domingo, 24 de mayo de 2015

El complejo de Edipo y la teoría de la similtud genética



            Freud dijo muchas tonterías. Pero, tenía cierto talento para hacer algunas observaciones interesantes, a pesar de que las interpretaciones de esas observaciones solían ser, por supuesto, ridículas. Una de esas observaciones era el complejo de Edipo.
            Como se sabe, según Freud, los hombres tenemos el deseo inconsciente de unirnos sexualmente con nuestra madre. Ese deseo procede de la parte irracional de nuestro inconsciente, el ello. Pero, entonces, la parte moral de nuestra mente, el superyó, interviene y reprime nuestro deseo incestuoso. Eso genera un conflicto que se manifiesta en neurosis y, a nivel social, en grandes crisis e insatisfacciones.

            Con justa razón, todo esto se ha visto como una colosal estupidez. ¿A cuenta de qué deseamos sexualmente a nuestra madre? ¿Es acaso suficiente con leer un antiguo mito griego para formular esta teoría tan temeraria?
            Las críticas más agudas de esta teoría suelen venir de la psicología evolucionista. Antes de Freud, ya el biólogo Edward Westermarck había dicho que nuestra inclinación natural es más bien a rechazar el incesto, pues estamos biológicamente determinados a sentir repulsión sexual por quienes están en contacto continuo con nosotros desde la infancia. La selección natural lo ha hecho así: el incesto es desventajoso (pues acumula genes recesivos que suelen ser perjudiciales), y así, desarrollamos como adaptación una tendencia a la repulsión por el sexo con parientes. Esa idea de Freud, según la cual tenemos deseos incestuosos naturales, es una fantasía.
            Pero, la misma psicología evolucionista puede postular una teoría que más bien confirma la tesis original de Freud. Se trata de la llamada “teoría de la similitud genética”. En el estudio del altruismo, los biólogos saben muy bien que en el mundo animal, el nivel de altruismo aumenta con el nivel de proximidad genética. Así, un animal es más altruista con un hermano que con un primo, y a su vez, más altruista con un primo que con un extraño de la misma especie. Esto ocurre así, porque los genes altruistas se pasan más rápidamente, cuando el animal que recibe ese altruismo comparte una proporción de genes con el animal que hace la acción altruista. El animal altruista puede morir con su acción de sacrificio, pero si dirige su altruismo a alguien que tiene una alta proporción de sus mismos genes, su esfuerzo no habrá sido en vano, pues al favorecer a su pariente, aumenta las probabilidades de que sus propios genes se pasen a la siguiente generación.
            Ahora bien, esto aplica también a la selección de compañeros sexuales. Es más ventajoso para un animal escoger a una compañera sexual con quien comparta genes. Pues así, se asegurará de que su descendencia (a quien se encargará de proteger y defender) llevará una proporción aún mayor de sus genes.
            Esto hace que, en la selección sexual, los animales busquen compañeros con quien guarden parecidos. Y así, esto nos conduce al complejo de Edipo. Compartimos la mitad de los genes con nuestras madres. Eso hace que sintamos atracción por ella, no por alguna misteriosa razón (como parecía postular Freud), sino sencillamente, porque estamos programados para estar atraídos a aquellas mujeres que se parecen a nosotros, pues de esa manera, nuestros hijos serán aún más parecidos a nosotros, y con eso, lograremos aún más pasar nuestros genes.
            Con todo, Westermarck tenía razón: hay una tendencia natural a sentir repulsión sexual por nuestros parientes. Eso hace que haya un choque de fuerzas evolutivas: por una parte, es ventajoso aparearnos con nuestros parientes debido al aumento de probabilidades de que nuestra descendencia sea más parecida a nosotros; pero por la otra, es desventajoso, pues la acumulación de genes recesivos puede resultar perjudicial.
            El resultado de este choque de fuerzas evolutivas es que, si bien sentimos una repulsión natural al incesto, tenemos una inclinación a aparearnos con aquellos con quienes guardamos semejanzas. Westermarck dejó muy claro que la repulsión al incesto es una impronta: sentimos repulsión sexual por aquellos con quienes hemos estado en contacto desde la infancia. Eso permite que sintamos asco por la relación sexual con nuestras madres o hermanas, pero a la vez, sintamos bastante estímulo en una relación sexual con compañeras que se parezcan a nuestras madres.
            Así pues, podemos aceptar que sí existe algo similar al complejo de Edipo. Pero, no se trata propiamente de un deseo reprimido de unirnos sexualmente a nuestras madres. Antes bien, se trata de una repulsión natural (no cultural, contrario a lo que postulaba Freud) al incesto, pero a la vez, una inclinación natural por preferir mujeres que se parezcan a nuestras madres.
            Con todo, la teoría de la similitud genética no es plenamente aceptada por psicólogos. Además, se presta fácilmente a interpretaciones racistas, pues varios autores se han valido de ella para postular que los matrimonios inter-raciales están condenados al fracaso, y que los hijos de estos matrimonios son menos queridos y atendidos. Pero, así como algunas cosas que Freud postuló sí son rescatables, quizás no debamos anticiparnos en desechar la teoría de la similitud genética, y más bien debamos considerar algunos de sus postulados.

