miércoles, 29 de mayo de 2013

Mickey Mouse y Ronald McDonald, ¿criminales de guerra?



            La guerra de Vietnam fue una de las primeras en recibir extensa cobertura televisiva. A diferencia de la guerra del Golfo Pérsico en 1991, la cobertura mediática de la guerra de Vietnam perjudicó al ejército norteamericano. Pues, los medios mostraron la crudeza de la acción militar (a diferencia de la cobertura de CNN en la guerra del Golfo Pérsico, la cual fue más afín a un videojuego), y eso terminó por despojar de popularidad a la guerra entre el propio público norteamericano. 
            Una de las imágenes más escalofriantes de esta cobertura mediática fue una fotografía tomada por Nick Ut: en la imagen, aparece una niña vietnamita gritando desesperadamente, tras un bombardeo con napalm, un terrible combustible que se empleó para deforestar las selvas vietnamitas en las cuales se escondían los guerrilleros vietcong.
            La imagen es evocadora de la bestialidad de aquella aventura norteamericana. Los líderes de Vietnam del Norte y Vietnam del Sur habían llegado al acuerdo de que unirían a la nación con elecciones, pero el gobierno de Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur se retiró unilateralmente de la contienda electoral (probablemente tenían previsto que perderían las elecciones), y eso condujo a una escalada violenta que condujo a la guerra. Desde el principio, la participación de Vietnam del Sur en esa guerra fue injusta. Y, por extensión, igualmente fue injusta la inserción de EE.UU., al apoyar al bando que había violado los términos del acuerdo. No sólo eso, sino que también, EE.UU. empleó tácticas claramente prohibidas por el derecho internacional (muchas veces atacó deliberadamente a civiles, y causó un terrible daño ecológico en las selvas).
            Hay suficientes motivos, entonces, para reprochar la intervención militar norteamericana en aquella guerra. Ahora bien, más recientemente, algunos propagandistas de izquierda han tomado la foto original de Ut, y la han manipulado, de forma tal que, a la niña que desesperadamente sufre el bombardeo, la acompañan Mickey Mouse y Ronald McDonalds. El mensaje evocado por esta nueva imagen es muy sencillo: el capitalismo es el responsable de las guerras imperiales norteamericanas, y tanto Disney como McDonalds son compañías que fomentan el militarismo. El argumento es repetido hasta la saciedad: las corporaciones capitalistas hacen lobby a los gobiernos para que invadan otros países, éstos imponen su dominio y así abren mercados para que puedan inundar al Tercer Mundo con sus productos, y los países dominados se empobrecen, pues consumen las importaciones, pero no tienen capacidad de exportar. A la larga, este empobrecimiento genera movimientos de resistencia armada, y esto prolonga el ciclo violento. 
 
