domingo, 30 de septiembre de 2012

Mi encuentro con Juan José Sebreli





Recientemente estuve de paseo en la encantadora Buenos Aires. Quise reservar en mi itinerario un encuentro con el escritor argentino Juan José Sebreli. Gracias a la mediación de Iván Ponce Martínez, concretamos el encuentro. Nos reunimos en el café ‘Ópera’, en la intersección de las avenidas Corriente y Callao. La conversación entre Sebreli, Martínez y yo fue sumamente placentera, y se prolongó por dos horas.
            En realidad, antes de este encuentro, conocía muy poco sobre la vida y obra de Sebreli. Maracaibo (mi ciudad) es un pigmeo comparado con el gigante cosmopolita que es Buenos Aires, de forma tal que el acceso a los libros siempre me resulta difícil. Así pues, si bien Sebreli ha escrito más de una docena de libros, sólo he tenido acceso a dos. Pero, la lectura de El asedio a la modernidad dejó una honda impresión en mí. Explicaré por qué.
            En los últimos años, el filósofo Enrique Dussel ha visitado Maracaibo en varias ocasiones. Yo he asistido a algunas de sus conferencias, y he salido sumamente insatisfecho con ellas. Dussel es hoy el gran gurú que se erige como el sucesor de  José Carlos Mariátegui y sus tesis sobre el socialismo indigenista, complementado con jerga postmodernista muchas veces ininteligible. Bajo la visión de Dussel, nosotros los americanos debemos rescatar el legado cultural indígena y rechazar el legado cultural europeo, a fin de liberarnos del eurocentrismo.
            Este giro de la izquierda latinoamericana me ha parecido extraño. Pues, la izquierda clásica, aquella inspirada en Marx, jamás fue eurofóbica, y no tenía reparos en postular que las sociedades indígenas estaban en un estadio más atrasado en la escala del progreso social. Con todo, entre mis colegas, la visión eurofóbica de Dussel se impone, y no parece haber alternativa.
            Yo me negaba a aceptar que no hubiera algún autor latinoamericano contemporáneo que estuviese dispuesto a reivindicar los logros civilizacionales de Occidente. Ha habido, por supuesto, autores como Vargas Llosa padre e hijo, o Carlos Alberto Montaner, que eficientemente han señalado la pobreza cultural de las sociedades precolombinas e indígenas contemporáneas (comparadas con las europeas). Pero, estos autores son también liberales a ultranza, y ha resultado demasiado fácil suponer que, quien afirme la superioridad cultural de Occidente, escribe desde la derecha, y como parte del paquete ideológico, se opone al socialismo, favorece el imperialismo económico, político y militar, etc.
            Yo quería encontrar un intelectual que defendiera la supremacía cultural de Occidente desde la izquierda. Fue así como hallé a Juan José Sebreli y El asedio a la modernidad, publicado en 1991. Sebreli, me parece, es heredero de la estirpe de autores argentinos como Domingo Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, quienes han sabido reconocer las enormes ventajas de asimilar las grandes instituciones civilizadas de Occidente. Alberdi y Sarmiento, lamentablemente, en ocasiones mancharon sus tratados con algunas nociones raciales, suponiendo que la superioridad cultural occidental tiene una base biológica. Además, en los márgenes de sus escritos, ambos autores llegaron a proponer medidas violentas parta erradicar a los indígenas. Pero, en Sebreli no hay estos gazapos. Sebreli se limita a comparar el rendimiento de las instituciones europeas con las indígenas, y concluye que las primeras abruman en méritos a las segundas. Y, precisamente puesto que no hay diferencias biológicas sustanciales entre los occidentales y los indígenas, Sebreli propone el camino de la asimilación: el problema indígena en América Latina se resolverá en la medida en que los nativos se asimilen a la civilización occidental.
            El siglo XX ha vivido la enfermedad del relativismo cultural, aquella doctrina que enseña que las culturas son inconmensurables entre sí. El libro de Sebreli es una crítica filosófica a esta doctrina. Desde la antigüedad, sabemos que el relativismo es una postura incoherente, pues como bien señalaba Platón, si todo es relativo, entonces la proposición “todo es relativo” es en sí misma relativa. Extrañamente, la antropología cultural ha hecho caso omiso a esta advertencia, y ha elaborado un festín de celebración de costumbres atroces y bárbaras de pueblos no occidentales.
