lunes, 13 de julio de 2015

¿Somos naturalmente monógamos? ¿Qué implica eso?

            El creciente número de países occidentales que está legalizando el matrimonio entre homosexuales plantea la posibilidad de que, en un futuro, se abra paso a la legalización de otras formas alternativas de matrimonio. Puesto que en los países occidentales hay cada vez más ciudadanos musulmanes, se plantea ahora la cuestión de si es prudente legalizar la poligamia. Y, como suele ocurrir en estos debates, esto suscita la pregunta: ¿cuál es la forma natural de apareamiento entre los humanos?

            Hay básicamente cuatro posibilidades: matrimonio grupal (varios hombres casados con varias mujeres), poliandria (una mujer casada con varios hombres), poliginia (un hombre casado con varias mujeres), y monogamia (un hombre casado con una mujer). En el mundo animal, las cuatro posibilidades están presentes. Y, en la especie humana, también se han documentado los cuatro tipos de apareamiento. Pero, unos son más frecuentes que otros, y en vista de nuestro pasado evolutivo, debemos preguntarnos cuál es el que está más asentado en nuestros genes.
            La poliandria tiene poquísima ventaja adaptativa. En los albores de nuestra especie, debió haber una fuerte presión selectiva para que los hombres fueran celosos. En vista de que, a diferencia de las mujeres, los hombres nunca pueden estar seguros de su paternidad, la selección natural debió haber privilegiado a los hombres celosos. Los celos son ventajosos, pues con ello, los hombres se aseguran de destinar recursos a crías que llevan una alta proporción de sus genes. Los celos entre los hombres hacen poco probable que estén dispuestos a compartir mujeres.
        Además, no es ventajoso para la mujer copular con varios hombres a la vez. El hombre puede impregnar a varias mujeres simultáneamente, En cambio, la mujer no puede ser nuevamente fecundada durante la gestación. Esto hace que la estrategia reproductiva de la mujer no consista en tener muchos compañeros, sino en ser muy selectiva. Así pues, mientras que el hombre tiene interés en copular con muchas mujeres, la mujer tiene más interés en copular con un solo hombre, pero asegurándose de que sea una selección óptima. Los genes para la promiscuidad no tienen una presencia firme en la mujer. 
         No debe extrañar, entonces, que la poliandria sea rarísima en la especie humana. En las contadas sociedades donde sí ocurre, es más debido a factores culturales (como, por ejemplo, una desproporción entre hombres y mujeres, debido a infanticidios femeninos o participación masculina en la guerra).
            El matrimonio grupal tiene también poca ventaja adaptativa, por los mismos motivos que la poliandria. El hombre celoso no está dispuesto a compartir con otros la mujer con la cual ha copulado. Pues, si esa mujer queda embarazada, el hombre quiere asegurarse de que es el padre de la cría, y así evitar destinar recursos a una cría que no lleve una alta proporción de sus genes.
            Es cierto que los bonobos, nuestros parientes primates más próximos, practican una forma de apareamiento promiscuo. Eso les da ventaja adaptativa en forma de selección grupal, pues los bonobos utilizan el sexo como forma de estrechar lazos y cooperación. En un polémico libro, En el principio era el sexo, Christopher Ryan y Cacilda Jethá propusieron que esta misma ventaja adaptativa del sexo promiscuo opera en la especie humana, y que por ende, somos naturalmente promiscuos, y la monogamia es una forma tiránica y anti-natural de apareamiento.
            Pero, entre los bonobos, los machos no tienen la misma dedicación a la crianza de los hijos, como sí ocurre en la especie humana. Y, esto encuadra bien con lo que he señalado más arriba: si el bonobo macho no está seguro de quién es su descendiente (pues la hembra con la cual ha copulado ha tenido muchos otros compañeros), entonces es un desperdicio dedicar recursos a la crianza. Los antropólogos del siglo XIX fantasearon sobre los orígenes promiscuos de nuestra especie, pero en realidad, no aportaron mayor evidencia al respecto. Hoy no se conoce ninguna sociedad que practique esta forma de matrimonio de forma consistente. Las poquísimas sociedades que lo han intentado (comunas cristianas, comunistas y hippies, básicamente) han fracasado estrepitosamente.
