jueves, 21 de agosto de 2014

El brote de ébola plantea viejas cuestiones morales



            En esta época de poscolonialismo, es demasiado fácil reprochar a las potencias europeas ser las causantes de los males de África. Y, frente a una tragedia como el reciente brote de ébola, se vuelve a hacer la acusación. Es difícil ver cómo la aparición de un virus puede ser culpa de otro país; pero, ante tragedias como éstas, sobran las teorías conspiranoicas.

            Sería insensato negar el daño que, en efecto, hicieron las potencias occidentales a África en la fase más avanzada del colonialismo. Pero, evitamos el error de los poscolonialistas, y no vayamos tan lejos. La epidemia del ébola es originaria de África, y es ridículo señalar como responsable a un país occidental. Más aún, los poscolonialistas, contaminados de relativismo cultural, defienden la idea de que todos los sistemas medicinales tienen el mismo valor, y que la medicina científica occidental no es ni mejor ni peor que la curandería africana. Se equivocan gravemente: en el caso del ébola, muchas creencias y prácticas culturales africanas (manipular cadáveres, aceptar la enfermedad como un castigo divino, entre otras cosas) ha empeorado el brote. Nuestra única esperanza frente al ébola es aplicar los conocimientos médicos científicos que sólo se han desarrollado en escuelas occidentales, y exigir a los africanos que abandonen sus prácticas de curandería tradicional. Duele decirlo, pero al menos en este caso, la salvación del hombre negro es el conocimiento que viene del hombre blanco.
            Otros críticos reprochan a Occidente el tener una medicina que aparentemente cura el ébola, pero que sólo la aplican a los blancos, no a los negros nativos. Esto plantea un viejo debate en ética: si alguien desarrolla una cura para una enfermedad, pero la quiere vender a un elevadísimo precio, ¿debe el Estado obligar a esa persona a venderla a un precio menor? Mi respuesta es no, por motivos deontológicos y consecuencialistas. El motivo deontológico: la enfermedad de ninguna manera es responsabilidad de quien desarrolló la cura, y por ende, esa persona no está en obligación de usar su propia invención en beneficio de los demás; sería intrínsecamente injusto obligar a alguien vender a un precio más barato aquello que, por cuenta propia y su esfuerzo propio, ha desarrollado. El laboratorio norteamericano que aparentemente desarrolló la cura del ébola no es responsable del brote de esa enfermedad en África (sería harina de otro costal si se demuestra que ese laboratorio inoculó el virus para vender la cura, pero los conspiranoicos están muy lejos de demostrarlo), y por ende, no tiene ninguna obligación. Puede vender la cura al precio que mejor le parezca. Ciertamente, sería loable que el laboratorio hiciera una labor humanitaria, pero no podemos obligarlos a hacerlo. A lo sumo, sería el tipo de actos que en moral se llaman “superogatorios”, actos que tienen valor moral, pero que no hay obligación de hacerlos.
            El motivo consecuencialista para sustentar la idea de que el Estado no debe obligar a una persona a vender a bajo la cura de la enfermedad, es que, a la larga, será perjudicial para todos. ¿Qué incentivo tendrá un laboratorio para desarrollar una cura para una nueva enfermedad, si queda ésta como precedente de que no habrá las ganancias a las cuales se aspiran? A la larga, esto generará aún más muertes, pues cuando venga un nuevo brote, ya nadie tendrá curas, debido a la falta de motivaciones para la inventiva humana.
            Pero, entonces, ¿qué hacer frente al ébola? Varias cosas. Primero: dejar de jugar a la conspiranoia, y aceptar que esto es una catástrofe natural en la cual las potencias occidentales no tienen ninguna responsabilidad. Segundo: admitir la superioridad de la medicina occidental y el carácter perjudicial de las costumbres culturales africanas. Tercero: buscar maneras de que sea lucrativo para los laboratorios vender sus curas en África, pues pretender que sea por puro afán humanitario, es peligrosamente ingenuo.

jueves, 14 de agosto de 2014

Cheverito y el optimismo irracional



            He conversado en alguna ocasión con Eparquio Delgado en mi programa de radio, y ahora he leído su libro Los libros de autoayuda ¡vaya timo! En esta obra, Delgado se propone combatir el boom que en las últimas décadas ha prosperado en torno a este género de literatura. Son muchas las cosas criticables de los libros de autoayuda, pero Delgado destaca fundamentalmente dos: 1) el grotesco y peligroso simplismo con que se abordan los problemas emocionales, y sus posibles soluciones; 2) el excesivo optimismo que estos libros transmiten.

