lunes, 26 de marzo de 2012

La vaguedad de 'colonialismo'

Mucho se discute hoy sobre el colonialismo, mayoritariamente desde una perspectiva crítica (con todo, hay algunos valientes historiadores que se atreven a argumentar que no todo lo del colonialismo ha sido malo). Pero, lamentablemente, los grandes gurús de los estudios postcoloniales se han aliado con la retórica postmodernista, la cual ha resultado infame por su falta de claridad. Autores como Edward Said, Enrique Dussel, Ziauddin Sardar, y Gayatri Spivak, entre otros, escriben en un estilo sumamente opaco, digno de las vacas sagradas postmodernistas que ellos suelen venerar: Derrida, Foucault, Baudrillard, Heidegger, etc.

A inicios del siglo XX hubo en la filosofía angloparlante gran preocupación por aclarar las confusiones propiciadas por el lenguaje. Surgió así la llamada ‘teoría analítica’; uno de sus postulados básicos era que muchos problemas filosóficos podría resolverse si se analizaba con rigor cómo se emplean las palabras, cuál es su significado preciso, etc. Uno de los objetivos fundamentales de estos filósofos era hacer el lenguaje más claro, y asegurarse de que las palabras representaran acordemente la realidad.

Los postmodernistas hicieron caso omiso a los esfuerzos de los filósofos analíticos, y peor aún, su jerga muchas veces ha arrojado más confusión. Ha sido por lo demás lamentable que la mayoría de los problemas filosóficos suscitados por el colonialismo y la descolonización sean mayormente ignorados por los filósofos analíticos. Su falta de atención ha dejado el camino abierto para que los gurús postmodernistas de los estudios culturales y postcoloniales bombardeen con disparates y frases ininteligibles.

Pero, como muchos otros en filosofía, los problemas suscitados por el colonialismo no escapan a las dificultades semánticas. Conviene considerar algunas de ellas, y deseo concentrarme acá en la más elemental: ¿qué es, exactamente, una colonia, un imperio, un territorio no auto-gobernado, etc.? Pues, me parece que las palabras empleadas en las discusiones en torno al colonialismo son bastante vagas. Y, esta vaguedad propicia dobles estándares morales (es decir, hipocresía) a la hora de evaluar la legitimidad de distintos movimientos políticos independentistas en el mundo.

Hay plenitud de diccionarios de lengua castellana, pero por motivos prácticos, seguiré las definiciones ofrecidas por el diccionario Word Reference (mucho más útil y completo que la Real Academia Española, a mi juicio), a pesar de que no hay diferencias sustanciales en las definiciones. Pues bien, el diccionario ofrece la siguiente definición de imperio: “organización política en la que un Estado extiende su poder sobre otros países”. Colonia es un “territorio dominado y administrado por una potencia extranjera”, y colonialismo es “forma de dominación entre países mediante la que un país o metrópolis mantiene bajo su poder político a otro ubicado fuera de sus fronteras”.

Estas definiciones son estrictamente políticas. Debo advertir que ha habido plenitud de críticos postcoloniales que sostienen que el colonialismo es mucho más complejo: un país puede tener de iure autonomía política, pero de facto ser un títere. O, incluso, autores como Immanuel Wallerstein sostienen que el colonialismo no ejerce tanto un dominio político, sino más bien económico y cultural.

Pero, por ahora, dejemos de lado estas advertencias, y asumamos las definiciones que he ofrecido más arriba. Pues bien, bajo estas definiciones, una colonia sería un país que no se gobierna a sí mismo, sino que es gobernado por una potencia extranjera. Y, la implicación de estas definiciones es que, se acabará el imperialismo cuando existan el mismo número de Estados como de países en el planeta.

Este mismo diccionario defienda la palabra ‘montón’ así: “conjunto de cosas puestas sin orden unas encima de otras”. Pero, es curioso que esta definición no precise cuántas cosas tiene que haber unas encima de otras, para constituir un montón. Esto es una dificultad que ya había advertido el filósofo Eubulides en el siglo IV a.C. Eubilides postulaba que si a un grano de arena le agregamos otro, aún no estamos en presencia de un ‘montón’, pues un grano hace la diferencia. Si le agregamos otro más, tampoco estaremos frente a un montón. Con todo, así podremos seguir hasta tener un millón de granos, pero en ese caso, sí estaremos en presencia de un montón. La dificultad, planteaba Eubulides, es que no sabemos distinguir a partir de qué momento empieza a existir el montón.

Esta paradoja planteada por Eubulides ha venido a ser llamada ‘sorites’, pues ésa es la palabra griega para referirse a ‘montón’. Es una paradoja especialmente relevante en la filosofía del lenguaje, pues coloca en evidencia la vaguedad del significado de la palabra ‘montón’. A partir de eso, los filósofos analíticos advierten que muchísimas palabras son vagas, y que es necesario intentar precisar su significado.