            Esta explicación es plausible, pero deseo retarla. En el siglo XIX, el economista Frederic Bastiat célebremente advirtió que “si las mercancías no cruzan las fronteras, entonces los ejércitos sí lo harán”. Con esto, Bastiat proclamaba que el capitalismo y el comercio internacional, lejos  de propiciar guerras, las previene.
            No es difícil comprender por qué. Hoy se repite el cliché de que la guerra es un gran negocio. Ciertamente, para quienes encabezan el complejo militar industrial (sobre el cual audazmente advirtió Eisenhower), hay ganancias. Pero, el número de personas que se benefician económicamente de la guerra son pocas. Me parece que Keynes se equivocaba cuando postulaba que una guerra puede beneficiar una economía. La guerra genera enormes pérdidas económicas. La guerra puede ser un negocio para algunos, pero la paz es un negocio mucho más cuantioso para muchos más.
            Un país que se dedique a producir y comerciar tratará de propiciar la paz y evitará confrontaciones armadas. La guerra no le resultará beneficiosa, pues con su campaña militar, estará perjudicando a sus potenciales clientes y socios comerciales, y los despojará de capacidad para consumir sus propios productos. Mickey y Ronald McDonald quieren a los vietnamitas vivos para que consuman hamburguesas y dibujos animados (y ofrezcan fuerza laboral para producir esas mercancías). Una niña que huye desesperada de un bombardeo no es una potencial consumidora de esos productos.
            Un siglo antes que Bastiat, Adam Smith también había comprendido la situación. El imperio británico debatía qué hacer con los rebeldes norteamericanos. Smith era categórico en su posición: conviene mucho más dejar que los rebeldes se independicen. Mantener un ejército para enfrentar la rebelión es demasiado costoso. Le conviene mucho más a la Gran Bretaña tener a los norteamericanos como socios comerciales que como súbitos coloniales. Gran Bretaña aumentaría su riqueza comerciando, en vez de extrayéndola forzosamente de sus colonias. El empleo de la fuerza sólo extrae pequeñas cifras de ganancia; el comercio, en cambio, genera ganancias mucho más sustanciosas. El comercio motiva a la producción mucho más que la imposición de la fuerza por vía militar.
            Bajo este enfoque, las compañías que buscan producir y comerciar mercancías son promotoras de la paz mundial. Mickey no estaría junto a la niña bombardeada, sino que haría el signo de la paz. Un mínimo de sentido común aplica acá: ¿por qué desearía matar a la persona que me vende los productos que necesito, y me compra las mercancías que produzco? El interés comercial hace que, aun si la otra persona tiene un aspecto físico, religión o ideología que no me gusta, busque la manera de mantener la paz con ella. Hugo Chávez y Álvaro Uribe nunca se fueron a la guerra, en buena medida porque el flujo comercial entre Venezuela y Colombia lo impidió.
            Recientemente, varios economistas (siguiendo al periodista Thomas L. Friedman) han incluso manejado la hipótesis de que, hasta ahora, dos países que incluyan restaurantes McDonalds no han tenido guerras entre sí. Obviamente el ejemplo es caricaturesco, pero la metáfora es poderosa: McDonalds, símbolo del capitalismo por excelencia, garantiza la paz entre las naciones. No se trata de una fórmula mágica de la hamburguesa; se trata, más bien, del poder del mercado: al haber interdependencia entre socios comerciales, nadie desea ir a una guerra.
            Pero, entonces, ¿a quién beneficia la guerra? ¿Quién tiene interés en ella? Bajo esta línea de argumentación, las guerras no benefician a los empresarios capitalistas, sino a los gobiernos que pretenden aumentar su poder. Bajo la excusa de emergencias bélicas nacionales, los gobiernos típicamente restringen libertades de todo tipo. Los romanos conocían esto muy bien, con su máxima, “silent leges inter arma”, en medio de las armas, las leyes hacen silencio. Y, los gobiernos que pretenden restringir las libertades para comerciar con medidas proteccionistas y reguladoras, no sólo despojan de un potente antídoto contra las guerras (el comercio y el capitalismo), sino que también, contribuyen directamente al fomento de las guerras. Pues, en la medida en que los gobiernos regulan la economía, crecen en poder, y al crecer en poder, buscan nuevas formas de restringir aún más libertades y controlar a las poblaciones. La guerra entonces se convierte en una excusa perfecta para extender el control. Friederich von Hayek argumentó muy elocuentemente que un gobierno que empieza restringiendo libertades económicas pronto deseará restringir libertades civiles, y la guerra es una forma muy conveniente de lograr ese objetivo.
 
