es imposible llegar a Nueva York y no contagiarse de ese consumismo alienante, sobre todo si se es un médico indio con bastante plata. El taxista de Uber nos llevó hasta un hotel en Queens. El decano quería cenar en el propio hotel, y tuve que acompañarlo hasta tarde, mientras seguía gozando contándome cómo despiadadamente despedía a sus empleados.
            El itinerario de la visita a Nueva York era muy apretado. Al día siguiente de nuestra llegada, estaríamos todo el día en los preparativos de la ceremonia y en la propia graduación, y el día después tendríamos que regresar muy temprano en la mañana a Aruba. De forma tal que mi única oportunidad de conocer algo de Nueva York sería esa misma noche. Pero, el decano no dejaba de hablar. Al final, cerca de las diez de la noche, el tipo dijo que se iba a su cuarto a dormir, y me recomendó que yo hiciera lo mismo, pues tendríamos una larga jornada al siguiente día.
            Yo estaba cansado por el viaje, pero razoné que seguramente no tendría oportunidad de conocer algo de Nueva York. De forma tal que me aseguré de que el decano entrara en su habitación, y al constatarlo, inmediatamente bajé al lobby del hotel a preguntar cuál es el mejor sitio turístico de Nueva York en la noche, y cómo podría llegar hasta allá.
            Las muchachas del lobby me sugirieron ir a Times Square, en Manhattan, tomando un taxi. Me pareció una barbaridad lo que tendría que pagar, así que opté ir en metro, a pesar de que se tardaría mucho más, y habría que hacer varios trasbordos complicados. No me arrepiento. En la vida moderna de muchas grandes ciudades, el metro se ha convertido en parte esencial de la experiencia turística, pero en Nueva York es así incluso mucho más que en cualquier otra ciudad. Ir a Nueva York y no montarse en el metro es un crimen, a pesar de que, francamente, las estaciones y los vagones son bastante feos. Supongo que el aspecto lúgubre del metro en Nueva York evoca las mismas emociones estéticas de los misteriosos espacios subterráneos; cuando los griegos contaban el mito sobre Orfeo y su descenso al hades, seguramente algo similar tenían en mente.

            Estuve hora y media montado en el metro, viendo subir y bajar gente de todo tipo, como sólo puede ocurrir en la ciudad más cosmopolita del mundo. Finalmente llegué a la zona de Times Square, y estuve caminando dos horas en aquel mar de luces y rascacielos. Sobrecogido por aquellas pantallas electrónicas y luces tan potentes, me picó el gusanito de la mentalidad chavista, y a la manera de Eduardo Galeano y otros progres del Tercer Mundo, pensé que el Sur es pobre porque el Norte es rico. Me formé la idea de que los apagones que tanto sufrimos en Maracaibo, son culpa del derroche de energía eléctrica en Times Square.
            Por fortuna, de inmediato me di cuenta de lo absurdo que era ese pensamiento, y a medida que me acercaba a Broadway, con mi propia mano golpeé mi cabeza, para asegurarme de que nunca más me vinieran al cerebro semejantes ideas. Viendo los carteles que anunciaban musicales en Broadway, recordé Into The Woods, una pieza en la que participé como adolescente, cuya versión original procede de Broadway. Francamente, ya como adulto, no me queda mucho entusiasmo por ese tipo de espectáculos musicales, aunque en ocasiones he visto versiones cinematográficas que sí me han gustado.
            Tras varias horas de paseo en los alrededores de Times Square, ya de madrugada, decidí regresar al hotel. Al día siguiente tendría una larga jornada con el decano, y seguramente tendría que recargar las pilas para volver a escuchar sus cuentos sobre cómo despedía a sus empleados. Sólo estuve 36 horas en Nueva York. Quedé encantado. No fue tiempo suficiente como para saber si, como decía el merengue venezolano, “el Norte es una quimera”. Pero, a diferencia del tipo que cantaba esa canción en la época de Gómez, yo no regresaba a “Caracas como fuete de arrear pavos”. De hecho, quedé con muchas ganas de volver a la capital del mundo.