miércoles, 27 de enero de 2016

"300": una película con tufo fascista

No suelo volver a ver películas que ya he visto en el pasado. Pero, puesto que recientemente he decidido leer un poco sobre la historia de los antiguos griegos, y Heródoto en especial, decidí ver nuevamente 300, dirigida por Zack Snyder. Recuerdo haberla visto en el cine cuando fue estrenada en 2007. En aquella ocasión, no me generó mayor impresión. La interpreté sencillamente como una más de la enorme lista de películas hollywoodenses sobre orcos, elfos, y demás; una vulgar película de acción que, en vez de mostrar a Rambo disparando una ametralladora contra los rusos, muestra a un antiguo héroe arrojando lanzas contra monstruos.

            Ahora que he estado un poco más interesado en temas de la antigua Grecia, he cambiado mi juicio sobre 300, pero no demasiado. Valoro su estilo visual. El uso de la violencia extrema en las escenas puede ser moralmente objetable, pero como bien recordaba Oscar Wilde, lo bueno no siempre coincide con lo bello, y en el caso de 300, debo admitir que los chorros de sangre y las decapitaciones generan un efecto estético significativo.
            Valoro también la intención de Snyder, de tratar de representar los hechos históricos de la batalla de las Termópilas, aun si el mismo director deja muy claro que no pretende hacer un retrato realista de aquellos acontecimientos. Heródoto, nuestra fuente sobre aquella batalla, no fue tampoco ningún paladín de la descripción objetiva de las cosas. Pero, con todo, seguimos valorando su crónica. Algo similar podemos hacer respecto a 300.
            No obstante, las distorsiones de Snyder son mucho más preocupantes que las de Heródoto. El llamado “padre de la historia” pecó muchas veces de ingenuo al dar crédito a todo cuanto escuchaba, y en función de eso, sus crónicas deben ser asumidas muchas veces con mucha cautela. Pero, si bien Heródoto tuvo muchos sesgos, no llegó a la distorsión maliciosa a la que Snyder sí llega.
            300 narra la historia de la batalla de las Termópilas, en la guerra entre los persas y los espartanos, en el año 480 antes de nuestra era. Heródoto era un griego a todo cabal, y ciertamente mostraba la xenofobia típica de su contexto, pero nunca buscó presentar una visión tan maniquea de aquella contienda. Para Heródoto, los persas son el enemigo, pero no son unos monstruos degradados.
Snyder, en cambio, presenta una visión brutalmente sectaria del conflicto entre occidentales y orientales, con la posible intención de hacer que resuene en nuestras circunstancias contemporáneas. En 300, los persas están a medio camino entre los hombres y las bestias. El primer persa que aparece en la película, es un embajador de raza negra (es muy dudoso que los persas tuvieran a gente negra como embajadores). De antemano, ya con eso se intenta generar una barrera entre los espartanos blancos y los persas negros. Luego, aparece Jerjes (el rey persa), como una drag queen, que disfruta de los típicos harenes orientales. A mi juicio, autores como Edward Said fueron muy injustos en sus críticas a los orientalistas europeos de los siglos XIX y XX, pero con toda seguridad, en 300 aparecen los típicos prejuicios sobre Oriente que Said denunció a lo largo de su carrera.
Esa imagen distorsionada de los persas es contrastada con la nobleza de los espartanos. Allí donde Jerjes es cobarde (nunca participa en las batallas), afeminado y promiscuo, Leónidas (el rey espartano) es muy varonil, aguerrido, y muy fiel a su esposa. 300 parecería querer hacernos creer que en la antigua Grecia, todos eran meros machos, y que la pederastia no existía.
En la película, continuamente se intenta contrastar el despotismo oriental con la libertad occidental. Leónidas está al mando de su legión, pero es sólo un primus inter pares, y esto le gana la extrema fidelidad de sus soldados; Jerjes, en cambio, es el típico déspota oriental que exige culto como si se tratase de un dios.
Ciertamente los griegos tenían esta idea, y hasta cierto punto, puede defenderse históricamente. Pero, Snyder carga las tintas en 300. Pues, ni los espartanos eran tan amantes de la libertad, ni los persas eran tan despóticos. La ciudad que acaso cultivó más la libertad en el mundo griego, fue Atenas, no Esparta. Los atenienses desarrollaron la democracia como sistema político, algo que jamás hicieron los espartanos. Y, en ese sentido, mucho más que la batalla de las Termópilas, el verdadero símbolo del triunfo de la libertad sobre el despotismo oriental es la batalla de Maratón, en la cual los atenienses (no los espartanos), vencieron a los persas diez años antes.
Esparta, además, tiene la infamia de ser lo más cercano al fascismo en la antigüedad. De sobra es conocido el carácter tremendamente militarista de aquella sociedad. 300 no esconde esto; más bien, lo celebra. Es, de hecho, una película con muchas tonalidades fascistas. El film hace del derramamiento de sangre algo emocionante y sublime. Y, recurrentemente se expresa un mensaje de eugenesia y darwinismo social no muy distinto del de los nazis: los débiles deben desaparecer (se elogia la práctica de exponer niños minusválidos). Incluso, el gran villano de la historia, el traidor Efialtes, es una persona deformada. En la imaginación de Snyder, claramente los discapacitados no son gentes en quienes se pueda confiar; mejor salir de ellos en cuanto se pueda.
Por otra parte, Persia no era el bastión de despotismo que imaginaban los griegos, y que 300 representa con mucha exageración. Ciertamente, los monarcas persas, a diferencia de los griegos, tenían pretensiones divinas. Y, los persas no concebían las libertades que los griegos (pero, vale recordar, muchísimo más los atenienses que los espartanos) sí defendieron. Pero, el esplendor de Grecia estuvo reservado a los libres, y una de las grandes paradojas de la civilización griega radica en el hecho de que, por mucho que hablaron de la libertad, a casi nadie se le ocurrió reprochar la esclavitud. En cambio, la esclavitud en Persia era prácticamente inexistente.
Además, en el mismo mundo antiguo hubo pueblos que admiraron a los persas. Algunos libros del Viejo testamento llenan de elogios a Ciro, el emperador persa que permitió a los judíos regresar a su patria tras el exilio babilónico y quien, aparentemente, practicó la tolerancia religiosa y facilitó el desarrollo de los pueblos de su imperio. En el siglo IV antes de nuestra era, esa admiración también se vio reflejada en la Ciropedia, un texto halagador del emperador persa, escrito por el griego Jenofonte. El mismo Heródoto parecía simpatizar con algunos aspectos de la civilización persa.
Por supuesto, no debemos perder de vista que, en la batalla de las Termópilas, los persas eran los imperialistas invasores. Pero, no debemos cometer el error izquierdista de suponer que los invadidos son siempre buenos en todo, y los invasores imperialistas son siempre malos en todo. En nuestra época moderna, podemos reprochar muchas cosas al imperialismo francés, británico, o español, pero sería una insensatez negar sus contribuciones positivas al avance civilizatorio en Asia, África y América. Lo mismo, me parece, aplica a los persas.

Asimismo, sería insensato elogiar a líderes revolucionarios que, aun si lucharon contra imperialistas invasores, cometieron atrocidades. El Che Guevara, por ejemplo, luchó contra el imperialismo, pero lo hizo de un modo muy reprochable. Pues bien, los espartanos lucharon contra los imperialistas persas, pero muchas veces también de un modo reprochable. Por ejemplo, en una de las escenas más emblemáticas de 300, Leónidas empuja al embajador persa a un foso. A pesar de que la escena parece muy fantasiosa, sí está basada en un hecho real. Asesinar a embajadores no es algo digno de elogios. Del mismo modo, en la película aparece cómo, al final de una batalla, los espartanos rematan a los soldados persas heridos. Esto está hoy prohibido por las leyes que rigen la actividad bélica, y así como es reprochable hoy, debió haberlo sido en el siglo V antes de nuestra era.

