sábado, 29 de marzo de 2014

Respetemos la propiedad de los boliburgueses



El régimen comunista cubano es el campeón de fabricar excusas para nunca asumir la responsabilidad de su fracaso, y como se sabe, la excusa prima en este patético juego, es el “bloqueo”. Valga aclarar, por enésima vez, que sobre Cuba no pesa un “bloqueo” (la colocación de barcos que impiden el tránsito marítimo), sino un “embargo” (la prohibición de comerciar con esa nación) impuesto por EE.UU.

            ¿Tiene justificación ese embargo a estas alturas de la historia? Opino que no. Medidas como los embargos pueden tener una justificación temporal, pero si no cumplen su objetivo a corto plazo, deben ser abandonadas. Pues, obviamente, su aplicación a largo plazo termina perjudicando a la población civil de la nación castigada, mientras que los gobiernos despóticos salen impunes. En Cuba, es precisamente esto lo que ocurre: la población pasa penurias, mientras que el gobierno tiene la excusa perfecta para hacer crecer sus poderes y atornillarse aún más en el poder.
            Pero, los embargos no son intrínsecamente objetables. Fueron las aplicaciones de sanciones económicas, en buena medida, lo que condujo al final del apartheid en Sudáfrica. Y, en la propia Cuba, hubo condiciones que sí ofrecían aval moral a la aplicación del embargo.
            El verdadero motivo por el cual se impuso el embargo a Cuba, por supuesto, fue el contexto de la Guerra Fría. EE.UU. temía que en su patio trasero hubiese un régimen auspiciado por la URSS, e inmediatamente hizo todo lo que pudo por ahogar al régimen de Fidel Castro. EE.UU toleró dictaduras tanto o más reprochables que la cubana, por el mero hecho de ser ajenas al comunismo. Desde el inicio, hubo una tremenda hipocresía en la imposición del embargo.
            Pero, que el embargo fuese conducido por la hipocresía no implica que no tuvo justificación en un inicio. Una de las excusas que en aquel momento empleó el gobierno de EE.UU. era, desde un punto de vista moral, perfectamente aceptable: la naciente dictadura de Fidel Castro confiscó masivamente propiedades de empresas norteamericanas en la isla caribeña, sin una adecuada compensación. Muchas de estas propiedades, por supuesto, habían sido fraudulentamente adquiridas en los años previos, con regalías durante la dictadura de Batista. Pero no todas. Y, precisamente, esta afronta contra la legítima propiedad requería de una respuesta internacional. Contrario a la ideología comunista, la propiedad es un derecho, y un régimen que vulnere ese derecho, merece sanciones.
            Veo con tristeza que más de cinco décadas después de aquellos tristes sucesos, EE.UU. se disponga a hacer lo mismo que hizo Fidel Castro. Y, peor aún, que la oposición venezolana (obsesionada con la influencia cubana en Venezuela), aplauda esta iniciativa. Muchos simpatizantes y oficiales de alto rango en el gobierno venezolano tienen jugosas propiedades en EE.UU. En vista de los recientes abusos en la represión de protestas en Venezuela, el gobierno de EE.UU. está adelantando un programa de confiscación de propiedades de los oficiales venezolanos.
            Ciertamente, estos oficiales son unos hipócritas descomunales. Proclaman a viva voz el anti-americanismo, pero se derriten por colocarse las orejitas de Mickey Mouse en Disneyworld. Dicen que ser rico es malo, pero se han convertido en los “boli-burgueses”. Con todo, urge entender algo: la hipocresía es moralmente objetable, pero no es un crimen. No hay ley, ni venezolana, ni norteamericana, contra el ser hipócrita. Y, en ese sentido, a no ser que se demuestre que estos oficiales han adquirido sus propiedades fraudulentamente, no hay ninguna justificación para confiscarla.
            Yo tengo la fuerte presunción de que los magnates Diosdado Cabello y Rafael Ramírez tienen en EE.UU. propiedades ilegítimamente obtenidas, producto del peculado público. Pero, es sólo una presunción. Hasta que no se demuestre, es injusto despojárselas. Cabello y sus secuaces seguramente merecen ser enjuiciados por violaciones de derechos humanos en Venezuela, pero eso no invalida sus derechos de propiedad (en caso de que sus propiedades no hayan sido obtenidas con fraudes). Hay justicia en enviar a un asesino a la cárcel, pero aún en ese caso, no hay derecho a despojarlo de las propiedades que obtuvo legítimamente.