            En su libro, Sebreli somete a examen una amplia gama de movimientos que, inspirados en el relativismo, pretenden enaltecer todo aquello que no sea occidental. El primitivismo, el campesinismo, la negritud, el indigenismo, entre otros, son detalladamente evaluados por Sebreli con rigurosidad de argumentos. Al final, el juicio de Sebreli es categórico: la occidentalización es preferible a esos movimientos.
            Por supuesto, quienes afirmaron la superioridad cultural occidental en el siglo XIX, frecuentemente invocaron una ‘misión civilizadora’ que pretendió justificar los atropellos del imperialismo. Pero, Sebreli no pretende justificar lo injustificable. Sin dejar de advertir los abusos que suscitó el imperialismo, sencillamente recuerda que no todo lo del imperialismo fue malo, y que la expansión cultural de Occidente ha propiciado ventajas.
            Dadas sus posturas a favor de la expansión cultural de Occidente, ha resultado común calificar a Sebreli de ‘derechista’. Pero, es urgente advertir que, la misma izquierda clásica, si bien estuvo en contra del imperialismo político o económico, no rechazaba la expansión cultural occidental. Marx reconocía que sólo en Occidente surgiría el germen de la revolución proletaria, pues las otras regiones del mundo estaban inmersas en sistemas de producción pre-capitalistas. Si bien Marx era crítico del capitalismo, reconocía que era preferible a los sistemas de explotación feudales o esclavistas que tanto predominaban en África y Asia. Así pues, es perfectamente viable para la izquierda oponerse al dominio político y económico de las potencias europeas, pero a la vez enaltecer la expansión cultural de las grandes instituciones de Occidente. Sebreli, me parece, forma parte de esta estirpe de autores de izquierda que, sencillamente, no han cedido al chantaje postcolonialista y multiculturalista.
            Quizás mi única insatisfacción con Sebreli está en la selección que él hace de autores que, a mi juicio, son más charlatanes que verdaderos filósofos. Sebreli se ha caracterizado por defender arduamente la racionalidad y la ilustración, pero en ocasiones cita con aprobación a autores que pecan de oscurantismo. En esto, comparto la crítica que el genial Mario Bunge ha elaborado. Hegel, Sartre o incluso el mismo Habermas son autores que confunden frecuentemente, y tienen amplia referencia en los libros de Sebreli. Pero, por supuesto, esto no eclipsa los logros del maestro Sebreli, y me sentí sumamente complacido de haber conocido a este autodenominado ‘liberal de izquierda’ porteño.

jueves, 27 de septiembre de 2012

El sati, la burka y el paternalismo



Desde la invasión norteamericana de Afganistán en 2001, Occidente se vio sumamente sensibilizado por las burka, trajes tradicionales que el régimen de los talibán impuso sobre las mujeres. Las autoridades norteamericanas nunca explicaron suficientemente bien al mundo la justificación de su invasión. Presumiblemente, buscaban desmantelar las redes de terroristas que el régimen talibán protegía, y que había sido responsable de los ataques del 11 de septiembre.
            Pero, a ojos de muchos críticos, aquella empresa no sólo se hizo con la intención de fortalecer la seguridad y desmantelar redes terroristas. Más bien, se hizo como continuidad del clásico colonialismo de antaño, el cual se vale ideológicamente de la llamada ‘misión civilizadora’: bajo esta idea, las potencias occidentales tienen el deber de someter a los regímenes bárbaros e imponer gobiernos que incentiven los avances de la modernidad.
            La burka fue emblemática de esto. La burka sirvió como excusa perfecta para que los poderes coloniales occidentales asentaran su dominio en una zona rica en minerales, y estratégicamente muy bien ubicada para acrecentar el dominio de regiones vecinas. El predominio de la burka podía convencer a la opinión pública occidental de que era necesaria una nueva cruzada para erradicar la barbarie en el mundo.
            Pero, aun si el predominio de la burka fue empleada como excusa barata para lanzar una nueva invasión, hay un hecho que no admite discusión: la burka es un traje sumamente opresivo. Además de constar de una tela sumamente incómoda, la mujer es reducida a un mero objeto andante sin oportunidad de desarrollar identidad propia, o satisfacer al máximo sus potencialidades y talentos en la esfera pública. La imposición de la burka no justifica una invasión, pero no dejemos de lado el hecho de que, efectivamente, la burka es opresiva.
