viernes, 31 de julio de 2015

¿Es la esclavitud el origen del racismo?



En mi libro Las razas humanas ¡vaya timo!, defendí la idea de que el racismo es un fenómeno muy reciente, y que obedece a circunstancias históricas muy precisas. En concordancia con historiadores marxistas, yo atribuí a la esclavitud el origen del racismo. Puesto que los poderes europeos coloniales necesitaban esclavos, pero a la par, surgían en la Europa moderna ideas igualitarias, se empezó a concebir a los esclavos procedentes de otras regiones, como grupos infrahumanos, para así legitimar más su esclavitud.
            Sigo sosteniendo esa tesis, pero quisiera matizarla. La esclavitud ciertamente contribuyó al fortalecimiento de ideas y prácticas racistas, pero ahora empiezo a simpatizar con la idea de que las ideas sobre distinciones raciales, y el privilegio por la raza propia, no son meras construcciones sociales, sino que pueden estar inscritas en nuestros genes. En esto, sigo de cerca al antropólogo Pierre Van Den Berghe (a quien menciono en mi libro, pero a quien debí haber dedicado más atención).

            Como yo, Van Den Berghe opina que las razas humanas no existen. Hay ciertamente diferencias en frecuencias de alelos en distintas poblaciones, pero es imposible hacer una distinción nítida y agrupar a la humanidad en razas humanas. Las divisiones de la humanidad en torno al color de piel no coinciden con las divisiones en torno al tipo de sangre.
Con todo, eso no impide que la mente humana tenga mucho interés en dividir el mundo en unidades discretas, favorecer a quienes se estime que son de los “nuestros”, y discriminar a los “foráneos”. El nepotismo es un fenómeno ampliamente estudiado en el mundo animal. A partir de la teoría de la “selección del parentesco” (originalmente formulada por William Hamilton), sabemos que los individuos son más altruistas con aquellos con quienes compartan una mayor proporción de genes. Van Den Berghe opina que esto se extiende mucho más allá de la familia. Así como un individuo favorece a su hijo por encima de su sobrino, y a su sobrino por encima del vecino en la comarca, así también favorece al miembro de su raza por encima del que no es miembro de su raza.
¿Cómo sabe un individuo cuán cercano es un individuo genéticamente? Los zoólogos han identificado varias maneras: la impronta desde el nacimiento, el olor, y quizás también características visuales. Estas formas de reconocimiento de parientes no son certeras, pero debieron ser lo suficientemente eficientes como para que permitieran la selección de parentesco.
El parecido visual puede activar el nepotismo. Es de sobra sabido, por ejemplo, que un jefe tendrá más inclinación a favorecer a un empleado con quien tiene un parecido físico, aun si no son parientes. El mecanismo de reconocimiento de parientes se activa, y funciona mal (pues el empleado en cuestión no es pariente), pero no por ello su malfuncionamiento reduce su efecto.
Del mismo modo, sabemos que las razas no existen. Contrario a las apariencias, un neoguineano está más próximo genéticamente de un búlgaro, que de un senegalés; es por ello que los críticos del concepto de razas humanas, solemos decir que la raza no tiene profundidad más allá de la piel. Pero, al contemplar a un senegalés, el neoguineano se sentirá más próximo a él (debido a sus semejanzas físicas), y probablemente tendrá más inclinación innata a favorecer al senegalés que al búlgaro. En la sabana africana, nuestros ancestros necesitaban algunas pistas para distinguir entre parientes y no parientes. Esas pistas se ubicaban en rasgos muy visibles, fundamentalmente el color de la piel y características faciales. Hay muchos otros rasgos cuya distribución invalida el concepto de raza, y que sirven mucho mejor para determinar la cercanía genética. Pero en la sabana, nuestros ancestros no contaban con los recursos para examinar esos rasgos. Por eso, la selección natural favoreció la detección de diferencias en rasgos que se emplean en la clasificación racial.
Bajo esta hipótesis, cabe esperar que los niños, desde una muy temprana edad, estén conscientes de las diferencias raciales. Esto, en efecto, es así. Los niños pequeños tienen conciencia racial, y esto no parece deberse meramente a la cultura. Sobre esto, se han hecho múltiples estudios.
Partiendo de esa base genética para dividir el mundo a partir de diferencias biológicas visibles, el tribalismo y el nacionalismo ciertamente añaden un componente cultural, pero insisto, no debe perderse de vista que todo esto tiene una base biológica. Si un grupo quiere separarse de otro, pero no es lo suficientemente fácil establecer distinciones biológicas, tratará de reforzarlas con distinciones que imitan a las diferencias biológicas. Así, por ejemplo, en Europa, no fue fácil distinguir a los judíos en virtud de sus rasgos: para separarlos, se les impuso la estrella amarilla. En países en los que hay un claro contraste físico entre poblaciones (como, por ejemplo, Sudáfrica), no es necesario acudir al refuerzo cultural de las distinciones.
En este sentido, con o sin esclavitud, me temo que tenemos una tendencia a dividir al resto de los humanos en función de sus diferencias biológicas, y a privilegiar a los que consideramos más parecidos a nosotros. Y, esto será más intenso cuanto más evidentes sean esas diferencias. Es por ello que, si bien tenemos genes racistas, el racismo realmente vino a alcanzar su apogeo a partir del siglo XVI, cuando poblaciones con rasgos marcadamente distintos, se empezaron a encontrar.
Esta forma de dividir el mundo es, por supuesto, acientífica. Asumir que dos personas que tienen el mismo color de piel, forman parte de un mismo grupo genético con el mismo nivel de inteligencia, es erróneo. Vale insistir en que las razas humanas no existen. Pero, así como la religión está en nuestros genes (seguramente como un producto colateral de otras adaptaciones), el racismo también está en nuestros genes, en parte como un producto colateral de la selección de parentesco.

jueves, 30 de julio de 2015

"Libertador", de Arvelo, se aleja del culto a Bolìvar, pero no completamente



            Venezuela tiene un culto enfermizo a Bolívar. Si bien el máximo sacerdote de este culto fue Hugo Chávez, de ninguna manera fue su inventor. Desde al menos la época de Guzmán Blanco, en la segunda mitad del siglo XIX, todos los jefes de Estado de este país han hecho uso del culto a Bolívar para proyectarse políticamente, desde la extrema derecha, hasta la extrema izquierda.
            Si bien este culto fue originalmente impuesto desde arriba, caló bien en el pueblo. Y, así, la cultura popular espontáneamente participa en este culto. Así pues, cabe esperar que cuando los venezolanos hacen canciones sobre Bolívar, el sentido crítico desaparece: “Cuando Bolívar nació, Venezuela pegó un grito, pues había nacido, un segundo Jesucristo”. Y, por supuesto, el cine no es excepción. Las películas sobre Bolívar (todas ellas mediocres en términos cinematográficos) tratan también de magnificar al héroe.

            Libertador, de Alberto Arvelo, es una gran mejora. Por fin, se ha hecho una película venezolana al nivel de calidad de Hollywood. Buenas actuaciones (aunque Edgar Ramírez, el protagonista, aún peca un poco de sobreactuación, un viejo mal en el cine venezolano), numerosos extras, buen vestuario, buena música, buenas escenas de acción. El guion es un poco flojo, pero debe tenerse en cuenta que para las películas biográficas, el guion es siempre un reto. Y, como suele ocurrir con el género biográfico en el cine, quien no tenga un conocimiento o interés previo en el biografiado, difícilmente será atrapado por la película (pero, vale insistir, esto aplica también a grandes películas biográficas, como Gandhi o Lincoln).
            Hay algo especialmente meritorio en esta película: no participa del culto adulador. Bolívar es sin duda un héroe en el film, pero la película no escatima en ofrecer matices. Por ejemplo, no se esconde que Bolívar recibió financiamiento de banqueros ingleses. Hoy, los autoproclamados “bolivarianos” (chavistas, en realidad) critican que la oposición venezolana reciba fondos de EE.UU., o que la revolución en Libia estuvo alentada por la OTAN, pero olvidan que Bolívar, por sí solo, no hubiera podido triunfar: él también necesitó apoyo extranjero. Esta película se los recuerda.
            Hay también otra escena muy bien hecha: en la evacuación de Caracas, una mujer cae al piso y Bolívar la socorre. Pero, cuando la mujer se da cuenta de que quien la ayuda es el Libertador, le escupe en la cara, reprochándole el haber iniciado la terrible guerra, y argumentando que, aun si los criollos vivían oprimidos bajo el imperio español, el sufrimiento de la guerra es mucho peor. De nuevo, los autoproclamados “bolivarianos” reclaman que, aun si con Gadaffi y Sadam Hussein eran dictadores, al menos daban estabilidad a la región, y lo que vino después de ellos ha sido mucho peor en Libia e Irak, respectivamente. Pues bien, esta película les recuerda a los bolivarianos que, si bien el imperio español era opresor, daba al menos cierta estabilidad y paz, y que el sufrimiento de la guerra de independencia (y, vale agregar, la posterior fase caótica del caudillismo) hace preguntarse si todo valió la pena.
            Con todo, hay algunos detalles en la película que participan del culto a Bolívar, y de la distorsión nacionalista de nuestra historia. Afortunadamente, esta película no es maniquea, como sí lo es, por ejemplo, Braveheart, una oda al nacionalismo escocés. En la película de Mel Gibson, los ingleses son unos monstruos. En Libertador, los españoles no son tan malos (la esposa española de Bolívar es retratada con mucha dulzura). Pero, la película se complace en presentar la guerra de independencia como una contienda entre blancos criollos junto a pardos del lado de la libertad, y españoles del lado de la opresión. Se retrata a un Bolívar muy popular con los pardos, y siempre los soldados enemigos son españoles.
