domingo, 29 de septiembre de 2013

¿Por qué aterra el Mickey Mouse pirata?



            He viajado a varios países, pero sólo he visto en mi ciudad (Maracaibo), imágenes piratas de Mickey Mouse, Donald Duck, y otros personajes de Disney, mediocremente realizadas. Obviamente, estas imágenes proceden de imitadores sin mucho talento, que son contratados por personas que quieren decorar sus fiestas con temas de Disney, pero para economizar gastos, prefieren piratear los productos originales. 
 
El efecto es estéticamente aterrador. En las versiones de estas imágenes, Mickey Mouse deja de ser el tierno ratoncito amigo de los niños, y se convierte en una gigantesca rata amenazante. Donald Duck deja de ser el pícaro pato, y se convierte en algo parecido a un marciano que viene a saquear la Tierra.
¿Cómo ocurre este efecto? ¿Cómo unos pequeños cambios en la constitución de Mickey, puede convertir al tierno ratón en la aterradora rata? Me parece que hay un motivo sociológico, y dos motivos psicológicos.
Sociológicamente, el Mickey pirata es aterrador, sencillamente porque sus diseñadores no han logrado hacerlo parecido al original, pero tampoco han tenido el suficiente talento como para generar un ratón propio. Es una mala copia. Y, en términos sociológicos, esto tiene mucha relevancia. En la fase avanzada del capitalismo, los bienes de consumo persiguen, por encima de cualquier cosa, una función conspicua. Las mercancías sirven como signos para que el consumidor señale a los demás que cuenta con estatus y dinero. Obviamente, en este juego del ‘consumo conspicuo’ (por emplear el término de Thorstein Veblen) o de la ‘distinción’ (por emplear el término de Pierre Bourdieu), hay espacio para hacer trampas. Puede intentarse hacer creer a los demás que se tiene más dinero o estatus de lo que realmente se posee. Pero, si el engaño falla, las consecuencias estéticas son catastróficas.
Por ello, la piratería es un juego arriesgado. Si se logra el engaño, pueden cosecharse los frutos. El organizador de la fiesta en Maracaibo, en vez de comprar las mercancías en Miami, puede encargarle su manufactura a un artista local. Economizará sus costos, y si el artista realmente logra un Mickey Mouse idéntico al de Disney, entonces el organizador de la fiesta habrá logrado su objetivo: logró engañar a sus invitados, haciéndole creer que tiene dinero para comprar mercancías importadas, cuando en realidad, son de manufactura nacional.
Si no se logra el engaño, sobreviene la catástrofe. El organizador de la fiesta es visto como el farsante que intenta aparentar más de lo que tiene. Así, daña su reputación significativamente, y la opinión de los demás respecto a él termina siendo peor que lo que en un inicio hubiera sido, si no hubiera intentado engañar a nadie, y hubiese ofrecido una fiesta modesta sin decoración de Disney. Por estos motivos, el Mickey Mouse pirata resulta feo, no propiamente por sus cualidades estéticas intrínsecas, sino porque al final, termina siendo un signo de identidad de una clase social que aspira a llegar alto, pero no puede, y en su intento, cae estrepitosamente.
Psicológicamente, hay quizás otros dos motivos por los cuales el Mickey Mouse pirata sí es intrínsecamente feo. El primero, fue documentado brillantemente por el biólogo Stephen Jay Gould en sus estudios sobre la evolución artística de Mickey. En sus primeros años, Mickey Mouse era un personaje más agresivo, y tenía características faciales más afines a un ratón adulto. Con el paso de los años, los diseñadores buscaran hacer a Mickey más mercadeable, y rediseñaron su imagen, para hacerlo más afín a un bebé.
 
