No sin alguna exageración, se ha
alegado que el mitraísmo (el culto al dios Mitras) fue un serio rival del
cristianismo en la conquista de prosélitos romanos durante los siglos II y III.
Según parece, el mitraísmo fue especialmente popular entre los soldados
romanos, quienes habrían traído desde lejanas tierras orientales este culto.
Tras la conversión de Constantino, el mitraísmo desapareció, presumiblemente
porque el cristianismo, ahora con el apoyo del Estado romano, tenía la
suficiente capacidad de erradicar a su rival.
Mitra
era originalmente un dios persa anterior a las reformas de Zoroastro. Los
soldados romanos habrían conocido su culto, y lo modificaron a la usanza
romana. Así, asumieron a Mitras, y en torno a él, se desarrolló una religión
mistérica. Precisamente debido a su carácter mistérico, no conocemos mucho
sobre las creencias y rituales de esta religión. Sabemos que había una
ceremonia de iniciación, en la cual los participantes se bañaban con la sangre
de un toro.
El
mitraísmo seguramente fue una religión extravagante (el espectáculo del
taurobolio, o el baño con la sangre del toro, habría resultado sumamente
repugnante a un espectador con sensibilidades modernas). Pero, hay un aspecto
muy moderno y loable en el mitraísmo, y en mi opinión, es más estimable que
varias de las creencias originales cristianas.
Desde
su versión original persa, Mitra fue el dios encargado de hacer cumplir los
contratos. Esta sencilla faceta es fundamental en la construcción de cualquier
civilización y la preservación de la libertad. Frente a la crisis del capitalismo
mundial, hoy ha estado muy en boga la idea (fundamentalmente de origen
socialista) de que el Estado debe regular muchos aspectos de la vida, incluso
si eso implica interferir en el cumplimiento de contratos entre personas
libres.
Los
liberales, en cambio, nos inclinamos más por la defensa de un Estado cuya labor
no es tanto satisfacer las necesidades y los deseos de las masas, sino más bien
asegurarse de que los contratos son cumplidos. En el liberalismo, el Estado no
debe participar tanto en contratos. Debe más bien permitir que los particulares
tomen la iniciativa de formar contratos entre ellos, y sólo debe intervenir
cuando alguno de los particulares no cumpla con los términos del contrato
previamente establecido. A modo de ejemplo: el Estado no debe castigar a la
prostituta o su cliente; el Estado debe intervenir sólo si la prostituta o su
cliente, no cumplen con los términos acordados previamente en su transacción.
Hay, por supuesto, matices: John Stuart Mill correctamente sostenía que el
Estado sí debe intervenir para proteger a niños y dementes, aun si ellos
aparentemente dan su consentimiento en una relación contractual. Y, hay también
varias instancias en las cuales el abandono de las relaciones sociales al
principio del contrato puede conducir a abusos. Pero, al menos como guía
general, la concepción liberal del Estado es muy fructífera.
Mitras,
en cierto sentido, es la representación del Estado liberal, en su dimensión
como velador por el cumplimiento de los contratos. Mitras no se mete en la vida
de los demás, siempre y cuando los demás hayan llegado a un acuerdo entre
ellos, y respeten sus pactos.
Cristo,
en cambio, tiene una postura mucho más ambigua. Cristo no es tanto el velador
del cumplimiento de los contratos, sino un agente que impone un contrato, ¡sin
solicitar consentimiento a la contraparte! En el Antiguo testamento, mucho se habla de la ‘alianza’ entre Dios e
Israel: si los israelitas cumplen la ley de Moisés, recibirán el favor de
Yahvé; si no, habrá castigos severos. Pero, en realidad esto no es ninguna
alianza: sin consultar a nadie, Dios impone los términos, y los israelitas no tienen
oportunidad de rechazarlo.
En
el entendimiento cristiano, esta alianza es sustituida por una nueva alianza
delineada en el Nuevo testamento:
Cristo se entrega a morir por los pecados de la humanidad, y así promete salvar
a quienes cumplan con los nuevos mandamientos. Pero, de nuevo, esto es difícilmente
una alianza, es más bien una imposición. No hubo consulta, ni expresión de
consentimiento, en estos términos. Muchos teólogos han alegado que el infierno
tiene justificación, pues el condenado ha “decidido” alejarse de Dios, y Dios
cumple la voluntad del condenado alejándolo de Él. Francamente, no veo dónde
está la supuesta “decisión”; dudo de que alguien voluntariamente tenga el deseo
de sufrir eternamente las llamas. ¿Cuándo se firmó el acuerdo entre Dios y el
condenado de que, si el condenado no deseaba estar con Dios, sería enviado a un
lugar de espeluznante tortura? Nuevamente, hay en todo esto mucha imposición y
poco contrato.
Incluso,
en el mensaje terrenal de Jesús (que, valga agregar, en muchas cosas es
bastante diferente del Cristo de la fe), hay un desprecio por las relaciones
contractuales. La retórica de Jesús habitualmente condena al rico por el mero hecho de ser rico. Seguramente
muchos de estos ricos han logrado sus fortunas ilegítimamente, pero no todos. Es perfectamente
plausible que algunos otros ricos hayan acumulado sus riquezas por vía de
transferencia legítima (por emplear el término del filósofo Robert Nozick) en
relaciones contractuales. No obstante, Jesús, en su insistencia condenatoria de
los ricos sin detallar su fuente, parece asumir que si las relaciones
contractuales voluntarias conducen a la desigualdad, son ilegítimas. Esto está
muy lejos de la concepción liberal que está dispuesta a aceptar los resultados
de relaciones contractuales libres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario