martes, 26 de marzo de 2013

Susan Sontag y las metáforas del cáncer de Chávez



            La secularización de la enfermedad ha sido uno de los principios fundamentales de la medicina científica. En el siglo V antes de nuestra era, Hipócrates de Cos revolucionó el entendimiento etiológico de la enfermedad, al postular que ésta tiene causas naturales, y no es debida a la acción de espíritus malignos.
 

            La innovación epistemológica de Hipócrates, por supuesto, tardó en tomar arraigo en el entendimiento popular de la enfermedad. Faltó mucho para que el populacho concibiera la enfermedad en términos estrictamente seculares. Las tradiciones heredadas de la llamada ‘teología deuteronomista’ (derivadas del Deuteronomio, en la Biblia hebrea) del antiguo Israel, postulaban que Dios es punitivo, y así, el sufrimiento es evidencia de pecado (es el típico razonamiento de los amigos de Job). El enfermo es culpable de su propia enfermedad.
            Si bien el cristianismo matizó esta teología (en una célebre ocasión narrada en el evangelio de Juan, Jesús sostiene que la ceguera no es producto del pecado), no desapareció del todo. Cuando la espeluznante peste bubónica azotó a Europa en el siglo XIV, la población fue muy proclive a interpretarla como un castigo divino por los pecados de la humanidad.
            Esta mentalidad persiste en nuestro mundo moderno. Entre religiosos fundamentalistas, está muy viva la creencia de que enfermedades como el SIDA es un castigo divino por la homosexualidad. Pero, también sobrevive esta mentalidad en una forma más secularizada. Bajo esta versión, el enfermo de SIDA no recibe un castigo divino, pero su condición es consecuencia de la promiscuidad o la drogadicción. El que sufre un infarto es culpable de vivir estresado o comer grasas. El que muere de cáncer no batalló lo suficiente.
            Los antropólogos e historiadores de la medicina siempre han advertido que, en torno a la enfermedad, existe una red de símbolos y construcciones sociales que efectivamente afectan el desarrollo de la enfermedad y su cura. En la década de los años setenta del siglo pasado, la crítica literaria Susan Sontag escribió un famoso libro, La enfermedad y sus metáforas, en el cual explora el proceso mediante el cual, al emplear metáforas específicas para describir enfermedades, los propios pacientes pueden mejorar o empeorar.
            La misma Sontag sufrió de cáncer. Y, a Sontag le preocupaba la forma en que la medicina metaforiza el cáncer, y evita hablar en términos estrictamente científicos sobre esta enfermedad. En la medida en que la medicina habla del cáncer en términos militares (“perdió la batalla contra esta enfermedad”), y enfatiza demasiado en el componente psicosomático de la recuperación, Sontag teme que el paciente sufra una carga adicional de presión por parte de la sociedad, y al final, se moralice la enfermedad. Con el ropaje metafórico en torno al cáncer, el paciente pasa de la cama del hospital, al banquillo de los acusados.