            La realidad histórica es más compleja. La guerra de independencia, al menos en sus fases iniciales, no fue una contienda entre España y Venezuela, sino entre venezolanos que querían seguir siendo súbitos del rey, y venezolanos que querían ser independientes. Y, en esta guerra, los pardos y los sectores más oprimidos no estaban del lado de los independentistas. Bolívar no fue tan popular con los pardos como se retrata en esta película; de hecho, siempre tuvo un tremendo temor a lo que él llamó la “pardocracia” (temía que en Venezuela se repitiese la matanza de Haití), y quizás la ejecución del pardo Piar estuvo motivada por este temor.
            El verdadero caudillo popular de los pardos fue José Tomás Boves, un personaje que no aparece por ninguna parte en esta película. Como se sabe, Boves lideró sus ejércitos a favor de la monarquía. Y, así, al menos al principio, los ejércitos a los cuales se tuvo que enfrentar Bolívar no estaban compuestos por españoles, sino por pardos. La película, no obstante, no retrata nada de esto. Los morenos siempre son los que están al lado de Bolívar, los blancos que hablan con acento peninsular son quienes se le oponen.
            El mismo Bolívar fue uno de los grandes promotores del mito nacionalista, según el cual, aquella guerra era una suerte de revancha por lo que los conquistadores españoles habían hecho en el siglo XVI. En la película, varios de sus discursos repiten esa idea. En el imaginario de Bolívar, la guerra de independencia era entre españoles conquistadores y americanos conquistados. Pero, vale insistir, no fue así. Bolívar, Sucre, Santander, y todos los grandes generales que lideraron esta gesta, eran descendientes, no de los conquistados, sino de los conquistadores. En los discursos nacionalistas se habla como si España hubiera invadido a Venezuela, pero es prudente recordar que antes de que llegara Colón, Venezuela no existía. Bolívar asumía en sus discursos la premisa, según la cual, las naciones que él quería liberar eran muy antiguas, y que sencillamente se trataba de expulsar al invasor (apelar a la antigüedad de las naciones es característico del nacionalismo). Esto es una distorsión: España no era propiamente invasora de Venezuela, pues precisamente, Venezuela no existía entes de que los españoles llegaran a este territorio.
            Por último, otro aspecto en el cual la película quiere dulcificar a Bolívar y la guerra de independencia, es en su relación con los británicos. Si bien, como he mencionado, no esconde que recibió apoyo de los británicos, al final presenta a un Bolívar (ya como presidente) desafiante frente a las pretensiones imperiales de los británicos, y a un poder británico que se encoge y acepta la soberanía venezolana. Quizás sí pudo haber habido algo de verdad en esto. Pero, el hecho de que Bolívar aceptó la ayuda financiera británica al inicio de la guerra, debió haber comprometido mucho su capacidad para mantener soberana a la Gran Colombia. 

Así como la película no esconde que Bolívar recibió financiamiento británico, tampoco esconde que se valió de legiones británicas. De nuevo, la película hace añicos la idea de que esta guerra fue soberana, y que no hubo injerencia extranjera en el bando patriota. Pero, el film trata de dulcificar este hecho, alegando que esos soldados eran en realidad idealistas que vinieron espontáneamente a luchar por la libertad. Pudo haber habido algunos así, no hay duda (también Rambo fue espontáneamente a pelear en Afganistán junto a los muyajadines, pero eso no eclipsa el hecho de que la ayuda norteamericana a los muyajadines fue perversa). Pero, lo cierto es que la mayoría de quienes conformaban esta legión británica eran sencillamente mercenarios, que les daba igual Fernando VII o Bolívar.
Libertador, de Arvelo, es una muy bienvenida desintoxicación del culto a Bolívar. Pero, tras verla, el espectador aún queda con resaca del vino bolivariano. Queda aún por hacer una película verdaderamente libre del culto. Quizás, como suele ocurrir con figuras apropiadas por el nacionalismo, esa tarea pueda hacerla mejor un musiú que, como los legionarios británicos, no tiene ningún compromiso con esta o aquella patria.

martes, 28 de julio de 2015

¿Los latinoamericanos llevamos los genes violentos de los conquistadores?



