En
mi libro Las razas humanas ¡vaya timo!,
defendí la idea de que el racismo es un fenómeno muy reciente, y que obedece a
circunstancias históricas muy precisas. En concordancia con historiadores
marxistas, yo atribuí a la esclavitud el origen del racismo. Puesto que los
poderes europeos coloniales necesitaban esclavos, pero a la par, surgían en la
Europa moderna ideas igualitarias, se empezó a concebir a los esclavos procedentes
de otras regiones, como grupos infrahumanos, para así legitimar más su
esclavitud.
Sigo sosteniendo esa tesis, pero
quisiera matizarla. La esclavitud ciertamente contribuyó al fortalecimiento de
ideas y prácticas racistas, pero ahora empiezo a simpatizar con la idea de que
las ideas sobre distinciones raciales, y el privilegio por la raza propia, no
son meras construcciones sociales, sino que pueden estar inscritas en nuestros
genes. En esto, sigo de cerca al antropólogo Pierre Van Den Berghe (a quien
menciono en mi libro, pero a quien debí haber dedicado más atención).
Como yo, Van Den Berghe opina que
las razas humanas no existen. Hay ciertamente diferencias en frecuencias de
alelos en distintas poblaciones, pero es imposible hacer una distinción nítida
y agrupar a la humanidad en razas humanas. Las divisiones de la humanidad en
torno al color de piel no coinciden con las divisiones en torno al tipo de
sangre.
Con todo, eso no impide que la mente
humana tenga mucho interés en dividir el mundo en unidades discretas, favorecer
a quienes se estime que son de los “nuestros”, y discriminar a los “foráneos”.
El nepotismo es un fenómeno ampliamente estudiado en el mundo animal. A partir
de la teoría de la “selección del parentesco” (originalmente formulada por
William Hamilton), sabemos que los individuos son más altruistas con aquellos
con quienes compartan una mayor proporción de genes. Van Den Berghe opina que esto
se extiende mucho más allá de la familia. Así como un individuo favorece a su
hijo por encima de su sobrino, y a su sobrino por encima del vecino en la comarca,
así también favorece al miembro de su raza por encima del que no es miembro de
su raza.
¿Cómo sabe un individuo cuán cercano es
un individuo genéticamente? Los zoólogos han identificado varias maneras: la
impronta desde el nacimiento, el olor, y quizás también características
visuales. Estas formas de reconocimiento de parientes no son certeras, pero
debieron ser lo suficientemente eficientes como para que permitieran la
selección de parentesco.
El parecido visual puede activar el
nepotismo. Es de sobra sabido, por ejemplo, que un jefe tendrá más inclinación
a favorecer a un empleado con quien tiene un parecido físico, aun si no son
parientes. El mecanismo de reconocimiento de parientes se activa, y funciona
mal (pues el empleado en cuestión no es pariente), pero no por ello su malfuncionamiento
reduce su efecto.
Del mismo modo, sabemos que las razas no
existen. Contrario a las apariencias, un neoguineano está más próximo
genéticamente de un búlgaro, que de un senegalés; es por ello que los críticos
del concepto de razas humanas, solemos decir que la raza no tiene profundidad
más allá de la piel. Pero, al contemplar a un senegalés, el neoguineano se
sentirá más próximo a él (debido a sus semejanzas físicas), y probablemente
tendrá más inclinación innata a favorecer al senegalés que al búlgaro. En la
sabana africana, nuestros ancestros necesitaban algunas pistas para distinguir
entre parientes y no parientes. Esas pistas se ubicaban en rasgos muy visibles,
fundamentalmente el color de la piel y características faciales. Hay muchos
otros rasgos cuya distribución invalida el concepto de raza, y que sirven mucho
mejor para determinar la cercanía genética. Pero en la sabana, nuestros
ancestros no contaban con los recursos para examinar esos rasgos. Por eso, la
selección natural favoreció la detección de diferencias en rasgos que se
emplean en la clasificación racial.
Bajo esta hipótesis, cabe esperar que
los niños, desde una muy temprana edad, estén conscientes de las diferencias
raciales. Esto, en efecto, es así. Los niños pequeños tienen conciencia racial,
y esto no parece deberse meramente a la cultura. Sobre esto, se han hecho
múltiples estudios.
Partiendo de esa base genética para
dividir el mundo a partir de diferencias biológicas visibles, el tribalismo y
el nacionalismo ciertamente añaden un componente cultural, pero insisto, no
debe perderse de vista que todo esto tiene una base biológica. Si un grupo
quiere separarse de otro, pero no es lo suficientemente fácil establecer
distinciones biológicas, tratará de reforzarlas con distinciones que imitan a
las diferencias biológicas. Así, por ejemplo, en Europa, no fue fácil
distinguir a los judíos en virtud de sus rasgos: para separarlos, se les impuso
la estrella amarilla. En países en los que hay un claro contraste físico entre
poblaciones (como, por ejemplo, Sudáfrica), no es necesario acudir al refuerzo
cultural de las distinciones.
En este sentido, con o sin esclavitud,
me temo que tenemos una tendencia a dividir al resto de los humanos en función
de sus diferencias biológicas, y a privilegiar a los que consideramos más
parecidos a nosotros. Y, esto será más intenso cuanto más evidentes sean esas
diferencias. Es por ello que, si bien tenemos genes racistas, el racismo
realmente vino a alcanzar su apogeo a partir del siglo XVI, cuando poblaciones
con rasgos marcadamente distintos, se empezaron a encontrar.
Esta forma de dividir el mundo es, por
supuesto, acientífica. Asumir que dos personas que tienen el mismo color de
piel, forman parte de un mismo grupo genético con el mismo nivel de
inteligencia, es erróneo. Vale insistir en que las razas humanas no existen.
Pero, así como la religión está en nuestros genes (seguramente como un
producto colateral de otras adaptaciones), el racismo también está en nuestros
genes, en parte como un producto colateral de la selección de parentesco.