domingo, 30 de junio de 2013

La revelación de Gabriel y la resurrección de Jesús



En mis debates con gente que pretende probar la resurrección de Jesús como hecho histórico, frecuentemente me encuentro con el argumento de que los primeros discípulos de Jesús no pudieron haber inventado la historia sobre la resurrección (con o sin mala intención), pues en el contexto religioso de la Palestina del siglo I, los judíos no tenían expectativa de que un cadáver resucitara. Los discípulos no pudieron haber alucinado con Jesús resucitado, pues por lo general, las alucinaciones requieren un condicionamiento cultural previo de expectativas, y en ese contexto, no había la expectativa de la resurrección. Ciertamente, postula el argumento, los fariseos afirmaban la resurrección de los cuerpos (y esto los separaba de sus adversarios, los saduceos), pero esperaban que ésta ocurriese en un momento apocalíptico.
Siempre me ha parecido un argumento débil. En primer lugar, los propios evangelios narran que Jesús resucitó dos muertos: Lázaro y la hija de Jairo. Esto comprometería la idea de que no había expectativa en torno a la resurrección. La historia sobre Lázaro es menos creíble (procede de Juan, el evangelio menos confiable) que la historia sobre la hija de Jairo (contenida en los sinópticos, textos más confiables que Juan). Me inclino a pensar que, seguramente, la hija de Jairo no estaba muerta aún, y Jesús la logró curar mediante algún placebo. Pero, evidentemente, en el contexto de la historia, todos (y probablemente también el propio Jesús) creían que estaba muerta. Con este antecedente, no es tan difícil pensar que los discípulos sí tenían expectativa de que un cuerpo resucitase.
Además, el mismo Mateo 14: 2 nos informa que Herodes temía que Juan Bautista hubiese resucitado de entre los muertos; de nuevo, esto sería señal de que sí había una expectativa en torno a las resurrección.
Pero asumamos que, en efecto, los judíos del siglo I esperaban la resurrección sólo al final de los tiempos, como parte del apocalipsis. Pues bien, hay suficientes evidencias para suponer que muchos de esos judíos (y presumiblemente los propios discípulos de Jesús) creían que el apocalipsis había llegado. Antes, durante y después del ministerio de Jesús, pulularon figuras mesiánicas que anunciaban el inminente apocalipsis, o algún evento parecido (Juan el Bautista, José el egipcio, Teudas, Jesús el hijo de Ananías). El propio Jesús, por supuesto, fue un predicador apocalíptico. Y, Mateo 27: 52 narra, en clara clave apocalíptica, que después de la muerte de Jesús, los sepulcros de Jerusalén se abrieron, y los muertos resucitaron. Obviamente, el autor de Mateo creía que en aquel momento se inauguraba el apocalipsis, o algo similar. En consecuencia, es perfectamente suponible que los discípulos de Jesús opinaban que algún evento apocalíptico estaba próximo a ocurrir. Y, en ese sentido, la expectativa por la resurrección ya no habría sido tan atípica.