Pues bien, en torno al colonialismo, ocurre algo parecido. No hay un criterio preciso para saber qué significa exactamente la palabra ‘colonia’. Pero, no es un mero asunto semántico. Pues, insisto, dependiendo de cómo definamos algunos términos claves, estaremos en mejor posición para defender una u otra postura política. Estas cuestiones semánticas nos permitirán saber, por ejemplo, si Tíbet es o no una colonia china, y a partir de eso, decidir si apoyamos o no la causa tibetana.

Cuando se define ‘colonia’ como un territorio dominado y administrado por una potencia extranjera, no incurrimos propiamente en una vaguedad de términos, pero sí en aquello que los lógicos y retóricos llaman una ‘petición de principio’. Pues, la definición parte de la suposición de que es claro cuándo una potencia es extranjera, y cuándo no. Hasta 1947, la India era claramente una colonia, pues estaba gobernada por una potencia extranjera, a saber, el Reino Unido. Lo mismo podemos sostener de Senegal respecto a Francia, México respecto a España, o Somalia respecto a Italia.

Hoy, la ONU se ufana de que sólo existen dieciséis colonias en el mundo, las cuales conforman la lista ‘territorios no auto-gobernados’. A juicio de la ONU, estos territorios son países gobernados por otros, y en ese sentido, apoya las iniciativas de autodeterminación.

Pero, hay plenitud de otros territorios cuyos habitantes alegan ser colonias, o en todo caso, que alegan no ser auto-gobernados. Se trata de los movimientos secesionistas en el mundo, de los cuales hay varias docenas. Y, así como en el pasado plenitud de países lucharon por su independencia en los procesos de descolonización, muchos de estos territorios también luchan por su independencia.

En un derroche eufemístico (y, de nuevo, regresamos acá a la filosofía analítica), los movimientos de liberación de India, Argelia o México han sido llamados ‘independentistas’. Mientras, que los movimientos de liberación de Cataluña, Normandía o Bioko, son frecuentemente llamados ‘separatistas’. ¿Cuál es la diferencia entre ‘separatismo’ e ‘independencia’? ¿Cómo es Tokelau una colonia de Nueva Zelanda, pero Córcega no es una colonia de Francia?

El intento más común para resolver este asunto consiste en señalar que, tal como señala la definición, Tokelau es gobernado por otro país (a saber, Nueva Zelanda), pero en cambio, Córcega es parte integral de Francia, y por ende, no es gobernado por otro país. Pero, volvemos a lo mismo: ¿bajo qué criterio Tokelau no parte integral de Nueva Zelanda como nación, pero Córcega sí es parte integral de Francia? La dificultad empieza a surgir en torno a esta cuestión: ¿cómo podemos establecer si el gobierno de un territorio es propio o ajeno a su propio pueblo?, ¿cuál es la diferencia entre una provincia y una colonia?

La manera más obvia de intentar resolver este asunto consiste en considerar cuáles son los términos empleados por los mismos gobiernos para referirse a los territorios. Hay bastante espacio para considerar que Puerto Rico es una colonia norteamericana, pues el mismo gobierno de EE.UU. así lo considera (aunque, vale advertir, con la aprobación de los mismos puertorriqueños). Pero, no basta con que un gobierno considere a un territorio parte integral de su país, para que en efecto así sea. Los gobiernos pueden declarar la integralidad de los territorios en cuestión, pero quedaría aún por ver si esa integralidad tiene o no legitimidad; habría que preguntar también a los habitantes del territorio en cuestión.

Por ejemplo, hasta 1947, Martinica estaba en la lista de territorios no auto-gobernados, y por extensión, se consideraba una colonia francesa. Pero, el gobierno francés declaró a Martinica un ‘territorio ultramarino’, parte integral de la República, y extendió a sus habitantes plena ciudadanía, en igualdad de condiciones que un residente de Normandía o Bretaña. Entonces, la ONU sacó a Martinica de su lista de territorios no auto-gobernados. ¿Ese plumazo ya es suficiente para la descolonización, y asumir que Martinica pasa a ser un territorio auto-gobernado? No lo creo. Los habitantes de una colonia pueden ser aceptados como ciudadanos de pleno derecho por el gobierno de la metrópolis, pero eso no convierte al territorio colonial en parte integral del país dominante, ni extingue la relación de colonialismo. Los catalanes son ciudadanos españoles, pero con todo, hay plenitud de catalanes que opinan que Cataluña es una colonia, y que esa región no forma parte de España como nación.

