martes, 29 de diciembre de 2015

La cola en Venezuela: un símbolo poderoso

            Venezuela, como los países comunistas en su fase decadente, se ha convertido en una nación de colas. Y, esto sirvió de potente imagen en la campaña electoral de las elecciones legislativas de 2015, en las cuales la oposición obtuvo un triunfo aplastante.
            La cola ya forma parte de nuestra cotidianidad cultural, muchísimo más que cualquier otro país latinoamericano, incluso Cuba. Quizás en otros países haya más colas, pero en nosotros el impacto ha sido mayor, pues el cambio fue repentino. Tras vivir en la bonanza petrolera, de repente todo eso desplomó, y ahora, los venezolanos debemos acostumbrarnos a estar varias horas en una cola a la espera de que se reparta el pan.


            Previsiblemente, las colas son tremendamente odiadas. Aparentemente, no hay nada bueno en ellas: generan frustración, y la oposición supo explotar esto en su campaña electoral. Pero, en un reciente libro (Why Does the Other Line Move Faster?; ¿Por qué la otra cola se mueve más rápido?), David Green ofrece al argumento, según el cual, la cola tiene un aspecto valorable.
            Según Green, la cola es un fenómeno relativamente reciente, apenas remontable a finales del siglo XVIII. Posiblemente, dice Green, su origen estuvo en la revolución francesa. En aquella época turbulenta, el pan escaseaba. Pero, los revolucionarios lograron organizar a las masas que se aglomeraban para recibir el pan. La cola empezó a convertirse en un símbolo de cooperación aún en tiempos de crisis (la fraternité), y sobre todo, de igualdad: en la cola no hay privilegios aristocráticos, el que llega primero, obtiene primero la mercancía, sin invocar ningún derecho especial.
            El desorden de la masa, en el cual la gente saca a codazos a los demás y lanza las manos para recibir insumos (como a veces se ven en lamentables imágenes de campos de refugiados en África), fue sustituido por un sistema mucho más civilizado.
            Además, sostiene Green, la propia forma física de la forma de la cola, representa también un proceso civilizatorio. En la aldea y la ciudad medieval, no hay líneas rectas. En la ciudad moderna, en cambio, hay cuadrículas. En la artesanía, se produce sin un orden demasiado rígido. En la industrialización, en cambio, se produce en una línea ensambladora. La cola, pues, es una forma civilizada de enfrentar la escasez, muy afín a los diseños urbanísticos modernos.
            Siempre he valorado aquello que Norbert Elias llamó el “proceso civilizatorio”. Contrariamente a los primitivistas y relativistas culturales que añoran la vida premoderna libre de muchas de nuestras actuales convenciones sociales, yo valoro la represión y el orden que ha introducido la civilización moderna. La cola es represiva (entregamos nuestra libertad, y nos sometemos a la regla de esperar el turno y pararnos en línea), pero es un mal necesario. En su libro, Green nos recuerda que, desde la más tierna infancia, el sistema nos hace dóciles entrenándonos para hacer colas (en los colegios, en los deportes, en los cuarteles). A freudo-marxistas de la Escuela de Frankfurt esto les parecía un sistema de control abominable, pero insisto, yo lo estimo un mal necesario.
            Sorprendentemente, la mayoría de los venezolanos han aceptado (al menos tácitamente) todo esto, y han mantenido una conducta relativamente cívica en las colas. La gente común, por supuesto, sigue detestando las colas (aunque, puede haber también algún placer masoquista, tal como explico acá), pero estoicamente las acepta.
            No obstante, Green documenta que, en otros países que han atravesado crisis parecidas a la nuestra, la cola se ha convertido en un símbolo favorable del sistema político. Por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial, el gobierno británico tomó orgullo en las colas, pues sirvió para mostrar al mundo cómo, aún frente a la calamidad que los alemanes generaban sobre Gran Bretaña, el pueblo británico mantenía su civismo e integridad moral.

            En Venezuela, la oposición utilizó la cola como símbolo de la ineptitud del gobierno. Esa táctica funcionó, pues se manifestó en los resultados electorales. Pero, si el gobierno hubiera podido convencer a la gente de que la crisis actual es producto de una agresión foránea, en ese caso, el gobierno pudo haber utilizado las colas a su favor, del mismo modo en que Churchill lo hizo (pues, en ese caso, era evidente que la crisis era culpa de la guerra, y esta guerra había sido iniciada por Hitler). El gobierno venezolano pudo haber vendido la idea de que, frente a la guerra económica, el pueblo venezolano mantiene su civismo en las colas, y eso es muestra de madurez y modernidad.

Así como los revolucionarios franceses utilizaron la cola como símbolo de igualdad, sospecho que los comunistas del mundo no desprecian la cola. Pues, ella representa a la masa de ciudadanos que se organizan cívicamente, sin distinciones de clase. En el futuro, si las colas no cesan, la oposición venezolana debería sopesar mejor los riesgos de utilizar la imagen de la cola como protesta contra la ineptitud del gobierno, pues los gobernantes socialistas podrían darle un giro a eso, y más bien apropiarse de la cola para utilizarla como símbolo heroico de igualitarismo y civismo.

La deportación de personas de origen haitiano en la República Dominicana

No suelo tener simpatías por la mayoría de los líderes negros norteamericanos, pues suelen explotar un victimismo injustificado en EE.UU., para sacar provecho personal. Estos líderes hacen carrera política señalando racismo donde realmente no lo hay. Jesse Jackson, por ejemplo, ha ganado mucho dinero extorsionando a empresas, a las cuales amenaza con llevarlas a juicio por supuestas prácticas racistas. Contrario a lo que muchas veces se cree, la opresión racial en EE.UU. no es tan grave. Ya quisiéramos muchos ciudadanos del Tercer Mundo tener las comodidades que tienen los negros en EE.UU.
Los medios de comunicación han sido cómplice de estos líderes, y presentan de forma sensacionalista imágenes de incidentes relativamente aislados, en los cuales policías de diversos grupos étnicos (no sólo blancos) ejercen brutalidad contra jóvenes negros. Sin duda, hay problemas de brutalidad en los departamentos policiales norteamericanos, pero yo no veo tan claro que eso tenga una motivación racial. La prensa es muy selectiva en señalar sólo aquellos casos de victimarios blancos y víctimas negras, cuando en realidad, las otras combinaciones son también muy frecuentes (victimarios negros y víctimas blancas, victimarios negros y víctimas negras, victimarios blancos y víctimas blancas, etc.).

Uno de los efectos nocivos de esta industria del victimismo en EE.UU. es que se desvía la atención mediática de otros lugares donde la opresión racial sí es muy grave. Los medios forman un escándalo porque un taxi no se detiene a recoger a Danny Glover en Nueva York en la madrugada (una decisión que, por lo demás, justifico en el taxista; acá); pero a nadie le importa un carajo, por ejemplo, la terrible situación que en estos momentos atraviesan miles de personas de origen haitiano en la República Dominicana.
Las relaciones entre Haití y Dominicana siempre han sido tensas. Los haitianos hicieron su sangrienta revolución, y quisieron exportarla al otro lado de la isla. Aun si los dominicanos se habían independizado de España, los haitianos invadieron Dominicana en 1821, y la anexaron. Los dominicanos, viendo el caos en el cual ya se estaba convirtiendo Haití, lucharon por su independencia, y la consiguieron en 1844. Pero, el peligro haitiano siempre estaba latente, y así, los políticos dominicanos pidieron ser anexados por España en 1861, como forma de protección. Esta movida no fue popular entre las masas de dominicanos, se hizo una nueva guerra, y en 1865, Dominicana nuevamente consiguió su independencia.
Estos eventos hicieron que quedara el recelo contra los haitianos. Pero, como cabría esperar, se le añadió una dimensión racial. La población negra no es tan voluminosa en Dominicana, y así, se añadió desprecio a los haitianos, abrumadoramente negros. Además, a medida que Dominicana iba progresando (por supuesto, a sangre y fuego, con dictadores e invasiones gringas), Haití se iba hundiendo en la miseria.
Los haitianos emigraban a Dominicana en busca de mejores oportunidades como trabajadores en los cultivos de azúcar. En 1937, golpeado por la crisis económica mundial, el dictador dominicano Trujillo dirigió su atención a los haitianos que vivían en República Dominicana, y ordenó su ejecución masiva. En aquella masacre murieron 20.000 personas. A esto se le llamó la “masacre del perejil”, pues para identificar a los haitianos, se les obligaba pronunciar la palabra “perejil”, de forma similar a lo que hicieron las tribus israelitas con la palabra “shibboleth”, en el libro bíblico de Jueces.
En EE.UU. hubo algunos linchamientos en esa misma época. Pero, la masacre del perejil no tiene comparación con el número de linchados en EE.UU. Con todo, los sesgos mediáticos hacen que todos los días se nos recuerden los linchamientos perpetrados por el Ku Klux Klan, pero a nadie le importe un carajo la atrocidad de Trujillo.
Hoy, esta tragedia continúa. Recientemente, el gobierno dominicano se ha valido de unas muy dudosas excusas jurídicas para expulsar a miles de personas de origen haitiano. La excusa es que, sencillamente, estas personas no fueron debidamente inscritas en los registros civiles al momento de nacer, y por ello, se les niega la ciudadanía dominicana. Al menos en el caso de la masacre del perejil, las víctimas eran personas oriundas de Haití (no hablaban bien el español, y por eso quedaban delatados). En cambio, ahora, aquellos que enfrentan el despojo de la ciudadanía y la deportación, son personas nacidas en República Dominicana, que sólo hablan español, y que no tienen ningún vínculo con Haití. Su único crimen es ser descendientes de haitianos.
Donald Trump, Marine Le Pen, y otros populistas nacionalistas, recientemente han propuesto que sus países abandonen el ius solis, y adopten el ius sanguinis. Bajo este principio jurídico, la ciudadanía no sería concedida en función de dónde se nace (ius solis), sino en función de dónde proceden los ancestros (ius sanguinis). La medida dominicana en contra de las personas de origen haitiano, está guiada por el ius sangunis.

El ius solis ciertamente es mucho más humanitario, y pretender volver a imponer el ius sangunis sería un retroceso. Pero, al menos en el caso de Donald Trump, las razones que él expone, no son tan descabelladas. Trump denuncia que muchos inmigrantes temporales mexicanos viajan a EE.UU., tienen hijos allá para asegurar ciudadanía, y regresan a México. Luego, utilizan a esos hijos ya ciudadanos para volver a entrar a EE.UU. y gozar de servicios.
No sé si la solución será derogar el derecho de ciudadanía por el mero hecho de haber nacido en EE.UU., pero algo de razón sí tiene Trump. Su denuncia, al menos parcialmente, es verdadera. El caso dominicano, en cambio, es muy distinto: aquellos que enfrentan deportación no tienen nada que los ata a Haití. Podemos discutir cuánta razón tiene Trump, y qué puede hacerse al respecto; pero, una vez más, debemos evitar que casos como el de Trump y sus propuestas acaparen toda nuestra atención, y nos olvidemos de casos mucho más graves, como el dominicano.

Los saharauis y los palestinos

            Este año se cumplieron 40 de la marcha verde. En 1975, con Franco moribundo, España se retiraba de sus posesiones coloniales en África. La guerrilla nacionalista del Sahara Español, el Frente Polisario, llevaba varios años de actividad insurgente, y lograba su acometido. Pero, aprovechando la retirada española, Marruecos y Mauritania presionaron a España para que entregase ese territorio a esos dos países, quienes se lo repartieron, aún en contra del mandato de la ONU.
La marcha verde fue una migración de civiles marroquíes para ocupar el territorio. Aquello se hizo con mucha violencia en contra de los saharauis (los oriundos del Sahara Occidental). Mauritania años después llegó a un acuerdo con los saharauis, pero Marruecos, a lo bestia, se anexó la parte mauritana, y hasta el día de hoy, ocupa militarmente todo el Sahara Occidental. La población civil saharaui vive en patéticas condiciones en campos de refugiados, y Marruecos, el gran bully, impide toda posibilidad de acceso a un referéndum de autodeterminación.

El gran lamento del mundo árabe es el pueblo palestino. Hay, por supuesto, una gran hipocresía en todo esto. Los líderes árabes están muy dispuestos a culpar a Israel de todos los males habidos y por haber en sus países, pues siempre es fácil proyectar el origen de las calamidades al judío respaldado por los occidentales. Pero, cuando un poder árabe musulmán, oprime a otros árabes musulmanes (como es el caso de Marruecos y el Sahara Occidental), eso no capta tanta atención. Aun si Marruecos cuenta con el apoyo de EE.UU., al mundo árabe no le interesa mucho reprochar los abusos contra los saharauis.
Con todo, ha habido alguna gente más sensata, y frecuentemente compara el sufrimiento palestino con el sufrimiento saharaui. Me parece que estas comparaciones son bien intencionadas, pero históricamente, no del todo adecuadas. Pues, hoy, ciertamente la situación palestina es comparable con la saharaui: ambas poblaciones lo están pasando muy mal, viviendo en campos de refugiados, sufriendo las vejaciones de un poder ocupante. Pero, por otra parte, la situación del pueblo saharaui es más comparable con la situación histórica de los propios judíos, en vez de la de los palestinos.
En 1948, Gran Bretaña, como España en el Sahara, decidió retirarse de sus colonias en Palestina. Puesto que había dos grupos étnicos enfrentados que difícilmente podrían convivir en un mismo Estado, la ONU decidió, como hizo en India y Pakistán, partir esa colonia en dos Estados: Israel y Palestina.
Los países árabes vecinos (Irak, Siria, Jordania, Egipto), hicieron lo mismo que hizo Marruecos con la marcha verde: desoyeron a la ONU, y buscaron aniquilar el Estado israelí, del mismo modo en que los marroquíes aniquilaron el Estado saharaui. Marruecos no ha respetado la autodeterminación saharaui, del mismo modo en que esos países árabes agresores no respetaron la autodeterminación judía. La diferencia está, por supuesto, en que Marruecos sí tuvo éxito en su agresión, mientras que los bullies árabes de 1948 fracasaron.
¿Qué hubiera pasado si esos países hubiesen triunfado, como sí lo hizo Marruecos en el Sahara? Sólo puedo especular, pero teniendo en cuenta el carácter dictatorial de todos esos países en aquellos momentos (lo mismo que Marruecos hasta el día de hoy), y viendo la forma en que años después los judíos fueron expulsados de esos países, cabe presumir que una victoria árabe habría confinado a los judíos a campos de refugiados, o a lo sumo, los habría hecho ciudadanos sin plenos derechos.
Por supuesto, las cosas han cambiado. Desde 1967, es Israel quien ahora funge como bully en su ocupación de Gaza y Cisjordania (ya Gaza no está ocupada, pero es ahora bloqueada), y eso permite comparar a Marruecos con Israel, y a los palestinos con los saharauis. Pero, hay que contar las cosas como son. Y, así, cada vez que los defensores a ultranza de los palestinos, niegan que la “entidad sionista” tenga derecho a ser un Estado, en realidad están promoviendo el mismo tipo de agresión que Marruecos ha infligido a los saharauis desde 1975.