En otras palabras, los posteriores diseñadores de Mickey supieron explotar la ventaja estética de la neotenia. La neotenia es la tendencia de algunas especies a conservar en la adultez los rasgos de la infancia. En la especie humana, la neotenia tiene un alto potencial estético, por una clara razón evolucionista: fue ventajoso  para nuestros ancestros preservar el gen que codifica el agrado por los rasgos infantiles, y el estímulo a la protección de quien posea esos rasgos. Aquellos padres que no sintieran agrado en ver caras de bebés, no tenían la misma disposición para cuidar a los infantes, y eventualmente, no lograron difundir sus genes.
El Mickey Mouse pirata es feo porque, lo mismo que el Mickey Mouse de antaño, carece de rasgos de neotenia. El Mickey Mouse de hoy es un ratoncito tierno con rasgos infantiles. El Mickey Mouse pirata es más afín a un ratón adulto. Al menos a nivel instintivo, la estética de los rasgos infantiles siempre es más fácil de explotar que la estética de los rasgos adultos.
Mickey Mouse es un ratón antropomórfico. Pero, el Mickey Mouse de hoy es menos humano que el Mickey Mouse pirata. El Mickey Mouse pirata es más parecido a una persona real, en su proporción de brazos, piernas, y ciertos rasgos faciales. Pero, precisamente por este excesivo acercamiento a la imagen humana, es que el Mickey Mouse pirata es aterrador.
El destacado robotista japonés Masahiro Mori formuló la hipótesis del ‘valle inquietante’. De acuerdo a esta teoría, un artefacto robótico se hace más bello y tierno, a medida que se parece más al ser humano. Pero, llega un punto en que, si se parece mucho al ser humano, pero no se consigue una imitación perfecta, el robot puede volverse aterrador. Eso explica por qué los maniquíes y muñecos como Chucky, pueden evocar pesadillas.
Seguramente hay firmes motivos evolucionistas para este intrigante fenómeno. Fue ventajoso para nuestros ancestros sentir repulsión por siluetas parecidas a los seres humanos vivos, pero no con similitud perfecta. La repulsión por los cadáveres es ventajosa (evita contacto con patógenos), y un muñeco parecido a un humano, pero no exactamente un humano, puede activar en nuestra mente el mismo mecanismo de repulsión que sentimos por los cadáveres.
Por todos estos motivos, yo prefiero mantener alejado de mi casa y de mis fiestas al ratón diabólico de Disney. La decoración con el Mickey auténtico cuesta un ojo de la cara. La decoración con el Mikey pirata aterra a los invitados. Al final, por supuesto, no habrá razones psicológicas o sociológicas que mi esposa e hijas entiendan, y el roedor invasivo impondrá su imagen en mis aposentos.
    

sábado, 28 de septiembre de 2013

¿Habría opresión en una Cataluña independiente?



Conversaba recientemente en mi programa radial, “Ágora”, con José González, un profesor de la Universidad Católica Andrés Bello. El tema que nos ocupaba era la posible secesión de Cataluña. José, un liberal bastante ortodoxo, me decía que, en principio, él acepta cualquier proyecto secesionista que manifiesta su voluntad popular mediante algún plebiscito. Pero, José tenía la preocupación de que, en el caso catalán, hay peligro de que Cataluña se convierta en un Estado opresor de las minorías no catalanas.
            Por supuesto, siempre hay ese peligro en todo proyecto de secesión. Croacia persiguió a los serbios durante su independencia, India persiguió a musulmanes, Pakistán persiguió a hindúes, etc. Allan Buchanan, uno de los más importantes teóricos de la secesión, advierte que, si el potencial nuevo Estado no garantiza la libertad de las minorías (que antaño eran más bien mayoría en el Estado original), entonces no debe admitirse la secesión.
            He visitado Cataluña en alguna ocasión, y francamente, yo no he visto potencial para la persecución de hispanos en esa región. Pero, José me recordaba el tema lingüístico en Cataluña, y a su juicio, ahí está el mayor potencial opresor de la independencia catalana. El actual gobierno autonómico catalán ha dado claras señas de que, si se logra la independencia, la lengua oficial sólo será el catalán. Las escuelas y otras instituciones públicas deberán ser en catalán, y el castellano sólo se enseñará como lengua secundaria. Esto es muy distinto de, por ejemplo, la posible secesión de Quebec, en donde se ha admitido la posibilidad de un Estado bilingüe.
            Los castellanoparlantes constituyen un grupo sustancioso en Cataluña, y a juicio de José, un Estado no puede sostener su carácter liberal si no tiene en consideración la preferencia lingüística de casi la mitad de su población. Obligar a los hispanos a hablar una lengua que ellos no desean hablar, es una afronta contra la libertad. Franco fue culpable de reprimir el catalán. Ahora, los independentistas parecen ser culpables de desear imponer el catalán. Reprimir e imponer son acciones igualmente opresivas.
            Yo tiendo a simpatizar con la postura de José. Pero, me quedan algunas dudas. Es tentador invocar algo así como la “soberanía lingüística” de cada país, y admitir el derecho que cada Estado tiene de seleccionar su propia lengua oficial. Así como Italia tiene derecho a seleccionar el italiano en sus asuntos públicos, Cataluña debe tener el derecho a seleccionar el catalán en la esfera pública.
Pero, precisamente, casos como éstos deberían hacernos reconsiderar el supuesto valor de la soberanía. Si el ejercicio de la soberanía conduce a la imposición de una lengua sobre un grueso sector de gente renuente, entonces deberíamos abandonar la soberanía, pues va en contra de la más elemental libertad para que la gente hable la lengua que mejor le plazca.
            Con todo, una analogía jurídica me hace pensar que, en algunas ocasiones, la fuerza del Estado sí debe imponerse. Francia, por ejemplo, podría aumentar significativamente su población musulmana, y ésta podría eventualmente pedir que, en algunos barrios, se permita la sharia. ¿Debe el Estado francés tener en consideración la petición de este sector sustancioso de la población francesa? Yo opino enfáticamente que no, aun si se tratase del 50% de la población. Francia tiene sus leyes, y quien quiera vivir en ese país, debe ajustarse a ellas. Pues bien, lo mismo podrían opinar los independentistas catalanes: Cataluña sería una nación soberana, y para vivir ahí, es menester ajustarse a sus leyes, las cuales hacen del catalán la única lengua oficial.
No obstante, hay una diferencia entre la soberanía jurídica y la lingüística. Yo opino que la sharia no debe admitirse, no porque sea ajena al carácter nacional francés, sino sencillamente porque es un código jurídico bárbaro, violador de derechos humanos. El hablar castellano en Cataluña, en cambio, no viola los derechos de nadie.
Pero, hay aun otros motivos que me hacen otorgar algún beneficio de duda a los independentistas catalanes. Si, como sostienen algunos independistas catalanes, Cataluña fue un reino forzosamente incorporado a España (para hacer esto, no fue necesaria propiamente una invasión; la unión de territorios mediante nupcias reales, sin la consulta plebiscitaria a la población, es en sí misma forzosa), entonces sí habría más espacio para rechazar el estatuto oficial de la lengua castellana.
Hay en el colonialismo una vieja táctica: primero se envía un ejército, y luego se envían masas de inmigrantes, para alterar el balance de la distribución demográfica. China hace exactamente esto en Tíbet, y es una política deliberada. No está claro que España haya seguido deliberadamente esta política, pero sí es un hecho que la inmigración hispana en Cataluña ha alterado el balance demográfico en esa región, y bien puede considerarse una forma de “colonialismo silencioso”.
 Hoy, los ciudadanos de origen y lengua china, crecen sustancialmente en Tíbet. Si Tíbet se independiza, ¿debe el gobierno tibetano admitir las lenguas chinas al mismo nivel que las tibetanas? Es una decisión difícil. Si las admite, Tíbet estaría dando su brazo a torcer ante la política imperialista de Beijing, la cual desde un inicio previó la táctica de colonización masiva y la eliminación silenciosa de la cultura tibetana. Si no las admite, Tíbet estaría oprimiendo a un considerable sector de su población.

 

Al final, yo me inclino por admitir el estatuto oficial de las lenguas chinas en Tíbet, o el castellano en Cataluña. El celo de la lucha anti-colonialista puede conducir a abusos. Es perfectamente lícito denunciar a viva voz los abusos del colonialismo en Sudáfrica, pero sería opresivo despojar a la lengua afrikáans de su estatuto oficial en ese país. Los blancos en Sudáfrica son descendientes de colonos opresores, pero no conseguimos justicia, si oprimimos a los descendientes de quienes antes oprimían. En muchas instancias, frente al colonialismo debemos asumir un fait accompli, un hecho consumado. Seguramente fue injusto el desplazamiento de la exclusividad de las lenguas tibetanas por parte de China con su incentivo migratorio, pero es un hecho consumado, y para tratar de enmendar esta injusticia, estaríamos cometiendo una injusticia aún mayor. Lo mismo aplica para Cataluña.  
 Así pues, me inclino a favorecer la opinión de José: Cataluña podría tener derecho a la secesión si sus habitantes así lo eligen. Pero, las políticas lingüísticas de quienes defienden el proyecto secesionista catalán, despojan a ese movimiento de legitimidad. Ojalá lo corrijan, y así, abran paso a una Cataluña independiente legítima y próspera.  

viernes, 27 de septiembre de 2013

¿Por qué rezo en las noches?



            Veo muy improbable la existencia de Dios. Y, con todo, a veces rezo en las noches. Son dos disposiciones claramente contradictorias. Mis oraciones no se tratan meramente de evocaciones estéticas (como sí puede ser, por ejemplo, recitar un salmo o entonar un canto gregoriano). Antes bien, rezo con la intención de que Dios me favorezca en esta o aquella empresa.
            Mi acción es irracional. Dios no ha dado muestras de que existe, y la persistencia del mal en el mundo hace incluso muy improbable (y, quizás, imposible) su existencia. Tratar de conversar con un ente inexistente es irracionalmente fútil. Rezar a Dios supone también prescindir del entendimiento mecanicista del mundo que diariamente se requiere para poder funcionar. Asumimos diariamente que un fenómeno causa a otro, y en función de esa secuencia causal, creamos expectativas y proyecciones. Las oraciones de petición, en cambio, solicitan a Dios que interrumpa arbitrariamente la secuencia causal. Y, por supuesto, suele ocurrir que el orante no cae en cuenta de que muchas veces su plegaria es incompatible con la plegaria de otra persona que, seguramente, reza con la misma intensidad: en un clásico Real Madrid-Barcelona, Dios no puede satisfacer por igual las plegarias de los fanáticos de ambos equipos.
            Rechazar la existencia de Dios y rezar pareciera generar una gran disonancia cognoscitiva, y como suelen advertir los psicólogos, muchas veces buscamos aliviar la disonancia mediante alguna forma de racionalización. En mi caso, efectivamente es así. A veces trato de buscar racionalización para esta postura. Por lo general, acudo al llamado ‘argumento de la apuesta de Pascal’. En el siglo XVII, Pascal decía que está en nuestra conveniencia creer en Dios, pues se gana mucho con ello, y no se pierde nada. Puede ser que Dios no exista, pero mejor aceptar en su existencia, por si acaso. Si estamos equivocados, no habremos perdido gran cosa. En cambio, si estamos en lo cierto, habremos conseguido su favor.
            Busco aplicar este criterio en las noches: después de transitar todo el día asumiendo que Dios no existe, en la noche, puedo rezar un padrenuestro o un avemaría, por si acaso. Le pido salud, felicidad, etc. Si voy en un avión y hay turbulencia, no me importaría rezar el rosario entero. No tengo nada que perder. A lo sumo, pierdo media hora (en el caso del rosario). Pero, ante la posibilidad de que Dios haga detener la turbulencia (sobre la cual, montado en el avión, yo no tengo ya ningún poder de detener o de ajustarme a ella), estoy dispuesto a hacer esa inversión.
            Por supuesto, como en muchas de las racionalizaciones que surgen para hacer frente a la disonancia cognoscitiva, el razonamiento es fallido. ¿Sería Dios tan estúpido como para no darse cuenta de que yo le rezo sólo en momentos de crisis (o cuando busco algo), y sólo “por si acaso”, en vez de un acto de genuina devoción? ¿Qué ocurriría si el dios al cual yo le rezo (el Dios cristiano, o en el caso del avemaría, la virgen) no existe, sino que existe otro dios que castiga severamente a quien le reza al dios equivocado, pero es más condescendiente con los ateos que optan por no rezarle a nadie?
            He pensado estas cosas muchas veces. Y, en función de ello, me parece que mis oraciones en las noches no obedecen a la disonancia cognoscitiva, sino a aquello que la filósofa Tamar Gender llama ‘alief’’ (un neologismo inglés a partir de ‘belief’', creencia). Los ‘alieves’ son creencias que, consciente y racionalmente sabemos que son falsas, pero con todo, no podemos abandonar y guiamos nuestra acción en función de ella. Forman parte de una suerte de auto-engaño que, en realidad, nunca llega a materializarse por completo (pues, seguimos sabiendo que esas creencias son falsas).
            Gender ha documentado estas creencias en muchas situaciones. Por ejemplo, en un edificio de gran altura, puede haber un piso hecho de vidrio muy resistente (incluso más resistente que el piso convencional). La gente puede estar muy consciente de ello, pero aun renuente a caminar sobre ese piso. Saben que el piso es muy fuerte, pero “por si acaso”, mejor no caminar sobre él, a pesar de que no tienen explicación satisfactoria para su acción. En algunos experimentos, se ha ofrecido a los sujetos chocolate en forma de heces de perro. Los sujetos saben muy bien que se les está ofreciendo chocolate, pero con todo, prefieren no comerlo. De nuevo, opera el “por si acaso”.
 