En vista de esta insuficiencia, otro criterio frecuentemente invocado para distinguir una colonia de una provincia (y, por extensión, una pretensión legítima de independencia, de una pretensión ilegítima de separatismo), es la conformación geográfica. La definición de ‘colonia’ supone que un país es gobernado por otro país, y para saber si, en efecto, estamos frente a dos países distintos, entonces podemos aplicar la llamada ‘prueba de agua salada’: si el supuesto territorio colonial está separado de la metrópolis por un cuerpo de agua salada, entonces sí es una colonia.

En efecto, la mayor parte de los casos de colonialismo encajan en esta definición: había una gran separación marítima entre la India y el Reino Unido, Francia y Argelia, etc. Y, de hecho, la lista compilada por la ONU de dieciséis territorios no autogobernados son, en su mayoría, islas muy alejadas del poder central. Pero, de nuevo, enfrentamos algunas dificultades. Pues, hay plenitud de territorios gobernados por poderes separados por masas marinas, pero con todo, no son considerados colonias. Las Islas Canarias, por ejemplo, están mucho más cerca de Marruecos que de España, pero con todo, no son consideradas un territorio colonial.

Y, además, el criterio de la separación por el agua salada supone que son colonias sólo aquellos territorios que están territorialmente inconexos con la potencia. Bajo este criterio, si un país invade a otro país vecino y lo anexa, entonces no estaría practicando propiamente una forma de colonialismo, pues de nuevo, no hay una separación marítima entre la metrópolis y la colonia. Esto despoja de legitimidad a los movimientos independentistas en tierra firme, como Cataluña o el País Vasco.

Por último, otro criterio frecuentemente empleado a la hora de definir ‘colonia’ consiste en evaluar el modo en que el territorio en cuestión ha venido a formar parte del poder político. Si un territorio ha sido anexado mediante conquista militar forzosa, entonces, alegan muchos, sí se trata de una colonia, y la pretensión independentista sí es legítima.

Pero, este criterio no nos lleva muy lejos. La virtual totalidad de los Estados se ha conformado por alguna forma de conquista militar: desde una capital, el Estado ha extendido sus límites territoriales mediante anexiones que, la abrumadora mayoría de las veces, ha sido por medio de la fuerza militar. Quizás, algunas de estas anexiones son muy antiguas, como por ejemplo, la del País Vasco por parte de España, o la mayoría del territorio actual de China o Rusia. Y, en ese caso, quizás podamos aplicar la regla de la conquista militar con una salvedad: si un país ya estaba conformado hace bastante tiempo, entonces ya no cabe protestar que algunos de sus territorios sean colonias, aun si fueron anexados militarmente. Podemos asumir la doctrina del fait accompli, el hecho consumado: si la conquista militar ocurrió hace mucho tiempo, pasemos la página, y asumamos que los territorios conquistados ya son parte integral del país. Pero, ¿cuánto tiempo? ¿Dos siglos? ¿Tres, cuatro, cinco? Enfrentamos, de nuevo, el mismo problema que los filósofos griegos frente a la paradoja sorites: no sabemos precisar a partir de qué momento debemos ignorar las conquistas militares del pasado para definir una colonia.

También es menester tener en cuenta que algunos Estados actuales no se conformaron propiamente por conquista militar, pero son sucesores de Estados que sí se conformaron por conquista militar. Por ejemplo, la región del Zulia en Venezuela no fue conquistada militarmente por el Estado venezolano, y en ese sentido, no sería considerada una colonia de Venezuela. Pero, Venezuela es en buena medida heredera del imperio español (aun si se conformó como nación al independizarse de ese imperio). Y, así, sus territorios no fueron anexados por conquista militar de los propios venezolanos, pero sí de los conquistadores españoles que anexaron el territorio del Zulia actual, a la capitanía general de Venezuela.

Todos estos criterios son muy inseguros, y al final, seguimos sin saber precisar qué es exactamente una colonia, y cuáles son los límites de una nación. Pareciera que, en torno a este asunto, la última palabra la tiene la ONU, en su conocida Resolución 1541, del año 1960. El IV principio de esa resolución enuncia: “Existe a primera vista la obligación de transmitir información respecto de un territorio que está separado geográficamente del país que lo administra y es distinto de éste en sus aspectos étnicos o culturales”. Así, la ONU sostiene que los dos principales criterios para saber si un territorio es o no colonial son: 1) la separación geográfica; 2) la diferencia étnico-lingüística.

He sostenido que la separación geográfica es un criterio muy débil. Pero, no me parece un criterio tan débil la diferencia étnico-lingüística. El problema con este criterio, no obstante, es que parece asumir que el Estado debe corresponder con la nación, una idea típica de los nacionalistas del siglo XIX, quienes pretendían Estados con homogeneidad lingüística y étnica. En realidad, como célebremente apuntaba Ernest Renan, un Estado no necesita de esta homogeneidad para funcionar. Suiza es multi-étnico y multilingüe, y funciona bien como Estado. A la inversa, España y Argentina tenían la misma lengua, pero se separaron.

Creo que, al final, el mejor criterio para saber si un territorio es o no una colonia, es lo que sus propios habitantes opinen al respecto. Es el elemental principio de autodeterminación de los pueblos. Si la mayoría de los residentes de Cataluña opinan que esa región no es parte integral de España, (y por ende, en realidad es una colonia), entonces la voluntad de secesión debe ser respetada. La mejor manera de saber cuál es la opinión de los habitantes de los territorios en disputa es mediante plebiscitos. Es precisamente lo que una praxis verdaderamente democrática exige. Ha habido muchas guerras de independencia, y pocos plebiscitos autonomistas o independentistas. Me parece que es hora de ir reconociendo a cada uno de los movimientos separatistas del mundo, y honrar la autodeterminación de los pueblos con plebiscitos. Que sean los propios pueblos los que decidan si se sienten o no auto-gobernados.

viernes, 23 de marzo de 2012

La obsesión con los ancestros

La llamada ‘terapia de las constelaciones familiares’ es otro de los recientes brotes pseudocientíficos que invade a la disciplina de la psicología. Su fundador, Bert Hellinger, es un exsacerdote católico que, después de haber estudiado psicología y filosofía, ideó esta nueva corriente psicoterapéutica. El postulado central de esta corriente psicoterapéutica es que los traumas sufridos por los ancestros de una persona inciden sobre sus conflictos mentales.

En principio, este postulado pareciera tener un mínimo de plausibilidad. Las lesiones psicológicas sufridas por los esclavos africanos en el siglo XVII, por ejemplo, seguramente han dejado alguna huella en sus descendientes actuales. Pero, ¿de qué modo? Seguramente, su resentimiento ha sido transmitido generacionalmente, y los descendientes de los antiguos amos, si bien ya no practican la esclavitud, quizás mantengan alguna forma de racismo.

Pero, la teoría de Hellinger pretende mucho más. Hellinger postula que aun si una persona no tiene ni la menor idea sobre la existencia del trauma de sus antepasados, esto incide sobre su vida. Pues, alega Hellinger, las personas están conectadas con sus antepasados mediante una ‘resonancia mórfica’ que, extrañamente, hace que los traumas de generaciones pasadas se transmitan a las nuevas generaciones. De ese modo, quizás yo no estoy enterado de que mi tatarabuelo fue un hijo ilegítimo. Pero, según la teoría de las constelaciones familiares, la infelicidad de mi tatarabuelo (a quien nunca conocí y nunca me hablaron de él) incide sobre mi vida.

A partir de esto, el método de Hellinger propone una terapia muy extraña. Consiste en que el paciente sea acompañado por un grupo de actores. Estos actores asumen el papel de los antepasados, y el paciente trata de resolver con ellos los traumas. En mi caso, un actor asumiría el papel de mi tatarabuelo, y él y yo trataríamos de resolver el complejo suscitado por su estatuto de hijo ilegítimo. Si mi tatarabuelo, representado por el actor, logra resolver su complejo en la sesión, entonces supuestamente, yo habré mejorado mi condición.

La teoría de las constelaciones familiares no resiste la menor prueba de validez científica. Los psicoanalistas quieren persuadirnos de que los desajustes mentales se deben a traumas en la infancia, algunos más radicales incluso sostienen que se deben a los traumas durante nuestra estadía en el útero. Esto ha sido colocado en duda por la comunidad científica. Pero, otros psicoterapeutas han ido más lejos: alegan que nuestros desajustes se deben a traumas en vidas pasadas. La teoría de Hellinger es más de lo mismo: nuestra infelicidad se debe a traumas que nosotros no hemos sufrido, pero sí nuestros ancestros, aun si ni siquiera nosotros estuvimos enterados de ello. No hay ningún dato que permita suponer que la infelicidad de un tatarabuelo sobre quien no conozco absolutamente nada, incida sobre mi salud mental.

Pero, antes de burlarnos de los promotores de las terapias de las constelaciones familiares, debemos darnos cuenta de que, recurrentemente, muchísimas personas defienden algunas ideas parecidas. Pues, continuamente, se hace énfasis en la idea de que debemos conservar un vínculo con los ancestros, y que en la medida en que rompamos ese vínculo, sobrevendrán grandes catástrofes morales. Se trata, en otras palabras, de la obsesión con los ancestros.

Todos los pueblos, en diversos grados, guardan alguna relación con el pasado y con los ancestros. Esto es perfectamente sano. El estudio científico de la historia es deseable. Pues, en la medida en que se conozca el pasado y la procedencia de un colectivo, se estará en mejor posición para solventar mejor los problemas a los que se enfrenta. El problema, no obstante, es cuando los historiadores caen presa de una vertiente de la llamada ‘falacia naturalista’, a saber, postular que, puesto que por mucho tiempo ha persistido una costumbre, ésta debe continuarse. Así, no sólo enseñan cómo ha sido la vida de nuestros ancestros, sino que también postulan que nosotros debemos mantener un vínculo con ellos, y continuar sus costumbres.