"Hombre irracional", de Woody Allen: una divertida crítica a la filosofía

La mayor parte de la filosofía en el siglo XX, se conformó en torno a dos bloques: la tradición analítica, oriunda de los países de habla inglesa; y la tradición continental, oriunda fundamentalmente de Francia y Alemania. La tradición analítica nos dio grandes nombres como Bertrand Russell, Otto Neurath, Karl Popper, Mario Bunge, y tantos otros, que hicieron importantísimas contribuciones a la aclaración de problemas conceptuales. Sus aportes acercaron definitivamente la filosofía a la ciencia.
            La filosofía continental, en cambio, fue más dada a plantearse problemas menos precisos. Algunos de estos filósofos dijeron cosas interesantes, pero lamentablemente, muchos otros abrieron la puerta a los disparates del posmodernismo. La mala fama que tiene la filosofía, aquella disciplina con la cual o sin la cual, el mundo se queda tal cual, en parte es debida a los autores continentales.

            Woody Allen, siempre culto, hace un guiño a esto, en su más reciente película, Hombre irracional. Narra la historia de Abe, un profesor muy dado a la filosofía continental, sobre todo al existencialismo (se menciona en el film continuamente a Kierkegaard, Sartre, Heidegger y Simone de Beauvoir). Abe se toma muy en serio las preguntas existencialistas sobre el sentido a la vida, y se hunde en una profunda depresión.
Un buen día, se entera de que hay un juez corrupto fastidiando la vida a los demás, y decide matarlo. De repente, se da cuenta de que con ese asesinato su vida ahora adquiere sentido, pues ha hecho un bien a la sociedad. Logra salir así de la depresión. Pero, se entera de que un hombre inocente es culpado de haber matado al juez, y ahora enfrenta el dilema moral de si debe entregarse o no para salvar al inocente. Abe, que al principio había asumido el homicidio como una acción muy moral, ahora se hace un poco más la vista gorda, y decide matar a su joven amante, pues ésta sabe que él es el asesino del juez, y lo presiona para que se entregue.
Woody Allen logra con mucha destreza, darle un giro cómico a Crimen y castigo, de Dostoyevski. En esa clásica novela, Raskalnikov decide estar por encima de las normas, y se siente en el derecho de matar a los indeseables de la sociedad. En Hombre irracional, la lectura de filósofos existencialistas eventualmente conduce a Abe a hacer algo parecido. Ha habido, de hecho, situaciones como ésta en la vida real. En 1924, dos jóvenes estudiantes norteamericanos, Leopold y Loeb, mataron a un muchacho. Trataron de justificarse en la lectura de Nietzsche: el superhombre está por encima de las reglas.
No pretendo decir que la lectura de filósofos existencialistas conduzca a crímenes. Obviamente, debe haber problemas psicológicos previos para que una persona termine cometiendo atrocidades. Pero, sí deseo enfatizar un lema muy querido por los conservadores norteamericanos: las ideas tienen consecuencias. He conocido a gente que, al leer a nihilistas como Emile Cioran, contemplan seriamente el suicidio.

Lo irónico es que, el propio Cioran, que continuamente dijo que la vida no tiene sentido, ¡vivió hasta los 84 años! En Hombre irracional, Woody Allen hasta cierto punto se mofa de todos estos filósofos inclinados al existencialismo, quienes vociferan sobre la angustia que sienten ante el vacío y lo absurdo, pero que en realidad, viven vidas burguesas muy acomodadas. O, peor aún, muchos lectores de estos libros asumen esos textos con cierto aire de esnobismo (sobre todo para impresionar a las jovencitas, como hace Abe en la película), pero cuando realmente deben enfrentar los dilemas morales que se les plantea a raíz de tomarse muy en serio estas filosofías, ahí abandonan la filosofía y se convierten en personajes muy mundanos.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Sobre razas y racismo: respuesta a Salvador López Arnal

          Sospecho que no le agrado mucho a Salvador López Arnal. Pero, este renombrado filósofo ha escrito reseñas a tres de mis libros, y lo agradezco. En esta ocasión, López ha criticado mi libro Las razas humanas ¡vaya timo!, calificándolo como un libro escrito “desde un estrecho cientificismo” (acá).
            López asume que el cientificismo es algo intrínsecamente objetable. Yo no lo hago así. De hecho, adelanto que seré el compilador de un libro que consta de una serie de ensayos en honor al maestro Mario Bunge, y que cuenta con contribuyentes como Carlos Elías, Andrés Carmona, Víctor Sanz, entre otros. El título del libro (que lleva el título del ensayo de Bunge) es Elogio del cientificismo. El libro aún está en preparación, pero cuando salga publicado, espero que López pueda leerlo, y considerar los argumentos que el gran Bunge ofrece en defensa del cientificismo.

            López me acusa de contradecirme en mi libro, pues si bien defiendo que las razas humanas no existen, luego argumento que no es posible atribuir tendencias criminales innatas a esta o aquella raza. Dice López: “¿Pero no habíamos quedado que, en principio, las razas no existían?”. En el libro, en efecto, yo asumo que las razas humanas no existen, pero también argumento que, aún si existieran (López no alcanza a ver el carácter hipotético de mi afirmación), no sería posible atribuirles a unas más que a otras, una tendencia innata hacia el crimen.
            En el libro, yo afirmo que muchos progresistas se han cerrado dogmáticamente a la posibilidad de que haya una base genética en la actividad criminal. López se queja y me pregunta: “¿de dónde habrá sacado GA esta afirmación que, por supuesto, debería estar muy matizada?”. Respondo: hay en las ciencias humanas una extensa escuela de pensamiento que se aproxima a la idea de la tabla rasa, a saber, que en la conducta humana casi no incide la genética. En el caso de la criminología, la mayor parte de la escuela de la llamada “criminología crítica” comparte esa opinión, y la aplica al estudio del crimen.
            En el capítulo 10 del libro, someto a crítica a los multiculturalistas. Opino que, sin percatarse, estos multiculturalistas se parecen a los racialistas del siglo XIX, en la medida en que asumen que los rasgos culturales deben tener correspondencia con los rasgos biológicos, y así, cuando un miembro de una cultura asimila elementos de otra cultura, de algún modo se asume que está faltando a su esencia. López, de nuevo, protesta: “¿Quién asegura eso explícita o implícitamente?”. Respondo: explícitamente, nadie. Implícitamente, todos aquellos que hablan del supuesto daño de la “transculturación” por parte de las culturas dominantes a las culturas periféricas. Pienso en particular en Frantz Fanon, quien en su libro Piel negra, máscaras blancas, asumía (como claramente lo indica el título de su libro), que todo aquel descendiente de africanos que asumiera la cultura europea, en el fondo, se estaba colocando una máscara blanca que tapa su piel negra. El negro, para Fanon (así como para Leopold Senghor y otros esencialistas), siempre debe comportarse como africano. En todo caso, la crítica que yo formulo no es más que una recapitulación de la que hace Kenan Malik, a cuyos libros sobre razas y racismo, remito a López.
            Como corolario de este tema, López me pregunta: “¿Algún multiculturalista rechaza que un ciudadano de China, Japón, Venezuela o Santa Coloma de Gramenet escuche La flauta mágica o El barbero de Sevilla porque eso es música occidental e imperialista?”. Respondo: ¡sí! Se nota que López vive en Europa, pues no está al tanto de los nacionalistas culturales latinoamericanos que reprochan la influencia cultural europea. En una época, Hugo Chávez, por ejemplo, se obsesionó con que los venezolanos rechazáramos a Santa Claus, Halloween, Superman, y tantas otras manifestaciones culturales europeas y norteamericanas (curiosamente, no se opuso al béisbol), porque eso era “ajeno a nuestra esencia cultural”. 
            Luego, López manifiesta su desacuerdo (pero nunca ahonda en explicar por qué) en algunas otras opiniones que yo suscribo. Por ejemplo, al discutir los méritos de los programas de discriminación positiva, yo destaco el argumento en contra (también destaco argumentos a favor, cuestión que López no resalta), según el cual, la discriminación positiva conduce al desperdicio de recursos, pues asigna en posiciones de alto rendimiento, a gente que no tiene la capacidad para desempeñarse en esos cargos. ¿Dónde está lo objetable en mi postura?
            Yo también destaco que, en países como EE.UU., hay una industria del victimismo, y que muchos líderes negros alientan a sus seguidores a denunciar racismo donde no lo hay con el objetivo de sacar algún provecho. Según parece, a López le cuesta creer que esto ocurre, y me pregunta quiénes son esos líderes negros. Respondo: Jesse Jackson, Al Sharpton, y tantos otros, que sí alientan continuamente un victimismo injustificado. López se asombra de que yo hable de victimismo, pero podría revisar los libros del profesor negro Thomas Sowell, quien denuncia cómo prospera esa industria del victimismo en EE.UU.
            También se sorprende López de que yo afirme que, hoy, las condiciones de opresión a los negros en EE.UU. están quedando atrás. Ciertamente, hay la opinión mediática generalizada (aupada por imágenes sensacionalistas de algunos policías blancos que ejercen brutalidad contra jóvenes negros) de que la opresión racial está muy presente en EE.UU. Pero, una mirada más profunda de este asunto revela que no es así. Es indiscutible que las relaciones raciales en EE.UU. han mejorado en las últimas décadas. Si bien la condición social de los negros en EE.UU. sigue siendo lamentable, es dudoso que esto hoy sea atribuible exclusivamente al racismo. Un factor más relevante, me parece, es la propia disfuncionalidad de la cultura negra norteamericana. Hace veinte años, Dinesh D’Souza escribió un extenso libro documentando esta cuestión (The End of Racism), y remito a López a esa obra.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Los mormones, la teosis, y la alienación religiosa