jueves, 21 de mayo de 2015

Los venezolanos disfrutan las colas



Los venezolanos nos hemos estrenado con las colas en los últimos tres años. En este país nunca se había vivido algo parecido a lo que sí han atravesado los cubanos por varias décadas, y lo que sufrieron los europeos del Este en la década previa a la Guerra Fría. Me temo que esto seguirá por bastante más tiempo, porque le hemos agarrado el gusto. La cola nos ha hecho masoquistas.

            ¿Dónde está lo agradable en pasar cuatro horas en una cola bajo el inclemente sol, con olor a excremento humano, y gritos? Está en la búsqueda de sentido a la vida. Antes de las colas, Venezuela vivía el drama de la inseguridad y el crimen. Eso, por supuesto, no ha mermado. Pero, ahora, psicológicamente vivimos una preocupación aún mayor: la escasez. Sin embargo, a diferencia de la inseguridad y el crimen, la escasez es una preocupación más agradable. No estamos en control de cuándo un malandro nos va a robar. Pero, sí tenemos más control de cuándo conseguiremos pollo (basta colocarse en cola por cinco horas). En el atraco, hay mucho temor y angustia, y nada de esperanza. En la cola, hay una frustración inicial, pero luego, crece en nosotros la esperanza, y terminamos siendo amigos de los otros que están en la cola.
            La cola da sentido a la vida de los venezolanos, por motivos muy parecidos a los que ofrece Viktor Frankl en su clásico libro, El hombre en busca de sentido. La cola nos plantea un objetivo. Hay un propósito. Vivimos para la esperanza. Al final, después de las cinco horas de cola, habremos alcanzado gran satisfacción al llevarnos a la casa el pollo que tanto ansiamos. Frankl sobrevivió al campo de concentración nazi imaginando el futuro y buscando cosas que hacer para mantenerse ocupado. La clave para sobrevivir, siempre sostuvo Frankl, era no perder la esperanza de que algo bueno iba a venir, sin importar cuán minúsculo pudiera ser.
 En un país en el cual la desocupación era bestial, al punto de que el aburrimiento empezaba a convertirse en un problema (en parte debido al incentivo del propio gobierno con sus programas sociales dirigidos a fomentar aún más la inactividad económica), las colas ofrecieron una alternativa. Ahora, el desempleado tiene un propósito en la vida, un tema de conversación que puede llevarle horas y horas de plácida plática con sus compañeros.