En todo caso, si bien la expectativa es un factor importante a la hora de explicar alucinaciones, no es siempre condición necesaria. Nadie tenía expectativa de que el sol se desplomase a inicios del siglo XX en Portugal, pero con todo, miles de personas alucinaron con este tipo de fenómeno en Fátima. Siempre hay pioneros que, por razones que aún no comprendemos totalmente, alucinan con algo ajeno a su contexto cultural, y eventualmente, contagian a otras personas con estas alucinaciones. La primera persona que alegó ser raptada por extraterrestres seguramente lo hizo sin que su cultura tuviese esa expectativa (precisamente por eso fue la primera persona en hacerlo), pero su alegato se volvió muy popular, y a esto le siguieron muchas otras abducciones. Del mismo modo, aun suponiendo que no había ninguna expectativa de encontrarse con un cuerpo resucitado, la experiencia de los discípulos de Jesús pudo haber sido pionera, y a partir de ella, se construyó la creencia en la resurrección de Jesús.
Con todo, un descubrimiento arqueológico más o menos reciente podría ser evidencia de que, en el siglo I en Palestina, había bastante expectativa frente a la resurrección de los muertos. En el año 2000, se descubrió en una de las cuevas de la comunidad de Qumrán (la misma que produjo los manuscritos del Mar Muerto, y que quizás pudieron ser los esenios mencionados por Josefo), una inscripción en tinta sobre una pared. Según la datación, la inscripción es anterior al nacimiento de Jesús. Esa inscripción es una revelación apocalíptica del ángel Gabriel, en la cual, según una traducción, narra muy brevemente la historia de un hombre ejecutado por los romanos, pero resucita al tercer día.
El hallazgo arqueológico está abierto a debate. Pues, si bien parece auténtico (a diferencia, por ejemplo, de la supuesta tumba de Santiago, la cual resultó ser un fraude), no es del todo claro que el texto haga referencia a una resurrección. Habrá que esperar un análisis más riguroso. Pero, si acaso queda establecido que, en efecto, el texto anuncia la resurrección al tercer día, entonces quedaría sin efecto el argumento de que los discípulos de Jesús no tenían expectativa respecto a su resurrección. Esto, por supuesto, no sería un alegato contundente (no probaría que Jesús no resucitó), pero al menos sí quitaría fuerza al argumento de que es imposible que los discípulos alucinaran sobre sus encuentros con Jesús.
Argumentar que sí había expectativa entre los judíos en torno a la resurrección, por el hecho de que en el Mediterráneo pulularon leyendas sobre dioses que mueren y renacen (Osiris, Dionisio, etc.), es muy problemático. No es del todo claro que los judíos tuviesen noticias sobre estas historias, y si acaso las conocían, es poco probable que las tomaran en serio y se dejasen influir por ellas. Pero, la inscripción de la revelación de Gabriel sobre la roca en la cueva de Qumrán sí sería un alegato de mayor peso, pues se ubica perfectamente en el contexto apocalíptico de los judíos del siglo I (y no sólo los esenios).