            A mi juicio, una de las críticas más efectivas en contra de la religión es la que en el siglo XIX hizo el filósofo Ludwig Feuerbach: la religión aliena al hombre en la medida en que lo empequeñece ante Dios. La divinidad es la proyección de lo que el hombre quiere ser. Pero, precisamente, cuanto más engrandece a Dios, el hombre más se empequeñece a sí mismo.
            Casi todas las religiones castigan duramente aquello que los griegos llamaron hubris: la arrogancia humana de pretender ser Dios. Hoy, esa misma censura religiosa impide muchos avances tecnológicos (sobre todo en el ámbito de la bioteconología), pues se asume que esos avances son una forma de “jugar a ser Dios”. Las religiones enseñan la distancia entre Dios y el hombre, y según se nos dice, siempre debemos saber reconocer nuestra pequeñez.

            Pero, afortunadamente, hay religiones que resisten esta concepción alienante. Una de ellas es el mormonismo. Para los ateos y agnósticos, es fácil invocar al mormonismo como una clarísima ilustración de todos los vicios de la religión: un cínico que captó a seguidores terriblemente ingenuos, los convenció de tonterías monumentales, y al final, se valió de la manipulación para satisfacer su lujuria.
            No disputo nada de esto. Pero, el mormonismo introdujo una doctrina que sirve parcialmente para escapar la alienación religiosa: la deificación. El mormonismo, en estricto sentido, no es una religión monoteísta (y esto suele ser aceptado por los propios mormones), pues estipula que es posible para el hombre convertirse en un dios. En tanto muchos ya lo han logrado, el mormonismo acepta la existencia de múltiples dioses. Por ende, es más acorde describir al mormonismo como una religión politeísta.
Si bien en la teología mormona esta transformación está reservada para la ultratumba, el mormonismo también estimula esa transformación en vida. Así, los mormones no suelen tener tanta oposición a aquello que el resto de las religiones llama hubris. De hecho, de todas las religiones que existen, el mormonismo es la que más colabora con el transhumanismo (el proyecto de trascender las limitaciones humanas a través de la tecnología).
Feuerbach, pienso yo, estaría complacido con el mormonismo. Pues, los mormones no empequeñecen al hombre del mismo modo en que lo hacen las religiones abrahámicas tradicionales. En el mormonismo, Dios no es ese ser majestuoso y trascendente que nos apabulla. Dios, en realidad, era originalmente un hombre que consiguió estatus divino. Y, así como Él lo hizo, el resto de la humanidad puede también hacerlo. Si bien en el ámbito organizacional la Iglesia de los Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no es ninguna democracia (de hecho, es bastante autoritaria), teológicamente, el mormonismo sí es bastante más democrático: no presenta la imagen monárquica que habitualmente defienden los teólogos (en la cual el hombre-vasallo está siempre por debajo del Dios-rey), sino más bien un modelo en el cual, cualquier ciudadano común, puede llegar a ser un dios.
Todo esto resulta muy blasfemo a los cristianos tradicionales. Pero, no debería serlo. Pues, según parece, el propio cristianismo enseñó cosas muy parecidas desde sus inicios. Cualquier clase de catequesis enseña que la serpiente indujo a Eva a comer del fruto, diciéndole, “seréis como dioses”. El pecado de Adán y Eva, pues, fue pretender ser dioses.
Pero, extrañamente, en la propia Biblia se enuncia: “… para que por ella lleguéis a ser participantes de la naturaleza divina” (I Pedro 1:4). Pareciera, entonces, que lo que Adén y Eva hicieron no fue tan pecaminoso. Y, varios de los padres de la Iglesia reafirmaron la idea de que podemos impregnarnos de la naturaleza divina. Atanasio, por ejemplo, decía que Dios se hizo hombre, para que nosotros seamos dioses.
Esta idea nunca fue muy popular en el catolicismo. Pero, sí fue abrazada por la Iglesia Ortodoxa. No obstante, los griegos, siempre más dados a la teología que los latinos, trataron de explicar que, en realidad, nos impregnaríamos de naturaleza divina, pero no seríamos propiamente dioses. Y, típico de la teología, acudieron a malabares interpretativos con palabritas que, a decir verdad, no resuelven gran cosa. Por ejemplo, distinguieron entre teosis y apoteosis: supuestamente, en la teosis, nos unimos a Dios; mientras que en la apoteosis, nos convertimos en Dios (la apoteosis, pues, es herejía).
Yo francamente no entiendo cómo podemos impregnarnos por completo de la naturaleza de un ente, sin llegar a ser idéntico a ese ente. Las palabras de Atanasio son muy claras, y habría que ser muy sofístico como para interpretar que, en realidad, no quiso decir que nos convertiríamos en dioses. Éste es otro de esos ejemplos, que tanto abundan en la teología cristiana, de querer disimular doctrinas acudiendo a distinciones lingüísticas bizantinas (de hecho, el adjetivo “bizantino” procede precisamente de la mala fama de estas discusiones teológicas en Bizancio).
Al menos en este aspecto, me parece, los mormones son mucho más sensatos. Y, al proclamar una teología que sí permite a los hombres convertirse en dioses, opino que el mormonismo es una religión menos alienante (sólo en esto; en otros aspectos, por supuesto, es tremendamente alienante), y más propicia para una mayor autoestima de la humanidad.

