El nepotismo es uno de los vicios
más difíciles de erradicar en las sociedades modernas. En el siglo XIX, el jurista
e historiador Henry Sumner Maine postuló que la moderación del nepotismo es uno
de los principales criterios por los cuales podemos medir la modernidad y el
avance civilizatorio de una sociedad. A juicio de Maine, una sociedad es
verdaderamente moderna cuando es capaz de asignar posiciones, no sobre la base del
parentesco que se tenga con otros, sino sobre la base del contrato.
La meritocracia aparece cuando los
vínculos de sangre se debilitan. Las relaciones sociales se burocratizan, y
cada persona es juzgada por sus capacidades, y no por su sangre. A medida que
el parentesco pierde prominencia, los jefes confían labores administrativas, no
a sus primos, sino a quien esté mejor capacitado para realizarlas.
En la historia de la modernización, esto
ha sido un vaivén. De vez en cuando aparecen reformadores que promueven un
debilitamiento del parentesco, y favorecen una nueva forma de organización
social con menos arraigo en los lazos de sangre. Si bien es indiscutible que ha
habido progreso en este ámbito, estas reformas suelen ser muy lentas, pues
inevitablemente, muchas veces en la siguiente generación, se genera un regreso
a la forma más primitiva de organización basada en el parentesco.
Consideremos, por ejemplo, la historia
del cristianismo. No podemos decir que Jesús fue propiamente un reformador
moderno (hacer exorcismos y anunciar el inminente apocalipsis no pueden
calificar como acciones modernas). Pero, en la prédica de Jesús, hay un aspecto
bastante moderno: en el Reino de Dios, no serán tan importantes los lazos de
sangre. De hecho, esta prédica debió haberle generado bastantes problemas con
sus propios familiares, al punto de que éstos llegaron a pensar que estaba
loco. Las relaciones de Jesús no debieron ser muy armoniosas, al punto de que
cuando algunos de sus seguidores le comunican que sus parientes lo están
buscando, Jesús les hizo un tremendo desprecio, diciendo que quienes estaban
sentados alrededor de él, ésos eran sus verdaderos hermanos (Marcos 3:33).
Habría cabido esperar que, cuando Jesús
murió, su secta judía mantuviese su organización bajo los principios organizativos
que el propio Jesús favoreció. En el evangelio de Mateo hay una extraña escena
en la cual, aparentemente, Jesús designa como su sucesor a Pedro, uno de sus
discípulos con los cuales no tiene ningún vínculo de parentesco. Muchos
historiadores dudan de que esta escena sea realmente histórica. Pero, aun si lo
fuera, lo cierto es que Pedro no fue
el verdadero sucesor de Jesús en el liderazgo de la secta, sino Santiago.
¿Quién era ese tal Santiago? Muy probablemente, este personaje no formaba parte
del grupo de los doce discípulos (aunque sobre esto hay aún alguna disputa),
pero era ¡el hermano del Señor! En otras palabras: aun si aparentemente la relación
de Jesús con sus hermanos era tortuosa, al final terminó imponiéndose la sangre,
incluso en oposición al mensaje original del propio Jesús.
¿Por qué nos cuesta tanto dejar de lado
el nepotismo? ¿Por qué la sangre es más espesa que el agua? Hay firmes razones
para sospechar que el nepotismo está en nuestros genes, y eso en parte hace que
sea tan difícil renunciar a él.
El biólogo William Hamilton hizo fama al
resolver un viejo enigma de la teoría darwinista: ¿por qué, en la lucha por la supervivencia,
un individuo es altruista hacia otro? ¿Qué ventaja adaptativa puede tener el
altruismo? Hamilton postuló que el altruismo es ventajoso, sólo en la medida en
que está dirigido hacia parientes con cercanía genética. El individuo altruista
limita sus posibilidades de sobrevivir y pasar sus genes, pero a la vez, al ser
altruista con sus parientes, colabora para que aquellos parientes con quienes
comparte una alta proporción de genes, sobrevivan y tenga prole. Ese altruismo
hacia los parientes es básicamente el nepotismo. Así, contrariamente a lo que
aparece a simple vista, el altruismo es un modo eficaz que el individuo
altruista tiene para pasar sus genes, incluido el propio gen que codifica el
nepotismo.
Con todo, no somos presos absolutos de
los genes. La cultura tiene la capacidad de modificar nuestras reacciones
instintivas (aunque, no del todo; si bien el collar que nos ata a los genes es
largo, nunca nos liberaremos por completo de él). Y, así, cuanto más tribal sea
una sociedad, y cuanto más cercana sea a nuestros orígenes como especie, más actuará
en concordancia con nuestros instintos biológicos. Como bien postulaba Maine,
nuestra civilización ha avanzado bastante, y hoy, nos guía mucho más el
principio del contrato que el principio del estatus (muchas veces basado en el
parentesco). Pero, sigue siendo una tarea ardua resistir a la tentación de
privilegiar a nuestros parientes, precisamente porque esta tentación está
profundamente arraigada en nuestra biología.
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