viernes, 28 de junio de 2013

Pat Robertson tiene una obsesión apocalíptica... ¡pero también la tuvo Jesús!



En el mundo latinoamericano no estamos tan familiarizados con una serie de personajes norteamericanos que, bajo cualquier óptica, resultan repugnantes. Se trata de la llamada “derecha religiosa norteamericana”. Este grupo, encabezado por figuras como Billy Graham, Pat Robertson, o el ya difunto Jerry Falwell, proceden de iglesias evangélicas fundamentalistas. Si bien sus teologías son variadas entre sí, comparten como base una firme expectativa apocalíptica. A su criterio, el mundo está próximo a acabarse, y hay que tomar las previsiones. 
Hal Lindsey, un autor de libros en la década de los setenta, popularizó la idea de que el libro de Revelación ya ha anticipado con detalle cómo será el fin del mundo, y Lindsey se dio a la tarea de identificar a algunas figuras del libro de Revelación, con varios personajes de la geopolítica internacional. Más recientemente, los novelistas Tim LaHaye y Jerry Jenkins produjeron una serie de best sellers, en los cuales se narran las aventuras de algunos cristianos no muy virtuosos (los más virtuosos han sido arrebatados por Dios para ahorrarles el sufrimiento) durante los tiempos de la tribulación y la aparición del Anticristo.
Esta manera de ver el mundo no sería preocupante si no fuera por sus implicaciones políticas. Todos estos fundamentalistas opinan que, si la sociedad moderna sigue con sus ‘perversidades’ (secularización, homosexualidad, aborto, etc.), Dios la juzgará severamente. Pero, de forma más preocupante, la derecha religiosa cree que tiene el poder de acelerar la llegada de Cristo. No conviene alcanzar la paz mundial; al contrario, si propiciamos las guerras, eso acelerará la batalla final apocalíptica, y así Cristo regresará para instaurar el milenio de paz y prosperidad. Además, para que Cristo regrese, las tribus de Israel deben reconstituirse, y por ello, urge favorecer la expansión del actual Estado de Israel, sin importar si eso encenderá la mecha del conflicto en el Medio Oriente.
Con justa razón, los cristianos más moderados de distintas denominaciones opinan que estos grupos evangélicos son muy peligrosos, y que su obsesión con el apocalipsis tiene el potencial de propiciar guerras devastadoras. Los cristianos más progresistas prefieren bajar el tono a los componentes apocalípticos de su religión, y enaltecer mucho más el mensaje ético que dejó el maestro Jesús. Para estos moderados, Jesús es más afín a Gandhi, Martin Luther King o Mandela.
Pero, pretender esto es engañarse. Un examen de la evidencia histórica revelará que el mensaje de Jesús es más parecido al de los evangélicos obsesionados con el apocalipsis, que al de los teólogos liberales que enfatizan la acción social y un mensaje moderado de paz y amor.
Jesús apareció en un contexto de muchísima expectativa apocalíptica. Durante siglo y medio antes de su nacimiento, los judíos habían estado enfrentando a opresores extranjeros. Frente a aquella desesperación, empezó a pulular la idea de que, muy pronto, Dios intervendría abruptamente en medio de cataclismos y eventos espectaculares para poner fin a la opresión, restituiría las tribus de Israel, e inauguraría una era de dicha y prosperidad. Los judíos debían prepararse para la llegada abrupta del Reino de Dios, pero habría que confiar en la acción de Dios; en otras palabras, no sería necesaria la acción humana para adelantar la llegada del Reino.
Muy probablemente Jesús fue discípulo de Juan el Bautista, y éste fue un predicador apocalíptico. Después de la muerte de Jesús, sus discípulos dieron claras muestras de tener expectativas de que el mundo llegaría a su fin en cualquier momento. Pablo, sobre todo en su correspondencia epistolar con los tesalonicenses, da muestras de tener la convicción de que muy pronto llegaría el fin.