            Con todo, un hecho bastante sorprendente fue que, aun después de la caída del régimen talibán, las mujeres siguieron llevando la burka. Y, esto abrió espacio para considerar que, quizás, las propias mujeres afganas se sienten bien viviendo detrás de una rejilla de tela. Si esto es así, la erradicación occidental de la burka habría sido una intromisión colonial occidental que hizo más daño del que pretendió curar.
            En el pasado, ha habido debates parecidos a éste. Cuando los británicos colonizaron la India, se encontraron con la práctica hindú del sati: cuando los hombres morían y eran incinerados en la pira funeraria, se esperaba que las viudas se lanzaran también a las llamas. Algunas mujeres eran forzadas a hacerlo, pero otras lo hacían voluntariamente. Los británicos quedaron horrorizados con esta práctica, y eventualmente, la prohibieron. Cuando India, bajo la dirección de Nehru, logró su independencia y trató de convertirse en una nación secular, la práctica del sati siguió prohibida, y así persiste hasta el día de hoy.
            Los críticos del imperialismo británico denuncian los abusos cometidos en la India, pero por lo general, no se oponen a la erradicación del sati. Pero, en décadas recientes, la nueva ola de críticos del colonialismo, inspirados en el postmodernismo, sí critican la erradicación del sati¸ por motivos parecidos a los que algunas personas hoy tratan de reivindicar la burka.
            La crítica más prominente de la erradicación del sati es Gayatri Spivak. Publicó un artículo muy leído, con el título “¿Puede el subalterno hablar?”. En este artículo, Spivak sostiene la idea de que, en el discurso colonialista, ni siquiera en la defensa de las víctimas se ofrece espacio de expresión a los oprimidos. En ocasiones el colonialista pretende defender a los oprimidos, pero no está dispuesto ni siquiera a escucharlos. Y, según Spivak, fue esto lo ocurrido en la erradicación del sati en la India.
Los colonialistas se horrorizaron ante la idea de que las viudas se lanzaran a la pira funeraria, e inmediatamente suprimieron esta antigua costumbre. Con esto, denuncia Spivak, los colonialistas reafirmaron el mito autocomplaciente de que cumplían la loable misión de salvar a las mujeres marrones de los hombres marrones. Pero, los colonialistas nunca preguntaron a las mujeres cómo se sentían ellas lanzándose a la pira funeraria. Para los colonialistas, aquella práctica era sencillamente brutal, contraria a sus nociones éticas pretendidamente universalistas. Si, en cambio, hubiesen tenido un mínimo de sensibilidad ante el mundo cultural ajeno, y se hubiesen despojado de su etnocentrismo, habrían tenido en consideración el punto de vista de las propias viudas, y habrían descubierto que aquellas práctica no era tan bárbara como suponían, pues está inmersa en un entramado de símbolos y relaciones que le conceden un sentido.
Spivak no pretende una defensa irrestricta de la práctica del sati, pero sí pretende que, antes de juzgar una práctica a partir de valores morales aparentemente universales, se indague bien respecto al sentido que pueda tener para el participante. Pues, esa indagación puede matizar muchos de los juicios avasalladores que, en vena colonialista, muchas veces se hacen en torno a las culturas no occidentales.
¿Tiene plausibilidad el alegato de Spivak? En primer término, la argumentación de Spivak señala algo fundamental y sumamente rescatable: antes de apresurarse a juzgar una práctica, ciertamente conviene escuchar a los participantes y sus causas, y tenerlas en consideración.
Quien defienda al liberalismo debe asimismo sostener la idea de que, si un acto es voluntario y sólo genera daños a la persona que realiza ese acto, entonces el Estado no pareciera tener la justificación para irrumpir en la autonomía individual de quien toma esas decisiones. Si las mujeres quieren llevar burka o practicar el sati, por cuenta propia, sería opresivo que el Estado interfiera en esa decisión autónoma. El filósofo Kwame Antony Appiah advierte acertadamente que existe el riesgo de instrumentar un torpe paternalismo que, incluso, puede hacer que las personas se afinquen aún más en las prácticas que el propio Estado quiere erradicar.
Pero, aun uno de los padres del liberalismo clásico, John Stuart Mill, advertía que no todos los seres humanos están preparados para asumir la autonomía individual de la libertad. Y, en estos casos, el Estado sí tendría una obligación paternalista de intervenir y prohibir algunas costumbres que sólo perjudican a quienes las realizan. Mill tenía en mente especialmente a los niños: no cuentan con la suficiente capacidad racional como para tomar decisiones propias, y esta carencia justifica la intervención paternalistas de terceros en su propia protección.