Por otra parte, tanto en el cristianismo griego como en el latino, así como en el Islam, siempre ha habido una tradición que ha hecho caso omiso a los malabares interpretativos sobre la teosis, y ha propiciado la aparición de personajes que, llegan a sentir tal unión con lo divino, al punto de afirmar ellos mismos que son Dios. Se trata, por supuesto, de los místicos. No suelo tener mucha simpatía por estos personajes que buscan un origen sobrenatural a experiencias psicológicas que la neurociencia explica bastante bien. Pero, al menos, valoro en los místicos ese enaltecimiento de su propia identidad, y ese rechazo a considerarse una piltrafa ante la majestuosidad divina.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

"La linterna roja" vs. la mansión Playboy

            En su libro Marriage and Civilization: How Monogamy Made Us Human (El matrimonio y la civilización: cómo la monogamia nos hizo humanos), William Tucker defiende la tesis de que los grandes logros civilizatorios de la especie humana se han conseguido gracias a la preservación de la monogamia, pues ésta es la forma más natural de apareamiento. Creo que Tucker exagera bastante en su tesis (no creo que la clave del éxito de Occidente frente al Islam o China se deba principalmente a la monogamia por encima de otros factores), pero sí tiene razón en postular que la monogamia es la forma más natural de apareamiento para nuestra especie (por motivos que explico acá). Y, en función de eso, podemos admitir que, si bien de ningún modo es un factor determinante, la monogamia sí ha tenido un impacto positivo sobre las civilizaciones.
            Las civilizaciones que se han alejado de la monogamia, documenta Tucker, han enfrentado grandes olas de violencia. El Islam, China, el mormonismo, y tantas otras sociedades poligámicas, han sido muy convulsas. ¿El motivo? Muy sencillo: por cada mujer adicional que toma un hombre y es celoso con ella, otro hombre se queda sin posibilidad de aparearse. La poligamia acentúa las desigualdades sociales, y eso sirve en bandeja la explosividad social. Si nuestro imperativo darwiniano es dejar descendencia, pero hay una situación que nos lo impide, se activará nuestro lado más violento para hacer todo lo posible por tener acceso a mujeres.

            En su libro, Tucker hace énfasis en las rivalidades masculinas. Con todo, históricamente, ha sido muy notorio también el efecto en la rivalidad entre mujeres. En el harén, la mujer no está tan frustrada como el hombre que está sin posibilidad de apareamiento. Pero, sigue habiendo frustraciones. Las esposas del gran macho se disputan entre sí el favoritismo de su esposo, y sobre todo, el privilegio a los hijos propios por encima de los hijos de las otras esposas. Inevitablemente, surgen intrigas entre las mujeres, y esto puede también hacer muy convulsa a la sociedad.
            Estas intrigas fueron muy comunes en los harenes de Oriente. Quizás el caso más patético fue el del imperio otomano a lo largo de su extensa historia. Hubo muchísimas intrigas palaciegas entre las esposas y concubinas de los sultanes, las cuales ocasionalmente desembocaron en tragedias. Fueron tan graves estos problemas, que a partir del siglo XIV, se impuso una práctica que estipulaba que las esposas y concubinas del sultán vivirían apartadas con sus hijos, y que cuando hubiera una sucesión, el nuevo sultán mataría a todos sus hermanos.
            China enfrentó problemas similares, aunque no con la misma intensidad. La linterna roja, una película china de 1991, dirigida por Zhan Yimou, representa con absoluta brillantez la miseria moral de la poligamia. Narra la historia de Songlian, una joven cuya madrastra la incita a casarse con un señor feudal en la China de 1920. Songlian, la cuarta esposa, tiene dificultades incorporándose a su nuevo hogar. Se le asigna una sirvienta analfabeta que aspira a convertirse en esposa del señor, y para ello, está dispuesta a acostarse secretamente con el jefe.
            Las relaciones de Songlian con las otras esposas pronto se vuelven difíciles. Al principio, encuentra hostilidad en la tercera esposa (las mujeres son llamadas “esposa número tal”, y muy rara vez por su nombre propio), pero eventualmente descubre que en realidad ella no es su enemiga. Su verdadera enemiga es la esposa número 2, quien hipócritamente se muestra como amigable, pero en realidad, organiza complots para colocar en desgracia a las demás, y tomar ella el control del harén. Al final, todo desemboca en tragedia: se descubren los amoríos de la sirvienta analfabeta, y ésta termina muerta; pero también, se descubre que la esposa número 3 le es infiel a su señor, con un hombre de su confianza, y como consecuencia, también termina muerta. Songlan, quien tuvo parte de la responsabilidad en ambas muertes debido a una serie de acontecimientos, termina enloqueciendo.
            El film, además de su agudísima crítica a la poligamia y la sociedad china tradicional en general, destaca por sus actuaciones, y sobre todo, el impresionante despliegue de colores (sobre todo el rojo, pues el ritual para anunciar con quien dormirá el señor, consiste en prender unas linternas rojas en la habitación de la esposa seleccionada). He visto varias películas chinas, y casi todas me han aburrido por sus temas fantasiosos e imágenes épicas. Pero, La linterna roja tiene un marcado acento realista, mucho más ajustado a los gustos occidentales (de hecho, algunos nacionalistas chinos criticaron al director por esto).
            Occidente reposa sobre bases monogámicas. Mientras las grandes civilizaciones antiguas empleaban eunucos y cultivaban harenes, Roma y Grecia asumían cada vez más la monogamia. El cristianismo decididamente promovió la monogamia, y así, la civilización occidental, con esas tres matrices monogámicas, no vio con buenos ojos el matrimonio plural. Por supuesto, hubo (y sigue habiendo) mucha hipocresía, pero en líneas generales, Occidente ha evitado los pleitos típicos de otras civilizaciones que sí fueron más tolerantes con la poligamia.

            No obstante, hoy nuestra civilización empieza a tambalearse, y en parte, la relajación de la monogamia es un factor relevante. El número de concubinas abandonadas, forzadas a ser madres solteras, crece alarmantemente. Algunos relativistas culturales ingenuamente asumen que esto no es un problema en sí, pues supuestamente las culturas tienen mecanismos de defensa frente a esto. Pero, no nos engañemos: un niño criado por dos padres (independientemente de cuál sea su sexo, vale admitir) tiene muchísimas más ventajas que un niño criado sólo por la madre.

Nuestra sociedad vanidosa y cada vez más embrutecida por la cultura del espectáculo, cree ver en los reality shows de Hugh Hefner y su mansión Playboy, la gloria de la poligamia. Las conejitas que fueron esposas de Hefner hoy han dado a conocer la miseria por la cual atravesaban mientras sonreían falsamente ante las cámaras. La linterna roja sería un buen antídoto al veneno embrutecedor de la glorificación mediática de la poligamia.

lunes, 21 de diciembre de 2015

El sufragio directo y el 18 de octubre de 1945

            Observé el proceso electoral que se realizó ayer en España. Como en muchos otros países europeos, España tiene un sistema de votación indirecto. Se eligen escaños en las cortes, y los diputados a su vez eligen al presidente del gobierno.
            Ese voto indirecto tiene un sentido. El principal es evitar que la mayoría ganadora aplaste a las minorías perdedoras. Si una mayoría gana, pero no cuenta con los votos suficientes establecidos en los reglamentos, debe buscar coaliciones para gobernar, muchas veces con las propias minorías perdedoras. Y, esto permite mayor consenso nacional y pluralidad en los gobiernos. El voto indirecto impide que el ganador se lo lleve todo.