Si el maestro de Jesús era un predicador apocalíptico, y sus seguidores continuaron con este mensaje, entonces tiene pleno sentido asumir que el propio Jesús era también un predicador apocalíptico que anunciaba, a la manera de Falwell y Robertson, el fin del mundo. Hay, de hecho, varios pasajes en los evangelios que exhiben una intensa expectativa del apocalipsis inminente. El discurso en Marcos 13 (llamado el ‘pequeño apocalipsis) es el más emblemático. A diferencia de algunos predicadores más recientes (como Edgar Whisenant, quien ofreció 88 razones por las cuales el arrebatamiento ocurriría en 1988), Jesús no le puso fecha al fin del mundo. Pero, dejó muy claro que los eventos apocalípticos ocurrirían antes de que su generación pasara (Marcos 13: 30 y paralelos).
Por supuesto, acá estamos, y el apocalipsis no ha llegado. Pero, como suele ocurrir con los movimientos apocalípticos, el fracaso de la predicción no implica el fin del movimiento. Lo más habitual consiste en reacomodar el mensaje religioso para intentar salvaguardar la predicción original. De hecho, así pasó con Jesús: en vista de que las predicciones de Jesús no se materializaban, los posteriores cristianos fueron moderando su prédica apocalíptica, y esto se refleja en la progresión diacrónica de los textos: los más tempranos, como I Tesalonicenses o Marcos, son los textos más apocalípticos; los más tardíos, como Juan, ya casi no tienen contenido apocalíptico.
En vista de todo esto, me parece que debemos ser más consistentes en nuestros juicios. Y, así como estamos dispuestos a considerar que Pat Robertson o Jerry Falwell son personajes peligrosísimos en virtud de sus obsesiones apocalípticas, debemos también reconocer que el mensaje de un predicador apocalíptico del siglo I no tiene mucho que ofrecernos hoy.
Hoy es habitual intentar resolver problemas haciéndose la pregunta, “¿Qué haría Jesús?”. Me parece que es una pregunta estéril. Jesús haría lo que cualquier creyente en la inminencia del fin del mundo haría. Aquellos moderados que quieren rescatar el mensaje ético de Jesús participan de una terrible ilusión. El mensaje ético de Jesús no puede desvincularse de su idea apocalíptica, y por ello, no nos sirve de mucho. Es prácticamente imposible vivir bajo las directrices del sermón de la montaña. Entregar la otra mejilla es casi un acto suicida; vender las propiedades o abandonar a la familia para acompañar a un maestro es un arrebato irracional.
La ética de Jesús es apocalíptica, en tanto sus directrices cobran sentido sólo si se opera bajo la premisa de que el mundo está próximo a acabarse. Si el mundo se va a acabar muy pronto, y ya Dios intervendrá para poner fin a la opresión, no tiene sentido ofrecer resistencia, o seguir acumulando bienes mediante el trabajo, o cultivar las relaciones familiares. Ante la inminencia del fin, tiene pleno sentido entregar la otra mejilla; de nada servirá resistir a un opresor que ya pronto Dios exterminará. El mensaje ético de Jesús invoca el corto plazo: es una ética transitoria, mientras llega el Reino de Dios.
Pero, en vista de que el mundo no se ha acabado, y no tenemos expectativa de que se vaya a acabar en los tiempos más próximos, debemos plantearnos una ética que nos permita encontrar soluciones firmes y de largo alcance a los problemas que enfrenta la humanidad. Seguir el mensaje ético de Jesús es similar a seguir las directrices desquiciadas de Pat Robertson o Jerry Falwell. A estos fundamentalistas apocalípticos debemos reconocerles que ellos están más cerca del Jesús histórico. Y, precisamente porque estos personajes nos repugnan, deberíamos comprender que Jesús es una figura que, en su contexto apocalíptico, pudo ser digna de admiración, pero que tiene poco que ofrecer al hombre del siglo XXI.

