Martin
Lindstrom, un gurú del marketing, ha publicado recientemente Brandwashed: el lavado de cerebro de las
marcas, un libro en el cual denuncia los trucos sucios de la publicidad y
el mercadeo. Uno de los más interesantes es la llamada ‘minería de datos’. A
medida que la información se ha digitalizado con las nuevas tecnologías, las
grandes corporaciones capitalistas tienen ahora más oportunidad para invadir la
vida privada de los individuos. A juicio de Lindstrom, esto constituye una
nueva forma de vigilancia muy peligrosa.
El
método de la minería de datos es complejo, pero se entiende sencillamente: cada
vez que un consumidor compra algo, queda un registro, bien sea en su tarjeta de
crédito, cupones, tarjetas de lealtad, o sencillamente, en la caja registradora
de la tienda; los datos también quedan registrados en búsquedas por internet,
en fin, cualquier actividad que deje un registro electrónico. Las grandes corporaciones
compran estos datos, y a partir de eso, elaboran inferencias que permiten hacer
perfiles de cada consumidor (a través de algoritmos muy avanzados). Con esto,
las corporaciones dirigen publicidad especializada directamente a cada
consumidor, en función de su perfil.
En
rigor, nada de esto es ilegal. En las transacciones públicas, la información no
está protegida por la privacidad. Y, en las transacciones privadas, muchas
veces se exige al consumidor firmar un acuerdo en el que se accede a entregar
la información.
Con
todo, hay una preocupación comprensible. Autores como Lindstrom se preocupan
ante el hecho de que esto pueda ser el primer paso hacia una nueva sociedad
totalitaria, en la cual las corporaciones vigilan todos nuestros movimientos
(aun si damos el consentimiento, al firmar un papel que seguramente no hemos
leído), y la privacidad queda seriamente vulnerada.
Yo
comparto la preocupación de Lindstrom respecto al asunto de la privacidad, pero
me parece que el asunto se está convirtiendo en un pánico moral que ya empieza
a perder proporción. ¿Qué hacen las corporaciones con toda esa información? Algo
muy sencillo: ofrecernos cosas que, precisamente en función de nuestro perfil,
¡nos agradan! Mis consumos permiten a Amazon saber que yo disfruto libros de
historia, filosofía y sociología. Cuando entro en la página de Amazon, ¡me
entero de la existencia de libros sobre historia, filosofía y sociología, que
de lo contrario, jamás habría visto! ¿Dónde está lo objetable en que una
corporación ofrezca detalladamente en función de los gustos de cada consumidor?
Ciertamente
la publicidad induce al consumo innecesario, y esto puede conducir a grandes
deudas, el agotamiento de los recursos naturales, etc. Pero, los críticos de la
publicidad olvidan que las corporaciones no lograrán hacernos consumir algo
para lo cual no tengamos ya una previa disposición. Es lamentable que Lindstrom
utilice el título Brandwashed, como
si la publicidad fuese una forma de lavado de cerebro; la psicología ha
confirmado una y otra vez, que el lavado de cerebros no existe, y que la
publicidad subliminal no genera efectos. Y, además, la publicidad cumple la muy
importante función de incrementar el nivel de información respecto al estado
del mercado, a partir de lo cual el consumidor puede tomar una decisión más
racional. Muchas veces, el consumidor no opta por el mejor producto,
sencillamente porque desconoce su existencia. Con una publicidad dirigida a las
preferencias de cada individuo por separado, ahora el consumidor puede tener
más información sobre los productos que busca.
En
todo caso, hay una gran ironía en todo esto. Veo por doquier a izquierdistas
que se alarman frente a la minería de datos por parte de las corporaciones, y
lo ven como el inicio de una nueva sociedad totalitaria. La solución que muchos
de estos izquierdistas invocan es la intervención del Estado para evitar que las
corporaciones puedan hacer uso de esas tácticas. Pero, lamentablemente, estos
izquierdistas no alcanzan a ver que involucrar al Estado en aún más
regulaciones, tiene mayor potencial para forjar una sociedad totalitaria.
Estos
mismos izquierdistas elaboran toda clase de artimañas (fútilmente) para tratar
de vencer a los programadores de la minería de datos en las grandes
corporaciones: adquieren patrones de consumo aparentemente confusos para,
inútilmente, tratar de despistar los algoritmos que elaboran perfiles. Pero, cuando
se trata de ofrecer datos al Estado socialista, estos mismos izquierdistas
gustosamente lo hacen; conozco personalmente izquierdistas venezolanos que
tienen pánico a la minería de datos de las grandes corporaciones, pero no
titubean en ofrecer su nombre, número de cédula dirección de residencia, a
organismos gubernamentales como el SENIAT, el CNE o CADIVI (con este último,
debe declararse los patrones de consumo en el extranjero, ¡algo no muy distinto
de lo que hace la minería de datos!).
Yo
desconfío mucho más del uso que el Estado haga de los datos que recoge
forzosamente, que el uso que pueda hacer las corporaciones de los datos que
recoge en transacciones voluntarias. El Estado emplea esos datos parta
controlar y restringir, cobrar impuestos (la misma palabra ‘impuesto’ es
bastante reveladora: no es consensuado) y expropiar. La corporación emplea esos
datos para ofrecerme algo que, de por sí, ya
me gusta. ¿Ofrecerme algo que me gusta es opresión? Hay espacio para
someter a discusión la moralidad de las tácticas de la minería de datos. Pero, en
honor a la justicia: admitamos que la preocupación por este asunto se está
convirtiendo en una suerte de histeria colectiva, y que el odio a las corporaciones
desvía la atención del peligro de la única entidad que realmente ha propiciado
el totalitarismo: el Estado.
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