miércoles, 27 de febrero de 2013

El odio feminista a la belleza


             Narra el Libro de los vigilantes, un texto apocalíptico judío del siglo IV antes de nuestra era, que el demonio Azazel enseñó a las mujeres el arte del maquillaje. Esto hizo que los ángeles crecieran en lujuria, y esto generó un terrible caos. Dios tuvo que enviar otros ángeles para combatir a los ángeles lujuriosos, y restaurar el orden.
            Otro texto apocalíptico, éste del siglo II de nuestra era, el Apocalipsis de Pedro, narra un viaje místico de Pedro por el infierno. Ahí, se encuentra que las mujeres que se preocupan por su belleza, son atormentadas con el curioso castigo de ser colgadas por su cabello (esto inauguró la morbosa técnica literaria del contrapaso que fue desarrollada por Dante, a saber, retratar el castigo infernal irónicamente empleando elementos asociados al pecado castigado).
            Y, por supuesto, de sobre es conocido que el cristianismo tradicionalmente ha desconfiado de la belleza femenina. La belleza femenina ha estado asociada a lo demoníaco. San Antonio, en el siglo IX, se retira al desierto a ser mortificado por demonios; curiosamente, los demonios que más lo acechan están disfrazados de mujeres bellas y seductoras. Asimismo, El martillo de las brujas, un brutal manual de persecución de brujas del siglo XV, manifiesta una obsesión misógina, advirtiendo sobre los peligros seductivos de las mujeres en alianza con Satanás, y su misión de hacer pecar a los hombres.
 


            Una de las grandes luchas del feminismo ha consistido en erradicar esta visión degradante de la mujer bella. Allí donde el cristianismo tradicional repudiaba a la mujer bella por su supuesto potencial destructivo, el feminismo clásico (el de la llamada ‘primera ola’) más bien de opuso a esa hipócrita moral victoriana represiva de la sexualidad, y propició la liberación sexual de la mujer.
            Pero, insólitamente, a partir de la llamada ‘tercera ola’ del feminismo, de finales del siglo XX, las propias feministas regresaron al odio de la belleza. Del mismo modo en que el Libro de los vigilantes y el Apocalipsis de Pedro manifestaban su desprecio por los cosméticos, las nuevas feministas arremetían contra Loreal y otras compañías.
            El odio feminista a la belleza cobró especial fuerza con la publicación de El mito de la belleza, de Naomi Wolf, en la  década de los noventa del siglo XX. Ahí, la autora argumentaba que existe una conspiración mundial de corporaciones cosméticas, fabricando e imponiendo imágenes de belleza femenina al público. El resultado, según Wolf, es una degradación de la mujer. La mujer no es valorada por su inteligencia, sino por su cuerpo, y se convierte en un objeto sexual. Wolf incluso se aventura a decir que esto no es una mera conspiración para que las corporaciones generen más ganancias, sino que también busca oprimir nuevamente a las mujeres, en vista de los avances del feminismo en épocas pasadas.
            Wolf inauguró el estereotipo de que la feminista es en realidad la mujer fea resentida, que arremete contra el mundo de la belleza, sencillamente porque ella no logró captar la atención de los hombres (en realidad, la propia Wolf es muy bella, y parece estar muy preocupada por su cabello).
Pero, en honor a la justicia, el libro de Wolf no es descabellado. Es cierto que la publicidad de cosméticos femeninos es muy agresiva; cabe admitir que persiste la ideología machista de que la mujer es un mero objeto sexual; y tampoco debemos negar el hecho de que muchas mujeres sufren complejos debido al pequeño tamaño de sus pechos, al compararlos con los de las despampanantes supermodelos.
No obstante, Wolf comete un error garrafal: asume que el ideal de la belleza femenina es apenas una construcción social, impuesta por la publicidad. Con esto, Wolf ignora los enormes avances que la psicología evolucionista ha hecho en este campo. La teoría de la evolución explica muy bien por qué las mujeres se preocupan más por la belleza, y por qué los hombres se deleitan más por los rasgos físicos que intelectuales de las mujeres. Como en casi todas las explicaciones de la psicología evolucionista, las estrategias para pasar los genes tienen un notable peso.
Una vez que son fecundadas, las mujeres no pueden volver a quedar encintas durante su tiempo de gestación. En cambio, los hombres pueden fecundar a muchas mujeres a la vez. Por eso, ser promiscua no es una ventaja para la mujer: el aparearse con muchos hombres no significará una ventaja para pasar los genes: sólo un hombre podrá fecundarla. En cambio, el ser promiscuo sí será más ventaja para el hombre: el aparearse con varias mujeres, aumentará su descendencia.
Puesto que la mujer no tiene ventaja en la promiscuidad, acude a otra estrategia para asegurar la persistencia de sus genes: selecciona cuidadosamente a su compañero. Y, un criterio importante en esa selección es su riqueza y poder (muchas veces conseguidos por medio de la inteligencia), pues éstos asegurarán una crianza que incremente las probabilidades de que los hijos sobrevivan. El hombre, en cambio, se fija más en las mujeres que ofrezcan signos de fertilidad (pues, de lo contrario, estaría desperdiciando sus espermatozoides), y estos signos de fertilidad (y salud) suelen ser las características asociadas a la belleza (senos grandes, trasero redondo, proporción entre cintura y cadera, cabello grueso, etc.). El hombre no promociona tanto su belleza, pues la mujer busca más su poder y estatus para asegurar la buena crianza de los hijos, en tanto la mujer es menos promiscua y más selectiva. En cambio, la mujer sí promociona su belleza, pues el hombre busca signos de fertilidad, en tanto el hombre es más promiscuo.
Todo esto, por supuesto, es apenas una base genética de la psicología. No es una prisión. La evolución nos ha provisto con la capacidad de revertir los patrones que la selección natural y sexual ha impuesto por millones de años. Por ello, en consecución de la liberación femenina, podemos (y debemos) incrementar el valor de la mujer más allá del mero objeto sexual.
Pero, pretender ignorar las bases biológicas de la conducta es sencillamente suicida para la causa feminista. La evolución no permitió que desarrolláramos alas, pero eso no nos impide volar; por ello, inventamos los aviones. Pero, pretender lanzarse de un barranco y agitar los brazos, es sencillamente estúpido.
Pues bien, de la misma forma, la evolución propició que la mujer sea más atractiva a los hombres, por sus dotes físicas que por sus dotes intelectuales; pero eso no nos impide que la mujer alcance posiciones de poder y desarrolle a plenitud sus talentos intelectuales. Pero, pretender que a los hombres no les gusten los senos grandes y las nalgas duras y redondas, es sencillamente estúpido.
Afortunadamente, han surgido feministas que han reconocido la base biológica para las preferencias de los hombres. Pretender deshacer esas bases es una quijotada condenada al fracaso. Mucho más eficiente es adquirir más humildad frente al poder de la evolución, reconocer las bases biológicas de la psicología, y a partir de eso, elaborar estrategias para la liberación femenina. La inteligencia y el poder femenino no deben considerarse en oposición a su atractivo físico. Más bien, como muchas veces ha defendido la feminista Camille Paglia, la belleza debe ser empleada como medio de poder para las mujeres.

lunes, 25 de febrero de 2013

La modernidad ha reducido la violencia


Con frecuencia escucho la letanía de que la modernidad, la Ilustración, y la exaltación de la racionalidad, han sido la catástrofe de Occidente. Fue ésta la tesis de Adorno y Horkheimer, y así inspiraron a la Escuela de Frankfurt. Más recientemente, Zygmunt Bauman escribió un libro, Modernidad y holocausto, en el cual culpaba al pensamiento moderno heredero de la Ilustración, de la monstruosidad del holocausto. Se formó así la idea de que la modernidad, lejos de conseguir la paz perpetua que optimistamente había anunciado Kant en el siglo XVIII, más bien ha traído la mayor ola de destrucción conocida por la especie humana.
            Los argumentos de Bauman en ese libro son interesantes. Ciertamente, la mecanización de la jornada laboral, el distanciamiento de las relaciones sociales, el cálculo racional de objetivos predeterminados, etc., pudieron haber contribuido a la monstruosa empresa del holocausto. Pero, sigo resistiendo la idea de que la Ilustración y la modernidad son culpables del holocausto. Más bien, fue la falta de modernidad y el abandono de la Ilustración lo que condujo a esa gran tragedia. Y, contrario a Bauman y a sus precursores, sostengo que la modernidad sí ha cumplido su promesa de darnos un mundo mejor e, incluso, más pacífico.
            Es fácil burlarse de lo que acabo de sostener, pues inmediatamente alguien podrá alegar: ¿cómo puede sostenerse que la modernidad ha traído más paz, al contemplar la monstruosidad de Auschwitz? Pues bien, el psicólogo Steven Pinker ha recién publicado un libro que, me parece, refuta muchos de los mitos de Bauman y sus seguidores.
            The Better Angels of Our Nature, el libro de Pinker, defiende con un vasto conjunto de datos empíricos, la idea de que hoy somos menos violentos que en épocas pasadas, y que las sociedades modernas de Occidente son menos violentas que las sociedades del Tercer Mundo. Sí, hubo más de setenta millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, en el corazón de la Europa civilizada. Pero, Pinker advierte que, proporcionalmente respecto al tamaño de la población, la violencia en el siglo XX ha sido menor que en épocas pasadas.
            Se podría alegar que esos números no son indicativos de que hemos reducido la violencia, sencillamente indican que nos reproducimos más. Yo discrepo. El número relevante es la probabilidad de recibir una muerte violenta, y ese número hoy es menor en Occidente que hace tres siglos, o que en una sociedad contemporánea no occidentalizada. Universalmente se mide la tasa de homicidio en proporción a la población de cada país, lo mismo debe hacerse con el número de muertes violentas en conflictos.
            Pero, no sólo han mejorado los números en bruto. Pinker también documenta cómo ha habido un vuelco hacia una conciencia más humanitaria. Ya no hay tantos castigos brutales, venganzas o espectáculos sangrientos. Cierto, queda Guantánamo y las corridas de toros. Pero, de nuevo, Pinker argumenta que, al compararlo con las torturas frecuentes de guerras pasadas o el circo romano, debemos admitir que Occidente ha progresado en la reducción de la violencia.
            Lo que más me interesa del libro de Pinker son sus explicaciones respecto a por qué la violencia ha mermado en los tiempos modernos. Pinker arroja varios factores que propician paz: el comercio (en concordancia con la doctrina liberal, podemos asumir que cuando los países intercambian mercancías, generan mutua dependencia económica, y así, es poco rentable iniciar una guerra); la secularización (si bien la religión tiene potencial para la paz, tiene más tendencia al fanatismo y la intolerancia); la ideología liberal heredera de la Ilustración, en especial la filosofía política de Locke (esta ideología pone freno a los Estados totalitarios, pero a la vez impide el caos de la anarquía).
            Pero, de todos los factores invocados por Pinker, el que más me llama la atención es la tecnología y los medios de comunicación. Pues, precisamente, la Escuela de Frankfurt y sus herederos (entre ellos, Bauman), suelen invocar estos factores como los culpables de la violencia del siglo XX. Pinker postula que, gracias a la tecnología comunicacional, hoy el mundo está más interconectado. Y, este acercamiento de sociedades anteriormente aisladas entre sí, propicia un aumento de empatía entre los seres humanos. La tecnología, lejos de deshumanizar, propicia la conciencia cosmopolita que permite apreciar la condición humana de personas que no pertenecen a mi tribu o mi nación. Entre más nos conocemos y nos acercamos mediante las tecnologías de comunicación e información, menos propensos estamos a atacarnos mutuamente.
            Un tecnófobo, Jean Baudrillard, hizo renombre al tratar de culpar a los medios de comunicación por las guerras de finales del siglo XX. Pero, más bien me parece que Pinker señala algo crucial: los medios de comunicación han traído las barbaridades de la guerra al televisor, y hoy, el ciudadano común está más alerta frente las atrocidades que ocurren en el campo de batalla. La Ilíada narra con pompa gloriosa las hazañas de los héroes. La televisión, en cambio, muestra la crudeza de una masacre como la de My Lai.
Quizás Baudrillard tenga un germen de verdad cuando denuncia que los medios de comunicación construyen mundos virtuales que distraen la atención frente a los desastres de la guerra. Pero, más razón tiene Pinker cuando señala que es mucho más frecuente que esos medios dirijan la atención hacia las atrocidades.De hecho, el sesgo que tenemos a creer que el siglo XX ha sido más violento que épocas pasadas, precisamente se debe en buena medida a la influencia mediática: si bien los números son menores, las imágenes impactan más que en épocas pasadas, sencillamente porque, antaño, la gente no tenía de lo brutal que resulta una batalla.

El terrorismo y la poliginia



           El psicólogo Satoshi Kanazawa atrae polémica. Dijo que las mujeres negras son menos atractivas. Por este comentario, sus jefes en la London School of Economics le prohibieron publicar artículos en revistas no arbitradas, y tuvo que pedir disculpas públicamente por su comentario racista.
            Anteriormente, Kanazawa había sostenido que existen firmes razones biológicas para explicar por qué los musulmanes son más propensos a cometer actos terroristas suicidas. Su explicación es la siguiente: en el Islam, está permitida la poliginia. Eso propicia que quede un sector de la población joven masculina sin posibilidad de reproducirse (pues, los hombres más poderosos acaparan más mujeres, y así, queda un déficit de mujeres para los hombres menos poderosos). Esta frustración crece, y eventualmente, se materializa en actos violentos.
            La explicación evolucionista parece clara: pasan sus genes aquellos que tienen un impulso sexual, y eso explica que hoy nosotros conservemos ese impulso, heredado de nuestros ancestros. Quienes no logran aparearse, deben desarrollar otras estrategias para conseguir mujeres. Y, así, según Kazanawa, la evolución favorece conductas violentas entre jóvenes que se quedan sin mujeres, como compensación de su falta de acceso sexual. Esto explica su violencia.
            La explicación de Kanazawa es demasiado forzada. Bajo su hipótesis, las sociedades con poliginia son más violentas, pero no creo que haya evidencia contundente de esto. Los mormones practicaron la poliginia hasta inicios del siglo XX. Hubo, es verdad, conflictos militares contra los mormones en los inicios de esa religión, pero luego la poliginia ha sobrevivido en algunas sectas mormonas, y con todo, no se evidencian niveles patológicos de violencia entre los jóvenes que se quedan sin mujeres.
            La hipótesis de Kanzawa, además, enfrenta el problema del suicidio. Podríamos tentativamente aceptar que la conducta violenta es seleccionada por la evolución como estrategia para transmitir mejor los genes (una versión de esta controvertida hipótesis ha sido defendida por Napoleon Chagnon, en sus estudios sobre los yanomamis).
Pero, ¿de qué forma es el suicidio una estrategia eficaz para pasar genes? El joven que se suicida en un acto terrorista muere sin dejar descendencia, y no pasa sus genes suicidas a la siguiente generación. Si su conducta violenta busca conseguir más mujeres a la fuerza, obviamente no logra su propósito, pues su acto violento también conduce a su propia muerte. Vale admitir que el suicidio podría tener una ventaja adaptativa, pero sólo bajo la forma de ‘selección de parentesco’ (con un suicidio altruista, se puede ayudar a los parientes, y esto ayuda a perpetuar los genes a través de ellos), pero es evidente que en los ataques suicidas musulmanes, los jóvenes no se entregan para ayudar a sus parientes, sino a todo el Islam (aunque, vale también admitir que las familias de mártires gozan de cierto prestigio en algunos sectores del Islam). Y, además, ¿cómo explicar que cada vez más, las mujeres participan como mártires?
            Kanazawa ha crecido en infamia por abusar las teorías de la psicología evolucionista, para tratar de explicar fenómenos muy dispares. Él es uno de los responsables de llevar a la psicología evolucionista hacia el campo de las teorías ‘just so’, y corre el peligro de convertir la psicología evolucionista en una teoría no falseable (como el psicoanálisis o el marxismo).
            Pero, eso no debe conducirnos hacia el campo de lo políticamente correcto, y obligar a Kanazawa a disculparse por arrojar hipótesis exploratorias que son al menos coherentes con muchos otros datos científicos. La verdad es la verdad. Si ofende, pues mucho peor para los ofendidos. La consecución de lo políticamente correcto destruye la búsqueda de la verdad.
El fenómeno de la violencia en el Islam es sumamente complejo. Hay factores religiosos, sociológicos, políticos, económicos e históricos de mucho peso. No puede reducirse a la biología. Pero, tampoco podemos, de antemano, rechazar el peso de las explicaciones biológicas. Sabemos que la mayor parte de los terroristas suicidas son jóvenes y hombres. Dudo de que estas variables biológicas sean meras coincidencias. Desde hace años se ha manejado la hipótesis demográfica: cuando crece la densidad de la población, sobre todo los jóvenes, suele aparecer la violencia, pues el desempleo propicia que la violencia acumulada de los jóvenes se canalice. No en vano, la franja de Gaza es una de las zonas más densamente pobladas del mundo, y de la cual surgen la mayor parte de los jóvenes terroristas suicidas. Pues bien, si las variables demográficas pueden invocarse para explicar la prevalencia de jóvenes terroristas, no veo por qué no puedan invocarse variables biológicas para explicar la prevalencia de jóvenes hombres solteros en actos violentos. Seguramente la explicación de Kanazawa es errónea, pero eso no implica que debamos abandonar la búsqueda de factores biológicos.
    

sábado, 23 de febrero de 2013

Bartolomé De Las Casas: precursor de la idiotez relativista



            Los izquierdistas latinoamericanos tienen una relación ambigua con Bartolomé De Las Casas. Por una parte, le reprochan severamente la promoción de la esclavitud africana, como alternativa a la esclavitud indígena. En esto, por supuesto, acompaño a los izquierdistas latinoamericanos.
            Pero, al mismo tiempo, los izquierdistas latinoamericanos celebran la defensa enérgica que Bartolomé De Las Casas hizo de los indígenas. Yo, de nuevo, acompaño a los izquierdistas latinoamericanos en este juicio, pero no sin reservas. Ciertamente De Las Casas denunció enérgicamente los abusos de los conquistadores. Pero, hoy los historiadores sospechan que, en el texto en el cual expuso esa denuncia, hubo mucha exageración. Eventualmente, ese texto sirvió para que las potencias rivales de España, fundamentalmente Holanda e Inglaterra, lanzaran una campaña propagandística de desprestigio en contra de los españoles. Quizás inadvertidamente, De Las Casas fue el artífice de la llamada ‘leyenda negra’ que hoy entorpece la objetividad histórica a la hora de evaluar objetivamente la conquista española.
            En 1550, el rey de España, Carlos V, escuchó a varios misioneros que se quejaban del trato brutal que se les estaba ofreciendo a los indígenas americanos durante la conquista. Así, convocó un debate en la ciudad de Valladolid, para discutir si la conquista de América era legítima, y si había justificación en la esclavización de los indígenas.
            En aquel debate hubo dos posturas. La primera, defendida por Ginés de Sepúlveda, sostenía que, tal como enseñaba Aristóteles, hay esclavos naturales, y en función de ello, los españoles tenían pleno derecho a esclavizar a los indígenas, pues incluso era dudoso que tuvieran alma. Además, sostenía Sepúlveda, los indígenas practican abominaciones como la idolatría y la sodomía, y esto justifica la intervención militar, a fin de divulgar la religión cristiana.
            La segunda postura, defendida por De Las Casas, postulaba que los indígenas sí tienen alma y no son esclavos naturales. Y, además, no hay justificación en divulgar el mensaje cristiano por la fuerza. De hecho, advertía De Las Casas: será contraproducente, pues al forzar la conversión, pronto los indígenas abandonarían la religión cristiana.
            Cualquier persona sensata, por supuesto, aceptaría la postura de De Las Casas. Pero, en aquel debate, hubo gente que le planteó a De Las Casas lo siguiente: es sabido que los indígenas practican el sacrifico humano. ¿No estaría acaso justificada una intervención militar para salvar a esas víctimas? Unos años antes, otro gran jurista español, Francisco de Vitoria, también había cuestionado la legitimidad de la conquista española. Como De Las Casas, Vitoria había sostenido que no es legítimo lanzar una guerra con el mero propósito de expandir un mensaje religioso. Pero, Vitoria sí dejaba la puerta abierta para lo siguiente: si en otro país, ocurren violaciones del derecho natural, como el canibalismo o el sacrificio humano, entonces sí hay licitud en una intervención militar para rescatar a las víctimas de esos crímenes.   
            De Las Casas, por su parte, insistía en la ilegitimidad de la conquista, aun frente al sacrificio humano de los aztecas. De Las Casas consideraba que una intervención militar probablemente generaría más muertes de las que se generan con el sacrificio humano. Y así, en función de la proporcionalidad, no habría justificación en la intervención.
            Nuevamente, el argumento de De Las Casas me parece muy razonable. Un criterio fundamental en la doctrina de la guerra justa es precisamente la proporcionalidad. Por eso, las llamadas ‘intervenciones humanitarias’ (intervenciones militares para salvar a víctimas de crímenes en otros países) deben ser manejadas con suma cautela. Pero, eso no implica que las intervenciones humanitarias sean intrínsecamente ilegítimas: todo es cuestión de calcular el número previsto e bajas, y en función de eso, juzgar la proporcionalidad.
            Pero, lamentablemente, De Las Casas no se detiene ahí. Su alegato en contra de una intervención armada española para detener el sacrificio humano no se limita al muy legítimo asunto de la proporcionalidad; desafortunadamente, De Las Casas termina invocando también un relativismo cultural para excusar el sacrificio humano.
           De Las Casas sostiene que todas las religiones hacen ofrendas a sus dioses. Abraham buscó ofrecer a Isaac, Cristo se entregó en sacrificio a la humanidad. Pues bien, ¿por qué los aztecas no pueden sacrificar seres humanos en sus altares? Y, así, termina defendiendo la idea de que el sacrificio humano no es contrario a la ley natural. De hecho, el sacrificio forma parte del derecho natural, pues todas las religiones incorporan alguna forma de ofrenda. En cambio, la ley positiva decide qué sacrificar. Y así, al sacrificar a seres humanos, se estaría violando la ley positiva de algunos países, pero no la ley natural.
            Con esto, De Las Casas inaugura una atroz tradición de relativismo cultural, de la cual hoy se valen los indigenistas latinoamericanos para defender las barbaries de los pueblos precolombinos. De Las Casas buscó excusar el sacrificio humano entre los aztecas, y con esto, abrió una caja de Pandora. Pues, siguiendo al apóstol de Chiapas, hoy una legión de indigenistas insiste en la idea de que cada cultura tiene sus propias leyes, y que ni siquiera frente al sacrificio humano, estamos en posición legítima de criticar las prácticas de otros pueblos.
            Pero, el peligro no está sólo en justificar las barbaridades de los pueblos precolombinos (después de todo, ya estas barbaridades dejaron de ocurrir hace cinco siglos). El peligro del razonamiento de De Las Casas está en que, con su relativismo cultural, hoy sirve como bandera para oponerse a cualquier intervención humanitaria en el mundo. El razonamiento de De Las Casas puede fácilmente conducirnos a la idea de que las potencias europeas y EE.UU. hicieron bien en no intervenir militarmente para detener el genocidio de Rwanda en 1994. De Las Casas es precursor de la idea pacifista de que las intervenciones humanitarias nunca están justificadas, y para ello, invoca un criterio muy cercano al relativismo cultural. Al final, mentalidades como la de De Las Casas, terminan siendo sumamente peligrosas, pues con su filosofía de “vivir y dejar vivir”, terminan siendo cómplices indirectos de las más brutales violaciones de los derechos humanos.

viernes, 22 de febrero de 2013

La belleza femenina no es un mito



La banda musical venezolana Dame pa’ matala tiene grandes talentos musicales, pero sus líricas son emblemáticas de las idioteces que frecuentemente defiende la izquierda latinoamericana. En alguna canción, Venezuela, exalta el nacionalismo y el Volksgeist, de un modo no muy distinto a los románticos alemanes del siglo XIX. En otra canción, enaltece una actitud neoludita de arrebato contra la tecnología (acá critico esa actitud). Ahora, han sacado una canción llamada Piel sin silicón, y como es de esperar, colocan ritmo y melodía a líricas tontas.
 


La canción (y su correspondiente video, el cual coloco al final del texto) es básicamente un arrebato en contra de la industria cosmética y la cirugía plástica. Somete al escarnio a quienes consumen productos para mejorar su imagen física, y enaltece a quienes no prestan atención a estos detalles.
Estas ideas tienen amplia difusión en la izquierda, y en las últimas dos décadas, han sido entusiastamente asumidas por un grueso sector del feminismo. En la década de los noventa del siglo XX, la feminista Naomi Wolf escribió una influyente obra, El mito de la belleza, en la cual recapitulaba muchas de estas ideas. La tesis de Wolf es la siguiente: las luchas feministas han dado a las mujeres mayor poder en la sociedad industrial: no sólo votan (una lucha clásica), sino que también ocupas importantes posiciones. Pero, ahora, el ‘patriarcado’ (una palabra sumamente vaga, como bien ha señalado Camille Paglia) de la sociedad industrial ha inventado una nueva estrategia para mantener oprimidas a las mujeres: ha establecido la idea de que el valor de una mujer está sólo en su belleza, y ha impuesto patrones de belleza inalcanzables por la mujer común. Y, así, ha degradado el autoestima de las mujeres, quienes ahora, están más oprimidas que las mujeres de generaciones anteriores.
Wolf llama a esto “el mito de la belleza”. Es un mito, alega Wolf, porque es construido socialmente. El ideal de la mujer bella es una contingencia histórica, auspiciada por el capitalismo y el patriarcado. En opinión de Wolf, hay una doble conspiración: por una parte, las corporaciones desea incrementar sus ganancias vendiendo productos de belleza; por otra parte, los hombres desean reafirmar su poder reduciendo a las mujeres a maniquíes andantes.
Hay, por supuesto, algún germen de verdad en las tesis de Wolf. La publicidad nos manipula; muchas mujeres se obsesionan con su pelo, nalgas, senos, pestañas, uñas, etc. No deja de ser cierto que los hombres siguen reafirmando su poder al condicionar la promoción de las mujeres en función de cuán bellas son, etc. Betty la fea es un poderoso recordatorio de estas realidades (mucho más simpático que la canción de Dame pa matala, o más divertido que el libro de Wolf).
Pero, como ha solido ocurrir con las más recientes representantes del feminismo, el libro de Wolf pronto abandona sus premisas plausibles, y arriba a conclusiones ridículas. Wolf imagina una mega conspiración mundial de corporaciones para deliberadamente oprimir a las mujeres. Su libro termina por convertirse en una teoría de la conspiración más, afín a los temores por los masones y judíos.
Quizás lo más cuestionable del libro de Wolf y de la canción de Dame pa matala, es su premisa de que la belleza es un mito socialmente construido. Aun entre filósofos serios, existe una tendencia a rechazar el relativismo epistemológico y moral, pero aceptar el relativismo estético; a saber, la idea de que no hay criterios universales de belleza. Pero, es necesario cuestionar esto.
Los patrones de belleza femenina no han sido inventados por el capitalismo patriarcal. Las corporaciones apenas se han aprovechado de un gusto que ya está inscrito en el código genético. Ninguna publicidad, por insistente y agresiva que sea, podrá persuadir a los consumidores de que se vean complacidos al contemplar una mujer con senos caídos, arrugas en la piel, o cara asimétrica. Nunca podrá lograrlo, en buena medida porque el desdén por estos rasgos tiene una base biológica.
