lunes, 31 de agosto de 2015

¿Cagan los bachaqueros en las colas?: A propósito de Norbert Elias

            He escuchado varios testimonios de gente que alega haber visto a los bachaqueros defecar en las colas para los productos básicos. Me dicen también que en los hospitales públicos, los indígenas (principalmente los wayúu) hacen sus necesidades en los pasillos (aun cuando hay baños disponibles), y el estiércol queda expuesto hasta que algún funcionario encargado de la limpieza tenga la voluntad de hacer algo al respecto.
            Yo nunca he visto estas cosas. Sí he visto que, cuando los bachaqueros se van de los supermercados, queda mucha suciedad (nunca he visto un mojón humano), pero esto es normal en lugares con mucha concentración de personas. Quizás los testimonios sobre indígenas defecando en pasillos sean falsos o meras anécdotas de hechos muy esporádicos, que buscan degradarlos. Pero, por otra parte, si tenemos en consideración la historia de la higiene en la humanidad, no sería tan sorprendente enterarnos de que, en realidad, estas cosas sí son comunes.

            Durante la mayor parte de su existencia, la especie humana ha sido bastante asquerosa. Tal como lo documenta Norbert Elias en un libro clásico sobre el tema (El proceso civilizatorio), las grandes reformas higiénicas empezaron sólo a finales de la Edad Media en Europa, y de ahí, se han difundido al resto del mundo. Elias documenta cómo en la sociedad cortesana aparecieron muchos de los modales que hoy guían nuestra conducta: no eructar en la mesa mientras se come, no soplarse la nariz y dejar los mocos en el mantel, no sacar un cuchillo a quitarse restos de comida, no defecar en las escaleras del castillo. Estos códigos se formularon entre las elites feudales, y con el paso de los siglos, fueron asimilados por el populacho.
            En nuestra época de sensibilidades poscoloniales, es políticamente incorrecto decir que hay pueblos más limpios que otros. Si bien, por motivos evolucionistas, tenemos algunas adaptaciones mentales que nos hacen alejarnos de las bacterias, hay un importante añadido cultural. Elias demuestra muy competentemente que la obsesión con la higiene fue un valor originario de la aristocracia europea, y que por regla general, las reformas sanitarias han sido impuestas desde arriba. Aquellos pueblos que han estado más apartados de la civilización aristocrática occidental, suelen ser los menos aseados.
            En América Latina, tenemos el estereotipo del inmigrante español (y en menor medida, también el francés y el árabe) apestoso cuyo sobaco hiede. Ciertamente, la inmigración española a América en el siglo XX constó de campesinos iletrados, muy ajenos a la aristocracia que promovió los códigos de la sociedad cortesana. Pero, me temo que esos inmigrantes, por regla general, son más aseados que los indígenas que están aún más removidos de la civilización occidental aristocrática. Si es verdad que los indígenas defecan en los pasillos de hospitales y edificios públicos (e, insisto, no tengo evidencia contundente de que esto sea una costumbre habitual), ha de ser porque no están lo suficientemente civilizados. Cagar a la vista de todo el mundo es algo más propio del Paleolítico que de la vida en una ciudad moderna.
            Los indigenistas se resienten cuando se dice que los pueblos indígenas son más salvajes, es decir, menos civilizados. Estos indigenistas dicen que en la América precolombina hubo grandes civilizaciones, y que los pueblos indígenas son tan civilizados como los europeos. Lamentablemente, la evidencia dicta algo muy distinto. Cuando llegó Colón, sí, en este continente había grandes ciudades. Pero, las condiciones sanitarias de esas ciudades eran pésimas (especialmente Tenochtitlán, con su hediondez derivada de los cuerpos humanos ofrecidos en sacrificios y consumidos como alimento). Es cierto que, en el siglo XVI, las ciudades europeas eran aún un asco, pero había ya en Europa los códigos de higiene de la sociedad cortesana, los cuales sentaron las bases para que, en los siglos siguientes, se idearan óptimos sistemas de letrinas y cañerías.
            Algunos otros indigenistas admiten que los nativos son menos civilizados, pero asumen, a la manera de Rousseau, que esto es algo bueno. La civilización es origen de muchos males, y así, debemos aprender de aquellos que viven más cerca de la naturaleza. En el siglo XX, intelectuales como Freud y Marcuse quisieron también darle un giro psicológico a este lamento por la vida en civilización: continuamente se reprimen nuestros instintos naturales, y esto nos condena a vivir en malestar.
            Elias admite que el proceso civilizatorio es represivo, pero en balance, es más ventajoso que desventajoso. Contener las ganas de cagar en un pasillo, es una forma de represión. Pero, ¡gracias a Dios que esa represión existe! Si de verdad viviéramos más próximos de la naturaleza, como pretenden Rousseau y los primitivistas, seríamos todos unos apestosos. La naturaleza no es solamente ríos y bosques con olor a jazmín. Es también culos irritados por la mierda mal lavada, y narices llenas de mocos. Uno de los pueblos menos civilizados del mundo, los yanomamis, son notorios por su hediondez, tal como lo ha documentado Napoleon Chagnon en sus estudios etnográficos de esta tribu.

            Así pues, quizás sea simple difamación que los bachaqueros cagan en las colas y los indígenas hacen lo propio a la luz de todos en sitios públicos. Pero, no debemos ignorar que el desarrollo de la higiene tiene unas especificidades culturales. Los indígenas proceden de una cultura que no ha estado lo suficientemente expuesta al proceso civilizatorio delineado por Elias. Y, los bachaqueros, si bien muchos no son indígenas, proceden de estratos sociales en los cuales, dentro de la misma civilización occidental, están alejados de las reformas higiénicas que, vale insistir, tuvieron un origen aristocrático.

sábado, 29 de agosto de 2015

Las creencias infantiles de los wayúu

            Los wayúu de Venezuela y Colombia, una etnia con la cual convivo a diario, son conocidos en el mundo de la antropología, debido a la prominencia que los sueños tienen en su cultura. El antropólogo que ha estudiado este asunto más de cerca, Michel Perrin, documenta extensamente la gran relevancia que los wayúu dan a sus sueños. Sirven como medio de comunicación con los espíritus, como premoniciones que informan sobre eventos futuros, como advertencia sobre posibles enemigos.
            Esto puede incluso generar mucha paranoia entre los wayúu. Una persona puede ser muy amigable en la vida real, pero si esa persona aparece en un sueño como alguien hostil, hay alta probabilidad de que los lazos de amistad con esa persona se rompan. Incluso, he sabido de casos en los que una persona wayúu puede acusar de fechorías a otra, por el mero hecho de que ha aparecido en los sueños haciendo cosas malas.