Mill también consideraba que los ‘salvajes’ carecen de esa capacidad racional, y mientras se preparan para el pleno ejercicio de la libertad, es necesario ofrecerles un espacio de protección, aun en contra de sus deseos. Naturalmente, este paternalismo ha servido para acusar a Mill de defender una mentalidad colonialista (como efectivamente era). Spivak ciertamente diría que Mill no permitió hablar a los subalternos que él pretendía defender.
Pero, conviene no desechar por completo el paternalismo invocado por Mill y otros. La opresión puede alcanzar tales niveles, que muchas veces los opresores logran convencer a los oprimidos de que su condición los hace felices. El marxismo clásico ha siempre señalado este fenómeno. La ‘alienación’, tal como la entienden los marxistas, consiste precisamente en un proceso de absorción de falsa ideología, de forma tal que el oprimido busca legitimar su propia opresión. La acción revolucionaria, proclaman los marxistas, debe tratar de despertar la conciencia liberadora, y hacer ver al oprimido que su condición es lamentable.
En esta pretensión de despertar conciencia liberadora, hay una fuerte dosis de paternalismo, pues muchos oprimidos no quieren ser liberados. Pero, los marxistas no cederían al chantaje de que ‘los subalternos deben ser escuchados’, y si desean seguir siendo oprimidos, nosotros no tenemos derecho a imponerles nada. Antes bien, el marxismo insistiría en que, al menos debe intentarse un mínimo de persuasión para convencer al oprimido de que su propia dignidad transformación.
Pues bien, este mismo razonamiento debe extenderse a las mujeres que llevan burka o practican el sati. Quizás, en efecto, muchas quieren seguir llevando burka y arrojándose a la pira funeraria. Pero, ese deseo no hace más que colocar de manifiesto el grado de alienación al cual han sido sometidas estas pobres mujeres. Quizás la solución no sea erradicar autoritariamente estas prácticas. Quizás, en efecto, deba permitirse hablar a los subalternos. Pero, así como debe permitírseles hablar, debe también tratar de persuadirlos de que están sujetos a prácticas opresivas, y de que su propia dignidad exige la voluntad de abandonar esas prácticas, de las cuales son víctimas.

jueves, 6 de septiembre de 2012

¿Son los indígenas menos racionales?



Hace algún tiempo, mi amigo, el sociólogo venezolano Gendrik Moreno, me narraba sus admirables experiencias como facilitador de construcción de viviendas entre las comunidades de la etnia wayúu en Venezuela. Pero, Gendrik me confesaba que, en ocasiones, tenía dificultad para que algunos wayúu entendieran principios básicos de construcción, y él me preguntaba si yo opinaba que, quizás, hubiese una explicación biológica de esto; a saber, si los cerebros de los wayúu son distintos de los cerebros del resto de la gente.
            En aquel momento, yo respondí enfáticamente que no. Teorías como ésas fueron formuladas en el siglo XIX por los pseudocientíficos raciales, y hoy han sido totalmente refutadas. En tanto universalista, yo creo firmemente en la unidad biológica de la especie humana, y creo que las diferencias biológicas entre los seres humanos son superficiales (color de piel, forma de la nariz, etc.), pero no sustanciales (constitución del cerebro, etc.). Contrario a los teóricos racistas del siglo XIX, me parece perfectamente plausible que un niño wayúu, sujeto a la educación occidental desde joven, pueda convertirse en un físico ganador del premio Nóbel.
            Pero, la inquietud de Gendrik me dejó con alguna duda. Pues, en más de una ocasión, me he encontrado con profesores de lógica y matemática que me señalan que, por regla general, los wayúu tienen más dificultad en comprender operaciones lógicas elementales. Yo he tenido estudiantes wayúu, y nunca me he encontrado que tengan dificultades especiales de aprendizaje (más allá que las que puede tener cualquier estudiante universitario), pero otros colegas sí parecen señalar esto. ¿Se trata esto de un prejuicio colonialista? ¿Son los pueblos no occidentales menos aptos para las operaciones lógicas? ¿Tienen intrínsecamente un grado menor de racionalidad?
            A simple vista, parece tentador admitir sencillamente que, una sociedad que construye rascacielos es más avanzada que una sociedad que construye bohíos; una sociedad que cura el cáncer con quimioterapia es más racional que una sociedad que invoca espíritus para alejar enfermedades, etc.; una sociedad que produce matemáticos que descubre teoremas es más racional que una sociedad que no puede contar más allá del tres.