            La enfermedad de Hugo Chávez atravesó por un proceso similar. Durante su convalecencia, algunos de sus opositores acudieron a la burda explicación teológica de antaño. En alguna ocasión Chávez maldijo al Estado de Israel por su ocupación de los territorios palestinos, y con base en una obscura cita bíblica (Génesis 12: 3), sus detractores explicaron su enfermedad como un castigo de Dios por haber maldecido al pueblo elegido (es curioso que quienes invocan esta cita sean en su mayoría cristianos evangélicos, pues según casi todas las teologías cristianas, la alianza con Israel ha sido suplantada por una nueva alianza con toda la humanidad, y en ese sentido, Israel ya no sería el pueblo elegido). Otros, más inclinados a la ‘espiritualidad’ oriental, interpretaron su cáncer en función de la ley del karma: puesto que Chávez hizo tanto daño a Venezuela, sus acciones malignas se revertieron sobre él mismo.
            Aun otros buscaron explicaciones menos religiosas, pero igualmente agresivas respecto al mismo paciente. En una versión, la agresividad psicológica de Chávez perjudicó su sistema inmunológico. Su empeño en ganar las elecciones le impidió reposar, y eso lo terminó de matar. Entre tantos viajes, no cuidó su comida. En su obsesión por gobernar, no durmió lo suficiente. Al final, como en las explicaciones religiosas, estas explicaciones más secularizadas terminan culpando a la víctima.
            Los estilos de vida, por supuesto, pueden influir considerablemente sobre la propensión a enfermedades, y en ese sentido, siempre es plausible atribuir parte de una enfermedad a la responsabilidad del propio paciente. Pero, Sontag advertía que es urgente desmistificar el cáncer y otras enfermedades. Conviene hablar en términos estricta y llanamente científicos, pues al metaforizar la enfermedad, existe la tendencia a establecer juicios morales contra el enfermo. La expresión “perder la batalla contra el cáncer” supone que el enfermo fue derrotado y, por ende, hizo algo mal. Quizás el estilo de vida de Chávez tuvo alguna incidencia sobre su enfermedad. Pero, en honor a su memoria, y a todas las personas que han sufrido y sufren esta enfermedad, ¡dejemos de mistificar el cáncer!
            Pero, lamentablemente, el mismo Chávez (y ahora, sus seguidores), quisieron aprovecharse del poder metafórico del cáncer. Sus seguidores tenían expectativa de que, así como Chávez venció tantos obstáculos y fue un militar, él mismo saldría victorioso de esta ‘batalla’. En el estado inicial de su enfermedad, alguna gente rumoreó que todo aquello era una farsa, y en realidad se trataba de un acto propagandístico para levantar su popularidad frente a las nuevas elecciones. Yo nunca creí esto, pero sí llegué a creer que, en caso de que Chávez sobreviviese, su hazaña sería exaltada como una victoria militar más: así como venció a las oligarquías y los imperios, así venció al cáncer. De hecho, cuando Chávez proclamó al mundo que ya estaba curado y regresaba de la convalecencia, utilizó un despliegue mediático muy afín al regreso de un general romano en campañas militares.
 


            Y, por supuesto, aun después de su muerte, el cáncer de Chávez sigue siendo manipulado como metáfora por los chavistas. Nicolás Maduro insiste en la extravagante teoría de que la CIA implantó el cáncer de Chávez. Esto no es una mera teoría de la conspiración. Es también un juego metafórico: el cáncer de Chávez sería un símil de la opresión imperialista que el imperio norteamericano ha impuesto sobre América Latina. Y, para adornar el lenguaje de la lucha anti-imperialista, el cáncer de Chávez es un poderoso símbolo de los sufrimientos del Tercer Mundo.
            Como recurso retórico, ciertamente es una táctica muy ingeniosa. Pero, como arduamente denunció Sontag, la metaforización del cáncer agrede a los enfermos. La desmistificación del cáncer no sólo requiere que los opositores de Chávez dejemos de culparlo por su propia enfermedad; requiere también que sus seguidores dejen de hablar del cáncer como si fuese una batalla entre potencias imperiales y pueblos oprimidos.

domingo, 17 de marzo de 2013

Tú no eres un verdadero revolucionario, yo sí...



            Cenaba hace días con un amigo, y conversando sobre nuestras posturas políticas, confesé que hace algunos años yo era izquierdista. Inmediatamente mi amigo saltó a decirme que yo nunca había sido un “verdadero” izquierdista. Quedé perplejo. Aparentemente, mi amigo conocía mejor que yo mis propias posturas. En realidad, mi amigo no me conocía durante la época en que yo era izquierdista, y no tengo la menor idea respecto a cuál es el criterio que él utilizaría para identificar a un “verdadero” izquierdista. 