            La ciencia, por supuesto, no acepta nada de esto. Los científicos no tienen aún enteramente claro cómo y por qué soñamos, pero al menos sí están seguros de que los sueños no son ni premoniciones ni comunicaciones con los espíritus. Freud formuló la hipótesis según la cual los sueños son manifestaciones de nuestro inconsciente reprimido, pero tampoco la ciencia ve esta hipótesis favorablemente. Lo más probable es que los sueños procedan sencillamente de descargas eléctricas en nuestro cerebro, durante la fase del movimiento rápido de los ojos mientras dormimos; así, los sueños no tienen mucho significado.
Occidente por mucho tiempo tuvo también creencias parecidas a la de los wayúu, y entre alguna gente del mundo moderno, persisten hasta el día de hoy. En la Biblia varios personajes se comunican con Dios a través de sueños, alguna gente asume que soñar con números pueden ser premoniciones para jugar la lotería, etc. Pero, afortunadamente, la racionalidad en nuestra civilización ha crecido exponencialmente en los últimos tres siglos, y hoy, entre gente moderna, los sueños no son gran cosa. Es un avance del cual debemos estar orgullosos.
Lamentablemente, el relativismo cultural se ha impuesto como paradigma dominante entre antropólogos, y esto se ha extendido al resto del mundo académico, e incluso, en el ámbito político. Así, a la hora de describir creencias oníricas como la de los wayúu, los antropólogos son reticentes a describirlas como irracionales. Esas creencias son “distintas”, pero no son menos meritorias que las creencias occidentales modernas sobre los sueños. O, si no, también los relativistas suelen decir que esas creencias pueden resultarnos irracionales, pero que, en tanto son muy coherentes con el universo simbólico wayúu, tienen mucho sentido, y de esa manera, son perfectamente racionales. Michel Perrin, por ejemplo, si bien ha hecho una estimable labor de recolección de datos, continuamente incurre en este vicio de querer presentar como racional, creencias que son abiertamente irracionales.
Creer que los sueños se confunden con la realidad, no es ningún ejemplo de racionalidad. En la primera mitad del siglo XX, el antropólogo Lucien Levy-Bruhl había documentado estas creencias en muchos pueblos del mundo, y correctamente las atribuyó a una mentalidad carente de lógica, él la llamó “pre-lógica”. Levy-Bruhl no estaba dispuesto a asumir que la mentalidad pre-lógica es inferior a la lógica, pero es sensato admitir que sí lo es.
Jean Piaget también procuró estudiar la confusión de la realidad con los sueños, no en distintas culturas, sino en niños. Y, descubrió que, en efecto, una característica de la fase de desarrollo que él llamó “pre-operacional” (de 4 a 7 años de edad), es el entendimiento “realista conceptual” de los sueños; a saber, que los sueños se entremezclan con la realidad.
Piaget dejó muy claro que el pensamiento pre-operacional es menos avanzado y más irracional que el pensamiento de fases más maduras en el desarrollo cognitivo de un individuo. En función de esto, no tenemos ninguna dificultad en asumir que el pensamiento de los adultos es más racional, más maduro y más preferible que el de los niños. Pero, extrañamente, cuando se trata de otra cultura, como los wayúu, tenemos una enorme timidez a la hora de calificar a su pensamiento como más inmaduro y menos racional. O, en todo caso, si admitimos que es menos racional, no estamos dispuestos a decir que es una mentalidad inferior, sino sencillamente “distinta”.
Esto es lamentable. Debemos perder el temor de llamar a las cosas por su nombre. Creencias oníricas como la de los wayúu merecen el calificativo de “infantiles”, y deben ser tratadas como tal. No merecen ningún respeto especial, del mismo modo en que no merece respeto la creencia infantil de que el hada madrina protegerá al niño de malos sueños. Algunos antropólogos seguidores de Piaget (como C.R. Hallpike), han documentado cómo, en muchísimas culturas no occidentalizadas, las formas de pensamiento son bastante a afines al modo de pensar de los niños en las sociedades modernas. En las culturas primitivas persisten los rasgos típicos de la mentalidad “pre-operacional” que describió Piaget.
Si un objetivo de la educación es precisamente hacer madurar a los niños de forma tal que óptimamente superen la fase pre-operacional de su pensamiento, ¿por qué no hemos de hacer lo mismo con culturas como los wayúu? Mucha gente asume que tratar de educar a un wayúu haciéndole ver que los sueños no tienen ningún significado especial, es una forma de colonialismo. La educación intercultural, se nos dice, debe contemplar las particularidades culturales de cada pueblo, y en tanto la interpretación de los sueños es un aspecto tan central en la vida cultural de los wayúu, la educación no debe sabotear esta creencia tan importante.

Lamentablemente, estos promotores de la educación intercultural, no hacen más que perpetuar las creencias infantiles en pueblos primitivos. Por alguna misteriosa razón, en nuestros sistemas educativos estamos dispuestos a hacer madurar a los niños, pero no estamos tan dispuestos a hacer madurar a los pueblos primitivos. Sospecho que esa misteriosa razón es en realidad la culpa colonialista, que muchas veces es llevada a extremos lamentables como éste.

viernes, 28 de agosto de 2015

¿Recapitula la ontogenia a la filogenia?

            En un célebre ensayo, Immanuel Kant decía que la Ilustración es la salida de la humanidad de su infancia. Hoy, esto es anatema. Las palabras de Kant han sido repudiadas por su asociación con el colonialismo. Bajo la premisa de que los pueblos que aún no habían conocido la Ilustración eran infantiles, los grandes poderes coloniales europeos trataron de justificar sus regímenes coloniales en África y Asia. Bajo la doctrina de la misión civilizadora y la carga del hombre blanco, se postulaba que las potencias europeas estaban en el deber de colonizar a los no occidentales, pues estos pueblos, en tanto eran como niños, aún no estaban preparados para el autogobierno. La administración colonial serviría como tutela mientras esos pueblos adquirían su madurez.

            El colonialismo cometió todo tipo de crímenes, ¿quién puede negarlo? Pero, cometeríamos un error al asumir inmediatamente que, los hechos a los cuales apela el criminal para hacer sus fechorías, son falsos. No hubo justificación para que los poderes europeos colonizaran África y Asia, pero no debemos apresurarnos en rechazar la idea de que los pueblos no occidentales son más infantiles que nosotros.
            El psicólogo que más procuró estudiar las diferencias cognitivas y conductuales entre niños y adultos fue Jean Piaget. Piaget postulaba que, antes de los siete años, los niños pasan por una fase que él llamó “pre-operacional”. En esta fase de desarrollo, los niños aún no piensan lógicamente. Creen, por ejemplo, que cuando se pasa de un vaso corto a un vaso largo, no se conserva la misma cantidad de agua. O, también creen que los objetos tienen vida propia, que las otras personas ven el mundo desde su  misma perspectiva.
            Piaget dejó abierta la pregunta: ¿atraviesa la humanidad como conjunto las mismas fases de desarrollo cognitivo por las cuales atraviesan los individuos? En otras palabras, ¿los pueblos menos civilizados piensan y actúan como niños? El biólogo Ernest Haeckel había asumido que, en el desarrollo embrionario de un ser humano, las fases más tempranas exhiben rasgos afines a nuestros ancestros más remotos en la evolución; en términos de su teoría, la “ontogenia recapitula la filogenia”. Hoy sabemos que esto es falso. Y, por analogía, mucha gente asume que esto debe ser también falso al comparar el desarrollo individual de las personas con el desarrollo de las civilizaciones. Según esta corriente, los pueblos no occidentales no son primitivos, no son más infantiles.
            Lamentablemente, no es claro que esto sea cierto. Hay indicios de que, en términos psicológicos, la ontogenia recapitula la filogenia. Los pueblos no occidentales sí tienen indicios de ser más infantiles.
Antes de Piaget, el antropólogo Levy-Bruhl había abordado esta cuestión, y había postulado que los nativos no piensan lógicamente como nosotros. Pero, fueron los seguidores de Piaget quienes más dedicaron atención al asunto. Vygotsky postuló que sin suficiente educación formal al estilo moderno, un ser humano no podría desarrollar sus capacidades cognitivas. Luria, por ejemplo, descubrió que los campesinos uzbekos son incapaces de completar silogismos elementales. C.R. Hallpike descubrió que los nativos tauade en Nueva Guinea son incapaces de calcular el área de un rectángulo, o de asumir que los objetos conservan su volumen si cambian de forma.
Frente a todo esto, antropólogos como Claude Levi-Strauss, y todo el estructuralismo, han protestado, y han dicho que todos los seres humanos pensamos básicamente de la misma manera, y todos somos racionales en el mismo grado. Naturalmente, aquellos con hipersensibilidad poscolonial, prefieren las posturas políticamente correctas de Levi-Strauss. Bajo el esquema de Levi-Strauss, no hay pueblos superiores a otros, no hay sociedades más adultas y sociedades más infantiles.
Los estudios de Levi-Strauss son interesantes, pero me temo que son insuficientes. En algunas cosas, sí, los no occidentales piensan tan racionalmente como nosotros. Los nativos son capaces de hacer cosas muy complejas con sus sistemas de parentesco o de clasificación totémica (ejemplos favoritos de Levi-Strauss). Pero, en muchas otras cosas no. Y, me temo que cuanto menos moderna es una sociedad, más afín es al modo de pensar de los niños.
Georg Osteirdiekoff ha escrito varios libros analizando esta cuestión, y compara las instituciones culturales premodernas con las conductas infantiles. Los niños son muy dados a creer que los muñecos pueden convertirse en monstruos que los acechan (¡he ahí el origen de Chucky!); las religiones más preponderantes en los pueblos más primitivos son las animistas. Los niños dan explicaciones teleológicas para todo (tal cosa sucedió con el propósito de que ocurriera otra cosa); algo muy parecido ocurre en las mitologías más arcaicas. Los niños tienen firmemente arraigada la creencia de que las malas acciones serán castigadas de forma espontánea (aquello que los especialistas llaman “justicia inmanente”); en los pueblos premodernos abundan las ordalías, así como las nociones religiosas de karma y el castigo divino en esta vida. Los niños no suelen tomar en cuenta las intenciones a la hora de juzgar las acciones; los sistemas jurídicos más arcaicos tampoco suelen ofrecer atenuantes cuando se trata de meros infortunios.