Pero, no han faltado antropólogos que disputan esto. Probablemente el más célebre de estos antropólogos sea Claude Levi Strauss. Su teoría de la ‘unidad psíquica de la especie’ postula que, no sólo todos los seres humanos tenemos básicamente el mismo cerebro, sino que también, todos pensamos fundamentalmente en los mismos términos, y así, el razonamiento lógico no es exclusivo de la civilización occidental. Todos los seres humanos pensamos con el mismo grado de racionalidad. La diferencia, opina Levi Strauss, está en que los modernos razonamos más con elementos abstractos, mientras que pueblos como los wayúu, razonan más con elementos concretos, pero esta diferencia no elimina el hecho de que todos empleamos la racionalidad.
Quizás los wayúu no hayan producido un Pitágoras que logre descubrir que, en triángulo con un ángulo recto, la sumatoria de los cuadrados de los lados que conforman el ángulo recto sea igual al cuadrado del tercer lado. Pero, los wayúu producen versiones de mitos con variadas permutaciones, o tienen un complejo sistema de parentesco (mucho más complejo que el occidental), y eso confirma la hipótesis de que, los wayúu no utilizan una lógica abstracta (como en el teorema de Pitágoras), pero sí utilizan una lógica de lo concreto (como en la mitología o el parentesco).
Así pues, no existe una diferencia sustancial entre el pensamiento llamado ‘primitivo’ y el pensamiento moderno, y ambos tienen el mismo grado de racionalidad. Levi Strauss en buena medida pretendía una refutación de un antropólogo de una generación anterior a él, Lucien Levy Bruhl. Este antropólogo de sillón (a diferencia de Levi Strauss, Levy Bruhl nunca convivió con pueblos no occidentales) opinaba que la mentalidad de los pueblos tribales es ‘pre-lógica’, en tanto son incapaces de realizar operaciones lógicas elementales. Mediante sus análisis de sistemas de parentesco y mitología, Levi Strauss pretendía demostrar, contrario a Levy Bruhl, que estos pueblos no tienen una mentalidad pre-lógica, sino que sencillamente, emplean la racionalidad con elementos concretos.
Los análisis de Levi Strauss son dignos de admiración, y ciertamente, las tesis de Levy Bruhl han sido enterradas en el olvido. Hay quizás, además, un tufo colonialista en las tesis de Levy Bruhl: la implicación de sus tesis es que nosotros los occidentales somos racionales y analíticos, mientras que los no occidentales se comportan más como niños, y eso podría justificar que los conquistemos y los sometamos a regímenes colonialistas, mientras los impregnamos de racionalidad.
Pero, yo no desecharía tan velozmente las teorías de Levy Bruhl. Quizás, los pueblos tribales sí tengan una forma de pensamiento menos racional que la nuestra. Levy Bruhl fue un antropólogo de sillón, pero otros etnólogos han hecho extensos trabajos de campo, y han formulado teorías similares a las de Levy Bruhl.
El más destacado de éstos es C.R. Hallpike. Hallpike parte de los adelantos teóricos de Jean Piaget. Como se sabe, Piaget postuló que, en el desarrollo cognitivo de los niños, se atraviesan varias fases. En las primeras fases, hay ciertas operaciones mentales que a los adultos nos resultan muy elementales, pero que los niños tienen dificultades en realizar. Quizás la más célebre es la llamada ‘capacidad de la conservación’, la cual es fácilmente ilustrada con un experimento: si tomamos dos vasos, uno fino y alargado, y otro grueso y bajo, y transferimos agua de un vaso a otro, sostendremos que la cantidad de agua es la misma. Pero, los niños menores de siete años no llegarán a esa conclusión: la mayoría opinará que el vaso fino y alargado tiene más agua que el grueso y bajo. Piaget formuló otros experimentos un poco más complejos que someten a prueba otras habilidades mentales, y así formuló su célebre teoría de los pasos del desarrollo cognitivo.
Pues bien, Hallpike y sus seguidores han procurado aplicar estos experimentos a adultos de pueblos tribales. Si Levi Strauss está en lo cierto, los adultos de pueblos tribales no tendrían dificultad en razonar correctamente, pues estos exámenes no tratan sobre conceptos abstractos, sino sobre situaciones concretas muy puntuales. Pero, la evidencia parece refutar la postura de Levi Strauss. Sorprendentemente, los adultos en pueblos tribales tienen mucha más dificultad en responder correctamente a estos experimentos. Ignoro si estas pruebas han sido aplicadas a adultos wayúu; ciertamente los wayúu que he conocido son personas tan intligentes como cualquier otra persona, pero por otra parte, éstos son wayúus que han recibido educación occidentalizada.