            La cola se convirtió en una especie de rally. Los rallies son juegos populares en Maracaibo desde hace muchos años (ignoro si ocurren en el resto de América Latina, pero presumo que sí). En estos juegos, varios equipos conducen sus autos y deben buscar pistas en toda la ciudad, para resolver algún misterio. Pues bien, la cultura de las colas es un rally perpetuo: al salir de una cola, inmediatamente avisamos a amigos (y así, fortalecemos la confraternización) que están repartiendo pollo en tal supermercado, y los amigos, como en el juego de rally, siguen las pistas. Al final, quedan físicamente exhaustos, pero mentalmente muy satisfechos.
            Los venezolanos no hemos inventado nada de esto. Vladimir Sorokin, un novelista ruso, acordemente describió muchas de estas situaciones en la era soviética, en su novela La cola. En la narrativa, la gente hace la cola sin saber exactamente para qué es (nunca he visto algo así aún, pero sí he visto que la gente hace la cola sin tener seguridad de que conseguirán el rubro prometido). La gente comenta que el rubro ha de ser bueno, pues si no, no habría cola; asimismo, la gente habla mal del actual gobierno, y ve con nostalgia gobiernos pasados (a pesar de que seguramente esos gobiernos fueron peores). También, se empieza a desarrollar una suerte de camaradería entre la gente que hace la cola, pero también se vuelve muy volátil: por cualquier cosa, pueden terminar peleando.
En esa tragicomedia de las colas, muchos venezolanos encuentran el sentido a la vida. La cola es la gran roca que Sísifo debe subir diariamente. El pensar en esa roca permitió a Albert Camus evitar el suicidio, y el hacer colas, da a muchos venezolanos de clase baja, una motivación para vivir más alegremente.
Esto, por supuesto, es masoquismo puro y duro. No creo en teorías conspiranoicas. Francamente, dudo de que el gobierno haya maquiavélicamente planificado todo esto de antemano. Pero, le ha venido muy bien. En vez de encontrar sentido a la vida en cosas constructivas, el pueblo venezolano lo ha encontrado en una situación muchísimo más estéril y destructiva, como es esperar en una cola. Esto, no nos engañemos, favorece al gobierno. Pues, probablemente, el pueblo está contento de que los mantengan en una cola, y para prolongar su ejercicio de satisfacción existencialista en la búsqueda de sentido, seguirán eligiendo a los hijos de puta que han ocasionado todo esto.

sábado, 16 de mayo de 2015

Raúl Castro y su regreso al cristianismo



            Tras un reciente encuentro con el papa Francisco, Raúl Castro dijo que si el pontífice sigue revolucionando la Iglesia Católica, el dictador cubano regresaría a ella. Vale preguntarse a cuál revolución se refiere: hasta donde alcanzo a ver, Francisco no ha pronunciado más que algunos clichés populistas sobre la pobreza, pero no ha movido un dedo para verdaderamente cambiar las cosas. Y, en asuntos no económicos, todo sigue igual. Ni por asomo propone la aceptación de los homosexuales, el sacerdocio de las mujeres, la derogación del celibato, el uso de los preservativos, etc.

            Por su parte, con ese comentario, Castro revela su baja estatura intelectual. El dictador cubano está dispuesto a abrazar una religión, por el mero hecho de que el jefe de la Iglesia diga cosas bonitas sobre la revolución. Al diablo las doctrinas. Para Raúl Castro, no hay problema en aceptar que, hace veinte siglos, un hombre nació de una virgen, caminó sobre las aguas, y resucitó. Tampoco tiene ninguna dificultad en aceptar que el creador del universo es una esencia en tres personas, o que cuando el cura pronuncia unas mágicas palabras, ese mismo creador del universo se convierte en un pedazo de pan.
Lo importante para Castro, es que se diga que a los pobres debe dárseles más dinero, sin importar cuán absurdo resulte todo lo demás. Si un jefe mormón dice que no debe haber clases sociales, entonces aparentemente Castro estará dispuesto a aceptar que a Joseph Smith se le apareció el ángel Moroni y le entregó las planchas doradas. Castro acepta doctrinas, no por su contenido propiamente, sino por el hecho de que quien las pronuncie tenga un compromiso con los pobres.
Esta trivialización de la religión es bastante común en América Latina. La teología de la liberación pretende ganar adeptos al cristianismo sobre la base del mensaje cristiano de justicia social, como si eso fuese suficiente para ser cristiano. Lamentablemente, no es así. Ser cristiano no es sólo amar al prójimo. Ser cristiano implica aceptar una enorme lista de doctrinas que una persona racional tendría muchísimas dificultades en tragarse.
Gente como Raúl Castro y los teólogos de la liberación promueven el anti-intelectualismo. Para ellos, no importa el nivel de racionalidad de un conjunto de doctrinas; se pueden creer cosas absurdas, siempre y cuando se ame al prójimo. Esto es la infantilización del pensamiento llevado a un extremo. La verdad sí importa, y si una doctrina es falsa o absurda, una persona sensata debe rechazar esa doctrina, aun si quien promueve esa doctrina hace una noble labor social.
Del mismo modo en que un cristiano comete un grave error al abandonar su religión por el mero hecho de que existan curas pederastas (¡el cristianismo nunca ha defendido la pederastia!), un no  creyente también comete un error al abrazar una religión, por el mero hecho de que ésta tiene un compromiso con la justicia social.

martes, 5 de mayo de 2015

¿Puede un blanco criticar a Mayweather?