Así pues, si bien muchas de estas cosas ameritan debate, no deberíamos desechar la idea de que la ontogenia sí recapitula la filogenia, y como corolario, que quizás los colonialistas sí tenían razón cuando postulaban que los colonizados eran como niños.

Respuesta a Andrés Carmona: sobre Dios y los negocios

  Originalmente escribí un artículo (acá), en el cual defendía la idea de que la religión tiene un aspecto positivo, porque sirve para comercializar lo sagrado, y el comercio ha sido históricamente un propulsor de la paz. Andrés Carmona amablemente ha ofrecido una crítica en un artículo suyo (acá). Carmona hace algunos matices a mis ideas, con los cuales estoy de acuerdo; pero con otros no. En este artículo, me propongo responder a algunas de sus críticas.
            Carmona dice que no todo lo que favorece el comercio es bueno. Coloca como ejemplos la prostitución y la venta de órganos. Yo no creo que ninguna de esas dos prácticas sean intrínsecamente objetables. Siempre y cuando haya consenso en esas transacciones, no encuentro motivos para oponernos. En el caso de la venta de órganos, casos empíricos como el de Irán (es casi insólito que un país ultraconservador como ése, sea el líder en venta autorizadas de órganos, pero es así) parecieran revelar que la venta de órganos hace más eficiente su distribución a pacientes que realmente lo necesitan. Y, en el caso de la prostitución, me resulta bastante obvio que la legalización es una opción sensata, al punto que en fechas recientes Amnistía Internacional la está promoviendo.
            Carmona coloca ejemplos de transacciones forzadas, y dice que son objetables. En eso, por supuesto, le doy la razón, en virtud del principio del perjuicio de John Stuart Mill: si hay relaciones coercitivas, entonces sí se hace daño. Pero, ninguno de los ejemplos que originalmente coloqué en mi artículo, son transacciones forzadas. En esos ejemplos, ningún sacerdote ha puesto una pistola en la cabeza del feligrés para que le compre agua bendita.
            Carmona dice que una transacción es inmoral si el producto en venta es falso, y que en ese sentido, la comercialización de lo sagrado es objetable, pues muchas veces se venden productos que son a todas luces fraudulentos, como por ejemplo, las indulgencias. En eso, estoy de acuerdo. Pero, no toda la comercialización de lo sagrado vende mercancías falsas. Un muñeco de Cristo como superhéroe no pretende ser vendido como algo distinto a lo que realmente es. Con todo, esa compraventa de mercancías religiosas, resulta positiva.
Y, aun en el caso de ventas que sí parecen claramente fraudulentas, como las indulgencias, es todavía difícil asumir una actitud paternalista para impedir esas transacciones. Pues, a diferencia del consumidor de ron de culebra, pareciera que el feligrés acude a la venta teniendo muy claro lo que hace, y difícilmente una explicación racional sobre la inexistencia del purgatorio va a convencerlo de que tal lugar no existe.
            Carmona duda de que la venta de indulgencias realmente fuese un factor importante en el desarrollo económico de Europa. En sus propias palabras: “En aquella época, precapitalista, era harto difícil generar beneficios, pues la economía era de subsistencia y el poco excedente agrícola acababa requisado en forma de impuestos a la Iglesia o al señor feudal, sin dar oportunidad al comercio”. En mi artículo original, abrí espacio a la especulación, y no cuento con datos precisos sobre si la venta de indulgencias fue o no beneficiosa para la economía. Pero, yo no desecharía la opción de que, precisamente, el capitalismo empezó a surgir a finales de la Edad Media (la época de mayor esplendor de la venta de indulgencias); es decir, contrariamente a la opinión de Carmona, la venta de indulgencias no se desarrolló en una sociedad precapitalista, sino más bien en una sociedad tempranamente capitalista. Y, en función de eso, podríamos postular que, en vista de que ya la Iglesia no dependía tanto de la recaudación forzosa de impuestos, sino que acudía más bien a la compraventa voluntaria de indulgencias, eso abrió espacio para un mayor ambiente de libre empresa y aumento de la producción. Lo ingenioso de las indulgencias fue que la Iglesia, a diferencia del Estado con su cobro de impuestos, se valió de un medio mucho más persuasivo para recaudar, y ese medio no coercitivo para la recaudación es mucho más estimulante para la producción.
