Master
Card es una de esas compañías que usa publicidad perversa, debido a la
ambigüedad de su mensaje. En la célebre serie de comerciales, usualmente un
personaje tiene una experiencia subjetiva muy profunda, acompañada por otras
experiencias que requieren consumo. El narrador en off dice: “Hay ciertas cosas
que el dinero no puede comprar; para todo lo demás, existe Master Card”. La
publicidad es engañosa porque, contrario al mensaje explícito, el mensaje
implícito es que, virtualmente, sí se
puede comprar todo con el dinero, y Master Card está ahí para facilitar esa
labor. Precisamente de eso se trata el capitalismo en su fase más avanzada.
Recientemente,
el filósofo Michael Sandel ha escrito un libro con el título Lo que el dinero no puede comprar, en el
cual se muestra alarmado por esta tendencia. La sociedad de consumo ha
sobrepasado ya los límites de lo aceptable, en opinión de Sandel. Pero,
curiosamente, su crítica no es propiamente ni ecológica ni económica. Es más
bien estrictamente moral. A Sandel no le preocupa tanto que el consumismo agote
los recursos del planeta, o que el capitalismo exacerbe las desigualdades
sociales. Su principal preocupación es la forma en que se está erosionando la
dignidad humana, al convertir en mercancías muchas relaciones humanas que,
antaño, no estaban mediadas por el dinero.
Hoy,
tanto tienes y tanto vales, y en función de eso, se puede comprar casi todo.
Esto, opina Sandel, es ya un descarrilamiento moral. Sandel ofrece ejemplos
que, ciertamente, ofenderán las sensibilidades de mucha gente. Algunas cárceles
norteamericanas ofrecen celdas más cómodas a los prisioneros que estén
dispuestas a pagarlas (en Venezuela, el fenómeno de los ‘pranes’ ha llevado a
proporciones grotescas esta tendencia). Gente que quiere hacer lobby a los senadores de Washington, le
paga a desempleados para que hagan colas desde la noche anterior. Algunas
compañías pagan a mujeres pobres para que se tatúen la cara con el logo de la
empresa, como forma de publicidad andante. Algunos colegios en Texas pagan a
los niños por leer libros.
Con
una nostalgia un poco ingenua, Sandel se lamenta de que estas situaciones son
típicas de la fase avanzada del capitalismo, y que antaño, las relaciones
humanas no estaban tan mediadas por el dinero. Digo que esta nostalgia es
ingenua, porque Sandel deja de lado el hecho de que, hasta fechas muy
recientes, el matrimonio exigía el pago de una dote, y virtualmente, se
compraba a la esposa. La industrialización más bien ha propiciado el amor
conyugal romántico, inexistente en épocas anteriores. Pero, con todo, Sandel
tiene razón en que hoy se está profundizando la mercantilización de las
relaciones humanas.
La
debilidad del argumento de Sandel, no obstante, está en su incapacidad para
precisar dónde está lo objetable de estas situaciones. Si, como en casi todos
los ejemplos que él reseña, se trata de relaciones consensuadas entre adultos,
¿quiénes somos nosotros para interferir en el acuerdo entre las partes? Me
inclino a opinar, junto a Robert Nozick, que no tenemos derecho a entrometernos
en actos capitalistas entre adultos en consenso.
Hay,
por supuesto, situaciones extremas, y seguramente, el mercado ha de tener
límites morales. Pero, ¿dónde colocarlos? Sandel no ofrece una respuesta clara.
Y, precisamente, el peligro de posturas como las de Sandel es que puede
propiciar una mojigatería que termina por oponerse a muchas relaciones sociales
que, analizado con rigor, han ofrecido grandes ventajas a la especie humana. El
peligro de la postura de Sandel es que, al querer imponer límites al mercado,
puede excederse en ello.