jueves, 27 de junio de 2013

El arrebatamiento, una fantasía peligrosa



            En la escuela primaria, en una ocasión mi madre me envió erróneamente con el uniforme de educación física. Naturalmente, fui el hazmerreír de mis compañeritos ese día, y las burlas fueron muy crueles. En mi desesperación, creció en mí la fantasía de que un tío que trabajaba cerca de mi colegio, me viniese a buscar y me rescatara de aquella tortura. Por supuesto, mi fantasía no se cumplió, y tuve que aguantar el suplicio el día entero.
            La mentalidad infantil es proclive a tener estas fantasías de rescate. Los niños no están preparados psicológicamente para enfrentar situaciones difíciles, y supongo que un mecanismo de defensa es imaginar la llegada abrupta de un salvador. Supongo también que el reflejo infantil de levantar las manos para que el adulto cargue al niño, obedece también a esta tendencia: se busca la protección y la intervención del adulto para rescatar al niño del peligro.
            Ahora bien, no me parece meramente casual que el mismo reflejo de alzar las manos para solicitar ser rescatado predomine también en la experiencia religiosa: basta observar una sesión de evangélicos que frenéticamente levantan los brazos. El feligrés actúa en buena medida como un niño que solicita a un padre, Dios, que intervenga y se lleve a sus hijos de este mundo cruel e infeliz.
            Muchas manifestaciones religiosas incorporan estas ideas. Incluso, la ufología de tiempos recientes ha también explotado la idea de que los extraterrestres llegan para llevarse a los terrícolas, y mucha gente inconforme con este mundo, tiene el anhelo de que, efectivamente, llegue un platillo volador y se los lleve a un mundo mejor. Marshall Applewhite, el líder de una secta ufológica que cometió suicidio colectivo en la década de los noventa del siglo pasado, partió de esa premisa (aunque, por supuesto, hay también grupos ufológicos que alegan que las abducciones extraterrestres no son nada agradables, pues quienes las sufren, son objeto de terribles experimentos sexuales).
            Un creciente sector del cristianismo protestante tiene fantasías de rescate, en un estilo hollywoodense. No se trata propiamente de la llegada de un platillo volador que nos rescatará de este valle de lágrimas, pero sí de una suerte de viaje intergaláctico. Se trata de la llamada ‘abducción apocalíptica’.
            En los inicios del cristianismo, el apóstol Pablo recibía comunicaciones epistolares por parte de feligreses ansiosos. Los primeros grupos cristianos esperaban entusiastamente la llegada del fin del mundo y el regreso de Cristo, y creían que lo presenciarían en sus propias vidas, tal como se les había prometido. Pero varios miembros de la comunidad cristiana estaban muriendo, y el apocalipsis no llegaba. Pablo escribió a la comunidad de Tesalónica para calmar estas angustias, y reafirmarles la expectativa. En su descripción sobre los futuros acontecimientos apocalípticos, Pablo les escribió lo siguiente: “Después nosotros, los vivos, los que todavía estemos, nos reuniremos con ellos, llevados en las nubes al encuentro del Señor, allá arriba. Y estaremos con el Señor para siempre”. (I Tesalonicenses 4: 17).
 