            Carmona también critica que las indulgencias pudieron haberse convertido en burbujas. Tiene razón. Pero, ¿dónde ha habido desarrollo económico, si no es con algún grado de riesgo especulativo financiero? Dice Carmona: “Supongamos que la basílica de San Pedro se quedara a medias si la venta de indulgencias decae (por las críticas protestantes, por ejemplo). Las mismas loas a la basílica y a las indulgencias por promover el comercio se convertirían ahora en lamentos por la ruina de todo aquel que hubiera invertido pensando en el negocio que iba a generar esa basílica a su alrededor”. Vale, pero supongo que lo mismo habría aplicado al Empire State, el Santiago Bernabéu, o cualquier otra magnífica obra arquitectónica que se construyó con capital privado. Carmona tiene razón en que la especulación financiera hizo añicos la economía en el 2008. Pero, me parece, la alternativa no es la eliminación de ventas de bonos, sino su regulación. Sí, la venta de indulgencias pudo haber creado una burbuja, pero lo prudente habría sido que Roma le colocase un control a su precio, y no propiamente que se detuviera la venta.
            Por último, Carmona sostiene que la religión no es promotora de la paz. Esto es un tema muy extenso, y sólo puedo ofrecer una respuesta muy sumaria. En sus orígenes, yo sí opino que la religión surgió como garante de la cohesión social y como contención de la violencia. Múltiples teóricos antropológicos de la religión suscriben esa idea: Emile Durkheim, René Girard, Radcliffe-Brown, Marcel Mauss, e incluso desde un punto de vista darwinista, David Sloan Wilson. Ahora bien, sí es cierto que, a medida que las religiones se fueron alejando de sus orígenes, se fueron convirtiendo en promotoras de la violencia. Esto es seguramente debido al hecho de que, como señala David Sloan Wilson, la religión pudo haber propiciado el altruismo como selección grupal de una tribu, pero al mismo tiempo esa cohesión tribal proyectó violencia hacia otra tribu.
            Carmona dice también que la religión obstaculiza el comercio, porque al imponer barreras entre fieles de una y otra religión, no hay la suficiente confianza para hacer transacciones. De nuevo, estoy de acuerdo. Pero, en mi artículo original ofrecí varios ejemplos de cómo la religión intensifica las relaciones comerciales entre co-religionarios. Y, en ese sentido, así como Carmona tiene razón en denunciar a la religión como obstáculo al comercio inter-religioso, debería reconocer su labor en la promoción del comercio intra-religioso.
            Carmona postula que, mucho más que la religión, la secularización ha sido la verdadera promotora del comercio. En esto, podría estar parcialmente de acuerdo (en el siguiente párrafo expresaré un matiz). Pero, mi argumento en el artículo original es que, en realidad, desde un inicio, las religiones no han sido tan protectoras de lo sagrado como tradicionalmente se asume. Las religiones saben asumir silenciosamente la secularización, comercializando sus símbolos (esto es algo que precisamente molesta a los feligreses más puristas, que ven con lamento la comercialización de lo sagrado). La noción de sagrado impone protección frente al comercio. Pero, mi punto es que, en muchas ocasiones, las religiones han hecho caso omiso a esa protección sagrada, y han cedido a la profanación de sus objetos a través de la comercialización. Eso, opino yo, es positivo.
Por otra parte, yo no estoy tan seguro de que la secularización sea tanto más eficiente que la religión en la promoción del comercio. Para poder comercializar productos, éstos aún deben mantener aquello que Marx llamó el “fetichismo de la mercancía”. Si despojamos a los zapatos del logo de Nike, me temo que ya no habrá tanto consumo y tanta producción, y el comercio se reduciría. La religión, mucho más que la secularización, ofrece el fetichismo que impregna a las mercancías para promover sus intercambios. Los zapatos de Nike son más afines a una reliquia de un santo que a un objeto desacralizado.