            Todo esto, por supuesto, son modelos teóricos, y es menester estudiarlos más a fondo. Yo aún no estoy plenamente convencido de uno u otro. Pero, es sano discutir estas ideas liberales. Pues, hoy se ha convertido en cliché la idea de que el capitalismo es responsable de las guerras. Deberíamos más bien considerar la posibilidad de que el capitalismo liberal es antídoto a la guerra, y que es el crecimiento excesivo del papel regulador del Estado lo que conduce a la guerra.

martes, 28 de mayo de 2013

La discriminación en las escuelas católicas


La educación pública venezolana es pésima, y eso ha obligado a mi esposa y a mí buscar alternativas privadas para la educación de nuestra hija. Lamentablemente, el único recurso disponible para este fin en Venezuela es la educación católica. Yo no puedo aceptar la enorme lista de disparates que promueve el catolicismo: panes que con palabras mágicas se convierten en el creador del universo, mujeres que paren sin haber tenido sexo y luego suben al cielo, etc.
Pero, en realidad, esto me mortifica poco. Yo mismo estuve por varios años en un colegio católico, y puedo dar testimonio de que la secularización en América Latina ha llegado a tal nivel, que ni los directores de colegios católicos (mucho menos los maestros) tienen interés en el dogma. La clase de religión (apenas una hora a la semana) es prácticamente afín a la asignatura de moral y cívica que se imparte en la educación laica, y si bien está envuelta en símbolos religiosos, la enseñanza del dogma es un sencillo saludo a la bandera, algo parecido a cuando un futbolista canta el himno de su país antes de comenzar el partido (obviamente no tiene ni la menor puta idea de qué significan las líricas barrocas que entona).
  Al tener esto en cuenta, me parece que es un buen negocio: a mi hija le hablarán una hora a la semana de fábulas religiosas, y las otras treinta y nueve recibirá educación de calidad en matemática, lengua, ciencias, etc. Tengo plena confianza en los jesuitas cuando éstos enuncian: “Dadme un niño por siete años, y lo convertiré en un hombre”. Después de todo, Voltaire mismo fue educado por los jesuitas, y no fue precisamente un campeón de la fe católica. No veo por qué mi hija no pueda recibir buena educación a manos de monjas y curas, y frente a cualquier estupidez religiosa que le enseñen en el colegio, seguramente yo en casa podré imbuirla de pensamiento crítico.
El problema es que el colegio católico al cual yo deseo que mi hija asista solicita que los padres estén casados por la Iglesia; y yo no lo estoy. Antes esto no era requisito, y de hecho, en la mayoría de los colegios católicos de América Latina, había bastante flexibilidad frente a la confesión religiosa de los padres. Pero, el colegio que me interesa está regido por monjas recién llegadas de España, y supongo que, frente al brutal vaciamiento de las iglesias en ese país, estas monjas vienen con una actitud proselitista más agresiva.
Pero, según indago, el verdadero motivo por el cual las monjas de este colegio solicitan que los padres estén casados por la Iglesia es el siguiente: las monjas descubrieron recientemente que una niña (de comportamiento normal, nada bochornoso) tiene a un abuelo en la cárcel. Y, las monjas, para mantener la pureza moral del estudiantado, quiere asegurarse de tener padres virtuosos, y por eso exige ahora que estén casados por la Iglesia.
            Frente a casos como éstos, cada vez me convenzo más de que el coeficiente intelectual del clero católico viene en picada (reto a quien sea a que me indique un cura o monja católica en el siglo XXI de la talla intelectual de Tomás de Aquino o Gregor Mendel), y pronto alcanzará el subsuelo. No me extraña que las iglesias se vacíen, con semejante nivel de idiotez en sus líderes.
            ¿Realmente estas monjas creen que el mero hecho de pagar a un cura, firmar un papel, hacer una fiesta, y vestirse de blanco, es garantía de que una persona no será criminal? Y, aun en el caso de que sí lo sea, ¿realmente creen estas monjas que una niña es una amenaza a la moral de un colegio, por el mero hecho de que su abuelo esté en la cárcel?
            El reproche a las monjas ya no se limita a señalar su nivel de idiotez en creer que el casarse por la Iglesia es garantía de rectitud moral. También es reprochable su actitud discriminatoria e injusta. No sólo castigan a una niña por una falta que ella no cometió, sino que también, excluyen de su sistema de educación a todos los no católicos.