En todo caso, Hallpike postula que el nivel de razonamiento de los adultos en pueblos tribales es en muchas dimensiones fundamentalmente el mismo que el de los niños de siete años en sociedades modernas. Esto no quiere decir que los pueblos nativos se comporten como niños en todas sus facetas. Pero, si Hallpike está en lo cierto, entonces sí hay algo de verdad en la idea colonialista de que los nativos de Tercer Mundo son más infantiles que los ciudadanos de sociedades modernas.
Como yo, Hallpike rechaza la idea de que los wayúu (o cualquier otro pueblo indígena) tengan cerebros sustancialmente distintos. Pero, entonces, ¿cómo explicar las diferencias sustanciales en el modo de pensar? Seguramente se deba a variables ambientales. Por muchos factores, los pueblos tribales no han sentido la presión para emplear el razonamiento lógico que sí se emplea en la sociedad moderna. Y, así, las habilidades para el razonamiento no estarían tanto condicionadas por la estructura cerebral (a pesar de que no debe descartarse una base para ello), sino en la influencia del ambiente educativo. Bajo la hipótesis de Hillpike, seguramente, antes de la aparición de las grandes civilizaciones humanas, nuestra especie no estaba en posición de articular óptimamente la habilidad psicológica de la conservación, documentada por Piaget.
Todas estas hipótesis, por supuesto, están apenas en un nivel tentativo, y queda mucho por averiguar y discutir. Pero, hacemos bien en no desechar definitivamente la teoría, originalmente formulada por Levy Bruhl, según la cual, hay una diferencia sustancial entre la mentalidad moderna y la mentalidad tribal, y que la segunda sencillamente no opera en términos lógicos. Algunas personas han postulado que la hipótesis de Levy Bruhl es racista, pues degrada a los nativos. Frente a esto, urge apreciar que la hipótesis de Levy Bruhl no es racista, pues no invoca una explicación biológica al respecto (‘raza’ es un concepto biológico). Y, precisamente puesto que el origen de la diferencia sustancial entre ambos tipos de mentalidades no es biológico, es perfectamente viable que un niño procedente de una tribu indígena, pero educado bajo parámetros occidentales, desarrolle perfectamente una mentalidad lógica y racional.
Quizás mis colegas profesores sí tengan alguna dificultad en enseñar lógica a los indígenas adultos, pues éstos piensan de un modo ajeno a la lógica. Pero, si esto fuese así, me inclino a pensar que esto no se debe a que su cerebro es distinto. Se debe sencillamente a que su modo de vida y educación inicial no ha fomentado suficientemente las habilidades cognitivas. Quizás ya sea difícil revertir esto en los adultos, pero los niños indígenas ciertamente tienen el cerebro lo suficientemente flexible como para desarrollar las habilidades cognitivas del desarrollo. La lección que nos ofrecerían los estudios de Hallpike, no obstante, es que esto no sería posible sin una educación moderna. Por ello, urge extender las escuelas de inspiración occidental, a los pueblos indígenas.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Freud, la literatura y la ciencia



Como profesor universitario, muchas veces me quejo de que, entre mis estudiantes, domina aquello que ha venido a llamarse ‘facilismo’. Muchos estudiantes prefieren exámenes ‘de interpretación propia’, que exámenes donde se pongan a prueba sus conocimientos concretos; muchos prefieren ver la versión cinematográfica de una novela, que leer el libro; y así, un largo etcétera.
Es tentador asumir el cliché de que este facilismo se debe a la corrupción de la juventud actual, mientras que en generaciones pasadas, sencillamente no ocurría. Pero, a decir verdad, el facilismo ha estado presente en todas las épocas. Los filósofos muchas veces hablan entre ellos en términos sumamente abstractos, mientras que el resto de los mortales tiene dificultades en seguir esas discusiones. Pero, puesto que los buenos filósofos quieren darse a entender (algo que, lamentablemente, los oscurantistas postmodernistas ya no desean), muchas veces recurren a estrategias retóricas para complacer al pueblo en su deseo de que se le facilite la comprensión, incluso si esto puede representar el riesgo de malinterpretación. Este facilismo es probablemente el origen de las figuras del habla.