            Hasta fechas relativamente recientes (antes de la revolución industrial), la poliginia era una forma bastante común de matrimonio en la especie humana. El razonamiento evolucionista conduce a la idea de que las mujeres son menos celosas que los hombres, y por ende, toleran más compartir a su compañero sexual. La mujer sí tiene certeza de que la cría lleva una alta proporción de sus genes, de forma tal que no hay en ella tanta presión selectiva para los celos. Y, por su parte, el hombre tiene presión selectiva a ser más promiscuo, pues en tanto nunca está seguro de que la cría lleva sus genes, busca la estrategia de impregnar a varias mujeres como respaldo.
            Pero, la poliginia tiene también desventajas evolutivas. La principal de ellas, es que genera muchos conflictos sociales. Un simple razonamiento aritmético permite ver por qué: si un hombre tiene cuatro mujeres y no está dispuesto a compartirlas con nadie, tres hombres quedan sin mujeres. En las especies poliginias, hay un macho dominante que toma control del harén, mientras que los otros machos se quedan sin oportunidad de copular. No es difícil imaginar cómo esto desemboca en disputas por el control ya la acumulación de mujeres.
Pero, en la especie humana, hay mucha dependencia respecto a la cooperación, seguramente por las condiciones en las que se originó nuestra especie. A diferencia de los gorilas (una especie primate típicamente poliginia), nuestros ancestros homínidos evolucionaron en la sabana, con más ausencia de recursos, y mayor peligro de depredadores. Esto hizo que hubiera más presión selectiva para la cooperación, y así, más presión en contra de la poliginia.
            Por descarte, nos queda la monogamia. En especies monógamas, hay poco dimorfismo sexual: machos y hembras tienen más o menos la misma proporción corporal. Esto es debido a que, en vista de que no hay tanta competencia entre machos para copular (pues cada quien tiene garantizado una compañera), no hay tanta presión para rasgos derivados de la selección sexual. En la especie humana hay un ligero dimorfismo sexual, pero no tan pronunciado como en especies marcadamente poliginias, como los gorilas. Y, vale insistir, la enorme presión selectiva para la cooperación en la especie humana, seguramente hizo a la poliginia desventajosa, pues ésta conduce a conflictos.
            Así pues, con bastante probabilidad, la especie humana es naturalmente monógama. ¿Qué implicaciones jurídicas tiene esto? Debemos tener mucho cuidado en evitar la falacia naturalista: que algo ocurra en la especie humana no implica que deba ocurrir. Pero, al mismo tiempo, debemos conocer los límites de nuestra naturaleza. Si es natural que los hombres sientan celos, y es natural que en un harén, los machos excluidos se resientan y generen conflictos, entonces debemos tener en consideración estos hechos a la hora de evaluar cuál es la forma de apareamiento más conveniente. El investigador William Tucker ha documentado cómo los grandes avances civilizatorios han reposado sobre la monogamia, y cómo la poligamia (en cualquiera de sus formas: poliandria, poliginia o matrimonio grupal) ha conducido al caos. No deberíamos eludir el hecho de que, parte de la crisis contemporánea en el Islam, quizás sea debida a la poligamia (un mártir suicida, al no tener mujeres en la Tierra porque un jeque las acumula, siente una enorme motivación cuando le prometen setenta vírgenes en el paraíso).

            Pero, por otra parte, la libertad individual de contraer matrimonio no debería estar sujeta al diseño colectivista de grandes proyectos civilizatorios. Fumar y beber alcohol seguramente afectan negativamente a nuestra civilización, pero es tremendamente paternalista prohibirlos. Precisamente, una de las grandes virtudes de nuestra civilización es el “principio del perjuicio” que defendió John Stuart Mill: si unas partes voluntariamente entran en una relación, y no perjudican directamente a terceros, no tenemos autoridad para prohibirla. Pues bien, me temo que, aun si somos naturalmente monógamos, y aun si el triunfo de nuestra civilización depende de la monogamia, no tenemos autoridad para oponernos al matrimonio entre personas que voluntariamente así lo deciden.    

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