A
muchas personas les repugnará que una mujer venda sus servicios sexuales, y por
eso consideran inmoral la prostitución. Seguramente también les repugnará que
una mujer venda sus servicios como nodriza, o que coloque su vientre en
alquiler. Pero, si aplicamos con demasiado rigor esta oposición a la “venta” de
servicios femeninos, terminaremos sintiendo repulsión por la mujer que vende
sus servicios de “madre sustituta” por seis horas al día en la guardería o
colegio (es decir, por las maestras y tutoras). ¿Dónde colocamos el límite? Yo,
personalmente, no siento perturbación en “comprar” los servicios de una maestra
para mi hija. Y, presumo que las feministas estarán muy agradecidas por el
hecho de que, precisamente debido a su capacidad de “comprar” los servicios de
otras mujeres como madres sustitutas, las madres pueden incorporarse a la
fuerza laboral.
Muchas
de estas relaciones aparentemente inmorales, son de beneficio mutuo. La persona
pobre que tiene dos riñones, y decide vender uno a un recipiente rico, sale
beneficiada (se puede vivir perfectamente con un riñón); y por supuesto, el
recipiente salva su vida. El dinero habrá servido como incentivo para la “donación”
(venta, en realidad), pero bajo la prohibición de venta de riñones, el donante
seguiría pobre, y el paciente en necesidad habría ya muerto.
¿Es
esto lo que deseamos? Desde una perspectiva utilitarista, la respuesta es
obvia: si este tipo de relaciones mercantiles conducen al beneficio de todos,
entonces no son inmorales. Pero,
autores como Sandel prefieren alejarse de las consideraciones utilitaristas, y
asumir que hay acciones intrínsecamente inmorales, sin importar cuán
beneficiosas sean. Para Sandel, aparentemente, es necesario hacer justicia aún
si los cielos se caen. Yo no puedo compartir esta noción. Si la
mercantilización de las relaciones humanas sirve para mejorar
significativamente las condiciones materiales de vida de millones de personas, entonces
¡bienvenida sea! El discurso sobre la “dignidad humana” a la cual tanto se
apela, me parece, es más una abstracción mojigata que, aun si está impregnado
de buenas intenciones, muchas veces resulta muy torpe.
Al final, gente como Sandel prefiere renunciar
al cálculo utilitarista, y justifica sus posturas morales sobre la base de
meras intuiciones de repugnancia. Le repugna que una compañía pague a una mujer
para que se tatúe con el logo de la empresa, sin considerar de qué forma, ese
dinero quizás pudo contribuir significativamente a sacar a esa mujer de la
pobreza. Como bien ha advertido la filósofa Martha Nussbaum, la repugnancia es
una guía muy peligrosa en la moral. Sobre la base de la repugnancia, se ha
considerado inmoral a la homosexualidad, una postura que seguramente el propio
Sandel rechazará.
Sandel
insiste en que su intención es hacer preguntas, en vez de ofrecer respuestas.
Su objetivo es traer a la palestra un tema que, en esta fase avanzada del
capitalismo, ha sido dejado de lado. Este objetivo me parece muy loable. Pero,
precisamente, al traer a la palestra este tema, me parece urgente reconocer
que, así como los mercados deben tener límites, el imponer límites muy severos
puede resultar mucho peor. Es necesario analizar racionalmente estas cosas, y
no dejarse guiar por la mera repugnancia que, muchas veces, es la principal
motivación para oponerse a la mercantilización de la sociedad.
Iba a poner el ejemplo de la dote, y me lo has quitado. Yo insisto en algo que ya dije en otra entrada: el dinero mueve, ha movido y moverá el mundo, en el capitalismo y fuera de él. Porque en las sociedades en que existía la dote y se hacía la guerra por motivos económicos (y no religiosos o puramente políticos, como se suele decir), parece ser que la riqueza tenía una importancia capital.
ResponderEliminarPor otro lado, el argumento de la repugnancia es, tal como observas, peligroso, y en todo caso paupérrimo.
Sí, con todo, hay ciertas cosas que sí repugnan, y en función de eso, pensamos que son inmorales. Hubo hace unos años, un caso en Alemania, de un hombre que colocó un aviso de que quería comerse a otra persona. Esa otra persona se apareció, y convinieron el asesinato. El caníbal grabó a su víctima dando consentimiento de lo que iba a ocurrir. Un libertario extremo diría que, en casos como éste, no debe haber censura moral, pues fue un acuerdo entre partes voluntarias. Pero, repugna. Y, precisamente, puesto que repugna, mucha gente diría que es inmoral...
EliminarHola,
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