Una discusión técnica sobre cualquier tema pronto se vuelve aburrida. Es mucho más entretenida la alegoría, la metáfora, la parábola, la exageración, la prosopopeya, etc. Y, ciertamente, no hay populista que no apele a estas figuras. La espectacular expansión del cristianismo, de una oscura secta en el seno del judaísmo, a la religión dominante en el mundo, en parte se debe a la disposición de su fundador a transmitir su mensaje mediante parábolas. El interés de Jesús no fue tanto la claridad o la precisión argumentativa (muchísimos de sus dichos son sumamente oscuros, enigmáticos y confusos), pero sí supo penetrar a sus audiencias con ornamentos retóricos. De hecho, él mismo estaba consciente del poder de la parábola como instrumento retórico: “Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden” (Mateo 13: 13).
Hoy está muy en boga la idea de que la literatura es un instrumento incluso muchísimo más poderoso que la ciencia y la filosofía para investigar y representar la realidad. Y, el principio que yace tras esta postura es muy similar a la de Jesús y otros maestros de las figuras del lenguaje: el retrato de alguna trama sirve para ofrecer lecciones profundas de todo tipo. En vez de perdernos en los detalles aburridos sobre la censura moral contra la mentira, sencillamente contemos la historia de un pastor que se divertía mintiendo sobre la llegada de un lobo, hasta que en realidad el lobo llegó, y nadie le creyó. De ahí la grandeza de Esopo.
Richard Rorty, por ejemplo, es uno de los filósofos que más ha defendido el valor de la literatura, no sólo por su potencial para entretener, sino también para descubrir y representar el mundo. Asimismo, René Girard ha llegado incluso al extremo de decir que los verdaderos grandes psicólogos no son Aristóteles, Skinner, Freud o Adler, sino Flaubert, Dostoyevski y Proust.
Esta apreciación ha servido para reivindicar a los mitos, especialmente los mitos clásicos. En el siglo XVIII, Fontanelle propuso que los mitos eran sencillamente historias que reflejaban una mentalidad irracional e infantil en su intento por explicar el mundo. Lo mismo hicieron en el siglo XIX Tylor y Frazer. Bajo estas interpretaciones intelectualistas, quienes compusieron mitos estaban sencillamente equivocados, y una mentalidad científica sencillamente no puede deleitarse con los mitos, más allá del mero entretenimiento.
Pero, para salvaguardar el valor de los mitos, ya desde la propia antigüedad se defendía la idea de que, si se interpretaban alegóricamente, los mitos podrían darnos grandes enseñanzas. Pues, se razonaba, en vez de enseñarnos lecciones morales o psicológicas en un lenguaje llano y preciso, los antiguos poetas preferían hacerlo mediante historias con elementos fantásticos. Con todo, nunca fueron claras cuáles eran las enseñanzas que podrían ofrecernos los mitos clásicos. A diferencia de las fábulas de Esopo, por ejemplo, los mitos clásicos no tienen una explícita intención moralizante. Y, cuando a través de la alegoría se intenta extraer alguna enseñanza de los mitos, se hace mediante interpretaciones muy forzadas.
Pero, el gusto por la interpretación alegórica ha cuajado. E, incluso, eventualmente se hizo popular la idea de que los mitos no sólo transmiten enseñanzas morales o metafísicas, sino que ¡tienen en sí mismos contenidos científicos en el seno de la psicología! En otras palabras, mucho antes de que algún científico descubriera algún principio psicológico mediante la documentación de casos, ya los antiguos poetas tenían conocimiento de esto mediante sus mitos.
Sigmund Freud fue un entusiasta de esta idea. A juicio de Freud, ya los antiguos griegos tenían un gran conocimiento sobre la naturaleza de la mente humana, y nos lo transmitieron mediante historias mitológicas. O, en todo caso, quizás no tenían un conocimiento consciente, pero al menos sí dieron expresión a ideas inconscientes que se reflejan en sus mitos. Así pues, en vez de concentrarse y profundizar en las experiencias de sus pacientes, Freud prefirió ahondar en la mitología griega, y encontrar en ella los temas que, a su juicio, constituyen la mente humana.
Así, Freud empezó a invocar ejemplos mitológicos como confirmación de sus curiosas teorías. Por ejemplo, la medusa (el monstruo femenino al cual se enfrenta Perseo) representa el temor de los hombres a la vagina: su cabeza de gusanos es evocadora del vello púbico, y su mirada petrificante representa la ansiedad que los hombres sienten frente a las mujeres.