            Pero, ese sistema de votación indirecta tiene también problemas. Un votante puede votar por un partido porque busca castigar a otro partido, pero tras las elecciones, esos partidos pueden llegar a un pacto no anunciado previamente, y así traicionar la intención original del votante.
Más aún, el sistema que impide que el ganador se lo lleve todo tiene también la desventaja de que otorga poder a partidos que pueden representar ideologías extremas. En un sistema de votación directa en el cual el ganador se lo lleva todo, esos partidos siempre estarían en los márgenes. Pero, en un sistema de votación indirecta, ese partido de ideología extrema puede ser crucial en la decisión de formar coaliciones, y así, adquirir un poder desproporcionado respecto a su verdadero peso demográfico.
La principal crítica a sistemas como el español, no obstante, es que no son suficientemente democráticos. La democracia más avanzada debería contemplar el sufragio secreto, directo y universal. Sí, la democracia tiene el eterno peligro de convertirse en la tiranía de las mayorías, y el voto indirecto busca frenar eso. Pero, la historia ha juzgado positivamente a los pueblos que han tomado esos riesgos. Al votar directamente por un gobernante y evitar la mediación de pactos a espaldas del propio votante, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, se fortalece.
Deberíamos tener esto muy presente a la hora de juzgar nuestra historia venezolana. Desde 1998, Chávez y sus secuaces iniciaron una intensa campaña de satanización de Acción Democrática y su historia. Un aspecto de esa satanización ha sido promover la idea de que el 18 de octubre de 1845, hubo un golpe de Estado en contra de Isaías Medina Angarita, del mismo calibre que el que dio Pinochet contra Allende. Esto es una falsedad histórica.
Medina Angarita fue un buen presidente, cabe admitirlo. Legalizó partidos políticos, concedió libertad de prensa, y buscó una conciliación nacional, tras los años de represión durante el gomecismo. Medina Angarita también promulgó una ley de hidrocarburos en 1943, la cual aumentó las regalías nacionales frente a las petroleras extranjeras en nuestro país.
Se ha querido hacer creer que el golpe de Estado de 1945 fue promovido por los intereses extranjeros, como castigo por ese paso hacia la soberanía petrolera. Sin duda, fue un factor. Pero, sería un despropósito creer que los gringos estuvieron tras el golpe del modo en que sí lo estuvieron en Chile en 1973 (después de todo, el propio Medina Angarita tenía buenas relaciones con Roosevelt, e incluso declaró la guerra a los poderes del eje en la Segunda Guerra Mundial).
Lo que realmente activó el golpe de 1945, fue precisamente la cuestión del sufragio directo. Medina había dado pasos hacia el sufragio universal (lo concedió a las mujeres, y definitivamente eliminó los requisitos de educación y propiedad a los votantes), pero no fue lo suficientemente lejos. Medina se negó a conceder el voto directo. Este sistema aseguraría que siempre llegara un miembro de las élites, de las cuales él mismo formaba parte.
Rómulo Betancourt y los adecos, en cambio, defendían el voto directo. Medina propuso a los adecos a Diógenes Escalante como un candidato de conciliación, bajo la promesa de que, una vez en el poder, Escalante instauraría el sufragio directo. Pero, fortuitamente, en plena campaña, Escalante sufrió una enajenación mental, y los adecos no aceptaron a Ángel Biaggini el candidato propuesto como reemplazo, pues preveían que no honraría la reforma del sufragio.
Había también otros descontentos. Medina Angarita no había logrado expurgar del todo a los corruptos que había dejado el gomecismo, y él mismo llevaba en sus espaldas esa herencia. Más aún, había mucha molestia en las fuerzas armadas, pues los ascensos eran mediados por relaciones de nepotismo y clientelismo (algo que, vale decir, el chavismo siempre criticó respecto a los gobiernos adecos, sin admitir que eso fue precisamente un vicio original del propio Medina Angarita que motivó el golpe dado por los adecos).

Todo esto desembocó en la revolución del 18 de octubre. Mi juicio respecto a este acontecimiento histórico es mixto. Aquello no fue sencillamente un golpe impregnado de cinismo para apartar a un presidente nacionalista que se enfrentaba a los poderes internacionales. En la causa adeca hubo una importantísima vocación democrática, y los adecos genuinamente creían en la relevancia del voto directo. En aún otra ironía, los chavistas reprochan el sistema indirecto norteamericano y lo comparan desfavorablemente con el venezolano, nuevamente sin reconocer que el sistema venezolano es obra de los adecos.
Pero, ¿justificaba eso una revolución que, inevitablemente, sí se empañó de sangre? No lo creo. Si bien considero que el voto directo es una mejora respecto al voto indirecto (y, en este aspecto, admito que Europa debería aprender de América Latina), estimo que las reformas hacia formas más avanzadas de democracia deben hacerse con cautela y gradualidad, precisamente debido al potencial de peligro que llevan consigo. Medina Angarita había accedido a varias reformas del sistema electoral, y prudentemente prefirió ir con menos prisa. Lamentablemente, lo pagó caro.

España debería en un futuro plantearse una reforma de su sistema electoral. Pero, el hecho de que aún no se plantea esa reforma, ¿justificaría eso que alguien como Pablo Iglesias coordine con los militares una conspiración, a fin de instaurar un gobierno que sí acceda al voto directo? Por supuesto que no. Esta comparación debería hacernos formar el juicio de que el golpe de Estado de 1945 pudo haber tenido una motivación loable, pero no tiene suficiente justificación.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Star Wars, la contracultura y el vitalismo

            Esta semana fue el estreno mundial de la séptima entrega de la saga de Star Wars, The Force Awakens. Aún no he podido ver la película, pero en vista de la efervescencia que está generando, aprovecharé para hacer algún comentario.
            Originalmente, en la década de 1970, Star Wars tuvo un aire no conformista y contracultural. Hans Solo es el renegado que no acepta ser tragado por el sistema. Pero, una vez que Reagan asimiló el imperio a la URSS en sus discursos, y la saga se convirtió en una gigantesca franquicia de consumo masivo, los rebeldes antisistema que en algún momento se sintieron atraídos por la estética de Star Wars, la empezaron a repudiar.

Éste es un fenómeno típico en la contracultura, tal como lo han reseñado Andre Potter y Joseph Heath en su muy elocuente libro, Rebelarse vende. Según lo analizan estos autores, al principio, surge una contracultura en torno a algunos símbolos. Pero, cuando esta contracultura crece y esos símbolos empiezan a convertirse en parte del mainstream, la contracultura se transforma y repudia aquello que antes abrazó. Así, en sus inicios, el esnobismo contracultural coqueteaba con Star Wars. Hoy, los nuevos esnobs se enorgullecen de no haber visto nunca Star Wars.
            Al margen de esto, las críticas que se suelen hacer a Star Wars no son muy justas, o en todo caso, deberíamos ser más consistentes y aplicar esas mismas críticas a otros fenómenos. Se critica que Star Wars conduce como borregos a sus consumidores. Vale. Pero, esto aplica al fútbol, la visita del Papa, el mitin del Partido Comunista, y un amplísimo espectro de fenómenos de masas. Y, en todo caso, ¿dónde está, exactamente, lo objetable en que algo sea masivo?
            Se dice que Star Wars incentiva el conformismo ante el sistema. No lo veo así. Star Wars cuenta la historia de unos rebeldes que, precisamente, se rebelan ante un sistema opresor. Pero, en todo caso, ¿por qué ha de ser nocivo que alguien se conforme con un sistema que no es verdaderamente opresivo? Los más aficionados a la saga de Star Wars suelen ser ciudadanos del Primer Mundo que, francamente, no lo están pasando tan mal. Si yo viera a niñitos africanos desnutridos, disfrazados de Darth Vader en una cola para ver la película, ahí sí podría admitir que esto es un fenómeno de alienación a lo bestia. Pero, no veo tal cosa.
            Se critica a Star Wars la simpleza de sus historias, y sobre todo, su maniqueísmo. Esta crítica tiene más sustento. Pero, como siempre reconoció George Lucas, su creación es en buena medida una amalgama de mitologías de muy diversa índole. En muchos de estos mitos, están presentes la simpleza de la trama y el maniqueísmo. La princesa que espera pasivamente a ser rescatada por el gran macho, molestará a las feministas, pero antes de obsesionarse en contra de Star Wars, estas feministas deberían reprochar a la enorme lista de leyendas que explotan este tema. La lucha entre absolutamente buenos y absolutamente malos molestará a psicólogos y sociólogos que saben que, en realidad, el mundo es mucho más complejo; pero antes de reprochar a Star Wars, estos psicólogos y sociólogos deberían someter a crítica los grandes sistemas religiosos que, desde el zoroastrianismo (pasando por las grandes religiones monoteístas de hoy), han concebido el mundo como un enfrentamiento entre el bien absoluto y el mal absoluto.
            Así pues, muchas de estas críticas me parecen tonterías. Pero, sí hay una crítica sobre la cual yo haría bastante énfasis. Se trata de la promoción del vitalismo. A lo largo de la saga de Star Wars, los personajes hablan de una misteriosa “fuerza”, aparentemente, una suerte de energía que radica en todos los seres vivos, y que permite que se logren grandes hazañas (estas hazañas pueden ser inmorales, si se pasa al “lado oscuro”). Muchas de estas hazañas pueden ser paranormales, como por ejemplo, mover objetos con la mente, predecir el futuro o comunicarse telepáticamente.
            En realidad, esto es una idea muy vieja. Los chinos hablan del chi, los hindúes del prana, los cristianos de la “gracia”, Bergson del “elan vital”, y así, un largo etcétera. Todas esas cosas son básicamente lo mismo: una misteriosa fuerza que no es percibida, pero que se presume que existe, y que da vitalidad a los organismos. La ciencia, por supuesto, no acepta nada de esto. La ciencia explica el mundo de forma mecanicista y materialista, a partir de hechos percibidos y unidos en secuencias causales. Decir que existe una “fuerza” (a no ser que se hable en términos metafóricos) sin ofrecer ninguna prueba es algo del mismo calibre que decir que tengo al lado a un elefante invisible.
            A simple vista, estas ideas son inofensivas. Pero, en realidad, pueden ser peligrosas. Muchas terapias medicinales alternativas se basan en el vitalismo. Colocando clavos en el cuerpo, supuestamente, se puede drenar el chi, con la esperanza de que eso corrija el desbalance de energía que produce enfermedades. Tonterías. A lo sumo, estas terapias pueden tener un efecto placebo. No está mal acudir al placebo, pero sobredimensionar su efectividad puede ser muy peligroso, especialmente si se asume como reemplazo de terapias que sí son verdaderamente efectivas.