 

            La actitud de mi amigo es muy emblemática respecto a un fenómeno que está cobrando fuerza en Venezuela. Entre los seguidores de Hugo Chávez, crece la paranoia de que, en las filas del chavismo, se han infiltrado “falsos” izquierdistas que amerita. En algún momento, el propio Chávez exhortó a hacer una “revolución dentro de la revolución”, y así, expurgar a aquellos que fingen (o creen) ser izquierdistas, pero en realidad no lo son. En este clima de paranoia, se ha desatado una lamentable tendencia: aquellos que se autoproclaman “verdaderos” izquierdistas, se abrogan el derecho de juzgar quién es genuino y quién es falso, y para asegurarse de que nadie los acuse de ser farsantes, exhiben su exacerbada fidelidad a los ideales de izquierda. Más aún, en su cruzada en contra de los derechistas y los falsos izquierdistas, asumen una actitud de santurronería revolucionaria frente a los demás: yo soy el verdadero izquierdista y cuento con las credenciales para ello (fui guerrillero, o fui torturado, o fui excluido), tú, en cambio, eres un farsante que no cuenta con las credenciales para ser revolucionario.
            No deja de ser cierto que, efectivamente, en la Venezuela socialista hay gente disfrazada con camisas rojas. El gobierno de Chávez, a la usanza soviética, ha establecido un nefasto sistema de clientelismo estatal, en el cual, para gozar de privilegios, los ciudadanos deben dar muestras de lealtad política. Y, como ocurría frecuentemente en la URSS, es previsible que muchos inscritos en el PSUV no sean genuinos socialistas ideológicos, sino que sencillamente, quieren algún privilegio. Pero, precisamente, este sistema de clientelismo político exacerba la paranoia y la competencia entre chavistas para calificar quiénes son los verdaderos revolucionarios. Esto, previsiblemente, erosiona las virtudes cívicas de Venezuela.
            La paranoia respecto a los personajes que se disfrazan para subvertir a una institución desde adentro, es de vieja data. Buena parte del folklore sobre el anticristo gira en torno a la obsesión de que, en algún momento (más pronto que tarde, e incluso, puede estar ocurriendo ahora mismo), aparecerá un personaje que tendrá apariencia de ser cristiano, hará prodigios y tendrá carisma, pero en realidad, es el anticristo (el célebre cuadro de Signorelli precisamente representa a un Satanás dando consejos a una figura muy parecida a Cristo).

 

            Cuando Bagdad fue asediada por los mongoles en el siglo XIII, el filósofo musulmán Ibn Taimiyya argumentó que, aun si los mongoles se habían convertido al Islam, no eran “verdaderos” musulmanes pues no daban pleno cumplimiento a los preceptos del Corán. Y, puesto que eran musulmanes sólo en apariencia, había justificación para lanzar contra ellos una guerra santa.
            Algo similar argumentó siete siglos después el islamista egipcio Sayyed Qutb. Según Qutb, el Islam ha desaparecido en el siglo XX. Aquellos que dicen ser musulmanes, en realidad no lo son. Es necesario lanzar una nueva conquista, y expurgar a los farsantes que dicen ser musulmanes, pero en realidad son infieles (Nasser y todos los líderes árabes nacionalistas seculares, opinaba Qutb, son precisamente infieles disfrazados de musulmanes). Qutb proponía retomar el concepto de takfir (excomunión): quien no diese estricto cumplimiento a la ley islámica, sería considerado un apóstata del Islam.
            Pero, quizás el intento más infame por desenmascarar a los “falsos” adherentes a una ideología, fue la revolución cultural china, en la década de los años sesenta del siglo XX. Mao Tse Tung promovió la idea de que los gobernantes chinos que lo habían desplazado del poder, si bien eran nominalmente comunistas, habían introducido tendencias capitalistas decadentes. Y así, en un poderoso despliegue propagandístico, aglutinó a masas de seguidores (en una astuta movida para regresar al poder) en contra de supuestos capitalistas. Aquello despertó una terrible paranoia que propició espantosas persecuciones contra personas que, incluso, ellas mismas se consideraban comunistas ortodoxas.
            La historia nos ha advertido que todos estos movimientos han tenido resultados nefastos. La paranoia en torno a la aparición del anticristo ha propiciado persecuciones. Las ideas de Sayyid Qutb, con su insistencia de hacer guerra santa a los falsos musulmanes, ha promovido el fundamentalismo islámico. Y, la revolución cultural de Mao dejó millones de perseguidos y torturados. Los chavistas que, como los papistas de antaño respecto al Papa, pretenden ser más chavistas que Chávez, deben considerar seriamente las graves consecuencias de la creciente actitud de santurronería izquierdista que pretende “desenmascarar” a los “falsos” izquierdistas.

viernes, 15 de marzo de 2013

Las políticas de la identidad en la sucesión papal



            Sostenía Samuel Huntington, en su controvertido libro El choque de las civilizaciones, que tras el final de la Guerra Fría, los conflictos internacionales ya no estarían conducidos por motivos ideológicos (como lo fue la confrontación entre comunistas y capitalistas durante la segunda mitad del siglo XX), sino más bien por la prevalencia de identidades civilizacionales, especialmente el Islam contra Occidente.
 

            La tesis de Huntington ha sido muy debatida, pero me parece que hay un alto grado de plausibilidad en su postura. Pero, añado, el declive de motivos ideológicos en las luchas políticas no sólo ocurre en escenarios internacionales. De hecho, cobra prominencia en casi toda la actividad política.
            Antaño, la gente votaba por el candidato que expresara ideas que más resonaran en la conciencia de los votantes. Esta importancia de ideas alimentaba la discusión y el debate político. Desde hace tres décadas, esto ha quedado desfasado. Hoy se ha impuesto aquello que ha venido a llamarse las ‘políticas de la identidad’. Bajo este modelo, los actores políticos cobran fuerza, no por la expresión de sus ideas, sino por un conjunto de rasgos de identidad que los definen. Así, se conforman lobbies que ejercen presión para que un actor político que comparte las características identitarias (pero no necesariamente ideológicas) del lobby, adquiera poder.
            En este sentido, un actor político homosexual hará campaña bajo la consigna de que él dará poder a los homosexuales. Y, así, los homosexuales votarán por ese candidato, pues ven en él reflejada su identidad homosexual. A la larga, terminan siendo irrelevantes las posturas ideológicas del candidato en cuestión; lo relevante es que comparte un rasgo identitario con el colectivo que le ofrece su voto.
            Y, en estas políticas de la identidad, los orígenes étnicos tienen un peso relevante. El votante negro preferirá apoyar a un candidato negro, sin importar si ese candidato tiene posturas ideológicas aceptables. El mero hecho de que sea negro es ya suficiente para recibir apoyo del electorado negro; la ideología es un aspecto de menor relevancia. Evo Morales, por ejemplo, montó buena parte de su campaña electoral, no sobre la fuerza de sus ideas políticas, sino sobre el mero hecho de que sería el primer presidente indígena de Bolivia.
            Algo muy parecido acaba de ocurrir en la sucesión papal. Después de que Benedicto XVI anunció su retiro, se manejaron varios candidatos papables. Si bien la prensa indagó someramente respecto a sus posiciones doctrinales, los rasgos más sobresalientes en la elaboración de perfiles fueron precisamente sus nacionalidades y adscripciones étnicas.
            Desconozco qué ocurre en el cónclave. Pero, sospecho que, a la hora de votar, los cardenales se dejan llevar por esta política de la identidad. Su cálculo respecto a quién sería el mejor papa no está conducido tanto por factores como preparación intelectual o posturas doctrinales, sino más bien por su país de origen.
 