En definitiva, 300 es una película que ha abierto el camino para una nueva estética del cine histórico. Hasta ahora, la tendencia dominante en el cine histórico ha sido más afín a la objetividad de Tucídides. Para conseguir otros efectos estéticos, no está mal inspirarse más bien en Heródoto y las licencias poéticas. Pero, que una película tenga méritos estéticos no implica que no sea moralmente terrible, tal como lo demuestra El triunfo de la libertad. Y, lamentablemente, como esa misma película, 300 tiene un fuerte tufo fascista.  

domingo, 24 de enero de 2016

¿Hay racismo en los Oscar?

Los nominados a los principales premios Oscar este año, son todos blancos. A partir de eso, algunos actores y directores negros han convocado un boicot. El hecho de que el principal instigador del boicot sea Spike Lee, ya debería levantar algunas sospechas. Pues, Lee (un director muy talentoso, eso está fuera de duda) ha hecho renombre asumiendo posturas radicales que, en realidad, muchas veces resultan desproporcionadas. En sus películas, Lee ha tratado de justificar los saqueos de negros contra blancos (en Haz lo que debas), ha mostrado incomodidad con romances entre blancos y negros (en Fiebre salvaje), y ha presentado una visión muy romantizada de la racista Nación del Islam en Malcolm X. De forma tal que, cuando Lee reclama que los Oscar son premios racistas, yo recomiendo un poco de cautela.

            En EE.UU., los negros constituyen alrededor del 12% de la población. A partir de ese dato, muchos líderes negros (como Lee) asumen que, todos aquellos espacios de privilegio en los cuales los negros no ocupen al menos el 12% de las plazas, son racistas. Pero, esto es una manera muy falaz de razonar. El hecho de que haya una desproporción de representación en las instituciones no implica racismo. En el baloncesto del más alto nivel en EE.UU. (y, participar como jugador profesional en esas ligas trae muchos privilegios), más del 80% de los jugadores son negros, pero nadie se atrevería a decir que la NBA es una liga racista en contra de los blancos. Es, sencillamente, que los negros son mejores jugadores.
Del mismo modo, cabe perfectamente la posibilidad de que, este año, no hubo buenas actuaciones por parte de los negros, y eso se refleja en las nominaciones al Oscar. Es cierto que hubo dos o tres películas con actores y directores negros que, cinematográficamente, resultaron buenas. Pero, en la historia de los Oscar, ha habido casos de buenas películas que no fueron premiadas. Pulp fiction no recibió ningún Oscar. Hitchcock murió sin ningún reconocimiento. Podemos acusar a los jueces de los Oscar de equivocarse y de tener mal gusto en ocasiones. Pero, acusarlos de racismo, es jugar (como suele hacerse en EE.UU.) al chantaje. Acusar de racismo a la ligera, sin ninguna evidencia (más allá de la desproporción respecto a la población) como muchas veces pretende hacerlo Lee, es inmoral.
El boicot de Lee, por lo demás, podrá abrir una caja de Pandora. ¿Se boicotearán los premios Goya porque no hay gitanos? ¿Se boicotearán los premios Nobel porque hay una representación desproporcionada de ganadores judíos? Desde hace mucho tiempo, los conspiranoicos antisemitas asumen que el comité de los Nobel está controlado por los judíos, pues no se explican cómo un grupo étnico que representa menos del 0.5% de la población mundial, pueda ganar más del 25% de los premios. Esos conspiranoicos no conciben que, por diversos motivos culturales e históricos, los judíos han alentado mucho la actividad intelectual, y eso explica su representación desproporcionada entre los ganadores de los Nobel. Lee tiene una mentalidad similar: él no concibe que las desproporciones de este año en los Oscar no son necesariamente debidas a una conspiración racista, sino que pueden proceder de otras variables.
 En todo caso, aun asumiendo que Lee esté en lo cierto, más allá del boicot, ¿qué propone? ¿Le parece bien un sistema de cuotas raciales en Hollywood? ¿Por qué no propone Lee esas mismas cuotas raciales para el baloncesto (un deporte del cual él es muy aficionado, pues frecuentemente asiste a los encuentros de los New York Nicks), y de ese modo, ahora los jugadores blancos tendrían más plazas aseguradas en la NBA?

Si se llegase a la demencial decisión de imponer cuotas raciales en Hollywood o los Oscar, estoy seguro de que esos premios perderían su prestigio, pues habría un entendimiento tácito de que se premia a algunos, no en función de sus méritos artísticos, sino en función de su color de piel.

De hecho, hasta cierto punto, esto ya ocurrió con los premios Nobel. Insólitamente, en 2009, Barack Obama ganó el Premio Nobel de la Paz. ¿Qué méritos tenía Obama? Absolutamente ninguno. Apenas se estaba estrenando como presidente, y en su corta gestión, más bien hizo cosas muy ajenas a lo que haría un ganador de este premio (intensificó el uso de drones, no movió ni un dedo para desmantelar la cárcel de Guantánamo, etc.). ¿Por qué, entonces, ganó Obama? Lo mismo que Lee, no tengo pruebas para respaldar una hipótesis. Pero, si hemos de jugar a la especulación (como lo hace Lee), parece muy evidente que Obama ganó el premio, por el mero hecho de ser negro. Su candidatura fue mercadeada bajo la idea de que él sería el primer presidente negro de EE.UU., y con eso, los blancos norteamericanos lavarían sus culpas y se quitarían un gran peso histórico de encima. El comité de los Premios Nobel también quiso bailar a este son, previendo que, lo mismo que hace Lee ahora con los Oscar, en algún momento se les podría acusar de ser racistas.

jueves, 21 de enero de 2016

Sobre la batalla de Maratón

            Este año 2016 es olímpico. Disfruto más los mundiales de fútbol, pero supongo que estaré más o menos pendiente de las competiciones en Río de Janeiro. Uno de los deportes más interesantes en las olimpíadas es el maratón, y puesto que hace algunos años yo mismo corría largas distancias, seguramente le dedicaré algo de atención al maratón de estas olimpíadas.
            Como es sabido, se llama “maratón” a esta competencia, en conmemoración de la batalla de Maratón, allá por el año 490 antes de nuestra era. Los persas, bajo Darío I, habían intentado invadir Grecia. Los atenienses, en liga con los plateos, salieron al encuentro de las fuerzas invasoras, y los vencieron en la localidad de Maratón. Aquella batalla, muy desigual en fuerzas (diez mil griegos contra veinticinco mil persas), dejó más de seis mil bajas entre los persas, y apenas ciento noventa y dos atenienses (según Herodoto, un historiador no siempre confiable).

            Cuenta también Herodoto que después de la batalla, los atenienses corrieron cuarenta kilómetros hasta Atenas, para nuevamente defender la ciudad. Las naves persas, al ver la llegada de los atenienses, decidieron retirarse. En honor a esta carrera (así como la de un tal Filípides, quien corrió doscientos veinticinco kilómetros para solicitar ayuda a Esparta), el evento olímpico de carrera a larga distancia hoy se llama “maratón”.
            En América Latina, hay una estirpe de intelectuales obsesionados con el nacionalismo, y con la intención de crear nuestra propia identidad, y deslastrarnos de aquello que ellos llaman el “eurocentrismo”. Debemos concentrarnos más en la historia de “nuestra América” (el término nacionalista que empleó Martí, a quien estos intelectuales suelen tener en alta estima), y dedicar menos atención a la historia europea. Bajo esta ideología, la batalla de Maratón es realmente irrelevante para nosotros; mucha más importancia tienen las batallas de los aztecas o los incas.
            Yo discrepo. John Stuart Mill, por ejemplo, célebremente llegó a decir que la batalla de Maratón tenía más importancia para la historia inglesa, que la propia batalla de Hastings. Si alguien como Mill pudo comprender la relevancia de la batalla de Maratón, incluso si no ocurrió en su propio país (en aquella época, los habitantes de Inglaterra habrían sido meros bárbaros para los griegos), ¿por qué no podemos nosotros los latinoamericanos aceptar que, aun si no ocurrió en nuestro continente, esta batalla ha sido muy importante en nuestra historia?
            La importancia de la batalla de Maratón está en que vino a representar la confrontación de dos grandes modelos de civilización. El persa, místico y despótico; el griego, racionalista y democrático. Ciertamente, desde un primer momento, los griegos distorsionaron a los persas, representándolos caricaturescamente, a fin de promover una propaganda nacionalista en su contra, siempre necesaria para aupar a la opinión pública en tiempos de conflicto. Esta distorsión ha perdurado hasta el día de hoy, en películas como 300. Hay incluso quien se queja de que, los actuales temores frente al poder nuclear iraní, obedecen a todo ese legado de distorsión que, ya desde los griegos, Occidente ha representado en torno a Irán.
            Pero, muchas veces, los críticos de Occidente se exceden. El crítico palestino-norteamericano Edward Said, por ejemplo, incesantemente atacó a la civilización occidental por los estereotipos que se formó de sociedades orientales. Uno de los análisis de Said trataba sobre Esquilo y Los persas. Según Said, Esquilo degrada a los persas en esa tragedia, e incluso, sugiere Said, Esquilo se burla de la derrota persa en la batalla de Salamina. Pero, francamente, una lectura más sensata de Los persas revela a un Esquilo que, si bien puede guiarse por algunos estereotipos, rinde homenaje a los persas (algo difícil de hacer, pues el mismo Esquilo estuvo en la batalla de Salamina). Algo parecido puede decirse de Herodoto: sí, aquí y allá, hay algunas distorsiones y estereotipos, pero a diferencia del etnocentrismo de muchas otras civilizaciones que no tienen el menor interés en saber qué hay más allá de sus fronteras, Herodoto se esfuerza en presentar los modos de vida de otras culturas, y lo mismo que Esquilo, suele hacerlo con un espíritu de homenaje a los otros pueblos.