            Es difícil saber si Pablo realmente creía que habría un viaje literal a las nubes. Parece bastante claro que la primera generación de cristianos tuvo una expectativa apocalíptica literal. Pero, en vista de que el apocalipsis no llegaba, los textos más tardíos del Nuevo testamento fueron apaciguando el mensaje apocalíptico. Yo me inclino a pensar que Pablo sí tenía la expectativa de que hubiera un viaje literal a las nubes, pero que ya a finales del siglo I, esa expectativa no estaba presente en la comunidad cristiana, y el mensaje cristiano se fue modificando, y ya no se hacía énfasis en la inminencia del apocalipsis. Así, el pasaje redactado por Pablo no cobró tanta importancia.       
No obstante, en el siglo XIX, el teólogo John Nelson Darby insistió sobre la relevancia de este pasaje, e inventó la doctrina del arrebatamiento: en los días del apocalipsis, habrá un periodo de tribulación, cuando aparecerá el Anticristo y batallará contra las fuerzas del bien, y sobrevendrán todo tipo de catástrofes, dando cumplimiento al libro de Revelación. Pero, Dios ahorrará todo este sufrimiento a los fieles, y se los llevará consigo a un lugar maravilloso, mientras que el resto de la gente será “dejada atrás” para sufrir todas estas calamidades.
Esta creencia, inicialmente marginal, es estándar ya entre los evangélicos que, desde EE.UU., se expanden por todo el mundo, especialmente América Latina. Y, EE.UU. ha ofrecido su aparato mediático para potenciarla. Con sádica imaginación (no muy distinto, por supuesto, del sadismo original de Juan de Patmos), cineastas, músicos, escritores y demás gurús del marketing, han ofrecido descripciones vívidas de cómo será el apocalipsis, pero a la vez, han ofrecido la fantasía de rescate a sus audiencias: mientras los infieles “dejados atrás” atraviesan toda suerte de suplicios, los salvados observan desde las nubes con un cierto regocijo morboso. La serie de novelas Left Behind, escritas por Tim LaHaye y Jerry Jenkins explotan esta fantasía.
Un mínimo de fantasías siempre es psicológicamente saludable. En medio del suplicio de que mis compañeritos se burlaran de mí, mantuve la esperanza de que mi tío me rescatara, y eso me permitió aguantar hasta el final del día. Y, en efecto, muchos historiadores y sociólogos nos recuerdan que las fantasías apocalípticas salen a relucir especialmente en tiempos de crisis y persecución: la imaginación de la batalla final y el arrebatamiento permite a los perseguidos a aguantar un poco más, con la esperanza de que ya pronto Dios intervendrá para poner fin a la perversidad en el mundo.
El problema, no obstante, aparece cuando la fantasía obstruye a la realidad, sobre todo en momentos que se necesita de una acción racional. Si yo como adulto sigo creyendo que, cada vez que surja una dificultad, mi tío vendrá a rescatarme, me habré convertido en una persona disfuncional.
Pues bien, el mismo problema aparece entre los entusiastas del apocalipsis y el arrebatamiento. Quizás la audiencia a la cual estaba dirigida el libro de Revelación sí sufría una persecución intensa (pudo haber sido la persecución a manos del emperador Diomiciano, aunque algunos historiadores detectan cierta paranoia enfermiza en el autor de Revelación). Pero, ha sido común que muchos entusiastas del apocalipsis, en su mentalidad paranoica, se crean perseguidos cuando en realidad no lo son. Hoy en el mundo hay mucho sufrimiento, pero curiosamente, los entusiastas del arrebatamiento no son los niños hambrientos del África, sino representantes de la extrema derecha religiosa en EE.UU., gente que, por lo general, está muy bien acomodada.
Esta expectativa por el apocalipsis y el arrebatamiento es más preocupante aún, al tener en consideración sus consecuencias políticas. En vista de que hay la convicción de que pronto llegará un salvador que se llevará a los virtuosos, y dejará atrás a los infieles, muchos capitalistas norteamericanos asumen que no es necesario tomar previsiones para la conservación del planeta en los años venideros, pues el arrebatamiento ocurrirá en cualquier momento. De nada sirve cuidar el planeta, si ya éste va a ser sacudido en una tremenda tribulación cósmica. Y, además, puesto que las personas “dejadas atrás” son perversas, no hay obligación de dejarles un planeta en buenas condiciones.
La mentalidad que yace tras el entusiasmo por el arrebatamiento es típicamente irresponsable. Es como el niño que no le importa dejar sucio y desordenado el salón de clases, pues ya pronto a él lo van a venir a buscar sus padres. El arrebatamiento es una forma de escape delirante de los problemas que enfrenta la sociedad. En vez de analizar los problemas que enfrenta la humanidad, la respuesta es crearse una fantasía en la cual los otros se enfrentan a situaciones terribles, mientras que nosotros estamos en un parque afín a Disneylandia, disfrutando junto a Dios. 
Con los años y la madurez, yo aprendí a enfrentar las dificultades, y dejé de alzar los brazos en espera de que alguna figura paterna viniera a rescatarme en momentos incómodos. Por el bien de todos, es hora de que los grupos evangélicos que difunden la creencia en el arrebatamiento, abandonen estas fantasías y asuman que, si hay dificultades en el mundo, su solución está en el aquí y el ahora, y dejar de pretender que venga un platillo volador celestial y “deje atrás” a los pecadores.