            Supongo que mi oración en las noches parte de las ‘alieves’. Podré leer muchos textos y debatir en contra de la existencia de Dios en el día, pero en la noche, me refugio en el “por si acaso”. Este “por si acaso” no es propiamente el pascaliano, pues Pascal trataba de racionalizar algo que, a mi juicio, no puede racionalizarse.
El “por si acaso” de mi oración es más bien darwinista. Charles Darwin abrió paso a la llamada ‘psicología evolucionista’: muchos rasgos mentales seguramente tienen una base genética, y estos genes han persistido como adaptación a las condiciones de la evolución humana en la sabana africana. Las ‘alieves’ seguramente están ya programadas en nuestro cerebro, como consecuencia de la selección natural. En la sabana africana, tenía valor adaptativo temer a las alturas, y así, aun frente al conocimiento de que el piso de vidrio es muy resistente, hay una disposición psicológica a no caminar sobre él. En la sabana africana, era ventajoso alejarse de cualquier sustancia similar a las heces, y así, nunca tendremos el deseo de comer chocolate en forma de caca, aun si su sabor es exquisito. Pues bien, por varios motivos, seguramente fue ventajoso creer en un dios que responde oraciones, y así, en las noches, pido salir bien en el examen de mañana, aun si sé que las probabilidades de que el supuesto creador del universo intervenga para satisfacer mi deseo, son ínfimas. Así de compleja es la naturaleza humana, y por ahora, seguiré rezando el padrenuestro en mi mente antes de dormir.

viernes, 20 de septiembre de 2013

La "conclusión repugnante" en torno a la clonación humana



            La mayoría de los argumentos éticos en contra de la clonación humana no son sustanciosos. Muchos de ellos proceden de una visión teísta del mundo que, francamente, peca de mojigata. Suele advertirse que el hombre no debe jugar a ser Dios (asumiendo gratuitamente, por supuesto, que tal entidad existe), y que la hubris (el orgullo humano que muchas veces se manifiesta en la tecnología) es sumamente peligrosa. Yo tengo inclinaciones utilitaristas (pero, como explicaré brevemente, éstas deben tener un límite), en función de lo cual, me parece que la oposición a la clonación humana no debe atacar a la inmoralidad intrínseca de esta tecnología (es decir, una crítica deontológica), sino a sus consecuencias.
 