            Además, hay algo muy importante que gente como Edward Said suele perder de vista. Said siempre criticó la forma en que los autores occidentales distorsionaban a las culturas orientales, pues según Said, estos autores estaban al servicio de poderes imperiales que necesitaban cultivar en la opinión pública una imagen caricaturesca de Oriente, a fin de justificar sus empresas militares imperialistas. Esto, en efecto, fue muchas veces así entre los orientalistas europeos del siglo XIX, la época de la mayor expansión colonialista europea. Pero, Said y otros pierden de vista que, tanto en la batalla de Maratón como en la de Salamina, los persas eran los agresores imperialistas, y los griegos eran los nativos que resistían al invasor. Si hemos de defender a los oprimidos frente a los opresores, los invadidos frente a los invasores, conmemoremos la batalla de Maratón, y considerémonos afortunados de que los persas no lograron sus objetivos. Así, cuando este año veamos llegar a los corredores a la meta final en Río de Janeiro, tengamos presente que esto es la conmemoración de un evento muy importante en nuestra civilización.

martes, 19 de enero de 2016

Henry Louis Gates en Dominicana y Haití

            Henry Louis Gates ha realizado una serie de documentales en la PBS, bajo el título Los negros en América Latina. Reseñé el episodio dedicado a Cuba (acá), y ahora, he visto el episodio dedicado a la República Dominicana y Haití, Una isla dividida. Lo mismo que respecto al episodio sobre Cuba, en este episodio admiro la intención de Gates, así como la calidad del documental; pero, tengo reservas respecto a algunas de sus posturas en la serie.
            Gates viaja primero a República Dominicana, y hace una breve reseña de la historia de ese país. Destaca cómo las relaciones raciales en la República Dominicana fueron más complejas que en otros lugares del Caribe, pues a diferencia de Cuba y Haití, en Dominicana prevaleció la cría de ganado, y eso permitió que los esclavos negros, montados a caballo lo mismo que sus amos y en actividades menos desagradables, tuvieran menos distancia social respecto a los blancos.

            Narra también Gates cómo la lucha dominicana por la independencia no fue solamente frente a España, sino también frente a Haití, pues la nación vecina había invadido y ocupado la otra mitad de la isla de La Española. Ese repudio hacia los ocupantes haitianos hizo que los dominicanos perfilaran su identidad como criollos más vinculados con España, e hicieran resaltar su identidad europea por encima de la africana, en claro contraste con el carácter indiscutiblemente negro de los haitianos.
            Gates deja entrever que los dominicanos viven una forma de alienación. Son descendientes de africanos, pero niegan serlo, y esto, opina Gates y los intelectuales dominicanos con quienes habla en el documental, es lamentable. El caso más patético, opina Gates, es el del propio Rafael Leónidas Trujillo: a pesar de tener algunos ancestros negros, el brutal dictador repudió todo vestigio de identidad africana en su persona, y ese repudio también propició que él lanzara una terrible matanza de inmigrantes haitianos en 1937.
            Gates tiene toda la razón en reprochar los crímenes de Trujillo, así como las prácticas racistas de los dominicanos en contra de los haitianos (como yo también lo he hecho; acá). Pero, hay un aspecto en el cual difiero de Gates. Gates se lamenta de que los dominicanos no están lo suficientemente apegados a su identidad negra. Pero, yo me pregunto, ¿por qué han de estarlo? La narrativa nacional dominicana es que ellos son, como lo decía Juan Luis Guerra en su canción, “una raza encendida, negra, blanca y taína”. Los dominicanos claramente no se creen ni europeos ni africanos, sino más bien, un cruce de ambos. ¿A cuenta de qué, tienen que asumir que son negros, cuando claramente, son más bien un pueblo mestizo?
            Caminando por Santo Domingo y viendo gente con color de piel oscuro, Gates se queja de que esa gente no se considere a sí misma negra, cuando en EE.UU., por ejemplo, claramente serían considerados negros. Gates, me parece, peca de etnocentrista: él quiere aplicar las reglas raciales norteamericanas, a las definiciones raciales de todo el mundo. En EE.UU., basta tener un ancestro negro para ser considerado negro (a pesar de que el color de piel de la persona en cuestión puede ser bastante claro). Gates no alcanza a ver que ésa es sencillamente una regla culturalmente arbitraria, y que no tiene por qué aplicar a otros países. Es perfectamente posible que, bajo las convenciones raciales norteamericanas, una persona sea negra, pero bajo las convenciones raciales dominicanas, esa misma persona sea blanca. ¿Por qué ha de privilegiarse la definición norteamericana?
            En todo caso, Gates también comete el error de juzgar la forma en que cada quien define su propia identidad cultural. Yo soy descendiente de andaluces y mi piel es clara. Pero, si me impregno de la cultura wayúu, y me siento plenamente identificado con ese pueblo indígena, ¿cuál es el gran crimen en sentirme más wayúu que andaluz? Gates asume, lo mismo que Frantz Fanon en su libro Piel negra, máscaras blancas, que el tener un determinado color de piel, obliga a asumir una determinada identidad cultural (Fanon repudiaba a los martiniquenses negros que sentían más vínculo cultural con Europa que con África). Pero, esto es un error. Los seres humanos, por fortuna, tenemos bastante libertad y flexibilidad para asumir la cultura y la identidad con la cual nos sentimos más cómodos. Y, exigir que, por el hecho de tener un color de piel, uno deba sentir tal o cual identidad, es bastante invasivo.
            Después de su visita a la República Dominicana, Gates viaja a Haití. Ahí, reseña la historia turbulenta de ese país, con sus héroes negros (destaca, por contraste, que en Dominicana casi no hay héroes negros) Louverture, Dessalines y Christophe. La revolución haitiana fue tremendamente sangrienta, pues cuando los negros se alzaron, no dejaron vivo a ningún blanco (no en vano, Bolívar siempre tuvo el temor de que en nuestros países, se repitieran las barbaridades de Haití, a pesar de que él mismo contó con el apoyo del presidente Petion). Gates, en su empeño más o menos maniqueo de presentar a una Dominicana mala por olvidar sus raíces negras, y a un Haití bueno por mantenerlas, trata de dulcificar aquella masacre, sugiriendo que fue necesaria, pues de lo contrario, los blancos habrían retomado el poder.
            Luego Gates destaca las agresiones imperiales en contra de Haití (el atroz cobro de la deuda por parte de Francia, y las ocupaciones norteamericanas), y cómo esto ha contribuido a la tragedia haitiana. No le falta razón. Pero, sería un error suponer que la culpa de los males de Haití es siempre de los extranjeros, y nunca de los propios haitianos. Gates reconoce tenuemente esto, señalando que la catástrofe de Haití se empeoró con los Duvalier (e inclusive en esto, la culpa es de los propios norteamericanos, pues siempre apoyaron a estos dictadores).
Está muy bien que Gates reconozca que no todos los males de Haití vienen de los poderes extranjeros. Pero, Gates es demasiado tímido en este reconocimiento. Pues, Papa Doc no fue el único dictador salvaje de ese país. Desde la misma revolución haitiana a inicios del siglo XIX, desfilaron por esa nación líderes sumamente inmorales, desde megalomaníacos que se declararon emperadores en el siglo XIX (como Faustino I), a presidentes con altísimos índices de corrupción (como Aristide, ya después de la era Duvalier). Gates no habla de nada de esto.