            He comentado esta historia a varios familiares y amigos, y la mayoría, como yo, siente repulsión por la actitud de las monjas. Pero, ellos dan un paso más que yo: a su criterio, el Estado debe intervenir, castigar a las monjas por su actitud discriminatoria, y obligarlas a aceptar a los hijos de padres no católicos. Yo no acompaño a mis amigos en esa opinión.
            Contrario a los libertarios (con quienes muchas veces simpatizo), yo sí defiendo la educación pública. Precisamente casos como el de este colegio católico me conducen a admitir que sólo el Estado tiene la capacidad de ofrecer una educación libre de discriminaciones. Por ello, no me opongo a que el Estado recaude impuestos para financiar colegios públicos, y en esos colegios, imponga normas anti-discriminatorias.
Pero, sí comparto la opinión de los libertarios de que, en asuntos privados, el Estado no debe impedir actos voluntarios entre adultos. Los colegios católicos son privados, y en ese sentido, las monjas tienen el sacrosanto derecho de admitir a quién le venga en gana. Las monjas ejercen una labor contractual: ofrecen educación, y a cambio, exigen que se cumplan algunas condiciones. Las monjas no están obligando a nadie a casarse por la Iglesia; sólo están colocando en venta sus servicios, como lo haría cualquier otro operario. A los padres que no les gusten las condiciones que ellas imponen, perfectamente pueden retirarse. Si no les gusta, tienen la opción de la educación pública, la cual sí debe estar libre de discriminaciones. O, mejor aún, ante la insatisfacción de las condiciones impuestas por las monjas, los padres no católicos nos veremos presionados a organizar colegios de alta calidad en los que no se solicite a los padres estar casados por la Iglesia.
Esto recapitula una discusión muy prominente entre los libertarios: ¿debe el Estado emplear su coerción para regular las relaciones sociales discriminatorias? Mi respuesta (y la de los libertarios): en la mayoría de los casos, no debe. Puedo sentir repulsión por una persona que se niegue a tener amigos negros u homosexuales, pero, ¿debo emplear la coerción del Estado para obligarlo a ser amigable con los negros y homosexuales? Me parece que no. Vale la intervención del Estado para erradicar la discriminación contra un negro en una jornada de vacunación, pero no vale esa intervención para obligar a un racista blanco a invitar a un negro a su fiesta privada. En todo caso, los mismos libertarios advierten que el propio mercado regula la discriminación racial: eventualmente, el racista blanco terminará por entender que está en su propia conveniencia admitir a los clientes negros en su bar, pues éstos serán buenos clientes. Si se deja funcionar realmente a la racionalidad del mercado, los estereotipos raciales se irán desmontando, pues la gente racista se dará cuenta de que sus actitudes discriminatorias los terminan perjudicando. 
Tengo confianza en que, a medida que pase el tiempo, la secularización irá avanzando en América Latina, le gente se dará cuenta de la irracionalidad de las creencias religiosas, y a medida que la gente pierda su interés en enviar a sus hijos a colegios católicos tan rígidos, las monjas se verán obligadas a abandonar la exigencia de que los padres estén casados por la Iglesia. Por ello, yo confiaría más en el propio mercado que en el Estado, como mecanismo regulador de la discriminación de las monjas en el colegio.
Con todo, lo crucial acá es la distinción entre la esfera pública y la privada. En tanto es una empresa privada, me parece que las monjas del colegio tienen el derecho a discriminar. Eso no impide que nosotros tengamos derecho a criticar esa discriminación, motivo por el cual precisamente escribo estas líneas. Pero, en el momento en que ese colegio deje de ser una empresa privada, y reciba subsidios del Estado (como suele ocurrir en muchos colegios católicos latinoamericanos, pero no en el colegio cuyo caso discuto), entonces me parece que sí hay suficiente justificación para que el Estado intervenga para regular la discriminación. Si todos pagamos con nuestros impuestos el subsidio de un colegio, todos tenemos derecho a recibir educación de ese colegio, independientemente de nuestra religión.