Más famoso fue su énfasis en el mito de Edipo. Como se sabe, este mito narra la historia del héroe Edipo, a quien el oráculo advierte que matará a su padre y se casará con su madre; espantado, Edipo huye de su pueblo para evitar la profecía, pero sin él saberlo, cumple el destino, y se termina casando con su madre y matando a su padre, cuando descubre lo que ha hecho, desesperado se arranca los ojos.
Pues bien, Freud vio en esta historia la representación de un tema que, según él, comparten todos los hombres: el deseo de acostarse con la madre y matar al padre. Este deseo se desarrolla en la infancia, y desde entonces es reprimido y queda en el inconsciente, pero sale ocasionalmente a relucir en sueños y mitos. A esto, Freud lo llamó naturalmente el ‘complejo de Edipo’. Pero, Freud no consideró que esto fuese exclusivo de los hombres. Las mujeres tienen una tendencia similar: desean matar a sus madres. Freud vio esta tendencia en otro mito, a saber, el mito de Electra (quien conspira para matar a su madre, Clitemnestra), y así, Freud lo llamó el ‘complejo de Electra’.      
  Freud intentó proveer alguna evidencia casuística de estos supuestos complejos, pero su ‘evidencia’ más sustanciosa fueron los mitos. Así, lo mismo que Rorty o Girard, Freud probablemente opinaría que conviene menos investigar minuciosamente casos experimentales de psicología, y más leer la literatura, para descubrir la naturaleza humana.
Esto nos conduce por un camino muy peligroso. Ciertamente la literatura puede servir para ilustrar mejor conceptos que a veces son difíciles de aprehender, pero suponer que la literatura puede ser guía de la realidad es arriesgado. Hoy es muy disputado que el complejo de Edipo realmente exista (entre otras cosas, porque el cerebro infantil sencillamente no tiene aún la composición bioquímica para desarrollar impulsos sexuales). Pero, Freud se vio contagiado de un impresionante sesgo de confirmación que lo condujo a confirmar por doquier sus ideas preconcebidas. Y, así, con su idea previa de que los hombres desean sexualmente a sus madres, se encontró con un mito que parecía coincidir con su idea y ¡voilá!, su teoría ya estaba confirmada y a salvo de cualquier refutación.
Cualquiera puede emplear el seso de confirmación de Freud, y formular otras teorías disparatadas. La mitología griega es un cuerpo literario vastísimo. Así como Freud seleccionó los mitos de Perseo y Edipo, nosotros podemos seleccionar muchos otros, y dar pie a teorías radicalmente distintas a las de Freud. Intentemos varias.
Las mujeres tienen el deseo oculto de que los animales las violen, y esto se manifiesta en los mitos sobre la conversión de Zeus en animales para tener amoríos. Los hombres tienen el deseo inconsciente de que las mujeres dominen en la actividad sexual, y esto queda manifiesto en los mitos sobre las amazonas. El nacimiento de las niñas es un dolor de cabeza para los hombres, y esto se manifiesta en el mito de Atenea naciendo de la cabeza de Zeus. Los hombres disfrutan del fetiche sexual con la comida sazonada (con laureles), y esto explica el mito de Apolo y Dafne.
Las teorías de Fontanelle, Tylor y Frazer seguramente son muy rudimentarias. El mito no es un mero error de razonamiento. Pero, pretender el otro extremo y postular que tras el mito yace una profunda sabiduría, como lo hace Freud, es ir demasiado lejos. Para mí, los orígenes de los mitos siguen siendo un misterio. Quizás no sean ni explicaciones erróneas de las cosas, ni alegorías de profundas verdades, sino sencillamente, meras historias de entretenimiento. Sería torpe creer que el director de Freddy Krueger realmente cree en la existencia de tal personaje, pero seguramente tampoco quiso darnos una lección moral o psicológica mediante esa historia aterradora. Presumiblemente, su único objetivo fue entretener asustando a las audiencias, y efectivamente lo logró.
Pues bien, lo mismo aplica para los mitos, y quizás para parte sustancial de la literatura. Su principal objetivo es entretener. Las otras interpretaciones son sencillamente añadidos, pero que a la larga, resulta ser como encontrar formas en las nubes: cada quien ve lo que quiere ver. La buena psicología se hace con observación de casos reales, no con alegorización de mitos. Seguramente muchos novelistas y poetas han retratado situaciones sumamente evocadoras de la naturaleza humana, pero estos retratos no pueden ser nuestras guías para saber cómo somos los seres humanos. Las historias son sencillamente eso: historias. Urge distinguirlas de las teorías.