            Y, así, cuando Francisco I fue elegido, los católicos argentinos (y latinoamericanos en general) salieron a celebrar, sin detenerse a considerar quién es realmente este nuevo papa. Las políticas de la identidad son, al final, una forma de nacionalismo. La máxima más estúpida del nacionalismo es, “mi país, para bien o para mal”. Pues bien, las políticas de la identidad propician que se enuncie algo similar: “el candidato que comparte mi identidad, para bien o para mal”. Al final, la elección papal ha venido a convertirse en algo similar a un mundial de fútbol: cada persona apoya a los papables en función del mero hecho accidental de dónde nacieron y cuál es su lengua materna.
            Las políticas de la identidad han empobrecido la discusión y el quehacer político. No hay posibilidad de persuasión ni de emplear argumentos para tomar decisiones. Sencillamente, bajo este modelo, voto por quien lleve mi bandera. La Iglesia Católica, la cual originalmente tuvo pretensiones universales (de ahí viene la palabra ‘católico’), se ha dejado cautivar por la irracionalidad del nacionalismo. Y, lamentablemente, este nacionalismo crece cada vez en la actividad política en general.

viernes, 8 de marzo de 2013

Las feministas y la violación



            Una estrategia elemental para combatir y prevenir un crimen, consiste en comprender las causas de ese crimen. Las feministas comprensiblemente se preocupan por el crimen de la violación. Desafortunadamente, muchas feministas han abrazado teorías que distorsionan las causas de las violaciones, y como consecuencia, entorpecen la óptima prevención y combate de este terrible crimen.
 

            Tradicionalmente, ha habido dos formas de entender la violación. La primera es la más directa y atractiva al sentido común: el crimen de violación es fundamentalmente sexual; el agresor tiene un impulso sexual incontrolado, y lo impone a las mujeres. La segunda forma de entender la violación hace más énfasis en el juego del poder: la violación no está conducida por impulsos sexuales, sino por un deseo de ejercer poder y degradar a la víctima.
            La segunda tesis ha sido abrazada por la ola de feministas que, en concordancia con las modas postmodernistas procedentes de Nietzsche y Foucault, observan todo desde la óptica de las relaciones de poder. En la década de los setenta del siglo XX, la feminista Susan Brownmiller publicó el influyente libro Contra nuestra voluntad, un texto que despoja de importancia al deseo sexual en la violación, y la enfoca más bien como una estrategia de los hombres para mantener oprimidas a las mujeres.
            Es plausible entender la violación como un acto de agresión para degradar a las mujeres, y muy comúnmente, a sus esposos. Los ejércitos han usado esta táctica desde tiempo inmemorial, como arma de terrorismo psicológico para desmoralizar al enemigo. En las violaciones perpetradas por pandillas, la participación en el crimen reafirma la camaradería entre los violadores, y esto, de nuevo, tiene una íntima vinculación con el poder.
            Pero, aun en las campañas de violaciones durante las guerras, los soldados deben estimular su apetito sexual. Y, no en vano, en los recientes conflictos en los cuales la violación se ha empleado como táctica, los militares superiores han ofrecido a sus soldados pastillas de Viagra (hay informes de que esto ocurrió con frecuencia en la guerra civil de Libia).
            Los psicólogos evolucionistas han advertido que, debajo de las circunstancias sociales y culturales (como el ejercicio del poder), yace una base biológica en la conducta humana. Y, como cabría esperar, la violación no es una excepción. Bajo esta hipótesis, la violación sigue obedeciendo a impulsos sexuales descontrolados, e incluso, es probable que los hombres tengamos genes que nos predispongan a cometer este terrible crimen.