Si bien hay un vaivén en la violencia en países latinoamericanos (tras el fin de la Guerra Fría y las guerras civiles que azotaron América Latina, muchos de nuestros países empiezan a pacificarse), no deja de ser cierto que nuestra región sigue siendo una de las más violentas del mundo.
            Algunos ensayistas han buscado vincular nuestra violencia contemporánea con la forma tan violenta en que se conquistó este continente. De España vinieron violadores y asesinos, y la violencia que ellos trajeron, ha dejado secuelas en nosotros.

            Quienes plantean estas teorías, no suelen acudir a la biología. En sus hipótesis, la violencia se aprende, y el traspaso de la violencia desde la generación de los conquistadores, hasta nosotros, ha sido estrictamente cultural. Yo, en cambio, opino que ameritaría explorar si ese traspaso no ha sido solamente cultural, sino también biológico. En otras palabras: propongo explorar la hipótesis, según la cual, los conquistadores tenían mayor inclinación genética a la violencia, y nosotros, sus descendientes, hemos heredado esos genes.
            Desde la fase más temprana de la conquista, hubo españoles que, junto a los conquistadores, viajaron a América, pero se opusieron a las barbaridades que se estaban cometiendo. ¿Quiénes eran estas personas? En su mayoría, eran frailes misioneros. ¿Por qué, aparentemente, hemos heredado más la violencia de los conquistadores, y menos la compasión de los frailes? Si la transmisión de la violencia y la compasión fuese estrictamente cultural, entonces cabría esperar que, varias generaciones después, el ethos conquistador hubiese sido ponderado por el ethos misionero, pero aparentemente no fue así. El ethos misionero no ha perdurado tanto, porque los frailes eran célibes. Y, así, del mismo modo en que los conquistadores llevaban más genes de asesinos, los misioneros llevaban más genes de compasión. Pero, en tanto los frailes eran célibes, no divulgaron sus genes en la misma proporción en que sí lo hicieron los conquistadores.
            Además de eso, cabe sospechar que los conquistadores más violentos, tenían más hijos. Si bien los conquistadores eran nominalmente cristianos, y el cristianismo impone la monogamia, lejos del control eclesiástico europeo, en América estos conquistadores podían constituir más fácilmente sus harenes. Entre más violentos eran, más riquezas y poder acumulaban, y más atraían a mujeres que, en medio de aquel caos, buscaban alguna seguridad en estos hombres fuertes. Tanto Pizarro como Cortés fueron conocidos por tomar mancebas, y así ocurrió con casi todos los conquistadores que dejaban a sus esposas en España, y acumulaban mujeres indígenas (y luego, africanas) al cruzar el océano.
            Como suele ocurrir en las sociedades polígamas, los hombres menos poderosos (por lo general, los menos violentos), se quedan sin oportunidad de copular. Y, el gran macho alfa, acumula mujeres y deja una enorme prole que recibe esos genes que los hacen más propensos a la violencia. A grandes rasgos, podemos formarnos esta imagen: por cada indio que un conquistador mataba, tomaba a una mujer indígena, y tenía hijos con ella.
Esto no fue exclusivo de la conquista del siglo XVI. En las guerras de independencia, y luego en las sangrientas guerras civiles del siglo XIX, los ejércitos también estuvieron conformados por mucha gente con una atracción especial por la violencia. Para erigirse como caudillo en estas guerras, el currículum como asesino era un factor importante. Y el ser caudillo solía llevar el privilegio de acumular mujeres. Así, en aquellas contiendas militares, los más violentos copulaban más, y los más acobardados se tenían que conformar con la masturbación.  
            El antropólogo Napoleon Chagnon estudió este fenómeno en una sociedad de pequeña escala, los yanomamis de Venezuela y Brasil. Chagnon observó frecuentes guerras entre tribus de yanomamis, y documentó que los unokais, hombres que han matado a otros en altos números, tienen más esposas que los hombres que nunca han matado a nadie. Tras varias generaciones, documentaba Chagnon, los homicidas terminan divulgando sus genes en mayor proporción.
            Esto, insisto, es una mera especulación. La historia de América Latina es muy compleja, y no creo posible atribuir nuestra violencia meramente a los genes de los conquistadores; hay muchísimas variables sociales y culturales que deben tomarse en cuenta. Y, si bien los estudios de Chagnon parecen respaldar la hipótesis sociobiológica en una pequeña sociedad como la de los yanomami, no es del todo seguro que pueda ser aplicable a todo un continente, con flujos migratorios constantes.