            El derecho a la propiedad es un pilar de la democracia, y precisamente por eso, opino que una “democracia socialista” es un oximorón: la única democracia posible es aquella que respete la propiedad privada. EE.UU., el auto-proclamado “campeón de la democracia”, invocó los derechos de propiedad para castigar la dictadura de Castro. ¡Cuán lamentable resulta que, ahora, ese supuesto “campeón de la democracia”, se proponga violar los derechos por los cuales tanto lucharon los padres fundadores de EE.UU.! Y, más lamentable aún resulta que los opositores venezolanos, quienes tratan de resistir arduamente contra la influencia ideológica cubana, terminen apoyando una acción muy similar a la de Fidel.

lunes, 24 de marzo de 2014

Reseña de "El darwinismo y la religión". Autor invitado: José Antonio Castilla Gómez



Cuando estudié Filosofía en el instituto, me llamó la atención que Darwin ocupara todo un tema en el programa de la asignatura. En aquella época de mi vida no lo entendí. Con el tiempo, me di cuenta de que la Filosofía, esa disciplina que se arroga la búsqueda de la verdad, ya no podía volver sobre sus pasos y seguir tomándose en serio, por ejemplo, el idealismo de Platón o la teleología de Aristóteles, porque aquellos presupuestos habían quedado irremisiblemente superados por los conocimientos aportados, especialmente desde el siglo XIX, por las ciencias, entre ellas la Biología y en particular la Teoría de la Evolución. Podremos, a lo sumo, afinar esa teoría y avanzar en direcciones incluso opuestas dentro de ella, pero nunca retrocediendo hacia un punto que ya ha quedado superado.


Éste es el sentido que tiene la publicación de El darwinismo y la religión, de Gabriel Andrade: "Si bien Darwin tiene un lugar asegurado en el pedestal de la biología, sus reflexiones también tienen profundas implicaciones filosóficas, suficientes como para que nuestros curricula de filosofía incluyan algún curso dedicado a su obra" (12). Y naturalmente, uno de los fenómenos más importantes y persistentes en la historia de la humanidad, estudiado por la filosofía y estrechamente ligado a ella en su tarea, es la religión, sobre la cual el darwinismo tiene mucho que decir no sólo en cuanto que está en condiciones de refutar sus doctrinas, sino también en la medida en que puede explicar su propio origen.

Sin embargo, como señala Andrade, no todos -en realidad muy pocos- han sabido comprender el proceso mismo de la evolución, por un lado, ni sus implicaciones filosóficas, por otro: "Mi experiencia como docente me ha llevado a descubrir que el entendimiento que sobre la evolución tienen la mayoría de los estudiantes neófitos en Venezuela es fundamentalmente lamarckiano" (33).

¿Cuáles son, entonces, exactamente el mecanismo de la evolución biológica y esas implicaciones filosóficas -que afectan a la religión- con frecuencia ignoradas, incomprendidas y de obligatoria consideración?

Resumiré de manera muy sucinta, siguiendo al autor, el modo en que se produce la evolución:

1. La capacidad reproductora de las especies genera una expansión exponencial del volumen de las poblaciones.

2. La superpoblación origina una feroz competencia entre los diferentes organismos, especialmente entre los de la misma especie.

3. Existe entre esos organismos una variabilidad, determinada por el azar y transmitida genéticamente.

4. En la competencia entre los organismos, sobreviven sólo aquellos que poseen rasgos más ventajosos, mejor adaptados al medio. Este proceso se denomina selección natural, que no es exactamente un hecho determinado por el azar, sino por aquella adaptación.