Hay, además, un aspecto muy notorio, que Gates omite: la responsabilidad de la cultura haitiana en su propio fracaso nacional. En el documental, Gates se esfuerza por valorar positivamente el vudú. Se queja de que la forma en que Hollywood ha representado el vudú (con sus zombies y muñecos con alfileres), es racista. Acá, de nuevo, Gates comete errores. En primer lugar, si bien es cierto que Hollywood puede distorsionar al vudú (como se distorsionan muchas otras culturas en las películas), eso no tiene nada de racista. Las películas en cuestión no atacan los rasgos biológicos de los haitianos (eso sí sería racismo), sino sencillamente sus rasgos culturales.

Y, en segundo lugar, la representación hollywoodense del vudú, si bien es caricaturesca, sí reposa sobre una base de verdad. Los zombies sí existen en Haití (el caso de Clairvius Narcisse es el más célebre), como también existe en el vudú la intención de generar maleficios a través de procedimientos mágicos (como el de los muñecos con los alfileres). De hecho, en Haití, a diferencia de otros lugares en el Caribe, existe un tremendo clima de paranoia, pues la gente común tiene mucho temor a que el vecino esté conspirando para hacer alguna brujería. Difícilmente se puede construir un proyecto nacional así. Éste, y otros aspectos disfuncionales de la cultura haitiana han sido reseñados por el reconocido estudioso del subdesarrollo, Lawrence Harrison, en su libro The Central Liberal Truth. Gates, en cambio, parece más empeñado en valorar la cultura de los haitianos a toda costa, por el mero hecho de que son negros.

sábado, 16 de enero de 2016

Henry Louis Gates en Cuba

            Henry Louis Gates es un intelectual norteamericano muy comprometido con la causa de los negros en su país. Pero, Gates no es el típico demagogo victimista que denuncia racismo donde realmente no lo hay (aunque eso no impidió, por ejemplo, que en 2009, se presentara como víctima de opresión racial, como consecuencia de un procedimiento policial que, francamente, no tenía nada de racista). Asimismo, Gates ha hecho frente a demagogos negros norteamericanos que quieren obviar que la trata de esclavos estuvo primero auspiciada por comerciantes negros en África; Gates también ha hecho frente a quienes acusan a los judíos blancos de haber sido los principales participantes en la trata de esclavos en Norteamérica.

Con todo, Gates asume posturas que yo no comparto. Y, esto me ha quedado muy claro al ver sus documentales sobre la gente negra en América Latina, en especial, el episodio dedicado a Cuba. Este documental, Cuba: la próxima revolución, producido por la prestigiosa televisora PBS, explora la historia de los negros en la isla.
El documental, no cabe negarlo, está muy bien logrado. Gates narra cómo, en las guerras que antecedieron la ruptura definitiva con España en 1898, hubo en las filas de los rebeldes cubanos, muchos negros que, recién liberados de la esclavitud, alcanzaron altas posiciones de mando en la estructura militar.
Destaca, por ejemplo, el caso de Antonio Maceo, un general negro que participó en las rebeliones, y fue luego elevado como héroe nacional. Pero, cuando Cuba era ya independiente (sólo nominalmente, pues seguía bajo la influencia norteamericana), se trató de “blanquear” a Maceo. Se exhumó su cuerpo, se hicieron supuestos estudios para identificarlo como blanco en vez de negro, y se le empezó a representar con un aspecto más europeo.
Gates narra también cómo, tras la independencia, en Cuba se impuso un sistema de segregación racial, similar al que imperaba en EE.UU. con las leyes de Jim Crow. La cultura africana fue reprimida (se prohibió que los músicos tocaran son, por ejemplo). Eventualmente, algunos gobiernos (incluido el de Batista) se interesaron un poco más en la cultura africana, pero no buscaron erradicar la segregación.
Cuando llegó Fidel en 1959, se propuso acabar con el sistema de segregación racial. Y, en efecto, garantizó igualdad de todos los cubanos ante la ley. Desde entonces, no ha habido en Cuba leyes racistas, y la discriminación está prohibida.
Pero, para Gates, esto no es suficiente. Pues, si bien él reconoce que la posición de los negros cubanos mejoró mucho con Fidel, a través de sus programas de educación, Gates opina que el racismo persiste hoy en Cuba, y que es necesario hacer algo al respecto. Y, aquí es donde yo tengo mis reservas con Gates.
En primer lugar, ¿en qué se basa Gates para decir que en Cuba hay racismo? Se basa, solamente, en señalar que en Cuba, las mejores posiciones son ocupadas por los blancos, y los negros siguen estando en la base piramidal (demás está decir que Cuba no es ninguna sociedad sin clases). Esto es indiscutible. Pero, ¿de qué forma esto es racismo? ¿Quién impide a los negros ocupar posiciones altas? ¿Hay algún obstáculo real para que un negro llegue a una alta posición de poder? Gates no lo precisa. Él se limita a presumir que hay racismo, pero no muestra ninguna evidencia clara de ello. De hecho, en el documental Gates conversa con varios cubanos negros, y casi ninguno se queja de ser víctima de discriminación. Muchos de los entrevistados se quejan de que en Cuba, los negros no ocupan una posición alta, pero insisto, ninguno se queja de haber sido víctima de discriminación.
Para Gates, aparentemente, si un grupo étnico no alcanza posiciones de poder en una sociedad (aun sin evidencia explícita de discriminación), eso es señal de racismo. Yo, en cambio, no estoy tan seguro de que esto sea así: creo perfectamente posible que un grupo étnico ocupe posiciones superiores, y otro posiciones inferiores, sin que esto sea evidencia de racismo. Los negros norteamericanos, por ejemplo, dominan el baloncesto. Casi no hay jugadores blancos estrellas. ¿Se debe esto a un racismo intrínseco contra los blancos? No lo creo. No hay ningún obstáculo real para que un jugador blanco se convierta en una estrella del baloncesto. Es, sencillamente, que por distintos motivos (no necesariamente biológicos), los negros juegan mejor baloncesto. ¿Por qué no ha de aplicar este mismo razonamiento a la distribución de posiciones de poder en Cuba?
Gates dice que las cosas tienen que cambiar en Cuba, él está a la espera de una “próxima revolución” (de ahí el título del documental). Presumiblemente, él quiere que los negros ocupen más posiciones de poder en la isla. Muy bien. ¿Cómo pretende Gates que se logre esto? Él no lo menciona explícitamente en el documental, pero en vista de su activismo en EE.UU., él pareciera proponer como alternativa, un programa de acción afirmativa en Cuba: asegurar a los negros cuotas en posiciones de poder.
Esto, por diversos motivos (que explico acá), no suele funcionar bien. Una sociedad no opera bien cuando, en nombre de la justicia social y mayor balance étnico, se reparten puestos burocráticos en función de quién es el más oprimido. Si los puestos son ocupados, no en función de cuán competente se es, sino en función de cuál es el color de piel, la sociedad empieza a funcionar mal, pues no se asignan a los más capaces en sus respectivas funciones. Lo que sí se puede hacer es tratar de repartir mejor la riqueza, como la revolución supuestamente lo ha intentado en sus casi sesenta años. Bajo este criterio, el Estado asignaría asistencia a los más necesitados, pero bajo un criterio socio-económico, no bajo un criterio racial.