Así pues, Carmona dice: “Pero no es que la religión estimule así el mercado, sino que el mercado utiliza la religión porque hay consumidores que la demandan”. Yo respondo: el mercado utiliza a la religión, precisamente porque lo religioso cubre con un aura a las mercancías, y sin ese manto místico, quizás no habría tanta demanda para esos productos. En ese sentido, sí podemos afirmar que la religión estimula el mercado.

martes, 25 de agosto de 2015

Z, de Costa Gavras, retrata muy bien al chavismo

            Alguna gente me dice que mis gustos cinematográficos son demasiado sectarios en términos políticos. Me han recomendado ver Z, de Costa Gavras, a fin de que aprecie cine izquierdista de calidad, y me cure de mis sesgos derechistas.
            La he visto, y tienen razón. Z es una gran película, digna de ser considerada un clásico. Pero, me temo que esta película no es tan izquierdista como la presentan sus promotores. Sí, Costa Gavras es un progre, y sí, la película, filmada en plena Guerra Fría, presenta las sucias artimañas de una pseudodemocracia europea de derecha, obsesionada con la supuesta amenaza comunista.

            Pero, un venezolano de nuestros tiempos verá en Z un reflejo del gobierno chavista (al principio no se supo si Chávez era de izquierda o derecha, pero al final, se quitó la máscara y aceptó su afinidad al comunismo). Hoy, en América Latina, es la izquierda, y no la derecha, quien se comporta como los gorilas que se retratan en Z.
La película, un thriller político, narra la historia de un senador en un país europeo supuestamente democrático (nunca se nombra el país). Este senador es un pacifista, y se dispone a dar una conferencia en contra del armamento nuclear. El gobierno inventa toda clase de excusas para tratar de suspender la conferencia, pero los organizadores del evento persisten. La noche de la conferencia, grupos de choque fieles al régimen acosan al senador, mientras la policía observa complacientemente sin hacer nada. Unos hampones dan muerte al senador, pero de un modo bastante confuso.
            Se abre una investigación. A medida que progresa la investigación, se va descubriendo que los asesinos no eran unos hampones comunes, sino que se trató de un asesinato político encargado desde arriba. La policía hace todo lo posible por modificar la evidencia, a fin de que la muerte del senador parezca un accidente. El juez que encabeza la investigación recibe presiones de todo tipo para ceder ante la versión de la policía, pero al final, persiste en su integridad, y ordena la aprehensión de los conspiradores. No obstante, en la última escena de la película, se revela que tras el juicio formal que castiga levemente a los autores materiales, el ejército da un golpe de Estado para evitar la derrota electoral de la derecha ante el escándalo, el juez que encabezó la investigación es destituido, y los generales que idearon la conspiración son exonerados.
            Hay, por supuesto, elementos de la película que no sirven para describir al chavismo. Los generales son fascistas obsesionados con Dios y el rey, escandalizados por la música pop y el cabello largo de los hippies. Los chavistas más bien se enorgullecen con sus melenas poco higiénicas. Pero, visto con mayor detenimiento, en Z hay más semejanzas que diferencias entre los jerarcas chavistas y los gorilas fascistas retratados en la película.
            En Venezuela, cada vez que la oposición trata de hacer un evento político, como en Z, el gobierno inventa excusas supuestamente apolíticas (motivos de seguridad, etc.) para impedirlo. Asimismo, en Venezuela hay, como en Z, grupos de choque que hacen los trabajos sucios que el gobierno no quiere hacer con soldados uniformados. Son los Tupamaros y grupos afines. En un momento, Chávez se dio cuenta de que había creado un Frankenstein (pues llegaron a amenazar la estructura de gobierno del chavismo), y trató de limitar el poder de estos grupos. Pero, era ya demasiado tarde. Gente como Lina Ron ya no estaba dispuesta a ceder su espacio, y Chávez (y ahora Maduro), han tenido que ajustarlos como aliados.
            Cuando estos grupos actúan, la Guardia Nacional Bolivariana contempla complacientemente. Ocurrió así durante la época de la Guarimba a inicios de 2014. Grupos opositores protestaron (algunos violentamente, pero no más allá de obstaculizar carreteras, del mismo modo en que se hizo durante el Mayo francés de 1968, un movimiento mimado por la izquierda internacional), y la represión estuvo a cargo, no propiamente de los militares, sino a cargo de grupos de choque que actuaban con la protección de la Guardia. Hubo decenas de muertos, y salvo algunos casos de motorizados que murieron accidentalmente a causa de los obstáculos en la carretera (cuestión que no tiene justificación posible), la abrumadora mayoría de los muertos fueron ejecutados por la acción conjunta de los grupos de choque y la Guardia.
            En Z, un valiente juez aparece, y resiste las presiones de los militares. El juez persiste en su integridad, pero al final, pierde la batalla, porque los militares dan un golpe de Estado. No ha habido necesidad de tal cosa en Venezuela. Este país puede darse el lujo de mantenerse en la pseudo-democracia, porque no tiene ninguna amenaza interna; el poderío de los militares es indiscutible, y por ello, no necesitan dar ningún golpe. En Venezuela, no hay posibilidad de que un juez asuma una postura valiente y desafiante frente al poder ejecutivo. El gobierno se ha asegurado de preseleccionar jueces fieles a su causa, de forma tal que no causen los problemas que genera el juez que aparece en Z.

