La
pornografía sabe ajustarse al mercado, y así, explota las fantasías de todo tipo
de público. Que yo sepa, aún no hay pornografía para antropólogos. Pero, desde
el siglo XIX, muchos antropólogos se han deleitado con la hipótesis de que la
prehistoria fue algo así como un gran bacanal, una orgía en la que participaba
una “horda promiscua”, y no había restricciones sexuales de ningún tipo. Los
comunistas, siempre deseosos de escandalizar a la burguesía (sobre todo en
tiempos victorianos), también le agarraron el gusto a estas fantasías de
comunismo sexual primitivo, e incluso, algunos (como la rusa Allexandra Kollonstai)
llegaron a postular que, en una fase futura, el fin del comunismo implicaría el
fin de la moral burguesa, en vista de lo cual, regresaríamos nuevamente a la
horda promiscua (o, al menos, al "amor libre").
La historia de esta idea en la
antropología es larga. Bachofen, un proto-feminista suizo del siglo XIX, empezó
diciendo que las antiguas sociedades eran matriarcales (es decir, que las
mujeres gobiernan), porque, en vista de que no había matrimonio monógamo
estable, las mujeres copulaban con muchos hombres (y los hombres copulaban con
muchas mujeres), y esto impedía a los hombres tener seguridad respecto a su
paternidad. Así, la ascendencia sólo era garantizada por vía materna, y esto
empoderaba a las mujeres.
Luego, McLennan, desarrolló esta
idea y postuló que, puesto que antiguamente era común el infanticidio femenino
(como, en efecto, persiste hoy en países como India y China), había más hombres
que mujeres. Esto propició la poliandria (el matrimonio de una mujer con varios
hombres), y así, los hombres no estaban seguros de su paternidad.
L.H. Morgan y Friederich Engels (el
compañero de Marx) luego tomaron estas ideas, y postularon que la hora promiscua
llegó a su fin con la aparición de la propiedad privada. Se empezó a acumular
patrimonio, y para asegurarse de que se pasara a la siguiente generación sin
fraccionarlo, se estableció la monogamia, y el matriarcado dejó de existir.
Ahora, los hombres sí sabrían quiénes eran sus hijos, y así, lograrían
distinguir entre sus herederos y el resto.
En el siglo XX, estas teorías sobre
la promiscuidad primitiva se asumieron con más cautela, pero muchos
antropólogos aún tenían un gusto por ellas, si bien en una versión reformada.
Margaret Mead, por ejemplo, alegó que los nativos de Samoa vivían felizmente en
promiscuidad (luego se descubrió que a Mead le tomaron el pelo los propios
nativos).
Bronislaw Malinowski postuló que la
preocupación por la paternidad es una construcción social, pues los nativos de
las islas Trobiand no conciben la relación entre el coito y el parto: a juicio
de los trobiandeses, los hombres no contribuyen a la formación biológica del
feto, y en ese sentido, no están preocupados en saber si tal o cual niño es en
realidad su hijo.
David Schneider postuló algo parecido.
En la isla de Yap, los nativos tampoco conciben la relación entre coito y
parto, y Schneider llegó al extremo de postular que el parentesco no tiene
ninguna vinculación con la biología, y que la forma en que las sociedades
occidentales entienden el parentesco, es una mera construcción social.
Para alguien que acepte la teoría
darwinista de la evolución (como debemos), todas estas teorías son
disparatadas. El mandato de la evolución es divulgar genes. El hombre debe invertir
recursos en el cuidado de sus crías, pero si no tiene noción de quiénes son sus
hijos, estaría invirtiendo en crías que no
llevan una alta proporción de sus genes, y así, estarían desperdiciando los
recursos. En los hombres, los celos tienen una gran ventaja adaptativa: con los
celos, el hombre se asegura de que la hembra sólo copule con él, y así, no
perderá recursos dirigiéndolos a las crías que lleven los genes de otros. Si la
evolución favoreció los celos, difícilmente pudo haber existido la horda
promiscua en los albores de nuestra especie. La burla al cabrón, me temo, es un
rasgo universal, y no un mero invento del patriarcado occidental.
Puede ser que, a nivel teórico,
efectivamente pueblos como los trobiandeses no conciban la relación entre coito
y parto, y no parezcan tener preocupación por la paternidad. Pero, a nivel
intuitivo, todos los seres humanos estamos biológicamente condicionados a
discriminar entre hijos propios y niños ajenos, y a ser celosos. En otras
especies existen mecanismos de reconocimiento de parientes (principalmente a
través del sentido del olor); la especie humana no sería excepción.
Recientemente, en un libro que ha
causado mucho revuelo (En el principio
era el sexo) Christopher Ryan y Cacilda Jetha tratan de mantenerse fieles
al darwinismo, pero han postulado que la promiscuidad sí pudo haber dado
ventaja evolutiva. El sexo entre los humanos habría sido como entre los chimpancés
bonobos: una forma de interacción social. Así, esto habría ofrecido una suerte
de selección grupal: la horda promiscua habría fortalecido sus lazos a través
del sexo, y comunalmente, habrían estado más protegidos frente a amenazas
externas.
La tesis de Ryan y Jetha es interesante,
pero me temo que enfrenta demasiados problemas. La teoría de la selección
grupal enfrenta muchas objeciones que han sido señaladas muchas veces por los
estudiosos de la evolución: la principal, es que basta que haya un polizón (en
este caso, un celoso que copula con las mujeres de los demás, pero no quiere
compartir a la suya), para que él tenga más ventaja a expensas del grupo.
Más bien, frente a todas estas teorías,
yo propondría hacer un ejercicio de genealogía: ¿qué circunstancias sociales han
propiciado estas fantasías sobre la horda promiscua? De forma tentativa, yo
postularía dos circunstancias: en el siglo XIX, la rigurosa (e hipócrita) moral
victoriana represiva invitó la curiosidad, y la proyección sobre un pasado
incivilizado de orgías. Y, en el siglo XX y XXI, las tremendas desigualdades
sociales del capitalismo propician la añoranza rosseauna de un pasado en el que
todos compartíamos todo, incluso los compañeros sexuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario