En una conversación que
recientemente tuve con mi padre, él se quejaba de que, en su visita museos como
el Louvre o el Prado, él veía a más gente en la tienda del museo comprando
llaveritos con la imagen de la Mona Lisa,
que en las propias galerías contemplando los cuadros originales.
Esto es una vieja queja manifestada
por la izquierda. Fue Walter Benjamin quien con más ahínco la expuso. Benjamin
se quejaba de que, con el advenimiento de la modernidad y el capitalismo, las
bellas artes se estaban corrompiendo. Habían perdido el “aura”, frente a los
procesos de manufacturación masiva. El mundo se convirtió en un gran McDonalds,
o peor aún, un gran Dinseyworld, con productos manufacturados sin inspiración
ni creatividad, haciéndose pasar por arte. Quejas similares adelantaron después
los gurús marxistas de la Escuela Frankfurt.
Esta preocupación de la izquierda siempre
me ha parecido un poco extraña. Marx, por ejemplo, denunciaba el fetichismo en
el capitalismo: las relaciones de producción fetichizan la mercancía, y según
él, eso oculta los verdaderos procesos de producción que yacen tras ella. Pero,
¿no es acaso el lamento de Benjamin también una forma de fetichismo? Postular
que las obras de arte tienen un “aura” que se pierde cuando son comercializadas
en masa, es algo muy parecido a lo que los primitivos hacen cuando fetichizan
una reliquia. Con su noción de “aura”, Benjamin era un promotor del pensamiento
mágico.
Benjamin y los gurús de la Escuela
de Frankfurt, además, tenían un tufo elitista. Esto es aún más extraño entre
marxistas, una ideología que supuestamente busca la liberación de las masas.
Benjamin y sus seguidores sentían rechazo por la cultura de masas; ellos
querían mantener las bellas artes en los museos, y lamentaban los medios de
reproducción masiva que, precisamente, permiten que las grandes obras de arte
lleguen al pueblo llano.
Yo más bien favorezco las ideas del
economista Tyler Cowen al respecto. Según él, la comercialización del arte,
lejos de propiciar su corrupción, contribuye a la creatividad y la
revitalización de la producción artística. La comercialización del arte expande
su alcance. Los souvenirs que se venden en el Louvre son un magnífico recurso
para que el aldeano senegalés que aún no tiene posibilidad de viajar a París,
alcance a ver la Mona Lisa, y se
inspire en ella para hacer su propia obra de arte.
Además, el arte necesita una clase
ociosa que perfeccione sus técnicas. ¿Cómo financiarla, si no es a través de la
comercialización de la obra? Se ha propuesto la alternativa del financiamiento
estatal, y no cabe duda de que, en casos como el subsidio soviético de las
artes, hubo bastante éxito. Pero, a la larga, esta solución no es sustentable.
El Estado nunca va a generar la riqueza que genera el mercado para poder
sustentar consistentemente el arte. Y, así, el esplendor artístico soviético
duró algunas décadas, pero aquello eventualmente se convirtió en algo inviable.
Hay preocupación de que la
comercialización del arte corrompe la producción, pues el gusto se vulgariza
para ajustarse a la demanda poco refinada del mercado: los artistas bailan al
son que le tocan los mecenas, y si ese mecenas es la sociedad comercial de
masas, la calidad artística se pierde. Quizás sea así, pero yo no veo que la
alternativa de financiamiento estatal sea una mejora: ¿acaso los artistas del “realismo
socialista” eran verdaderamente libres en su expresión? ¿No bailaban estos
artistas también al son del burócrata, cuyo sentido estético podía ser
igualmente deplorable?
En todo caso, Cowen señala un punto adicional
a favor del mercado en la revitalización del arte: al llegar a más gente a
través de la comercialización, el artista tiene más presión de satisfacer
gustos más variados. Eso incentiva aún más su creatividad. El diseñador que
toma la Mona Lisa y la incorpora en
un souvenir, dirige esa mercancía a Senegal, Singapur y Uruguay, y debe ingeniárselas
para que le resulte atractiva a esos consumidores. No es difícil ver cómo ese
estudio de mercado, conduce a usar la Mona
Lisa creativamente. La comercialización, lejos de ser una catástrofe para
el arte, puede resultar una interesante oportunidad.
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