El apego excesivo a los ancestros es un obstáculo a la modernidad y el progreso. De todas las civilizaciones conocidas por los arqueólogos e historiadores, la civilización china ha sido la que con mayor intensidad ha mantenido el vínculo con los ancestros, al punto de rendirle culto. El despegue industrial de China en el siglo XXI es impresionante, pero precisamente, plenitud de comentaristas coinciden en que, a medida que China se industrializa, cada vez más abandona el culto y el apego a los ancestros. De hecho, Max Weber elocuentemente explicaba que parte de la razón por la cual Europa se industrializó primero que China es precisamente ésa: en Europa no hubo culto a los ancestros del mismo modo que en China.

El culto a los ancestros hace que las instituciones tradicionales se afinquen, y haya menos posibilidades para el cambio social. Al rendir culto a los ancestros, se rinde culto también a las antiguas costumbres. Y, en ese sentido, una sociedad que rinde culto a los ancestros tiene dificultas en asimilar los cambios y las innovaciones.

Por eso, la retórica que continuamente apela a los ancestros, a los padres fundadores, a la tradición, al legado cultural, etc., tiene un tufo reaccionario. Los reaccionarios del siglo XIX, frente a los avances de los revolucionarios franceses, argumentaban que se estaba cometiendo un sacrilegio en la medida en que se revertía el orden social de generaciones pasadas. A su juicio, era sano conservar aquello que por tanto tiempo había persistido. No es objetable aplaudir a nuestros ancestros por haber hecho tal o cual acción. Pero, sí es objetable asumir que, puesto que nuestros ancestros hicieron X, nosotros debemos también hacer X.

Pues bien, en pleno siglo XXI, estos reaccionarios reaparecen, no ya bajo el manto del conservadurismo, sino con una retórica que apela a las políticas de la identidad y el postcolonialismo. Las grandes potencias coloniales suprimieron violentamente muchas identidades grupales entre los pueblos colonizados, y sembraron en ellos un complejo de inferioridad. Todo esto merece nuestro reproche.

Pero, ahora, en la lucha contra el colonialismo, se pretende revertir esto, incentivando el orgullo identitario. Y, muchas veces, la estrategia que se emplea para esto es explotar la retórica que busca vincular a las personas con sus ancestros. El colonizador obligó al colonizado a sentir vergüenza por sus ancestros. Ahora, el descolonizador obliga al colonizado a sentir orgullo y venerar a sus ancestros. Éste es el fundamento de aquello que ha venido a llamarse en los países anglófonos, las identity politics (políticas de la identidad): incentivar, por todos los medios posibles, que los individuos manifiesten sus raíces étnicas.

El problema con esto es que, muy frecuentemente, se hace de forma impositiva. Hay gente que sencillamente no desea continuar el legado de sus ancestros. Hay plenitud de indígenas que lógicamente prefieren abandonar las prácticas chamánicas de sus tatarabuelos, y asumir el método científico de la medicina occidental. Los entusiastas de la descolonización, no obstante, insisten en que, para descolonizarse y rechazar la cultura foránea impuesta, esos indígenas deben continuar aquello que sus ancestros hacían. El llamado a rescatar las ‘tradiciones ancestrales’ permea continuamente el discurso descolonizador. Aquel indígena que se atreva a asumir instituciones modernas muchas veces es acusado de ser un traidor a sus ancestros para complacer a los invasores, un malinchista.

Así, la retórica que, en nombre de la descolonización, insta a conservar las tradiciones ancestrales, termina por ser opresiva. Pues, despoja a los individuos de la capacidad para autodefinirse según su voluntad. A la persona de piel oscura se le impone la herencia africana, aun si no la desea. No importa si una persona de piel oscura lee Shakespeare, canta ópera y apoya al Real Madrid; bajo esta retórica, aun si está imbuido de rasgos culturales europeos, seguirá siendo de esencia africana, pues sus ancestros eran africanos. Esta hipotética estaría confundida por creerse europeo, pero en realidad es africano, aún si ella no se siente como tal.

Al final, bajo esta retórica, la identidad no es definida por lo que el individuo haga, sino por lo que sus ancestros hicieron. Como bien señala el crítico Kenan Malik, el multiculturalismo y otros movimientos afines, terminan por enjaular a los individuos en casillas étnicas, las cuales les dicten cómo deben actuar, en función de cómo actuaron sus ancestros. Estos movimientos fuerzan a los individuos a tener un vínculo con sus ancestros, sin preguntarles realmente si así lo desean.