Gates destaca que la diferencia entre blancos y negros cubanos se ha pronunciado más en los últimos años, pues los primeros reciben más remesas de sus familiares en EE.UU., que los segundos. Vale. Esta creciente desigualdad podría combatirse con programas de redistribución de la riqueza. Pero, insisto, esto es distinto a un programa de acción afirmativa (como el que Gates defiende en EE.UU.), que no pretende propiamente redistribuir la riqueza, sino asegurar cuotas raciales de poder, en detrimento de la meritocracia. La vieja consigna de Marx, “de cada quien según su capacidad”, es irreconciliable con la acción afirmativa, pues ésta busca algo así como “de cada quien, según su color de piel”.
En fin, el documental de Gates me ha servido para hacer una revaloración más positiva de la revolución cubana. Cuba es reprochable por muchas cosas (por ejemplo, Gates muestra en el documental cómo las autoridades prohíben a un artista negro cantar canciones de hip hop sobre el racismo en Cuba). Pero, al menos, veo con aprobación que, contrariamente a líderes negros como Gates en EE.UU., Fidel nunca se propuso cosas como la acción afirmativa, y si buscó la igualdad entre los hombres, no lo hizo privilegiando a algunos meramente por su color de piel.

jueves, 14 de enero de 2016

La "apropiación cultural": un concepto peligroso

            América Latina importa muchas cosas de EE.UU. Las universidades no escapan a esto. Tradicionalmente, los intelectuales latinoamericanos izquierdistas asumían conceptos europeos, y en ocasiones, trataban de sustituirlos con elementos indigenistas. Pero, ahora, incorporan también modas intelectuales procedentes del mundo académico norteamericano.
            Una de esas modas es el concepto de “apropiación cultural”, que tanto prolifera hoy en la izquierda norteamericana. Básicamente, con este concepto se denuncia la forma en que en EE.UU., los grupos dominantes imitan elementos culturales de grupos dominados. Estos intelectuales lo ven como un robo, una apropiación indebida, que perjudica la identidad cultural de los grupos dominados.

            Son varios los fenómenos que se identifican con la apropiación cultural. El más resaltante es el uso que los equipos deportivos hacen de macotas alusivos a pueblos indígenas. La existencia de los Indios de Cleveland (un equipo de béisbol) o los Pieles Rojas de Washington (un equipo de fútbol), se alega, ofende a los indígenas norteamericanos.
            Pero, no es sólo eso. También era apropiación cultural cuando Elvis Presley incorporaba a sus espectáculos bailes propios de los negros, o cuando Madonna utilizaba vestimentas de la India.
            En parte, esos críticos tienen razón. Una forma de dominar, sin duda, es estereotipando a un grupo dominado, y sometiendo a burla los elementos culturales del grupo en cuestión. La imagen del indio sonriente con una piel rojísima, en el logo de los Indios de Cleveland, es una caricaturización de un grupo étnico que, comprensiblemente, ofende a muchos.
            El problema, no obstante, es que, como suele ocurrir en EE.UU., las cosas se llevan demasiado lejos. Y, lo que empieza siendo un reclamo legítimo, muchas veces termina por convertirse en una hipersensibilidad alentada por el victimismo que cada vez más prolifera en las universidades norteamericanas. Pues, la obsesión con la apropiación cultural ha llegado a tal punto, que se denuncian como maliciosas, cosas que, en realidad, no deberían resultar ofensivas.
            Por ejemplo, se denuncia como apropiación cultural que una muchacha blanca, quiera llevar el cabello al estilo afro, o con trenzas, como lo hacen las muchachas negras. Se critica que un blanco acuda a sesiones chamánicas de un grupo indígena. Puedo entender que se reclame el uso estereotipado de una imagen que es burlesca, pero, ¿dónde está la agresión en sentir empatía e identificarse con otro grupo cultural, al punto de desear incorporar algunos de sus elementos?
            Se reprocha a Elvis Presley por incorporar elementos culturales negros en sus espectáculos. He visto muchos videos del gran rey Elvis bailando, y si bien veo semejanzas en los estilos tradicionales negros, jamás he visto que lo haga de una forma irrespetuosa o estereotipada.

            En América Latina, la izquierda tradicionalmente ha visto como algo muy positivo que los grupos dominantes incorporen elementos culturales de las culturas dominadas. Nadie en el Zulia objeta que un blanco vaya a bailar chimbangueles en Bobures, y que un grupo comercial como Guaco incorpore esos ritmos a sus canciones. Nadie vería como una ofensa que un empresario blanco de Caracas, acuda a la montaña de Sorte a hacerse unos despojos; al contrario, sería muy bienvenido.
Esto es la base del mestizaje, y el mestizaje es correctamente celebrado por la izquierda latinoamericana. América Latina tiene muchos problemas y muchas cosas que aprender de EE.UU., pero en asuntos raciales, nuestra historia ha sido menos conflictiva y traumática que la de los gringos, precisamente porque hemos estado más abiertos a que unos grupos tomen prestado de otros grupos, incluidas las mujeres. Para nadie fue una ofensa que un mantuano tomara el maíz de los indígenas, le diera forma redonda, y se crease la arepa, uno de nuestros platos nacionales.
            En cambio, la izquierda norteamericana, prefiere alentar el separatismo y la segregación en su país. Ellos prefieren que cada grupo se quede con lo suyo. El blanco, que siga con su ópera y su peinado clásico, y sus hamburguesas. A riesgo de no ofender a nadie, mejor que no se interese en el blues y los afros. Hay un brutal doble mensaje en esta izquierda norteamericana. Por una parte, la izquierda reprocha (correctamente) la segregación racial que por varias décadas fue amparada por las leyes de Jim Crow, y hoy continúa de forma más sutil. Pero, por otra parte, esa misma izquierda amedrenta a todo aquel que quiera integrarse a otros grupos, con el abuso de conceptos como el de la “apropiación cultural”.

            Nuestra larga tradición de mestizaje hace improbable que, por el momento, esta moda cultural norteamericana llegue a nuestros intelectuales latinoamericanos. Pero, debemos estar alertas. Pues, la izquierda latinoamericana continuamente se está reinventando, y siempre existe la posibilidad de que acuda a modas intelectuales norteamericanas, para tratar de estar a la vanguardia. Espero que, al menos con el tema de la apropiación cultural, no ocurra así, y que más bien, sigamos cantando aquella canción del grupo Niche: “A la negra le gusta del blanco el pelo bonito… al blanco le gusta de la negra lo sabrosito”.

miércoles, 13 de enero de 2016

La represión victimista en EE.UU.

            El mensaje básico de la película Querida gente blanca (la cual reseño acá) es que, en EE.UU., aun si ya no hay racismo claramente evidente (pandillas de blancos linchando a negros, leyes de segregación, etc.), persiste de una forma muy insidiosa. Justin Siemen, el director de esa película, dedica especial atención a aquello que ha venido a llamarse “microagresión”. Los blancos pueden hacer gestos y comentarios aparentemente muy inocentes y sin importancia (tocar el afro de un negro, imitar sus bailes, usar algunas de sus expresiones coloquiales, etc.), pero que en realidad, pueden resultar tremendamente destructivos. Son “microagresiones” en el sentido de que, no parecen gran cosa, pero poco a poco, hacen daño.
            Francamente, a mí me parece que muchos de esos gestos parecerán agresivos, sólo si las supuestas víctimas están altamente condicionadas a sentirse ofendidas por esos gestos; es decir, sólo si tienen una actitud victimista. Vale contrastar la actitud de los negros norteamericanos, con los negros venezolanos. En Venezuela, un afro-descendiente no se molesta cuando le dicen “negro”. En este país, poca gente lleva afro, pero jamás se vería como un insulto que otra persona sienta curiosidad por tocar ese peinado. El negro venezolano que lleva afro seguramente lo verá como una muestra de cariño. Tampoco un negro venezolano se ofenderá porque un blanco quiera usar trenzas, emplee expresiones coloquiales de los negros o incorpore ritmos africanos a su música; más bien lo verá como una sana forma de mestizaje.