martes, 25 de junio de 2013

Apoyo a Snowden, reprocho al gobierno de Venezuela



Una democracia necesita, como bien advirtió en su momento Montesquieu, un balance de poderes. Quien toma decisiones debe presentar cuentas claras, y se ha abusado del poder, el sistema debe ser lo suficientemente flexible como para permitir que algún agente denuncie ese abuso de poder, y se tomen las medidas correctivas.
Lo ideal es que las propias instituciones del Estado sean lo suficientemente autónomas del poder central para poder cumplir esta labor. Pero, por supuesto, no siempre ocurre así. Con todo, las democracias han cultivado mecanismos alternos de poner freno a los abusos del poder. Los ‘chivatos’ o ‘alertadores’ han venido a desarrollar un importante papel en la garantía de la democracia: desde el seno de las organizaciones, se han convertido en informantes que llevan a la luz pública los abusos que se cometen en las organizaciones en las cuales están inmersos. La mayoría de los países democráticos ofrece un mínimo de protección y garantías jurídicas a los chivatos.
Si el chivato opera en el seno de una institución del Estado, y la información que provee puede colocar en riesgo la estabilidad del país en asuntos militares, existe la tendencia a reprocharlo como un espía traidor a la patria. Pero, en oposición a la pretensión nacionalista, hay obligaciones éticas que están por encima de la patria. Es moralmente irresponsable proclamar “mi país, para bien o para mal”. Si mi país ha hecho algo inmoral y lo guarda como secreto, y yo tengo acceso a ese secreto, es moralmente aceptable (de hecho, es heroico) romper el secreto y llevarlo a la luz pública. No importa si, anteriormente, yo firmé un contrato que me impide divulgar secretos. Sólo tengo obligación de guardar secretos que no sean inmorales.
Edward Snowden es el chivato más reciente en EE.UU. Trabajó como analista en contratistas del gobierno norteamericano, y vio de cerca cómo el gobierno de EE.UU. ha penetrado la telefonía china, para tener acceso a millones de mensajes de textos escritos tanto por ciudadanos chinos como por ciudadanos norteamericanos.
Escuchar conversaciones privadas sin una orden judicial previa es una violación de una libertad civil elemental. El espionaje no es en sí mismo objetable, siempre y cuando esté dirigido contra personajes para los cuales existan una fuerte presunción de actividad ilegal o que constituyan amenaza para la seguridad pública. Pero, no podemos aceptar que millones y millones de personas constituyan una amenaza a la seguridad pública.
La situación en EE.UU. es ya preocupante. En momentos de guerra, las libertades civiles ceden. Lincoln suspendió el habeas corpus, el derecho al debido proceso, durante la guerra civil norteamericana. Franklin Roosevelt hizo algo similar durante la Segunda Guerra Mundial, además de que infamemente colocó a los ciudadanos de origen japonés en campos de concentración. A partir de la llamada “Guerra contra el terror” en 2001, Bush adelantó la Ley Patriota (la cual viola muchas libertades civiles), y ahora, se revela que el gobierno norteamericano avanza en su proyecto de pretender vigilar masivamente las conversaciones privadas, tanto fuera como dentro de su país. El chivatazo de Snowden es un gesto heroico para poner freno a este abuso del control estatal.
Pero, como en todo, no falta hipocresía a la hora de aproximarse a este asunto. El gobierno de Venezuela, mi país, se rasga las vestiduras por Snowden. Ve en él a un valiente disidente que despertó una conciencia moral ante los abusos del imperialismo norteamericano. Y, como parte de una maniobra propagandística, Venezuela se ha ofrecido como puente para que Snowden alcance un asilo en Ecuador, un país aliado de Venezuela.
El gobierno de Venezuela no tiene autoridad moral para apoyar a Snowden. Si bien la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en su artículo 48, estipula que no está permitido interferir conversaciones privadas (salvo por una orden judicial), el gobierno continuamente lo hace. Y, peor aún, ¡las transmite en la televisora estatal para someter al escarnio público a sus oponentes! Manuel Rosales, Teodoro Petkoff y Miguel Otero Silva, entre otros, han sido víctimas de estos abusos.
Pero, no es sólo eso. Lo mismo que en EE.UU., en Venezuela está erosionada la protección a los chivatos. Lo mismo que los patriotas norteamericanos, los patriotas venezolanos pretenden que los funcionarios públicos sean más fieles al Estado que a la moral.
Por ejemplo, hace unos años, el presidente de PDVSA, Rafael Ramírez, tuvo una reunión con gerentes de su empresa, en la cual amenazaba con amedrentar y expulsar a quienes no comulgaran con sus ideas políticas. Uno de esos gerentes grabó la grabación y la difundió públicamente, como parte de la denuncia de los abusos que se cometen en PDVSA. En vez de proteger a este chivato, se le persiguió bajo la excusa de que había violado la seguridad de la empresa, y se había convertido en espía a favor del enemigo (el mismo alegato que el gobierno de EE.UU. hace respecto a Snowden). Hoy, ningún funcionario público en Venezuela tiene la capacidad de llevar a la luz pública los abusos que se cometen dentro de las organizaciones públicas, pues corre el riesgo de enfrentar la acusación de violar acuerdos de guardar secretos organizacionales.
Venezuela apoya a Snowden, sólo porque es un disidente del poder al cual se enfrenta, y ve en ello una buena oportunidad para armar un show mediático. Pero, Venezuela está muy lejos de apoyar el cultivo de las libertades civiles, y la garantía de que los chivatos tengan un mínimo de seguridad después de cometer un acto de valentía.