Contrario a lo que opina Wolf, sí existen patrones universales de belleza. Se ha documentado, por ejemplo, que todas las culturas expresan preferencia por mujeres con una diferencia sustantiva entre las dimensiones de la cadera y la cintura. El origen de ésta, y otras preferencias, está en la evolución de nuestras mentes. Y, por ende, estas preferencias están inscritas en nuestra biología. Las razones evolucionistas de estos fenómenos no son difíciles de entender.
En la evolución, aquellos organismos que exhiban alguna conducta que les permita sobrevivir mejor, o reproducirse en mayor proporción, tendrán ventaja. Así, nuestros ancestros hombres probablemente tuvieron más disposición a la promiscuidad, pues aquellos que no eran promiscuos, estuvieron en desventaja para transmitir sus genes, y se extinguieron. Ahora bien, en el momento de seleccionar parejas, tuvieron más ventajas para pasar sus genes, aquellos hombres que sintieran atracción por rasgos que suelen denotar fertilidad. Los senos grandes y levantados, la proporción entre cintura y cadera, y las nalgas redondas, son signos de fertilidad. Aquellos hombres que se complacieran con estos rasgos, tendrían más oportunidad de pasar sus genes. En cambio, aquellos hombres que no tuvieran preferencia por estos rasgos, están en desventaja para pasar sus genes (debido a la baja fertilidad de sus compañeras). Así, al final, prevalecieron más los genes que codifican gustos por nalgas redondas y senos grandes y levantados. Hoy, los hombres llevamos esos genes.
¿Y las preferencias de las mujeres? A diferencia del hombre, la mujer tiene un periodo limitado de fertilidad, y una vez que queda embarazada, no puede volver a fecundar. Por ello, a diferencia de los hombres, la promiscuidad no es una ventaja para que las mujeres pasen sus genes. En vista de esto, la selección natural favoreció otras estrategias en las mujeres: en vez de seleccionar a las mujeres promiscuas, la evolución seleccionó a las mujeres que escogieran con más cuidado a sus parejas. Y, así, la mujer no busca signos de fertilidad (pues la fertilidad del hombre no es tan limitada), sino signos de riqueza económica y salud, a fin de asegurar que su cría heredará una buena salud, y contará con recursos óptimos para sobrevivir. Esto explica, en parte, la tendencia de las mujeres a preferir hombres mayores, con caras bonitas (signo de buenos genes que combaten enfermedades), y exhibición de riqueza económica.
Ninguno de las grandes figuras en la psicología evolucionista propone que estamos determinados por estos genes. Pero, sí advierten que hay una base biológica para que a los hombres nos gusten las tetas grandes y levantadas, y las mujeres se fijen más en la billetera que en los atributos físicos de los hombres. Esas tendencias biológicas son reversibles; no somos prisioneros absolutos de ellas. Y, en ese sentido, podemos considerar las advertencias de Naomi Wolf y Dame pa matala: la obsesión con la belleza puede traer graves consecuencias psicológicas, y existen grandes riesgos en las cirugías plásticas.
Pero, para enfrentar a un enemigo, es necesario reconocer su naturaleza y su dimensión. Creer que la concepción de la belleza femenina es un mito inventado por el capitalismo, y que por ende, no tiene ninguna base biológica, es subestimar el atractivo de la belleza. Si Wolf y Dame pa matala pretenden conseguir algo, deben ser más humildes, y reconocer que se enfrentan a una tendencia firmemente establecida en el código genético de la especie humana. Serán muchos más eficaces si se proponen moderar, pero jamás prescindir, de los patrones de belleza femenina que las condiciones del Pleistoceno impusieron sobre nuestros ancestros, y que nosotros heredamos hoy en la sociedad industrial.