            Pero, hay algunos indicios que sí nos deberían permitir considerar la posibilidad, para que más adelante, se hagan estudios empíricos que permitan verificar o refutar estas hipótesis. Por ejemplo, Australia fue también poblada por asesinos y violadores (reos enviados desde Gran Bretaña), pero no tiene el mismo nivel de violencia que nosotros los latinoamericanos sufrimos. ¿A qué se debe esto? Me inclino a pensar, nuevamente en función de mi hipótesis, que un factor importante podría ser la monogamia. La moral sexual británica, con un fuerte influjo puritano, fue siempre más rigurosa que la española católica. Los reos australianos estaban más dispuestos a permanecer monógamos que los conquistadores españoles, y así, los reos más violentos no tuvieron tanta oportunidad para divulgar sus genes, como sí la tuvieron los conquistadores españoles más violentos.
El historiador William Tucker ha procurado documentar cómo, históricamente, la monogamia ha frenado la violencia. Si esto es así, América Latina no habría sido excepción, y la forma tan relajada en que desde un inicio se ejerció (y se sigue ejerciendo) la monogamia en nuestra región, podría explicar parcialmente nuestra violencia. De nuevo, todas estas ideas están aún a un nivel especulativo, pero ameritaría abrir senderos con ellas.
   

lunes, 27 de julio de 2015

¿Por qué los gays son más promiscuos?



            Es un hecho indiscutible que los hombres homosexuales son más promiscuos que los hombres heterosexuales. Esto ha sido respaldado por múltiples estudios, y los gays que quieran negar este hecho, tratan de tapar el sol con un dedo. De hecho, los homosexuales deberían entender que esa alta tasa de promiscuidad más bien puede usarse como un argumento a favor del matrimonio gay, pues podría esgrimirse que la alta promiscuidad es debida a que, en virtud de que no existe un aval social a través del matrimonio, los homosexuales no logran tener relaciones estables. Una manera de reducir la promiscuidad homosexual sería, precisamente, legalizando el matrimonio.