            Pero, no es así con los negros norteamericanos. Su nivel de sensibilidad y capacidad de sentirse ofendidos es bastante más alto. Esto no es exclusivo de los negros en EE.UU. Todas las minorías tienen un elevado sentido de la ofensa, y cualquier visitante a una ciudad norteamericana debe tener extremo cuidado en no ofender a nadie. Algunos  comentaristas norteamericanos empiezan a ver esto con preocupación, sobre todo por la forma en que esto erosiona el debate académico en las universidades. Difícilmente se puede tener una discusión seria en los salones universitarios, pues siempre hay el riesgo de que quien asuma una postura contraria al multiculturalismo y a lo políticamente correcto, sea etiquetado como ofensivo.
¿De dónde viene esta híper-sensibilidad? Podría pensarse que viene de un elevado sentido del honor. En un conocido ensayo sobre el victimismo en EE.UU., los sociólogos Bradley Campell y Jason Manning señalan que en sociedades con un Estado debilitado, el honor es muy alto, pues no hay una autoridad estatal que pueda poner freno a las ofensas. En sociedades como éstas (tradicionalmente, las mediterráneas, las latinoamericanas, pero también la sureña de EE.UU.), la gente tiende a ser muy sensible a las ofensas, pues de ese modo, demuestra que no las tolera (para ello, debe estar dispuesta a batirse en duelos), y con eso, envía un mensaje al resto de la gente, con el fin de imponer su respeto.
Pero, no es eso lo que ocurre en EE.UU. En ese país, esa cultura del honor ha sido sustituida por una cultura del victimismo. Se sigue siendo muy sensible a las supuestas ofensas. Pero, tal como señalan Campbell y Manning, a diferencia de las culturas del honor, en el victimismo, el ofendido no tiene necesidad de arriesgarse y batirse en un duelo. Sencillamente, acude a un tercero (generalmente el Estado), para que castigue al supuesto ofensor. Es, básicamente, como el niño llorón que continuamente está acusando a sus amiguitos con la maestra.
En la cultura del honor, no es valorable presentarse como víctima, pues eso es señal de debilidad. Pero, en la cultura del victimismo, el presentarse como víctima (sobre todo sin serlo realmente) es una gran ventaja, pues se puede alegar ser ofendido, sin necesidad de arriesgarse a ir a un duelo. Así pues, los distintos grupos se empiezan a acusar mutuamente de ser ofensores, y eso eleva las tensiones en la sociedad. Todos queremos aparentar ser víctimas. Pero, en este juego perverso, a fin de no perder la distinción de aparentar ser víctimas, debe tenerse muchísimo cuidado en no ofender a nadie. Pues, en el momento en que parezca que se ha ofendido a otra persona con algún comentario, el estatuto privilegiado de víctima se pierde. Y, peor aún, la sociedad se vuelca en contra del supuesto agresor, confinándolo al ostracismo.

EE.UU. es una sociedad con un gravísimo problema de violencia: ataques en los colegios con armas de fuego, brutalidad policial, soldados indisciplinados que cometen atrocidades en las aventuras militares, etc. Hay un gran debate sobre cuáles son las causas de esta violencia. Seguramente la proliferación de armas, el racismo, la militarización de la sociedad, los vídeojuegos (esto es más dudoso), etc., tienen mucho que ver. Pero, yo me atrevería a considerar aún otra causa: es tal el nivel de hipersensibilidad y represión de cosas insignificantes en EE.UU., que toda esa violencia real que aqueja a ese país, es en parte una bujía de escape para individuos desequilibrados, que por mucho tiempo, han acumulado las frustraciones derivadas de la represión victimista.

martes, 12 de enero de 2016

El Chapo Guzmán y Sean Penn

            Dicen Andrew Potter y Joseph Heath en Rebelarse vende (un libro que no me canso de citar), que la contracultura siempre enfrenta una paradoja: cuando prospera, se convierte en mainstream. Un rebelde asume alguna moda, otros rebeldes lo imitan. Pero, precisamente, al cabo de cierto tiempo, en tanto esa moda pasa ahora a ser multitud, ya deja de ser rebelde, y pasa a formar parte del sistema. Es necesario, entonces, buscar algún nuevo símbolo de rebeldía, y así empieza un nuevo ciclo.
            La izquierda internacional es muy proclive a esto. Los izquierdistas necesitan iconos. Están continuamente buscando figuras cuyo carisma sirva como eje para oponerse al sistema. En una época, lo encontraron en el Che Guevara. El combativo guerrillero flechó con sus encantos a Sartre, Debray, y tantos otros intelectuales revolucionarios.

Según casi todos los testimonios biográficos, al Che no le interesaba demasiado la publicidad. Pero, sí tenía una leve intención en cultivar su imagen. Luego, su trágica muerte fue el evento perfecto para hacer de su martirio un espectáculo propio de la cultura pop. Y, así, el Che eventualmente se convirtió en una franquicia, la inconfundible marca de los rebeles anti-sistema.
El Che no ha dejado de ser el icono de la contracultura. Pero, en tanto ya se ha vuelto mainstream, ha perdido el atractivo entre los rebeldes. La tesis de Heath y Potter habría hecho la predicción de que los progres buscarían nuevas figuras icónicas. Y, así ocurrió. En América Latina, la encontraron en el Subcomandante Marcos.
Según cuentan Bertrand LaGrange y Maite Rico en Marcos, la genial impostura, Marcos desde un principio quiso emular al Che, no sólo con la pipa, sino también haciéndose pasar por médico e intentando respirar como el mítico comandante. Pero, como todo rebelde contracultural, Marcos tuvo que innovar con algo (pues, de lo contrario, habría sido mera copia de algo anterior, y en la contracultura, las copias son detestables), y así, añadió el toque artístico que se convirtió en su patente: el pasamontañas.
La izquierda internacional, falta de entusiasmo desde hacía algunos años debido a la caída del muro de Berlín, fue seducida por la imagen del nuevo guerrillero en 1994. Saramago, Tariq Ali, Wallerstein, Chomsky, y tantas otras vacas sagradas izquierdistas, quedaron fascinadas ante el nuevo rebelde. A pesar de que Marcos explícitamente lo negaba, incluso se convertía en un símbolo sexual.
Pero, como cabría esperar en estos ciclos de contracultura, Marcos también fue perdiendo el fuelle: naturalmente, el cincuentón ya no tenía el atractivo de antes. Hasta ahora, no hay quien lo reemplace. Pero, ya pronto aparecerá alguna nueva figura pop de la revolución.
En el entretiempo, desde la izquierda, los reclutadores de talento están en su búsqueda. Sean Penn, aparentemente, se ha interesado por un nuevo candidato: un tipo antisistema, mexicano como Marcos, y lo mismo que el Subcomandante y el Che, adentrado en la selva viviendo bajo la clandestinidad. Me refiero, por supuesto, al Chapo Guzmán. Como se sabe, Penn, una de las voces izquierdistas de Hollywood, se entrevistó con el criminal, para explorar la posibilidad de hacer una película sobre su vida.
Tanto el Che como Marcos tenían un discurso con alguna claridad ideológica (más el Che que Marcos, quien en realidad, como muchas veces ha señalado Enrique Krauze, improvisó mucho de un día para otro). El Chapo, en cambio, es un criminal puro y duro: su único interés es enriquecerse. Pero,  a esta izquierda desgastada, desorientada y desesperada por encontrar a un nuevo ícono, no le importa. Basta que el Chapo se haya presentado como un Robin Hood (otro bandolero anti-sistema que vive clandestinamente en la selva), para que incautos como Sean Penn, vean en él algún atractivo. O, si no, es suficiente que el Chapo sea el adversario de la corrupta DEA (y, no cabe duda de que sí es corrupta) y la hipocresía norteamericana respecto a las drogas, para que consiga algún atractivo entre los rebeldes anti-sistema.
Quizás Penn se entrevistó con el Chapo, sencillamente para hacer una película, como un cineasta haría una película sobre cualquier otro personaje relevante de la actualidad. Pero, yo lo dudo. Si el Chapo accedió a la entrevista, seguramente colocó como condición que su retrato fuese más o menos condescendiente. Después de todo, los bandoleros mexicanos han sabido muy bien tomar a cineastas ingenuos o inescrupulosos de Hollywood para hacer películas que glorifiquen sus hazañas: Pancho Villa perfeccionó esta táctica.

domingo, 10 de enero de 2016

"Querida gente blanca", una buena película, pero con el típico mensaje victimista

            En varias ocasiones he advertido sobre el peligro de que algunos actores políticos negros de nuestros países latinoamericanos, imiten los vicios de la mayoría de los líderes negros norteamericanos. Gente como Martin Luther King Jr. hizo una heroica labor en luchar contra el racismo en EE.UU. Pero, la generación de líderes negros que le siguió, en buena medida ha traicionado su legado, pues en busca de beneficio propio, ha buscado invertir las tablas y discriminar en su favor, apelando a un victimismo muchas veces injustificado, y que a la larga, termina perjudicando a la propia comunidad negra.
            La película Querida gente blanca, de Justin Siemen, es un vivo ejemplo de ello. Siemen, el joven director, indiscutiblemente tiene talento cinematográfico, pero lamentablemente, no lo utiliza oportunamente, y termina por cultivar las actitudes lamentables que prosperan en la cultura negra norteamericana.