martes, 21 de mayo de 2013

La fiebre orgánica



            Viernes en la noche: cita obligada a salir a cenar con mi familia. Podríamos ir a McDonalds, para que mi hija juegue en el parque. Rehúso esa opción, no sólo por la pésima calidad de la comida, sino porque representa el concepto de lo ‘empaquetado’ en las fábricas del capitalismo (a pesar de que, en realidad, no me parece tan objetable ese concepto, tal como lo explico acá). Mi esposa propone ir a comer a un ‘restaurante de comida orgánica’. El lugar es muy agradable. Está ambientado como un café de París o Londres, muy distinto del desenfreno consumista de Miami. Tiene música alternativa bohemia. Las muchachas que atienden sonríen genuinamente (a diferencia de las de McDonalds), y su dueño no está afiliado a una franquicia. La comida sabe bien, y tiene un aspecto de frescura. Por supuesto, el precio termina siendo abismalmente superior a McDonalds, pero al menos tuvimos una experiencia ‘distinta’.
 
            Pregunto a la muchacha: ¿qué de orgánico tiene esta comida?  Sonríe con carisma, pero no sabe qué responder. Pues bien, responderé por ella: ‘orgánico’ en química es todo aquello que reposa sobre las bases del carbón. Y, en ese sentido, toda comida de origen vegetal o animal es orgánica. La comida de McDonalds es igualmente orgánica.
            Para ser un poco más caritativo, puedo advertir que quizás, el dueño del restaurante promociona su comida como ‘libre de transgénicos’, pues ésa es la otra acepción que ha adquirido el término ‘orgánico’. En Venezuela no hay casi transgénicos, pero de todas formas le pregunto a la muchacha y al dueño del restaurante: ¿esta comida lleva transgénicos? Se encogen los hombros: obviamente, o no saben si la comida es transgénica, o sencillamente, no tienen la menor puñetera idea de qué es un transgénico. Quizás, después de todo, esa comida no sea orgánica. Obviamente, la llaman ‘orgánica’, más como estrategia de mercadeo, que como genuina preocupación ambientalista.
            Esto revela qué yace tras la fiebre de lo orgánico: esnobismo social, puro y duro. J.M. Mulet, un gran defensor español de los transgénicos (y autor de Los productos naturales ¡vaya timo!), ha postulado que el rechazo de los transgénicos es un esfuerzo desesperado por ser pijo (o ‘pavo’, como diríamos en Venezuela). No en vano, uno de los que más promueve la agricultura orgánica es el príncipe Carlos de Inglaterra. Obviamente, quien va a restaurantes orgánicos, tiene el deseo escondido de ser parte de la aristocracia.
Cuando, a finales del siglo XX, surgió la tecnología de organismos genéticamente modificados, hubo diversas reacciones en contra. Algunas preocupaciones fueron legítimas. Pero, el paso del tiempo ha demostrado que hubo un pánico infundado: los transgénicos no son un riesgo para la salud, y más bien ofrecen un camino muy seguro para incrementar dramáticamente la producción agrícola de los países.
Pero, así como a mí me incomoda el concepto de ‘paquete corporativo’ que me venden en McDonalds por su falta de originalidad, los pijos rechazan el ‘paquete’ de los transgénicos. Pues, detrás de los transgénicos, hay grandes compañías trasnacionales (Monsanto). Y, un pijo (o sifrino) ‘progre’ y de vanguardia, no puede comer el ‘veneno’ de las trasnacionales. Debe comer lechugas orgánicas para sentirse cool.
Mulet y otros científicos naturales dan buenas explicaciones de los inmensos beneficios que nos ofrecen los transgénicos, y de los peligros de la comida orgánica. Pero, me temo que hacen falta además científicos sociales o comentadores que traten de explicar de dónde procede la fiebre por lo orgánico. El canadiense Andrew Potter ofrece una buena hipótesis en su libro The Authenticity Hoax (El fraude de lo auténtico).