            Ver cosas fantasiosas en una película no es perjudicial en sí mismo. Que la gente vea filmes sobre alfombras que vuelan, animales que hablan, o pistolas que disparan rayos, no los hace más crédulos. Pero, la forma en que Star Wars presenta el vitalismo es mucho más insidiosa, y me temo que sí logra influir en que mucha gente termine aceptando el vitalismo.
Cuando se ve a un bicho como Chewbacca hacer su aullido, el espectador sabe muy bien que todo eso es una fantasía. Pero, cuando ese mismo espectador ve a unos personajes que aparentemente sienten la presencia de una misteriosa fuerza etérea, y esa fuerza los conduce a hacer grandes hazañas, ahí ya el espectador no está tan seguro de que eso es una fantasía. Empieza a creer más en ese concepto. Al final, puede terminar creyendo que sólo con sus pensamientos es capaz de transformar la realidad, al punto de lograr las hazañas paranormales que defiende la New Age. A pesar de todo su aparataje técnico y futurista, en realidad, Star Wars es una saga que defiende algunas cosas muy premodernas, y que entorpecen la marcha de la humanidad hacia el progreso. 

sábado, 19 de diciembre de 2015

La Madre Teresa de Calcuta: ¿santa?

                    Hace unos días, el Papa Francisco anunció que en 2016 canonizaría a la Madre Teresa de Calcuta. No ha de sorprender. La Madre Teresa fue mercadeada como una de las grandes franquicias del catolicismo, y en tiempos en los que las iglesias de los países europeos se vacían, el Vaticano proyecta su futuro hacia el Tercer Mundo. En esta estrategia, canonizar por vía express a santos tercermundistas, es una táctica efectiva.
            Pero, además de ese motivo, no me sorprende que Francisco decida canonizar a la Madre Teresa, pues fue este mismo Papa quien, hace apenas algunos meses, dijo en una visita a Cuba (en la cual aduló a la dictadura comunista y rehusó reunirse con la disidencia) que es necesario amar a la pobreza como si fuera una madre. La Madre Teresa es uno de los mayores símbolos de ese amor a la pobreza que algunos círculos católicos profesan.

            Entiéndase bien: no es amor a los pobres, sino amor a la pobreza. No se trata de proteger a los pobres frente a la opresión por parte de los ricos, sino de valorar intrínsecamente la condición en la que se encuentran. En esto, la Madre Teresa fue campeona.
            Teresa recibió cuantiosas cantidades de dinero por parte de muchos contribuyentes famosos (algunos de los cuales fueron muy despreciables, como reseñaré más adelante). Pero, en vez de invertir esos recursos en soluciones sustentables para el problema de la pobreza, prefirió construir hospicios en condiciones miserables, precisamente para mantener a sus congregantes en absoluta pobreza. No incentivó el trabajo o el emprendimiento como escapatoria de la pobreza: promovió más bien la dependencia a la caridad, y el mantenimiento de condiciones paupérrimas. Obviamente, Teresa y sus monjas no fueron corruptas: nunca se quedaron con las grandiosas sumas de dinero que recibieron; nunca se hicieron ricas. Pero, así como nunca se hicieron ricas, quisieron que los miembros de sus comunidades siempre fueran miserables.
            Teresa no sólo cultivo la pobreza material, sino también la pobreza mental. En sus hospicios, promovía una mentalidad típicamente premoderna (incluso en cosas tan elementales como la falta de hábitos de higiene), aquella que, precisamente, es bastante responsable de la pobreza en el mundo. Y, su obsesión en contra de los métodos anticonceptivos contribuyó aún más a la pobreza, pues no hace falta ser un gurú del Club de Roma como para saber que, en países como India, los embarazos precoces no planificados son uno de los principales factores que inciden en el subdesarrollo.
            A decir verdad, Teresa es una gota en el mar. Su actitud es verdaderamente cristiana. Pues, desde sus propios inicios, se ha cultivado en esta religión el amor intrínseco a la pobreza que profesaba Teresa. Jesús, los ebionitas, los franciscanos, y muchos otros, no se han limitado a amar a los pobres, sino a la pobreza en sí misma. El despegue de la revolución industrial y el capitalismo no fueron posibles, hasta que se moderó esta actitud (o, al menos, se le dio un giro hacia la productividad, como ocurrió en el caso del calvinismo). Si hemos de criticar a Teresa por su actitud masoquista, no deberíamos concentrarnos exclusivamente en ella, y deberíamos reconocer que es el propio cristianismo el que ha promovido esta tradición. Ya Nietzsche lo supo advertir.
            Pero, al menos Jesús, los ebionitas y los franciscanos, amaron a la pobreza sin codearse con ricos corruptos. En cambio, Teresa no tuvo reparos en convenientemente elogiar a corruptos que obtuvieron fortunas de forma muy fraudulenta, y quisieron blanquear sus capitales donando grandes sumas a la monjita. Así, Teresa llenó de elogios a la nefasta familia Duvalier en Haití, con tal de recibir algunos fondos. Y, gente no corrupta, pero al menos sí tremendamente frívola, como la princesa Diana, no dudaron en fotografiarse con Teresa para capitalizar su imagen. El beneficio, por supuesto, era mutuo.
            Hoy sabemos, además, que Teresa aparentemente estaba consciente de que ella vivía una gran mentira. Algunos años después de su muerte, se publicaron algunos diarios en los cuales ella parecía manifestar dudas sobre la existencia de Dios. A partir de esto, alguna gente la ha calificado como “atea” (en cuyo caso, se estaría canonizando por primera vez a una persona atea; ¡¿quién dice que la Iglesia no se ajusta a los tiempos modernos?!).
Yo no diría eso. Teresa, una mujer nada dada al examen racional de las cosas, no sometió a consideración la cuestión de si Dios existe o no. Sencillamente, se daba cuenta de que su amigo imaginario no le respondía (como le ocurre a la abrumadora mayoría de la gente que reza sin recibir respuestas en su comunicación), y sentía un vacío en su vida. Aparentemente, se quejaba de que Cristo no se le apareciera, pero no creo que ella llegó al punto de creer que su vida estaba basada en una gran mentira, y que el señor barbudo de los cielos es tan imaginario como el unicornio.
En todo caso, aun si Teresa sí hubiera sido atea, yo no la reprocharía demasiado. El dilema moral del cura ateo es bastante conocido: yo ya no creo en estas cosas, ¿pero hago bien en quitarle esta ilusión a mis feligreses? Miguel de Unamuno, en su célebre San Manuel Bueno, Mártir, esbozaba la opinión de que, para un cura, no es un gran crimen seguir cultivando la ilusión, pues la ilusión evita la desesperación. Vale. El problema, no obstante, es que Teresa parecía cultivar esta ilusión, no para mantener la felicidad del pueblo (como sí lo hacía el personaje de Unamuno), sino más bien, para seguir mortificándolos con el amor masoquista de la pobreza.