5. La acumulación de cambios a lo largo de las sucesivas generaciones da lugar al surgimiento de nuevas especies.

Y las implicaciones filosóficas:

1. El esencialismo o idealismo, que postula que los entes son copias imperfectas de formas ideales eternas, es una concepción errónea de la realidad. Por el contrario, la realidad es dinámica, y las especies, lejos de ser inmutables, están apareciendo y desapareciendo continuamente (41, 48).

2. No hay teleología: no existe ningún propósito en la historia de la vida. La evolución no ha sido guiada por ninguna inteligencia, no conduce hacia ninguna complejidad ni especie superior, sino tan sólo adaptaciones locales, surgidas de una variación azarosa y una selección no azarosa de los rasgos variables (51). Todo el capítulo 5 se ahonda en la refutación del punto de vista teleológico: "La selección natural, entonces, puede conducir a estructuras que parecen diseñadas pero que, en realidad, no lo son" (206). El capítulo 6 (¿Son conciliables el darwinismo y la religión?) refuta la "teoría" de la ortogénesis formulada por Teilhard de Chardin, que en el fondo coincide con la del Diseño Inteligente.

3. Se produce una colisión frontal entre los hechos demostrados por la teoría de la evolución -de las ciencias en general (especialmente la Geología)- y las antiguas concepciones filosóficas del mundo, entre las creencias. Y dado que en esa colisión éstas quedan refutadas por aquéllos, es comprensible que desde el comienzo los creyentes en distintas religiones hayan rechazado virulentamente la teoría de la evolución (principalmente han sido los protestantes, pero no hay que olvidar que también los ortodoxos siguen mostrándose intransigentes, y no digamos los musulmanes, y desde los comienzos de la ciencia moderna los católicos, quienes frenaron repentinamente el avance científico en Italia a raíz del juicio a Galileo, lo que propició el "exilio" de la Ciencia a Inglaterra, Francia y otros países hasta prácticamente el siglo XIX).

4. La reacción religiosa a la teoría de la evolución ha consistido en la presentación de otra "teoría": el creacionismo en sus diversas formas (capítulo 4: de la Tierra Nueva, de la Tierra Vieja, y, tratada en un capítulo aparte por su aparente alejamiento del relato bíblico, el Diseño Inteligente, 211). A pesar de su carácter pseudocientífico y de la total ausencia de los requisitos propios de cualquier teoría, el creacionismo califica despectivamente la teoría de la evolución de "simple teoría", cuando una teoría científica es cualquier cosa menos "simple" (153).

5. No obstante, con su mente abierta de filósofo habituado al uso escrupuloso de la Lógica y de argumentos y contraargumentos, Andrade reconoce -acertadamente, en mi opinión, aunque no pensé así en mi primera aproximación al libro- el valor del creacionsimo en tanto que una buena piedra de toque con vistas a la falsación de la teoría de la evolución (en línea con la postura de Popper, 149). "Es establishment científico suele aborrecer el movimiento creacionista. Considera que sus teorías constituyen una empresa escandalosamente irracional, enfrascadas en una mentalidad religiosa propia del fanatismo que mucho daño ha causado en la historia de Occidente. No comparto esa opinión. Los creacionistas han presentado buenas objeciones a la teoría de la evolución" (181).

6. Tras haber refutado -friamente, sin apasionamiento ni fanatismo- todas las concepciones filosóficas y teológicas que se oponen a la teoría de la evolución, el autor entra de lleno en el meollo de todo el libro: ¿son compatibles el darwinismo y la religión? (capítulo 6). La postura de los magisterios no superpuestos de Stephen Jay Gould defiende que sí, pero de nuevo Andrade, lejos de dejarse llevar por la inercia y la idiocia del intelectual mecánico y conformista, viene a incordiar: "el hecho de que la ciencia no pueda ofrecer pautas morales no implica que la religión pueda hacerlo mejor" (254). Tras dar razones convincentes para ello (entre ellas el llamado dilema de Eutifrón), pasa al punto en el que la postura de Gould hace aguas de manera más estrepitosa: las religiones "no son meros sistemas morales, son también sistemas de creencias, entre las cuales se encuentra el postulado descriptivo (no enteramente normativo) central de que Dios creó el mundo" (256, en mis citas las cursivas son siempre del autor). "Postular que existe un Dios creador del universo y que no intervino más, no es un juicio que no interfiere con el magisterio de la ciencia", así, "que Dios haya creado el universo sí compete a la ciencia y no exclusivamente a la religión, pues la primera tiene el deber de informar sobre cómo es el universo y cuál fue su origen" (261). Y concluye aceptando que, a la luz de los conocimientos científicos, no es metafísicamente imposible aceptar la existencia de Dios, pero al mismo tiempo muestra que el único asidero para aceptarla es la fe, la cual necesariamente conduce al relativismo, doctrina autorrefutante (270).

7. La teoría de la evolución no sólo es un hecho incompatible con la teleología, la teodicea y otras enseñanzas de las religiones: además incluye a éstas dentro de su explicación de la realidad. El fenómeno religioso es un producto, aún no bien delimitado y descrito (existen diversas teorías al respecto) de la selección natural, nacido tardíamente en el seno de nuestra especie, ventajoso para su supervivencia al menos en sus orígenes (capítulo 7).

En definitiva, un libro no sólo imprescindible sobre todo para el creyente abierto a la crítica (con los otros no hay nada que hacer para descabalgarlos de su errónea ingenuidad) y de lectura obligatoria en los centros escolares, sino además de lectura muy amena, fascinante.



José Antonio Castilla Gómez
Madrid, España.
sphakteria@yahoo.es


 

lunes, 17 de marzo de 2014

Comentario sobre la reseña de José Antonio Castilla Gómez a mi libro "El posmodernismo ¡vaya timo"



            José Antonio Castilla Gómez amablemente ha escrito una reseña de mi libro El posmodernismo ¡vaya timo! acá. Es tragicómica su historia sobre el profesor de filosofía que sentía añoranzas por la Edad Media, y admiración por los precolombinos. Al menos Castilla Gómez tiene la fortuna de encontrarse sólo esporádicamente con personajes como éstos; en cambio, yo convivo casi a diario con ellos, e incluso, mi país tuvo un presidente que, por quince años ininterrumpidos, nos bombardeaba con la imagen del buen salvaje. En El posmodernismo ¡vaya timo! dedico algún capítulo a exponer las lamentables condiciones de vida de las sociedades precolombinas, con la esperanza de que nos sintamos bastante afortunados de vivir en tiempos modernos.

            En su reseña, Castilla es bastante elogioso de mi libro, pero me dirige algunas críticas, a las cuales trataré de responder brevemente. Su primera crítica trata sobre la cuestión moral. En el libro, yo defiendo a la ciencia frente a los ataques posmodernos. No obstante, incluso la mayoría de la gente que defiende a la ciencia, está dispuesta a admitir que, en cuestiones de moral, la ciencia no puede decirnos nada. Yo quise ir más lejos y tratar de argumentar que la ciencia puede darnos lecciones morales. Para ello, traté de hacerme eco del filósofo Sam Harris (he acá una breve reseña del libro de Harris al respecto).
            Castilla escribe: “no sólo no me parece desacertado extender la crítica al relativismo hasta los confines de la moral, sino que es objetivamente imposible”. Vale aclarar que no es necesario ser relativista moral para rechazar que la ciencia pueda dictarnos qué es lo bueno. La mayoría de los filósofos rechaza que la ciencia pueda darnos lecciones morales, pero a la vez, rechazan el relativismo moral. Para estos filósofos, la idea del bien es objetiva y universal, a pesar de que la ciencia no puede llegar a ella con su método.
            Castilla elabora una crítica que es muy común: la noción de ‘felicidad’ (base de la moral) es demasiado subjetiva como para poder precisarla científicamente. Sam Harris ha respondido muchas veces a esta objeción, de esta manera: hay muchísimos conceptos que la ciencia maneja, los cuales no tienen una definición fácil y precisa, y además, parecen contar con una alta dosis de subjetividad. Pero, no por ello, la ciencia prescinde de esos conceptos. La ‘salud’, por ejemplo, tiene el mismo problema que la ‘felicidad’: consta de una serie de impresiones subjetivas que dificultan precisar en qué consiste exactamente ser saludable. Pero, no por ello la profesión médica debe desaparecer, ni tampoco la medicina está incapacitada para decirnos cuáles hábitos debemos seguir y cuáles hábitos debemos abandonar.
            A propósito de médicos, Castilla también sostiene que las “enfermedades mentales son construcciones sociales… en la medida en que son tildadas de ‘anormales’”. No estoy de acuerdo con esto. Puedo admitir que en la historia de la medicina (especialmente en la psiquiatría), ha habido muchos diagnósticos asociados al ejercicio del poder, y que en ese sentido, muchas enfermedades eran construcciones sociales. Pero, no todas las enfermedades mentales son construcciones sociales.
Ciertamente hay un establishment que coloca etiquetas, pero no por ello, estas enfermedades son construcciones. Aun si los médicos dejasen de colocar etiquetas, las enfermedades mentales seguirían existiendo. Consideremos, por ejemplo, a la epilepsia (la cual, valga señalar, no es propiamente una enfermedad mental). En muchas sociedades, la epilepsia no es considerada anormal, pues se interpreta como una manifestación de los dioses o espíritus, etc. Pero, debe resultar obvio que, aún si en estas sociedades no se etiqueta de ‘anormal’, la epilepsia es anormal. La realidad existe, independientemente de lo que nosotros imaginemos.