Inadvertidamente, estos promotores de las políticas de la identidad dan alas al establecimiento de los rancios prejuicios en torno al abolengo. Una persona ya no es propiamente valorada por sus propios méritos, sino por los méritos de sus ancestros. He conocido gente que se ufana de ser “5% cherokee”, o “10% celta” (incluso, en alguna ocasión un amigo norteamericano me mostró un carnet oficial que lo acreditaba ser “2% navajo”). Muy pocas de estas personas exhiben algún rasgo cultural propio de esos grupos étnicos, pero el hecho de que algún tatarabuelo fue un guerrero cherokee los acredita como miembros del grupo cherokee. En cambio, una persona que se vea profundamente atraída por la cultura cherokee, domine la lengua y se impregne de sus costumbres, no será reconocida como cherokee, si sus ancestros no formaban parte de este grupo.

La obsesión con la preservación de culturas víctimas del colonialismo ha conducido a una ideología típicamente reaccionaria que pretende sobrevalorar la relevancia de los ancestros en nuestras vidas. Especialmente en América Latina, se suscita a menudo un debate sobre cuáles valores culturales deben asimilarse más. Típicamente, los argumentos adquieren esta forma: “puesto que somos descendientes de españoles, debemos incorporar más aceite de oliva a la comida”, mientras que otros responden: “puesto que somos más descendientes de africanos, debemos más bien incorporar más yuca en nuestros platos”. Al final, todos estos argumentos asumen que debemos comer aquello que nuestros ancestros comieron; pocos tienen en consideración cuáles son las comidas más nutritivas, más económicas, etc. Por eso, se trata de un argumento típicamente falaz: el hecho de que algo haya ocurrido por mucho tiempo no implica que deba seguir ocurriendo. Para evaluar si algo debe hacerse o no, es irrelevante preguntar si en el pasado se hizo por mucho tiempo.

Un pueblo necesita mirar al pasado para evitar los errores cometidos, y repetir los aciertos. Pero, sencillamente no veo necesidad de mirar al pasado para establecer una identidad, mucho menos veo necesidad de que los hechos del pasado guíen los senderos del futuro. El hecho de que los padres fundadores de un país hubieran instaurado esa nación con unas doctrina políticas no implica que esta nación no las pueda cambiar. El hecho de que los ancestros de los indígenas tuvieron algunas costumbres no implica que sus descendientes no deban asimilar otras costumbres. Es mejor traicionar a los ancestros, que cometer sus errores. Es sano respetar a los ancestros, siempre y cuando éstos no sean obstáculos a la modernización y el progreso.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Sobre Immanuel Wallerstein

Las tesis de Immanuel Wallerstein sobre aquello que él llama el ‘sistema-mundo’ no son muy innovadoras, pero no por ello dejan de ser interesantes. Todo se remonta, básicamente, a Marx. Como se sabe, el marxismo, en términos sencillos, postula lo siguiente: el capitalismo es un sistema de explotación. El trabajador suda y produce la riqueza, pero el capitalista la disfruta, y así, se da una relación de parasitismo injusto. Básicamente, el capitalista estafa al trabajador, apropiándose del producto de su trabajo, y remunerándolo muy por debajo de lo que realmente le corresponde.

Marx predijo que los obreros de los países industrializados algún día (más pronto que tarde) se cansarían de esto, se alzarían, y pondrían fin al capitalismo en una gran revolución. Pero, después de la muerte de Marx, esto aún no ocurría, o al menos no con la intensidad con que se esperaba. Entonces, Lenin sacó un as bajo la manga, para explicar la demora: los trabajadores de los países industrializados no se rebelan aún, porque hábilmente, el capitalismo ha preferido mantener más contentos a los trabajadores de sus países de origen. Pero, para seguir explotando trabajadores y con eso aumentar su riqueza, el capitalismo busca materias primas y mano de obra barata en territorios ultramarinos. Así, mantiene en buenos términos a los sindicatos nacionales, pero explota a los obreros y campesinos de las colonias. Esto explica el imperialismo.

Marx se concentró en las relaciones de explotación en el seno de las sociedades europeas. Lenin, en cambio, amplificó el análisis, y dirigió su atención a las relaciones de explotación entre las potencias europeas y sus colonias.

Esto sembró las bases para la llamada ‘teoría de la dependencia’ en América Latina. Básicamente, esta teoría postula que el subdesarrollo latinoamericano es el resultado natural de este proceso imperialista. Las potencias capitalistas han logrado imponer un sistema de dominio mediante una división internacional del trabajo. América Latina y otras colonias proveen materias primas y mano de obra no calificada. Las potencias coloniales extraen los recursos de esas colonias, los procesan y convierten en productos manufacturados, y los exportan a las colonias para su consumo. Al final, América Latina vende muy barato su trabajo, y las potencias venden muy caro sus productos manufacturados; este desbalance trae como consecuencia la desigualdad entre países.