            Pero, por otra parte, esta postura asume que la promiscuidad entre homosexuales es debida a condiciones sociales. Hay motivos para pensar que esto no es del todo cierto. Quizás la promiscuidad entre homosexuales no se deba a la forma en que la sociedad trata a los gays, sino al simple hecho de que está en sus genes.
            Si las condiciones sociales de verdad fueran las responsables de la promiscuidad, las lesbianas y los gays serán igual de promiscuos. Pero, no es así. Las relaciones entre lesbianas son muy estables, mientras que las relaciones entre gays son notoriamente pasajeras. Todos conocemos el viejo chiste: ¿Qué hace una lesbiana en una segunda cita? Se muda con su compañera. ¿Qué hace un gay en una segunda cita? No hay segunda cita.
            ¿A qué se debe esta promiscuidad? El antropólogo Donald Symons ofrece una interesante hipótesis. Los hombres, homosexuales y heterosexuales, tienen mayor inclinación a la promiscuidad, y esto tiene una firme base genética. En genética y psicología evolucionista, esto es conocido como el “efecto Bateman”. El ser promiscuo ofrece ventaja adaptativa en la selección natural, pues quien copule con más mujeres, tendrá más descendientes y divulgará más sus genes.
Las mujeres, en cambio, no son tan promiscuas, pues el aparearse con muchos hombres no propiciará más descendencia. Una vez que la mujer ha quedado embarazada, no fecundará nuevamente durante su gestación, por más que se acueste con más hombres. Frente a esto, la mujer ha buscado otra estrategia evolutiva. En vista de que no les resulta provechoso aparearse con varios hombres, la mujer opta por ser más selectiva. De ese modo, se asegura de que quien se acueste con ella, le ofrezca los recursos necesarios para el apoyo de las crías, las cuales, en la especie humana, son bastante vulnerables (mucho más que en otras especies primates). Y, para asegurarse de que el hombre destine recursos sólo a su cría, la mujer se asegura de que el hombre no tenga escaramuzas sexuales con otras mujeres, y si acaso estas escaramuzas sí ocurren, que no se destinen recursos a otras crías.
Así pues, está en los genes de los hombres el ser promiscuo. Pero, también está en los genes de las mujeres frenar esa promiscuidad. Cuando se conjugan esas dos estrategias, el resultado es lo que solemos ver en heterosexuales: parejas monógamas, pero ocasionalmente adúlteras. Por regla general, el hombre busca echar la canita al aire, mientras que la mujer busca la estabilidad del hogar.
Las relaciones entre lesbianas suelen ser más estables, precisamente porque están conformadas por personas que quieren conformar hogares. En cambio, las relaciones entre hombres homosexuales son muy inestables, porque está en sus genes el ser promiscuos, pero no tienen el contrapeso de la mujer que frene sus aventuras.
Hay, además, un añadido al cual Symmons no dedica mucha atención, pero que vale destacar. Los hombres son más celosos que las mujeres. La mujer quiere que el hombre invierta recursos en su cría y no en otras, pero no le molesta tanto que el hombre tenga otros descendientes, siempre y cuando no les destine recursos (la visita a un burdel suele perdonarse más que la relación con una amante). Los celos del hombre seguramente también están en sus genes. Para que el hombre ofreciera recursos a las crías, tuvo que asegurarse de que la cría es efectivamente su descendencia; la mujer, en cambio, tiene esa seguridad desde siempre, pues gesta a la cría en su propio vientre.
Los celos son una estrategia evolutiva para asegurarse de que la mujer no se aparee con otro, y evitar así ayudar a una cría que no lleva una alta proporción de los genes del hombre que provee los recursos. Y, si en efecto, el hombre tiene motivos para suponer que la cría no es su descendencia, entonces la reacción es violenta: el infanticidio y el asesinato de la mujer. Esto también tiene alguna base genética, pues habría servido como estrategia para que el hombre se asegurase de eliminar individuos a quienes destina recursos, pero que no contribuyen a divulgar sus genes.
En un famoso estudio sobre las estadísticas de homicidios a nivel mundial, los psicólogos Martin Daly y Margo Wilson descubrieron que una de las formas más comunes de homicidio es el crimen pasional por celos, y en un altísimo porcentaje de estos crímenes, el hombre mata a la mujer, y no a la inversa.
Si el hombre tiene más genes para la promiscuidad, pero también más genes para responder a los celos violentamente, entonces las relaciones homosexuales pueden prestarse más a la explosividad. Y, de hecho, así se confirma mundialmente: las cifras de violencia doméstica y crímenes pasionales son mucho más altas entre hombres homosexuales que entre parejas heterosexuales o lesbianas.
¿Qué implica todo esto? No está claro. Como he mencionado, suele esgrimirse la promiscuidad entre gays como un argumento a favor del matrimonio homosexual, pues se asume que, al hacer la homosexualidad más socialmente aceptable, los gays encontrarán más estabilidad en el matrimonio, y reducirán su promiscuidad. Pero este argumento asume que la promiscuidad gay es de origen social. Como hemos visto, tenemos motivo para suponer que esto no es así. Si, en efecto, los gays llevan la promiscuidad en sus genes, entonces el efecto del matrimonio como factor de estabilización será menor. 

Y, de hecho, estos datos pueden usarse más bien como argumento para oponerse al matrimonio entre hombres homosexuales (pero, como hemos visto, no de lesbianas). Pues, si la naturaleza biológica de los gays es promiscua, eso hará que el matrimonio entre ellos corra un alto riesgo de fracaso ¿Para qué legalizar una institución que tiene altas probabilidades de fracasar? Más aún, en el caso de la adopción, ¿es responsable dar custodia de niños a parejas que tienen más probabilidades de terminar en divorcio, e incluso, de participar en crímenes pasionales?
Con todo, yo opino que, al menos en el caso del matrimonio (la adopción de hijos es ya harina de otro costal), debemos guiarnos por el principio del perjuicio que acuñó John Stuart Mill: sólo cabe prohibir acciones en las que haya perjudicados que no ofrecen su consentimiento. En el matrimonio de homosexuales, es difícil ver quién sale perjudicado sin consentimiento. Por ello, aun si probablemente estos matrimonios terminarán en fracaso, no hay justificación moral para no permitirlos.