domingo, 16 de marzo de 2014

Reseña de "El posmodernismo ¡vaya timo!". Autor invitado: José Antonio Castilla Gómez



Hace cuatro años fui al Alcázar de Segovia con un grupo de alumnos italianos de intercambio. Me acompañaba un profesor de Filosofía. Era invierno: en ningún sitio había pasado –ni he vuelto a pasar– tanto frío como dentro de aquel edificio. Eso, unido al hecho de que me acordé de las barbaridades que se cometían en los castillos y ciudades medievales, me hizo decirle a mi colega: “Qué cutre y triste debía de ser la vida aquí.” Para mi sorpresa, él reaccionó casi indignado: “¿Y hoy qué? ¿No ves los telediarios, las matanzas de inocentes que hay por todo el mundo?” 


Unas semanas después vi en el salvapantalla de su ordenador una reconstrucción impresionante de una ciudad precolombina, que me mostró con una sonrisa: “Y dicen que eran salvajes.” Entonces lo comprendí, o creí comprenderlo: mi colega estaba muy desencantado con su vida y culpaba al progreso.

Pero realmente no lo había comprendido todo. Fue mucho después, cuando acabé de leer El posmodernismo ¡vaya timo!, cuando supe darle nombre a la “filosofía” de aquel colega y de tantas otras personas que hasta entonces había conocido.

Y es que yo no pensaba que las diversas posturas que cuestionaban las conquistas de la razón, la ciencia, la tecnología y el progreso en general podían englobarse bajo una común bandera: la del posmodernismo. Si bien no se trata de un “movimiento” definido por unos límites precisos, es casi imposible que el individuo que reniega del progreso no sea al mismo tiempo un relativista tan descarriado como irritante. Como muestra, otro botón tomado de aquellas mis conversaciones con el colega filósofo. Cuando otro día conversábamos sobre el paso del mythos al logos y comenté que los primeros filósofos abrazaron la racionalidad para explicar lo que los hombres primitivos habían mirado con los ojos de un niño ingenuo, repuso: “No, pero ésos tambien se sirvieron de su racionalidad”. Y aunque llevaba razón, no la llevaba en el sentido que él quería decir y a mí entonces se me escapaba.

Ese sentido y todos los principios –si es que podemos llamarlos así– del posmodernismo quedan meridianamente aclarados en la obra de Gabriel Andrade.