            El boxeo es uno de esos deportes que más saca a relucir la garra nacionalista de los espectadores: el aficionado apoya a su connacional, para bien o para mal. Quizás la naturaleza del boxeo tiene mucho que ver con esto: puesto que no es un mero intercambio de pelotas (como el tenis, el fútbol o el béisbol), sino una pelea con puñetazos, sale a relucir nuestro lado más irracional, y aupamos al “nuestro”, sin importar de quién se trate en realidad.

            En la pasada pelea entre Mayweather y Pacquiao, ocurrió algo así. La abrumadora mayoría del público negro norteamericano apoyó a Mayweather. Este boxeador tiene un estilo defensivo que hace las peleas terriblemente aburridas. Es, además, escandalosamente arrogante. Y, para colmo de males, cobró infamia al golpear a su mujer. Pero, ¿por qué lo apoya la mayoría del público negro norteamericano? Sencillamente, porque comparte su color de piel. Es uno de los suyos. Es aquello de “mi raza (o mi país), para bien o para mal”; la política de la identidad llevada a su nivel más embrutecedor. Apoyar a Mayweather, aun si golpea a su esposa, es una forma de apoyar al oprimido negro frente a la sociedad blanca opresora.
            Mucha gente sensata (incluyendo a críticos negros), ha postulado que esto es muy preocupante. La violencia doméstica debe ser censurada, independientemente de quién sea el agresor. Aun si al agresor forma parte de una minoría marginada y excluida, dejar de reprochar su conducta implica excusar el abuso de una minoría (las mujeres negras golpeadas por sus maridos) aun más marginada y oprimida.
            Pero, en realidad, los intelectuales posmodernos y poscoloniales siempre han hecho algo muy parecido a lo que hace el público negro que apoya a Mayweather. En el Tercer Mundo, la mujer ha sido oprimida. Las potencias coloniales europeas aprovecharon estas circunstancias, para extender su dominio en Asia y África, bajo la excusa de que era necesaria la autoridad europea para poner fin a la degradación de la mujer. Pero, muchos intelectuales poscoloniales, con tal de no ceder ningún punto a las potencias coloniales, están dispuestos a defender la opresión patriarcal de las sociedades nativas, todo en nombre de la lucha contra el colonialismo.
            Por ejemplo, en el siglo XIX, ocurría en India la práctica del sati: las viudas eran arrojadas vivas al fuego, a ser incineradas junto a sus maridos. En parte, los británicos quisieron justificar su presencia colonial, alegando que era necesaria para erradicar esa (y otras) práctica tan bárbara. Hoy, hay autores poscoloniales que están dispuestos a excusar el sati, bajo la idea de que los británicos practicaban una forma de imperialismo cultural al imponer a los indios su desagrado por esta antigua práctica. Y, dicen estos autores, si apoyamos a los británicos en su crítica al sati, estamos legitimando su colonialismo. La posmoderna Gayatri Spivak destaca por esta infame postura.
O, en todo caso, gente como Spivak postula que, si ha de criticarse el sati, sólo los propios indios pueden hacerlo; nunca el británico. Pues, cuando el occidental critica el sati, lo hace con el motivo de justificar su dominio sobre el Oriente. Así pues, para superar el colonialismo, en la defensa de las mujeres de color sólo puede intervenir gente de color. Es algo muy parecido a lo que el público negro dice respecto a Mayweather: está bien criticar que el boxeador golpee a su esposa, pero sólo si esa crítica la hace alguna persona negra. Si un blanco critica a Mayweather por violencia doméstica, está incurriendo en una forma de racismo.
Esto, por supuesto, es absurdo. Pero, lamentablemente, es así como piensan los críticos posmodernos y poscoloniales que tanto abundan en los departamentos de “estudios culturales” en las universidades occidentales. Y, esta mentalidad emblemática del “mi país, para bien o para mal”, se ha extendido al mundo del boxeo.