Edmund Burke y la revolución bolivariana

            Edmund Burke no es un filósofo cuyas ideas me resulten simpáticas, pero las circunstancias por las cuales atraviesa Venezuela, me hacen reconsiderar su valor. Burke, de origen irlandés y católico, hizo carrera política en el Parlamento inglés a finales del siglo XVIII. Desde su curul, defendió posturas que hoy serían consideradas progresistas. Frente a la opresión anglo-protestante en Irlanda, Burke defendió las libertades de los católicos en ese país.
Burke también simpatizó con los revolucionarios norteamericanos que se rebelaban contra la injusticia de las agresivas políticas fiscales británicas (¡así de grande es Gran Bretaña!: en ese país, no es etiquetado como “traidor a la patria” un diputado que simpatiza con rebeldes secesionistas). Burke defendió siempre la revolución inglesa de 1688 (la misma que Locke elogió) que fortaleció el Parlamento y sentó las bases políticas del liberalismo.

Asimismo, Burke fue crítico del imperialismo británico en la India (no propiamente del proyecto colonialista británico, pero sí de su corrupción). A partir de eso, promovió investigaciones sobre fraudes en la administración colonial. Y, a lo largo de su carrera, Burke defendió los límites constitucionales de la monarquía británica.
Pero, en 1790 las cosas cambiaron. Burke sorprendió a muchos cuando, ante el estallido de la revolución francesa, la sometió a crítica duramente en su obra más conocida, Reflexiones sobre la revolución francesa. Gracias a esta obra, hoy Burke es considerado un padre del conservadurismo moderno. En ese libro, Burke defiende la idea de que no es posible organizar óptimamente la sociedad sobre la base de principios abstractos, y con reformas aceleradas. Según Burke, hay sabiduría en los prejuicios: si las cosas siempre se han hecho de una determinada manera, ha de ser porque cumplen su función debidamente. Cambiar el orden natural de las cosas puede ser catastrófico. Las tradiciones son baluartes del orden, la paz y la prosperidad, y pretender reemplazarlas basándose en principios abstractos, desemboca en caos y anarquía.
Las advertencias de Burke fueron proféticas. En 1790, la revolución francesa aún era embrionaria, y no había cometido los abusos que, ya con los jacobinos, se hicieron más notorios. Pero, cuando llegó Robespierre y su pandilla, muchos se empezaron a dar cuenta de que Burke no estaba tan equivocado. Uno de los grandes temores de Burke se materializó: de Francia se apoderó la “oclocracia”, el gobierno de las muchedumbres.
Ante los abusos revolucionarios, no tardaron en surgir comentaristas que defendieron a ultranza un regreso al absolutismo del trono y el altar. De esta estirpe surgieron reaccionarios nefastos como Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés. Desafortunadamente, Burke es a veces aglutinado junto a esos mastodontes defensores de la Inquisición, el papismo y el absolutismo. Esto es muy injusto. Pues, como he mencionado, Burke defendió algunas revoluciones (como la norteamericana), siempre elogió los límites constitucionales a las monarquías, e incluso, admitió la necesidad de reformas sociales.
No puedo simpatizar con alguien que defienda las monarquías, estime a la religión como único garante de la moral, y considere que en los prejuicios hay sabiduría. Pero, tras haber vivido 17 años de una autoproclamada “revolución bolivariana” en Venezuela, creo que algunas de las ideas de Burke son muy oportunas. La gran denuncia que Burke hacía a la revolución francesa, es también aplicable a la revolución bolivariana: dar poder desenfrenado a las masas, prescindiendo del principio de representación, es muy peligroso. Y, se vuelve más peligroso aún, si esto se pretende legitimar con principios abstractos aparentemente muy atractivos (por ejemplo, “el hombre nuevo”) pero que en realidad, no resuelven nada.
Chávez sembró en los venezolanos las ideas de “poder comunal”, “democracia participativa”, y “gobierno de calle”. Todo esto suena muy bonito, hasta que se logra ver lo que realmente produce: hordas de motorizados que, en nombre del “pueblo”, hacen destrozos por las ciudades, y hostigan a todo aquel que consideren su adversario. Afortunadamente en Venezuela no hemos vivido las tristes escenas de “tribunales populares” que fueron tan comunes en la revolución francesa, pero ciertamente estos episodios lamentables se inspiraron en principios similares a los que defendía Chávez y sus secuaces.
La IV República fue corrupta, no cabe duda, como también lo fue el Ancien regime francés. A diferencia del ultraconservador Maistre, Burke siempre admitió la necesidad de reforma. Pero, Burke advirtió sobre la necesidad de que las reformas, para ser efectivas y evitar el caos generalizado, deben ser graduales. Si algo lleva mucho tiempo enraizado, difícilmente podrá erradicarse repentinamente. Intentar hacerlo así puede resultar catastrófico. La revolución bolivariana desatendió el consejo de Burke: ciertamente Venezuela estaba en necesidad de muchas reformas, pero Chávez llegó a lo bestia a querer cambiar todo radical y repentinamente, desde los nombres de las ciudades y las montañas, hasta los hábitos de consumo de los venezolanos. Nuevamente, el tiempo dio la razón a Burke: la revolución bolivariana es hoy un fracaso, aunque lo mismo que la revolución francesa, ha servido para adquirir consciencia sobre los vicios del pasado.
Hoy, el chavismo se hunde en su propio fracaso: el 6 de diciembre de 2015, el pueblo acudió a las urnas y expresó un rechazo contundente. Pero, ahora, es el partido triunfante, quien debe tener presente los consejos de Burke. Por 17 años, el chavismo fue creando una monstruosidad. Ese monstruo se convirtió en una propia tradición, un prejuicio para los venezolanos. Esto no se puede cambiar de la noche a la mañana. Así como Burke criticó a los revolucionarios por sus ansias apresuradas de cambiar las cosas, un burkeano debería criticar a los contrarrevolucionarios que también tienen ansias apresuradas por desmontar todo lo que los revolucionarios montaron.
Burke no llegó a ver la restauración conservadora que cubrió a casi toda Europa tras el congreso de Viena y el colapso de Napoleón. Esta restauración no fue del todo exitosa (pues, eventualmente, suscitó nuevas olas revolucionarias en 1848), pero al menos, los restauradores intentaron hacer cambios graduales, y comprendieron que algunas cosas que montó la revolución francesa, no podían desmontarse ya.


La oposición venezolana debería aprender del pasado. Sus líderes deberían evitar ir con demasiada prisa. Obtuvieron 2/3 del poder legislativo, y pueden hacer mucho con ese poder. Pero, ojalá comprendan, como siempre advirtió Burke, que las reformas políticas, para ser efectivas, deben ser graduales. En el 2002, Carmona Estanga, fanatizado como los reaccionarios del siglo XIX, quiso desmontar en dos días, lo que los revolucionarios habían montado en cuatro años. Ya sabemos cómo acabó aquella bufonada. Esperemos que los nuevos contrarrevolucionarios venezolanos se tomen en serio a Burke, y hayan aprendido la lección.