Para empezar, su origen izquierdista. No estoy de acuerdo con Roberto Augusto, cuando opina que el posmodernismo no es un movimiento básicamente de izquierdas. Lo fue exclusivamente en su origen y lo sigue siendo principalmente, si bien es cierto que a estas alturas ya se ha convertido en una corriente de pensamiento transversal que recorre todo el espectro político y no conoce límites de edad, clase social, formación. Los posmodernistas que yo he conocido son fundamentalmente de izquierdas, pero sé de muchos otros que no lo son. Se dan de hecho todas las combinaciones que uno podría imaginar: la última con la que he topado era una profesora de Química e ideología anarquista, o algo parecido, que además de posmoderna de izquierda extrema dotada de una sólida formación científica, no se consideraba posmoderna, ya que ella y toda la izquierda, a su parecer, era deudora de la Ilustración. Unos días antes la oí decir que toda aquella Física y Química que enseñaba a sus alumnos era “hipotética”, y otro día que durante una sesión de reiki había tenido una suerte de viaje astral. Lo dicho: para todos los gustos.

Pero aunque en efecto se den todas las combinaciones imaginables, no debemos olvidar la realidad actual: la izquierda está infestada e infectada, casi totalmente tomada, por el posmodernismo. Los reductos racionalistas, como los diversos círculos escépticos, son una gota en el océano, algo de lo que por cierto, ellos no quieren enterarse. Disonancia cognitiva.

No es el único caso en el que la padecen. También están confundidos en su visión de la historia, y me temo que lo seguirían después de leerse la sinopsis histórica que Andrade traza en torno a la evolución de los conceptos izquierda y derecha desde los tiempos de la Revolución Francesa. Sinopsis no sólo afortunada, sino además, en mi opinión, de lectura obligatoria en todos los centros escolares: “La retórica izquierdista latinoamericana y española no ha podido (o querido) advertir las diferencias entre la derecha liberal y la derecha reaccionaria y suele aglutinarlas como un solo enemigo”. Para comprobar hasta qué punto esta confusión reina entre los escépticos de izquierda, basta con darse una vuelta por el Facebook o el Twitter de sus representantes más destacados. Omito nombres, porque quedaría feo.

Con igual acierto, y sin fisuras, refuta Gabriel Andrade las diversas imposturas intelectuales del posmodernismo: el relativismo gnoseológico y cultural (no considero fisura la ausencia de un argumento lógico contra el principio de no contradicción, por la misma razón que él aduce: tendríamos que abandonar de inmediato cualquier lectura, cualquier discusión), la realidad como construcción social, la occidentofobia, la idealización del primitivismo, el tercer feminismo y otros disparates, todos imbuidos de ignorancia (ni siquiera saben que el relativismo ya estuvo en boca de los sofistas y de Pirrón), hipocresía (ni se los creen realmente ni los llevan a la práctica a la hora de la verdad) y en general autorrefutantes. El autor nos convence – o debe convencer– de que existe ahí fuera una realidad inmanente, independiente de nuestros deseos y que existiría por sí misma aunque nuestras mentes no estuvieran aquí para establecer su naturaleza, sus características, sus leyes: “nuestros enunciados serán verdaderos sólo en la medida en que representen acordemente esa realidad externa.”

Hasta aquí ninguna objeción, sino todo lo contrario: todas y cada una de las tesis del autor están defendidas magistralmente y con un estilo y una forma, impecables, contundentes, poderosos. El problema comienza, en mi opinión, cuando pretende trasladar la certeza que tenemos sobre la realidad objetiva, sobre el ser, al inaprehensible, resbaladizo y acomodaticio terreno de la moral, es decir, al deber ser. Y lo confieso: como a Gabriel Andrade, ya me gustaría que eso fuera posible, válido, gnoseológicamente legítimo (defenderé que desde un punto de vista puramente pragmático, sí lo es). Pero no lo es, y creo que podemos afirmarlo con igual rotundidad: que es la Tierra la que gira en torno al Sol y no al revés, fue verdad cuando todo el mundo pensaba lo contrario y lo seguirá siendo hasta que eso deje de ocurrir y ya no estemos nosotros para constatarlo; pero que esa revolución planetaria sea buena o mala, justa o injusta, conveniente o inconveniente, bella o fea, estremecedora o insípida, misteriosa o rutinaria, todo eso cae de lleno en el terreno de la Estética, es decir, de lo relativo. Dicho de otro modo: no sólo no me parece desacertado extender la crítica al relativismo hasta los confines de la moral, sino que es objetivamente imposible (y añadiría -pero entonces incurriría en autorrefutación- "éticamente reprobable").