La trama de la película es compleja y difícil de resumir, pero a grandes rasgos, trata de cuatro jóvenes negros que enfrentan situaciones difíciles en una universidad. Sam, una muchacha autoproclamada negra, (a pesar de tener la piel bastante clara; en América Latina muy difícilmente sería calificada como negra), tiene un programa de radio universitaria en el cual se burla de las actitudes de gente blanca que, según parece, no quiere ser racista, pero supuestamente sí lo es. Sam vence a Troy en las elecciones para la presidencia de una casa de fraternidad de negros. Una vez en la presidencia, Sam expulsa de la casa de fraternidad a gente que no sea negra. Unos muchachos blancos de la universidad, aparentemente ofendidos por las iniciativas de Sam, organizan una fiesta para deliberadamente ofender a los negros, basando su festejo en crudos estereotipos raciales contra los negros. Al final, la tensión crece, y se consuma una confrontación.
            El film es marcadamente satírico, y Siemen dirige sus críticas contra casi todos los personajes. Éste no es un film maniqueo, y en eso está el valor de la película. No se retrata a blancos malos vs negros buenos, como en muchas otras películas que incansablemente presentan a blancos sádicos y negros víctimas. Todos los personajes, incluidos los negros, tienen alguna debilidad moral; en especial, Sam, la joven muchacha que al principio parece una gran idealista que usa la sátira para combatir el racismo, pero que al final, descubrimos que su psicología es mucho más compleja.
            Con todo, Siemen cultiva victimismo injustificado, y alienta actitudes destructivas entre sus espectadores negros. Un punto especialmente significativo en la película es la composición racial de la fraternidad. El presidente de la universidad (un blanco), quiere tomar pasos para hacer más diversa la fraternidad, mezclando a gente de distintos grupos étnicos en la fraternidad, pero Sam, y el grupo de radicales que la sigue, se oponen. Ellos no quieren gente que no sea negra en esa fraternidad (a pesar de que Sam tiene secretamente amoríos con un blanco).
            Siemen parece dar su aprobación a este chauvinismo, y en la película, presenta el reclamo de los jóvenes como si fuera una causa justa. El intento por hacer que la fraternidad no sea exclusivamente de negros, se asume, es un ataque racista procedente del poder blanco. Éste es uno de los más graves vicios del liderazgo negro en EE.UU.: el separatismo. En la época de las leyes de Jim Crow, los blancos segregaron a los negros. Pero, ahora que esas leyes no existen, un importante sector de los negros quiere seguir segregado, y muy celosamente, buscan evitar que otros grupos étnicos se integren a ellos, y ellos a otros grupos étnicos.
            Yo no puedo entender cómo se puede combatir el racismo, con más racismo. Y, no nos engañemos, pretender que a una fraternidad no entre gente que no sea negra, es racismo, puro y duro. A través de su personaje Sam, Siemen repite la misma tontería que dicen muchos líderes negros norteamericanos: los negros no pueden ser racistas, pues ellos no tienen privilegios. Esto es muy, muy discutible. En primer lugar, no querer mezclarse con gente de otro color es racismo, independientemente de si se tiene o no privilegios. Pero, en todo caso, es falso que los negros norteamericanos no tienen privilegios. Los programas de acción afirmativa en EE.UU., por ejemplo, han privilegiado a los negros significativamente, muchas veces en detrimento de gente blanca que, incluso, socioeconómicamente está por debajo de esos negros privilegiados. Los muchachos negros de esta película, quienes van a una universidad elitista de EE.UU., son muchísimo más privilegiados que los empobrecidos campesinos hillbillies de las montañas Apalaches de EE.UU., pero con todo, esos privilegiados negros siguen creyendo que ellos son víctimas de opresión.
            Esa mentalidad de victimismo hace, por ejemplo, que en la película, uno de los personajes negros con un inmenso afro, se ofenda cada vez que una persona blanca se lo toque (aparentemente no se ofende si se lo toca otro negro). Obviamente, una persona con un estilo de peinado distinto al común de la gente, suscitará curiosidad, y algunos necios querrán tocarlo. En algún momento, yo mismo he llevado la cabeza rapada, y mucha gente se ha acercado para tocármela; lo mismo ocurre con los muchachos que llevan peinados punk. Pero, sólo la paranoia, producto de la mentalidad victimista, asume que el deseo de alguna gente para tocar el afro, es una forma de opresión racial.

            Querida gente blanca se basa en algunos episodios reales de fiestas universitarias promovidas por blancos, en los cuales explotan los más burdos estereotipos raciales negros. Estos sucesos han ocurrido, por supuesto, pero han sido muy raros. Siemen, con su mentalidad victimista, hace un gran alboroto de algo que, en realidad, ocurre muy esporádicamente en EE.UU. Pero, en todo caso, el propio liderazgo negro norteamericano tiene parte responsabilidad en estas cosas. Pues, uno de los mayores promotores de estos estereotipos es el hip hop. Y, cuando los blancos critican al hip hop (precisamente por fomentar estos estereotipos), los líderes negros inmediatamente salen a defender a los artistas hip hop, sencillamente porque no están dispuestos a tolerar que los blancos critiquen a los negros.
            Más aún, la explotación de estereotipos raciales, si bien tiene una tristemente larga historia en EE.UU., empezada por los blancos en los minstrel shows del siglo XIX, es ahora más común entre negros que entre blancos. Los comediantes negros hacen carrera burlándose de los blancos como campesinos rednecks, fracasados sexuales, neuróticos, etc. Nuevamente, alguien como Siemen dirá que los negros sí tienen derecho a burlarse de los blancos, pero no a la inversa, porque los negros no tienen poder, en cambio los blancos sí. Pero, de nuevo, eso es falso. Sólo algunos blancos tienen poder, y cuando un comediante negro se burla de un blanco explotando estereotipos, hace mucho daño a esos blancos que no tienen poder.
            En fin, Siemen, como su antecesor, el director negro norteamericano Spike Lee, es un director que sabe hacer buenas películas. Pero, como bien lo han demostrado grandes obras cinematográficas como El triunfo de la voluntad, una buena película no es necesariamente una película con un mensaje positivo. Spike Lee es un director consumado, y difícilmente modificará su actitud. Siemen está aún empezando, y esto es una buena oportunidad para que, en sus futuras películas, pueda usar su indiscutible talento cinematográfico, pero con un mensaje más sensato.

viernes, 8 de enero de 2016

Sócrates: ¿culpable?

            Hollywood ha tenido un renovado interés en la Grecia antigua. Pero, como cabría esperar, las películas hollywoodenses optan por más acción y menos diálogo. Así, el interés de Hollywood está realmente en la violencia de los mitos griegos (y, muchas veces, las películas ni siquiera son muy leales a las tramas originales de los mitos) o en las batallas de personajes como Alejandro Magno o Leónidas.
            En ese sentido, no cabe esperar de Hollywood una película sobre filósofos griegos. Pero, afortunadamente, fuera de Hollywood, sí las ha habido. Una de las mejores logradas es Sócrates, de Roberto Rossellini. El film, estrenado en 1971, narra la vida y muerte de Sócrates. La película, hecha para la televisión, es un poco tosca en detalles técnicos. Los escenarios son un poco acartonados, lo mismo que el vestuario; los actores italianos no tienen mucha maestría en este film. Pero, el guion es muy bueno: consta, en su mayoría, de trozos directamente tomados de los diálogos de Platón, pero muy bien hilvanados. Y, la película retrata bastante bien algunos aspectos cotidianos de la vida en la antigua Grecia.