            No sorprende que así sea: en la evolución humana, la violación hubo de ser una adaptación eficaz para diseminar genes. Aquellos individuos que no tuvieron genes codificando la conducta de la violación, no se reprodujeron en la misma proporción que aquellos que sí tuvieron esos genes. Eventualmente, los individuos sin inclinaciones por la violación se extinguieron, y nosotros somos los descendientes de los violadores. En cierto sentido, por emplear una expresión mexicanísima hecha famosa por Octavio Paz, todos somos hijos de la chingada (nuestros ancestros fueron violadores).
            Si la base de la conducta de la violación obedece a estas presiones selectivas en la evolución humana, entonces cabría esperar algunos datos a la hora de contemplar estadísticas de violaciones. Pues bien, Randy Thornhill y Craig T. Palmer documentaron en un importante libro, A Natural History of Rape, datos que parecen confirmar la hipótesis de la violación como un crimen motivado más por sexo que por poder. Por ejemplo, los violadores suelen ser individuos rechazados por las mujeres; suelen violar a mujeres jóvenes (en pleno período de fertilidad), y no suelen agredir más allá de lo necesario para consumar el coito. Esto se explica mucho mejor teniendo en cuenta la predisposición biológica del impulso sexual, en vez de prestar tanta atención al ejercicio del poder como motivación.
            Los modelos para explicar la violación tienen grandes implicaciones sobre cuál es la mejor estrategia para prevenirla. Si la violación obedece más a motivos sexuales que a las relaciones de poder, entonces hay más posibilidades de prevenirla teniendo conciencia de que existe un peligro de provocar sexualmente a los hombres que, de antemano, ya estamos genéticamente inclinados hacia la violación.
            Por ello, en la prevención de la violación, las mujeres deben cuidarse de no abrir la invitación sexual si luego no están dispuestas a consumar el coito. Ésta es la postura de la feminista Camille Paglia, y me parece perfectamente sensata: si la excitación sexual de los hombres puede volverse fácilmente violenta, entonces es de vital importancia no ofrecer signos de deseo, si en realidad no desean ir a la cama. Quien se vista como Madonna y sea seductora, debe estar preparada para asumir sus consecuencias.
            Esto puede interpretarse como una actitud que culpa a la víctima de violación y que exculpa al violador y que, por ende, hay justificación en la violación. Pero, hacerlo así sería un error. Ni Paglia, ni quienes defendemos esta postura, sostenemos que la violación tiene justificación. Sólo sostenemos que la prevención es mucho más óptima si se comprenden las bases biológicas de la violación. Y, como corolario, que si bien ninguna mujer merece ser violada, algunas acciones pueden ser imprudentes, y es mejor evitarlas.
            Paglia utiliza esta analogía muy persuasiva: una persona está en un parque público con un bolso; abandona un rato el bolso, y cuando regresa, observa que su bolso ha sido robado. ¿Fue la víctima del robo imprudente? Sí. ¿Justifica eso al ladrón? No.
            El feminismo de recientes años pretende vivir de espalda a los avances de la psicología evolucionista. El feminismo se ha contaminado con las ideas del construccionismo social, aquel que postula que no hay una realidad objetiva biológica en la conducta humana, sino que las tendencias conductuales son socialmente construidas. Al hacer esto, no sólo entorpecen el avance de la ciencia, sino que también, promueven conductas y actitudes peligrosas incluso para su propio bienestar.