            Un argumento consecuencialista en contra de la clonación es que, se trata de una tecnología riesgosa, cuyos efectos no conocemos bien, y puede resultar en graves defectos a los clones. En una escena terrorífica y evocadora de Frankenstein, el monstruo reprocha al doctor Victor Frankenstein, el haberlo creado sin haber pensado en las consecuencias dañinas de su aventura. Y, ciertamente, el envejecimiento prematuro de la oveja Dolly, así como los múltiples intentos fallidos con embriones antes de haber logrado exitosamente la clonación, es motivo para pensar bien el asunto antes de lanzarnos a la clonación humana.
            Pero, desde el mismo utilitarismo, se ha tratado de responder a esta objeción. El filósofo Nick Bostrom postula que, aun si aparecen clones humanos deformados, ello no debe constituir un obstáculo moral. Pues, el mero hecho de existir es ya una ganancia frente a la inexistencia. Y, tal como lo postula el utilitarismo, si el imperativo moral consiste en maximizar la cantidad de bien (o felicidad, en los términos de John Stuart Mill), entonces aun con los defectos, la clonación humana es ventajosa, pues creó más gente con un mínimo grado de felicidad.
            Por supuesto, la maximización de esta felicidad debe balancearse (como bien recordó el propio Mill) con la ausencia de infelicidad. De nada sirve aumentar la cantidad de felicidad, si esto a su vez trae consigo una cantidad aún mayor de infelicidad. Si la deformación de los clones es demasiado severa como para causar sufrimiento a muchas personas, entonces obviamente esta infelicidad debe evitarse. Pero, si los clones, aun con sus defectos, alcanzan una existencia con un mínimo de bienestar, entonces su existencia suma felicidad, y en ese sentido, no es inmoral emprender el proyecto de la clonación humana.
            Desde esta perspectiva utilitarista, todo aquel proyecto que maximice la felicidad (y la clonación humana es uno de esos proyectos), ha de ser bienvenido. No obstante, aparece un problema que debe ser cuidadosamente atendido. Si buscamos la maximización de la felicidad a toda costa, fácilmente podemos incurrir en la siguiente situación: nos aseguraríamos de que exista un vasto número de personas con un mínimo nivel de felicidad, en vez de tratar de maximizar los niveles de felicidad en un número reducido de personas.
            Supongamos que hay una población de diez personas con un grado de felicidad de 9 (en la escala de 1 a 10); bajo el cálculo utilitarista, se lograrían noventa unidades de felicidad. Supongamos, ahora, que hay una población de cien personas con un grado de felicidad de 3; bajo el cálculo utilitarista, se lograrían trescientas unidades de felicidad. ¿Cuál de estas dos situaciones sería preferible? Bajo el razonamiento utilitarista, la segunda opción es más preferible. Y, así, para contribuir a la incrementación de la felicidad, no es tanto necesario maximizar las condiciones de vida de una población pequeña, sino aumentar el tamaño de una población con un mínimo de condiciones para la felicidad. Bajo este esquema, los gobiernos tercermundistas de Etiopía o Bangladesh (los cuales no hacen mucho énfasis en el control de natalidad) contribuyen más a la felicidad humana que los gobiernos progresistas de Dinamarca o Suecia, los cuales ofrecen un alto grado de felicidad a sus habitantes, pero incentivan el control del crecimiento de sus poblaciones.
 
            El filósofo Derek Parfit llama a esto una “conclusión repugnante” del utilitarismo. Es repugnante, por supuesto, en tanto el utilitarismo puede fácilmente conducir a intentar traer felicidad al mundo, sencillamente aumentando el tamaño de la población en el mundo. Parfit y otros filósofos críticos del utilitarismo no han ofrecido una respuesta definitiva respecto a cómo deben distribuirse las unidades de felicidad en el mundo. Pero, en el entretiempo, es prudente tener en cuenta sus advertencias a la hora de considerar la moralidad de la clonación humana. Pretender, como hace Nick Bostrom, que el mero hecho de existir con un mínimo de dignidad, es ya una ganancia, puede conducir a la “conclusión repugnante”. Por ello, yo sí comparto la crítica de que, antes de lanzarnos a la clonación humana, debemos estar bastantes seguros de que no habrá efectos negativos, pues aun si éstos no fueren lo suficientemente graves como para alterar el mínimo de dignidad, la mera adición de felicidad no es suficiente criterio para determinar la moralidad de una acción.