Si encima acudimos al muy impreciso, debatido y subjetivo recurso de la “felicidad”, como norte y referente absoluto de esa moral que pretendíamos construir, el terreno se vuelve aún más resbaladizo. Aquí, en mi opinión, los posmodernos sí aciertan, aunque seguramente no por los motivos que ellos creen. Puedo estar de acuerdo con Andrade en que una mujer bien situada económicamente, que va al gimnasio y lleva una vida aparentemente normal es más “feliz” que un subsahariano que se muere de hambre o cualquier persona sometida a tortura en un rincón ignoto del planeta. Pero eso no me hace saber qué es la felicidad, concepto que no ha dejado de ser evanescente desde que los filósofos helenísticos se obsesionaron con la idea de que existía. Ni siquiera voy a entrar en la cuestión de qué siente, detrás de su fachada, realmente esa mujer media bien acomodada, ni recordar el tremendo éxito que entre ese público feliz tienen los psicotrópicos, los fármacos y los libros de autoayuda que prometen aquello que ni siquiera sabemos definir.  Tan sólo señalaré que a lo sumo puedo discernir diversos grados de sufrimiento, angustia o malestar.
 
Esto no significa que la razón, la Ilustración, la Ciencia, estén en un error. Tengo la impresión de que el autor, al igual que otros escépticos y filósofos en general, sienten la necesidad de una "ciencia de la moral" con el fin de justificar la superioridad de la Ciencia sobre otras supuestas formas de conocimiento. Pero creo que no es necesaria esa pretensión. Podemos estar seguros de que la Ciencia está en lo cierto, y ni siquiera necesitamos aplicarle el calificativo de “superior” ni ninguno similar para hacerla prevalecer. Simplemente prevalece por méritos propios (todos estaremos vivos para comprobar el éxito de los transgénicos y otras técnicas de manipulación). No requiere que nosotros, los “filósofos”, acudamos en su auxilio. Si los poderes benefician a las ciencias por medio de subvenciones e incluso se preocupan por combatir las pseudociencias, no necesitarán justificar su batalla, porque ésta y su victoria serán “legítimas” de facto en la medida en que los más fuertes o aptos terminarán prevaleciendo. Es más, me aventuro a pronosticar un resultado a largo plazo para esta lucha entre Ciencia y pseudociencia: a medida que aquélla vaya resolviendo los problemas físicos y “espirituales” a que nos enfrentamos a lo largo de nuestras vidas, todo el mundo se volverá hacia ella, hasta que al final las pseudociencias se esfumen para siempre, por inoperantes más allá del limitado efecto placebo.

Acabo de mencionar los poderes. La obsesión de los posmodernistas con el poder ocupa el capítulo 9 del libro. Este punto está íntimamente relacionado con la tesis que acabo de exponer: el hecho de que ciertamente el poder ejerza una coerción sobre la población por medio de su archipiélago carcelario, no lo deslegitima ni convierte en conspiranoica ni disparatada la tesis según la cual esa coerción y ese archipiélago existen. Sin duda, las “enfermedades mentales” y las restantes conductas consideradas peligrosas para el colectivo (ciudad, nación, especie) son construcciones sociales, no en la medida en que existen o no (de hecho, existen), sino en la medida en que son tildadas de “anormales”, “patológicas” o lo que sea. Podríamos enumerar muchas formas de manipulación y hostigamiento por parte del Estado, desde toda la ideología de la nobleza (valor, honor, gloria, patria) hasta la persecución de sectas que luego llegaron a ser religiones oficiales. Constructos sociales. Dicho lo cual, estoy de acuerdo con la idea del Estado y de Gabriel Andrade de que deben existir cárceles y disciplina en los centros escolares. Pero repito: que esté de acuerdo en que nosotros seamos los fuertes y los disidentes sean “controlados” no significa que la coerción no exista.  



José Antonio Castilla Gómez
Madrid, España.
sphakteria@yahoo.es