sábado, 22 de junio de 2013

El revendedor no es mi enemigo



            Por muchas razones, aborrezco el nacionalismo. Pero, mi corazoncito nacionalista está en el deporte. Los nacionalistas tienen la terrible consigna “Mi país, para bien o para mal”. Mi abuelo, oriundo de Sevilla, solía decir “¡Viva el Betis manque pierda!”. Algo similar puedo decir yo de las Águilas del Zulia. Tengo mi franela y mi gorra naranja, y todos los años, trato de ir al estadio a apoyar a este emblema de nuestra región.
 
            Pero, sobre todo en los últimos años, he perdido el entusiasmo debido al suplicio que debo atravesar para conseguir las entradas a los juegos de béisbol. El estadio tiene apenas cuatro taquillas. Si el juego es en horas de la tarde, desde la mañana hay ya colas bajo el inclemente sol zuliano, aunado al terrible hedor de orina y basura acumulada en las cercanías de la taquilla. Y, para colmo, si el juego es realmente importante, muy probablemente los revendedores ya habrán comprado las entradas en su totalidad, para ofrecerlas a un precio superior al que se vende en las taquillas.
El béisbol venezolano es el paraíso del revendedor. No sólo hay reventa de las entradas, sino también venta de cerveza por encima del precio fijado por las autoridades. Es fácil descargar la ira contra el revendedor (sobre todo si las Águilas pierden y se ha consumido dos o tres cervezas en exceso). Pero, ¿realmente es el revendedor el monstruo inmoral que muchas veces se pinta? Yo no estoy tan seguro de ello.
En la década de los años setenta, el economista Walter Block publicó un libro famoso, Defendiendo lo indefendible. Ahí, desde una típica postura libertaria, se propuso defender personajes que tradicionalmente son reprochados como inmorales. Entre esos personajes, está el revendedor. Su argumento es el siguiente: el revendedor no hace más que sincerar los precios de la mercancía. El verdadero precio de la entrada no es el que se anuncia en la taquilla, sino el que la gente está dispuesta a ofrecer para entrar al espectáculo. Si el espectáculo no valiera lo que el revendedor ha estipulado que vale, la gente sencillamente no compraría las entradas al revendedor. Pero, precisamente, el hecho de que la gente acude al revendedor es indicativo de que el espectáculo sí vale lo estipulado por el revendedor.
De hecho, el revendedor está corriendo un riesgo. Al comprar las entradas y hacer una ‘inversión’, corre el riesgo de que, si revende a un precio demasiado alto, la gente sencillamente no comprará las entradas. La presión del mercado hace que el revendedor ajuste el precio a lo que realmente vale, pues es la única forma de vender las entradas.
La taquilla distorsiona el valor, al vender por debajo del valor real. Si la taquilla vende la entrada a partir del precio real, el revendedor no podrá adquirir ganancia. Pues, al pretender vender la entrada por encima del precio real, la gente no comprará la entrada; por regla general, el comprador no estará dispuesto a ofrecer más dinero de lo que realmente vale la entrada. Pero, precisamente, el revendedor hace su negocio en la medida en que vende la entrada ajustada al precio real.
Cabe preguntar: ¿qué gana la taquilla con vender por debajo del precio real? Block ofrece dos respuestas. La primera: al vender por debajo del precio, la taquilla produce colas, y al producir colas, genera un efecto publicitario que le permite evadir los costos de publicidad formal. Así, el dinero que deja de ganar en la venta del precio real, lo compensa con el ahorro de los costos de publicidad. La segunda: la taquilla puede verse presionada por relaciones públicas, y debe dar la impresión de ser ‘solidario’ con el pueblo (o, esto lo agrego yo, sencillamente el Estado puede obligar a vender la entrada a un precio fijo).
Abrazo sin temor el análisis de Block, en buena medida porque un espectáculo deportivo no es un servicio de primera necesidad. Y, por ello, no me parece objetable el revendedor en el estadio de béisbol. Si no me gusta, no voy al juego, y puedo optar por ir a caminar en el parque. Pero, ¿qué hay de la reventa de rubros de primera necesidad? ¿Sigue sin ser moralmente objetable el acaparador de productos que espera que el precio aumente? A simple vista, esto es un trago más grueso, pues ya no se trata de una vanidad como ir a un juego de béisbol, sino de las necesidades básicas del ser humano. Pero, visto con mayor rigor, la estructura del argumento es la misma: no hay motivo por el cual podemos excusar al revendedor de entradas, pero reprochar al revendedor de comida.
Lo mismo que el revendedor de entradas, el revendedor de comida no hace más que corregir la distorsión de los precios. Si él logra vender la comida más cara, ha de ser porque el precio real es precisamente el que él estipula. El acaparador y revendedor no harían negocios, si hubiese suficiente producción. El hecho de que los revendedores prosperan, ha de ser indicativo de que el precio real es más alto del que fija el Estado (o el que se anuncia en los anaqueles). Y, en ese sentido, el revendedor ha ofrecido un importante servicio; al corregir el precio del mercado, ha enviado una señal a la sociedad: el precio de la mercancía está alto, y para reducir el precio, es necesario producir más, incrementar la oferta de ese rubro. 
Ludwig von Mises célebremente postulaba que es casi un suicidio económico controlar los precios, pues si así se hace, no habría manera de saber cuáles rubros necesitan más producción. Para informar sobre las carencias de la producción, el revendedor es un emisario mucho más eficaz que el burócrata que reporta al gobierno dónde hay escasez. En todo caso, siempre quedo con un poco de temor al abrazar postulados de este tipo, pues he visto de cerca que la total liberación de una economía puede conducir al caos social. Pero, al menos a nivel teórico, es prudente someter a discusión crítica si el revendedor es realmente el monstruo inmoral que muchas veces se representa.