Potter opina que, contrario a lo que postulaba la Escuela de Frankfurt, el capitalismo no busca homogeneizarnos como si fuéramos un gran rebaño, a fin de mantenernos dóciles y conformistas. Antes bien, el capitalismo trata de vendernos el concepto de mercancías cool, apelando a nuestro insaciable deseo de distinción y estatus. Así, nos vende mercancías bajo la idea de que sólo la elite consume esa mercancía, y que al comprar este o aquel producto, el consumidor adquirirá distancia y categoría, y no será uno más del montón. Potter encuentra en la ‘autenticidad’ la mejor representación de esta obsesión: en su desdén por la modernidad, el pijo desea alejarse de la comida artificial y empaquetada de McDonalds y todo su concepto gastronómico, y busca desesperadamente una experiencia ‘auténtica’. ¡Voila!: encuentra el restaurante orgánico, y se siente salvador del mundo.
Pero, astutamente, Potter señala que la ideología también opera de esta forma. El capitalismo también vende ideologías. Y, así, produce y vende mercancías, y su campaña de marketing explota la idea (como casi siempre lo ha hecho) de que el producto promovido servirá para que el consumidor se distinga del resto. Así, la comida orgánica y toda la ideología que la respalda, eventualmente se convierte ella misma en un producto del marketing capitalista. El mensaje es sencillo: rechaza los transgénicos, y de esa forma, ya no formarás parte de la masa de imbéciles que consumen mierda corporativa; consume esto y serás cool. Pero, por supuesto, la paradoja es que, quien promueve ese mensaje, ¡es seguramente en sí misma una corporación! En su deseo desesperado por buscar autenticidad, el pijo termina convirtiéndose en uno más del montón.
El restaurante orgánico al cual yo fui no es aún una franquicia. Pero, seguramente va camino a serlo. Lo ‘orgánico’ es sencillamente un artificio de mercadeo para atraer a consumidores que creen que por ir a un lugar como ése son bohemios y cumplen su cuota de estar contra el sistema. Seguramente son los mismos consumidores que escuchan canciones de bohemios como Bob Dylan o Facundo Cabral en sendos equipos de sonido marca Sony, y portan la imagen del Che Guevara sobre una camisa seguramente manufacturada en una pocilga en Indonesia, en condiciones infrahumanas.
De hecho, no es necesario ir muy lejos como para apreciar que las grandes corporaciones cínicamente se están apropiando del concepto de lo ‘orgánico’. ‘Subway’ trata de explotar esta imagen ‘orgánica’, a pesar de que en muchos de sus restaurantes sí se sirven transgénicos. La misma McDonalds, últimamente, ha promovido una campaña de comidas ‘frescas’ (aún no se atreven a emplear la palabrita ‘orgánico’, pues ya sería demasiado descaro), presumiblemente bajo la misma estrategia de mercadeo.
No veo tan mal someter a crítica los transgénicos y promover la comida orgánica (a pesar de que yo sí defiendo los transgénicos; acá). Pero, para hacer esta crítica, es menester informarse bien sobre el tema (y no, ver El mundo según Monsanto no es suficiente). Oponerse a los transgénicos por mero esnobismo, bajo la expectativa de que contribuiré un granito de arena a la paz mundial y, en el proceso, impresionaré a una chica y me apartaré de los cerdos consumistas que van en rebaño a las franquicias de comida rápida, es un acto de profunda idiotez adolescente. Prefiero mil veces al cerdo que va en el rebaño consumista, a la oveja que cree que se aparta, pero que en realidad, no es más que un cerdo disfrazado de oveja sin darse cuenta de ello.