            Me interesa especialmente la segunda crítica. Los libros de autoayuda se acercan peligrosamente a la magia, pues postulan que toda la clave de nuestro éxito está en nuestro pensamiento. Piensa en algo bueno, y se te dará. No importa cuán deprimente puede ser la realidad, sólo es necesario cambiar la actitud. Y, en tanto tú tienes el control de tu vida, si fracasas, obviamente tú eres el culpable, por no haber tenido suficiente “buena energía”.
            El libro de Delgado me hizo recordar algunos otros, ya clásicos, que denuncian la tiranía del optimismo. Quizás el más célebre sea el de Barbara Ehrenreich, una paciente de cáncer que no sólo tuvo que enfrentarse a esa enfermedad, sino también a toda la expectativa social de que el paciente con cáncer no tiene derecho a estar deprimido, y que, en última instancia, se pierde la “batalla” (Susan Sontag célebremente objetaba el uso de metáforas militares para referirse a esta enfermedad, pero por ahora, hago caso omiso) porque no se desea lo suficiente la recuperación. El optimismo sin límites termina por justificar el status quo; es como una ley del karma, en tanto cada quien tiene lo que se merece. ¿Eres pobre? No has deseado lo suficiente el ser rico. ¿Te discriminan por ser negro? Ha de ser porque siempre exhibes actitudes acomplejadas. Todo está en tu mente, todo es cuestión de actitud.
            En su libro, Delgado destaca que esta manera de entender el mundo es muy prominente en el mundo de los negocios. En ese cruel mundo, unos ganan y otros pierden. Pero, para legitimar los resultados, el mundo corporativo acude a los libros de autoayuda. Como con los ratones de ¿Quién se llevó mi queso?, quien perdió y no tuvo suficientes ventas ha de ser porque no fue emprendedor, y no sonrió al mundo desde un inicio. No es casual que, las grandes empresas de mercado multi-nivel, como Amway o Herbalife, persigan un agresivo adoctrinamiento de sus miembros, a través de la lectura de estos libros basura.
            Pero, he detectado en el libro de Delgado algún sesgo. Ciertamente, este optimismo tiránico domina el mundo de los negocios, el corazón del capitalismo. Pero, observo que es también prominente en los regímenes de izquierda. Y, ofrezco a mi país, Venezuela, como el mejor ejemplo.
            Mientras que el presidente de AMWAY recomienda leer El caballero de la armadura oxidada y otros libros de autoayuda, Hugo Chávez recomendó leer a Marx, Lenin, Rousseau, etc. A simple vista, no hay comparación entre ambas recomendaciones de lectura. Pero, Chávez sí trató de persuadir al pueblo venezolano de que la burguesía nacional se quejaba injustificadamente, y de que en Venezuela había muchísimos motivos para ser feliz. En su confrontación maniqueísta, Chávez insistentemente decía que en la oposición abunda gente amargada, mientras que en el chavismo la felicidad era constante. Chávez promovió una pasta dental en la cual se leía el mensaje “Una sonrisa para Venezuela”, y muy sutilmente, ordenaba al pueblo a sonreír frente a su proyecto político.
            Lamentablemente, Venezuela no es un país que inspire sonrisas. Las cifras de crimen e inseguridad son espeluznantes, y ahora, atravesamos una gravísima crisis económica que se ha materializado en desabastecimiento masivo. Pero, como en el mundo de los negocios, los políticos socialistas opinan que todo es cuestión de actitud. El país se despedaza y el crimen aumenta, pero la televisora estatal, VTV, sólo habla de los supuestos grandes proyectos que el gobierno inaugura.
            Todo esto ha alcanzado su paroxismo con la aparición de un personaje de tiras cómicas, auspiciado por el gobierno: Cheverito. Este personaje viaja sonriente por Venezuela, descubriendo las maravillas de este país. Como se sabe, “chévere” es la expresión coloquial venezolana que denota satisfacción. Cheverito es la personificación del optimismo.

            El mundo de los negocios ha sido relativamente eficaz en adoctrinar a su gente con los libros de autoayuda. El régimen socialista de Venezuela, en cambio, no parece triunfar en su propósito con Cheverito. El pueblo empieza a reconocer que esto es una burla. Más de veinticinco mil muertes violentas al año, anaqueles vacíos, y corrupción galopante no es motivo de sonrisa. Y, además, los viajes que Cheverito hace (al Salto Ángel, a la Gran Sabana, etc.) son costosísimos al venezolano común.
            Hasta donde sé, no ha habido parodias de los libros de auto ayuda; sólo críticas como las de Delgado. En cambio, ante lo grotesco que resulta el optimismo de Cheverito, sí ha habido muchas parodias de este personaje. En estas parodias, Cheverito es asaltado por delincuentes, tiene que pasar horas en colas de supermercados para conseguir los alimentos básicos. Incluso, parece que el gobierno venezolano empieza a reconocer que Cheverito se está convirtiendo en su propio Frankenstein optimista, y se empieza a dar cuenta de que el personaje es contraproducente. Crece el rumor de que el gobierno prontamente sacará de circulación las tiras cómicas de Cheverito.
            Ciertamente, el optimismo puede servir como un mecanismo psicológico que nos permite enfrentarnos a situaciones difíciles. Pero, también, el empeño en creer que todo va bien y que nosotros tenemos el absoluto poder para cambiar las cosas, puede más bien empeorarlas. Si racionalmente evaluamos la situación, podremos elegir mejor las estrategias a seguir para realistamente cumplir propósitos. Los libros de autoayuda nos hacen crecer en ambiciones que, francamente, nos pueden conducir a la catástrofe. Pero, este optimismo enfermizo no es exclusivo del mundo corporativo; también ha sido una estrategia común de los gobiernos. Todo gobierno, de derecha o izquierda, que pretenda que con tan sólo sonreír frente al mundo, desaparecerán los problemas, ha de ser duramente criticado. Del mismo modo en que Delgado reprocha al mundo empresarial, creo que los venezolanos debemos reprochar a nuestro gobierno por su optimismo irracional.