Wallerstein ha tomado mucho de la teoría de la dependencia, pero ha precisado más su análisis. Wallerstein se ha propuesto estudiar cómo, a partir del siglo XVI, se ha venido a conformar aquello que él llama el ‘sistema-mundo’. A juicio de Wallerstein, desde el siglo XVI se ha emprendido un proceso globalizador que, ya en el siglo XX, ha incorporado a todos los territorios del planeta.

Este ‘sistema-mundo’ adelanta una división internacional del trabajo, y ha dado pie a una distinción entre tres tipos de países: centrales, periféricos y semiperiféricos. Los periféricos, como ha se suponerse, son los territorios colonizados. Su función en este ‘sistema-mundo’ es proveer recursos y mano de obra a un precio de gallina flaca. Los centrales son, por supuesto, las potencias coloniales. Éstas extraen los recursos, los procesan, y venden sus productos a un precio comparativamente mucho más alto que los recursos y el trabajo aportado por la periferia. Los países semi-periféricos tienen la función de servir de intermediarios comerciales entre los países centrales y periféricos, y además, fungir como base de operaciones para los ataques de un central contra otra potencia central rival.

El análisis de Wallerstein es especialmente innovador, porque pretende desenmascarar el modo en que el colonialismo persiste en el mundo. Atrás quedaron los imperios de conquista militar y anexión territorial. Los países de América Latina, África y Asia se independizaron, y se declara su soberanía. Pero ahora, postula Wallerstein, hay una nueva forma de colonialismo que, en vez de usar ejércitos y anexar territorios, usa dólares y expande sus redes comerciales.

Las grandes potencias siguen explotando a las colonias, a pesar de que, de iure, éstas ya no se reconocen como tal. Pero, de facto, siguen siendo colonias. Pues, siguen estando dominadas, ya no por un mandato político directo, pero sí por la conformación de un sistema mundial que ha dictado la división internacional del trabajo, y que se ha asegurado de repartir injustamente la riqueza entre las naciones. Los países de la periferia tienen su propia bandera, pero siguen vendiendo materias primas y mano de obra baratas, y siguen comprando productos manufacturados caros. Los países del centro ya no se ufanan de tener un imperio donde no se oculta el sol, pero se siguen aprovechando del sudor de los trabajadores de los países periféricos. Y, lo países semi-periféricos pretenden subir al escaño de países periféricos, pero no lograrán hacerlo, pues serán, por así decirlo, los ‘tontos útiles’ que mantendrán un agregado de comodidad, mientras sirvan los propósitos comerciales de los países centrales.

Mi reacción ante el análisis de Wallerstein es mixta. Por supuesto, es tentador aceptar la panorámica que nos ofrece: no es falso que un trabajador en una fábrica en Indonesia gana muchísimo menos que un trabajador en una fábrica en Barcelona, cuando ambos hacen el mismo esfuerzo; y que un teléfono celular en Finlandia cuesta muchísimo menos que un teléfono celular en Honduras, cuando incluso, son exactamente el mismo modelo.

Pero, es quizás demasiado simplista pensar en los términos de Wallerstein. El análisis de Wallerstein se parece mucho a la ideología de “somos pobres; la culpa es de ellos”, que hábilmente se denuncia en el Manual del perfecto idiota latinoamericano. Wallerstein admite que su análisis postula que el comercio internacional es un juego de suma cero. En otras palabras, el análisis de Wallerstein se hace eco de la vieja proclama de Montaigne, “la ganancia de un hombre es la pérdida de otro”. Para Wallerstein, la riqueza de las naciones no es propiamente producida, sino robada. Y, así, los países del centro son más ricos, no propiamente porque hayan planificado mejor o trabajado más, sino porque han robado la riqueza que han producido los países de la periferia.

Hay en economía una vieja falacia, y no es del todo claro que Wallerstein no escape a ella. Se trata de la falacia mercantilista de la suma cero. Esta falacia asume que, el nivel total de riquezas en el mundo siempre es el mismo, y que cuando un país se enriquece, otro se empobrece. Así pues, se le llama ‘suma cero’, porque asume que al balancear las ganancias de distintos países, la suma siempre es cero, pues cuando un país gana, el otro pierde.

Esto ha sido denunciado como una falacia muchas veces por plenitud de economistas. La riqueza de un país no se consigue necesariamente a expensas de la depredación de otro país, y el mero hecho de que un país aumente su riqueza no implica que otro país salga perdiendo. Es posible contribuir al aumento global de la riqueza, y en este sentido, cuando Noruega se hace más rico, la suma es mayor a cero, pues el aumento de la riqueza de Noruega no implica el empobrecimiento de Camerún.

Wallerstein forma parte de un debate extenso que, básicamente, orbita en torno a una pregunta fundamental: ¿cómo explicar por qué hay países más ricos que otros? La respuesta tradicional, planteada desde el siglo XVIII por Adam Smith, es que hay países que han logrado mayores niveles de de desarrollo por distintos motivos: mayor especialización laboral, mayores libertades económicas, mejor ética del trabajo, etc. En cambio, a partir de mediados del siglo XX, se ofreció la respuesta de la cual Wallerstein se hace eco: hay países ricos y países pobres, fundamentalmente porque los primeros roban a los segundos.

Yo me inclino por la primera opción; a saber: si bien ha habido relaciones de saqueo y explotación entre países, las diferencias son mucho más explicables por condiciones endógenas (fundamentalmente culturales) que por meras relaciones de depredación. España y Portugal saquearon, pero no lograron riquezas; Suecia y Noruega no saquearon, pero sí lograron riquezas; Etiopía no fue saqueada, y es uno de los países más pobres del mundo; Australia fue saqueada, y tiene óptimos niveles de desarrollo.

Con todo, debe reconocerse que esto es un debate que pica y se extiende, y que cada postura merece una atención muy detallada. Por eso, si bien las premisas de Wallerstein son cuestionables, su obra es valedera.

Por otra parte, la obra de Wallerstein es especialmente valorable porque, como los marxistas de antaño, no se ha impregnado de la retórica post-modernista y relativista que inunda a los críticos del imperialismo. Wallerstein ha dedicado grandes esfuerzos para criticar el imperialismo político y económico. Pero, Wallerstein no ha querido dirigir demasiadas críticas a la expansión cultural de la civilización occidental.

Como consecuencia del auge de los departamentos universitarios de ‘estudios culturales’ y ‘estudios postcolonialistas’, la crítica al imperialismo ya no es meramente política o económica, sino fundamentalmente cultural. Ya no se critica tanto que las trasnacionales vendan mercancías caras y compren mano de obra barata en los países periféricos. Más bien, el objeto de la crítica es que la cultura dominante occidental reemplaza a las culturas indígenas. Y, en este sentido, la lucha de estos críticos del imperialismo ya no es tanto intentar distribuir la riqueza entre los países del mundo, sino limitar la influencia cultural de Occidente, y preservar a toda costa los modos de vida de los pueblos colonizados.

Ésta es la lucha de críticos como Edward Said, Frantz Fanon, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Tariq Modood y Gayatri Spivak, entre otros. Se trata de una gama de autores fundamentalmente eurofóbicos que, lamentablemente, han confundido la lucha por la igualdad política y económica entre naciones, con un relativismo romántico que pretende conservar modos de vida premodernos, y equiparar al brujo con el médico.

Recurrentemente, he defendido la idea de que es objetable el imperialismo económico y político. Pero, no es objetable el imperialismo cultural. Pues, aun si concedemos que las potencias occidentales han impuesto un sistema de dominio a escala mundial, han ofrecido también plenitud de innovaciones materiales e intelectuales cuyo empleo hace precisamente más eficiente la lucha contra los sistemas de dominación.

Wallerstein es crítico del imperialismo cultural, en la medida en que éste trata de expandir por la periferia los patrones de consumo de los países del centro, y así, asegurar mercados ultramarinos. Pero, eso no conduce a Wallerstein al extremo ridículo al que muchas veces llegan los críticos del imperialismo cultural, cuando sostienen, por ejemplo, que la enseñanza occidental de la matemática es un ataque imperialista, o que los chamanes deben ser protegidos frente al sabotaje de la medicina científica.

En las últimas décadas, la lucha contra el imperialismo ha encontrado como inspiración a dos filósofos alemanes decimonónicos. El primero es Marx; el segundo es Herder. Quienes siguen a Marx, analizan las relaciones de explotación económica, y pretenden revertir eso mediante alguna revolución mundial. Quienes siguen a Herder, en cambio, pretenden afincarse en un nacionalismo romántico que proteja la integridad de las culturas no occidentales, sin importar cuán despóticas e irracionales sean. Quienes siguen a Marx no han traicionado el progreso y la modernidad. En cambio, quienes siguen a Herder son retrógrados y reaccionarios que pretenden que los pueblos colonizados se estanquen en sus instituciones culturales ancestrales, y no asuman la modernidad.

Wallerstein forma parte del grupo de críticos del imperialismo que se inspiran más en Marx que en Herder. A diferencia de Said, Fanon o Dussel, Wallerstein no da señales de ser eurofóbico, y parece estar consciente de que, aun si el colonialismo ha hecho mucho mal en el mundo, muchas de las grandes ideas e instituciones procedentes de la misma Europa merecen ser universalizadas, y tienen el potencial para respaldar los movimientos de liberación colonial. Wallerstein no se ha dejado contagiar por el romanticismo anti-imperialista. Esto, me parece, merece un reconocimiento.