            Ahora bien, la película de Rossellini presenta los mismos problemas que las películas sobre el juicio y ejecución de Jesús. Frecuentemente, se han hecho comparaciones entre Sócrates y Jesús. Si bien las semejanzas entre ambos personajes son muchas veces exageradas, hay un rasgo común muy evidente: ambos fueron sometidos a juicios tremendamente injustos.
            Pero, hay aún otra semejanza que pocas veces se destaca: el retrato de esos juicios, en las fuentes que tenemos, no son históricamente muy fidedignos. En mi libro Jesucristo ¡vaya timo! he explicado, por ejemplo, que probablemente no hubo un juicio en el Sanedrín contra Jesús, ni tampoco una condena por blasfemia. Jesús fue probablemente procesado por motivos políticos (no religiosos) por los romanos. Y, si bien esa condena fue injusta, es comprensible (pero no aceptable) la decisión romana, pues Jesús tenía una prédica apocalíptica incendiaria que debió alarmar a las autoridades imperiales que trataban de mantener orden en aquella región convulsa. Los evangelistas, en un intento por congraciarse con las autoridades romanas tras la guerra judeo-romana, trataron de atribuir la mayor parte de la responsabilidad de la muerte de Jesús, a los judíos. Las películas sobre Jesús no hacen más que continuar la distorsión de los evangelios.
            Algo similar ocurre con Sócrates. Si bien su condena fue injusta, tenemos motivos para dudar de la veracidad histórica de los testimonios que nos dejaron Platón y Jenofonte. Rossellini, en tanto reproduce fielmente la versión de ambos autores clásicos, da continuidad a esa distorsión. Así como los evangelios envilecen a los judíos, cabe sospechar que tanto Platón como Jenofonte envilecen a los atenienses.
            La mejor obra de revisionismo histórico respecto al juicio de Sócrates, es el libro del periodista norteamericano, I.F. Stone, El juicio de Sócrates. Stone recomienda colocar aquellos trágicos acontecimientos en contexto. Sócrates había luchado del lado ateniense en la guerra del Peloponeso. Pero, cuando cayó derrotada ante Esparta en esa guerra, Atenas dejó de ser una democracia, y empezó a ser gobernada por una oligarquía auspiciada por los espartanos.

            Esta oligarquía, conocida como la de “los treinta tiranos”, estaba conformada por algunos antiguos discípulos de Sócrates. El cabecilla de esa oligarquía, Critias, era ampliamente conocido como un cercano discípulo de Sócrates. Y, Alcibíades, un traidor a la causa ateniense en la guerra contra Esparta, había sido también seguidor de Sócrates. La película de Rossellini hace mención de estos hechos, pero no les brinda demasiada importancia. En cambio, para la tesis de Stone sí son muy importantes.
            Pues, el gobierno de los treinta tiranos se volvió cada vez más despótico. En la Apología (la de Platón, no la de Jenofonte), Sócrates se defiende en el juicio alegando que, en época de los treinta tiranos, se le exigió cumplir una orden injusta (arrestar a un tal León de Salamina para quedarse con sus propiedades), pero él la desobedeció; Rossellini retrata este hecho en el film. Stone tiene dudas de que esto realmente haya ocurrido, y opina que, más bien, es un artificio literario para hacer creer que Sócrates no era tan colaborador con los treinta tiranos. Lo más probable, es que Sócrates fuera simpatizante y hasta cierto punto colaborador de estos treinta tiranos; de hecho, en sus diálogos, hay varias alabanzas al sistema político de Esparta.
            El gobierno de los treinta tiranos finalmente cayó tras un año de brutal despotismo, y fue reemplazado por un nuevo sistema democrático. El nuevo gobierno instó a los antiguos gobernantes a exiliarse. Sócrates nunca había formado parte de aquel gobierno, y se quedó en Atenas. Pero, Stone presume que se quedó enseñando aquellas ideas que simpatizaban a los treinta tiranos.
            En las fuentes que tenemos, Platón y Jenofonte, se nos dice que a Sócrates lo acusaron de no creer en los dioses de la ciudad, y de corromper a la juventud con sus enseñanzas. Acá ocurre lo mismo que respecto al juicio de Jesús: es difícil tragarse el cuento de que los judíos acusaran a alguien de blasfemia por el mero hecho de proclamarse el mesías. Del mismo modo, las acusaciones contra Sócrates resultan un poco extrañas. ¿Qué es, exactamente, corromper a los jóvenes? Si, como lo presentan Platón y Jenofonte, Sócrates en realidad enseñaba la virtud, ¿realmente los atenienses condenarían a alguien por enseñar a los demás a ser virtuosos? Algo no concuerda.
            Stone sospecha que, en realidad, Sócrates estaba enseñando a sus pupilos a no aceptar la democracia. En algunos diálogos, Sócrates es bastante explícito en su desdén por la democracia. Y esto, para un gobierno democrático recién instalado, y que acaba de derrocar a una tiranía (cuyos miembros más importantes habían sido discípulos de Sócrates), sí era más delicado. Quizás, la acusación contra Sócrates era más bien estrictamente política (como en el caso de Jesús), pero Platón y Jenofonte trataron de representar otra cosa (como también intentaron hacer los evangelistas).
            Por supuesto, la democracia exige libertad de expresión. Y, en eso, los atenienses fallaron miserablemente, al criminalizar a un maestro que, en realidad, no hacía más que enseñar. Ahora bien, queda otro misterio: ¿por qué Sócrates no intentó defenderse mejor ante sus jueces? Tal como lo representa Rossellini en la película (basándose en la Apología de Platón), Sócrates fue desafiante en el juicio, y sugirió que, en vez de ser castigado, fuese recompensado con los homenajes que se les daba a los campeones olímpicos. Obviamente, esto no complació a los jueces, quienes finalmente votaron mayoritariamente a favor de su ejecución.
            Stone postula que, básicamente, Sócrates, ya avanzado en edad, estaba buscando el suicidio, pues no quería vivir en la vejez. Pero, más importante aún, defenderse articuladamente en el juicio habría sido conceder la importancia de la libertad de expresión, una virtud democrática que, precisamente, el propio Sócrates rechazaba. Antes de ceder al ideal democrático, Sócrates prefirió beber la cicuta.
            Así pues, tanto Jesús como Sócrates sufrieron muertes injustas. Pero, sus seguidores redactaron crónicas que envilecieron desproporcionadamente a sus adversarios, e incluso, trataron de endulzar muchos de sus aspectos más sombríos. Esto se ha hecho aún más en el cine. Jesús, por ejemplo, pronunció discursos fieramente apocalípticos, de los cuales tenemos constancia en los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas). Pero, por lo general, las películas sobre Jesús obvian por completo estos aspectos desagradables del galileo.

            Sobre Sócrates, conocemos también cosas desagradables sobre su vida, incluso registradas en las obras de Platón y Jenofonte. Pero, Rossellini optó por omitirlas, o disimularlas lo más que pudo. Sabemos, por ejemplo, que Sócrates oía voces; un claro signo de esquizofrenia. Rossellini hace una muy escueta mención del daimon, pero no dedica mucha atención al asunto de las voces. También sabemos que la relación entre Sócrates y su esposa, Jantipa, era convulsa. Según la información que nos ofrecen las fuentes, cabe presumir que esta relación tan problemática se debía en parte debido al machismo de Sócrates, así como su actitud descuidada respecto a sus responsabilidades hogareñas. Pero, Rossellini optó más bien por presentar un matrimonio que, si bien atraviesa algunos pequeños problemas (como cualquier matrimonio), en realidad, los esposos se aman mutuamente.

            Con todo, a pesar de sus inclinaciones anti-democráticas, el tábano Sócrates merece nuestros elogios. Y, a pesar de su ingenuidad en algunas cosas, Sócrates, de Rossellini es una buena película.