jueves, 7 de marzo de 2013

La muerte de Chávez y el pensamiento crítico



Cualquier persona que valore el pensamiento crítico y racional debe sentir algún grado de repudio intelectual por la figura de Hugo Chávez. Chávez promovió el mito indigenista del buen salvaje, y con ello, pretendió equiparar en valor a los supuestos “conocimientos ancestrales” con los avances de la ciencia rigurosa. Defendió la teoría de que Bolívar no murió de tuberculosis, sino que fue asesinado. Asimismo, Chávez apoyó la teoría de la conspiración lunar (al punto de que Christopher Hitchens, al venir a Venezuela invitado por Sean Penn, al escuchar estas teorías disparatadas de Chávez, llegó a dudar de su estabilidad mental).
            La muerte de Chávez propició aún más ataques al pensamiento crítico. Al anunciar la muerte del presidente, Nicolás Maduro postuló la hipótesis de que Chávez no murió por causas naturales, sino que “el imperio” le sembró el cáncer. Es comprensible que, en momentos de intenso dolor, se suspendan las facultades críticas. En la mitología griega, por ejemplo, Áyax queda afligido al no recibir las armaduras de Aquiles, y en su arrebato, mata al ganado. El antropólogo Renato Rosaldo narra cómo los ilongotes en Filipinas, cazan cabezas humanas como medio de catarsis para drenar su dolor ante la pérdida de algún familiar querido. Las cortes norteamericanas eximieron de culpabilidad al general Daniel Sickles, quien en un arrebato de furia por celos, mató al amante de su esposa.
Pero, el problema con los afligidos por la muerte de Chávez es que, a diferencia de los casos que he mencionado, su arrebato irracional no es temporal. Ellos se deleitan con teorías de la conspiración. Y, por supuesto, el hermetismo con que se manejó la enfermedad de Chávez propicia las más alocadas especulaciones respecto a qué sufrió Chávez en realidad.
            Lo más lamentable, no obstante, es que la erosión del pensamiento crítico en Venezuela no se limita a los conspiranoicos que simpatizan con el gobierno. Los opositores tampoco se conforman con admitir que Chávez murió, sencillamente, por una enfermedad. Ellos también tienen sus propias explicaciones absurdas respecto a la muerte de Chávez. Según una versión, Chávez recibió un castigo divino por haber hecho tanto daño al país (es el tipo de explicación que hizo muy popular la literatura profética de la Biblia hebrea). Según otra, Chávez recibió una maldición (como la de Tutankamón), por haber exhumado el cuerpo de Bolívar (precisamente para investigar si fue o no asesinado). Aún otros sostienen que Chávez murió como consecuencia de haber maldecido al pueblo de Israel desde sus entrañas (presumiblemente, esta disparatad idea proceda del ‘zionismo cristiano’ promovido desde el siglo XIX por las sectas protestantes dispensionalistas).
            En esta erosión del pensamiento crítico, opera un principio fundamental de la psicología, heredado de nuestros ancestros en la sabana africana en los orígenes de la especie humana. Este principio es la tendencia a buscar y encontrar patrones donde, sencillamente, no los hay. La paranoia y el pensamiento mágico fueron rasgos mentales adaptativos. La naciente especie humana siempre estaba al acecho de depredadores y enemigos, y en ese sentido, atribuir agencia a fenómenos resultó ventajoso, pues hizo crecer en nosotros una disposición para evadir el peligro. Las consecuencias, no obstante, son que hoy tenemos una proclividad a la paranoia y a invocar explicaciones sobrenaturales a fenómenos que no necesitan ese tipo de explicaciones.
            Con todo, desde hace dos mil quinientos años, hemos tenido la capacidad de vencer estos sesgos psicológicos, y refinar nuestro pensamiento crítico. Y, así, aun si nuestra reacción instintiva es que, detrás de una ráfaga de viento hay un fantasma que sopla, nuestra educación racional nos permite saber que se tratan de explicaciones erróneas.
            A la hora de considerar diversas hipótesis para explicar un fenómeno, lo más racional y efectivo es seleccionar aquella que al explicar los hechos suficientemente, sea la más simple; en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más correcta. Se trata del principio que ha venido a llamarse la ‘navaja de Occam’, en honor al filósofo del siglo XIV
            Si bien no conocemos los detalles de su muerte, tentativamente podemos admitir que la hipótesis de que murió por cáncer explica suficientemente bien el evento. No quedan vacíos explicativos. Invocar la mano siniestra de la CIA para explicar la muerte de Chávez es seleccionar una hipótesis que, innecesariamente, añade complejidad. Añadir que, junto al cáncer, un castigo divino o una antigua maldición hizo que Chávez es muriera, es complicar sin necesidad la explicación. Ya es suficiente con invocar el cáncer como explicación, no es necesario invocar entidades sobrenaturales para explicar un fenómeno natural.
            En vida, el mismo Chávez fue responsable de alimentar la irracionalidad entre los venezolanos, al defender teorías conspiranoicas que hoy suelen deleitar a un sector de la izquierda. Lamentablemente, su muerte ha acentuado aún más estas teorías absurdas, y tanto su vida como su muerte nos dejan un legado de erosión de las facultades críticas de los venezolanos.