            En Z, Costa Gavras ha querido reflejar las marramuncias de las cuales de vale un gobierno con careta democrática, para aplastar a la disidencia. Esto no es realmente una cuestión de ideología. Derecha e izquierda lo hacen por igual. En el contexto de Costa Gavras, en la Guerra Fría, la URSS no pretendía ser una democracia, pero en cambio, los tiránicos gobiernos derechistas de América Latina y algunos en Europa sí eran expertos en emplear estos trucos sucios. Hoy, ya derrumbado el Muro de Berlín, América Latina ha dejado atrás su época de falsas democracias de derecha, y es más bien ahora la izquierda, con la excusa de resistir el imperialismo yanqui, la que hace las bajezas que Costa Gavras magistralmente retrata en Z. 

sábado, 22 de agosto de 2015

La disneyficación del chavismo

            Los anticapitalistas no solamente se quejan de la desigualdad en el actual sistema económico mundial. Se quejan también del modo en que se produce. Es decir, su crítica no es sólo económica, sino también cultural. Supuestamente, el capitalismo nos deshumaniza, con su mercantilización de la vida, su incentivo al excesivo consumo, su trivialización de la realidad, etc.
            En el chavismo, esta letanía se repite hasta la saciedad. Pero, incluso un análisis superficial de la cultura política chavista revela que, sobre todo en sus últimos años, Chávez intentó hacer de su movimiento una gran franquicia. Hacia el final de su vida, la popularidad de Chávez empezó a descender. El Comandante, siempre pragmático, supo ajustarse: dejó un poco de lado la integridad ideológica, y empezó a explorar técnicas de mercadotecnia política para recuperar su popularidad. Ya no convencería tanto a los votantes con discursos ideologizados, sino con canciones pegajosas; franelas, gorras, chapas y llaveros con la estampa de sus ojos; y demás trucos que la gente de Disney y McDonalds conoce muy bien. En otras palabras, Chávez se convirtió en una marca; comercializó su imagen, y un creciente sector de la población votó, no propiamente por sus ideas, sino por su appeal comercial.

            Después de su muerte, el chavismo sigue avanzando en el proceso de disneyficación; es decir, cada vez más se conforma como una franquicia. Un crítico cultural, Alan Bryman, escribió un influyente libro (The Disneyzation of society), en el cual adelanta la teoría según la cual, la sociedad capitalista cada vez más se parece a un parque temático de Disney. Me temo que el chavismo no es excepción. Bryman destaca cinco procesos básicos mediante los cuales opera Disney, y los cuales cada vez más rigen a la sociedad capitalista. El chavismo, conformándose como franquicia, participa de todos, aunque en unos más que otros.
            El primero es la tematización. Para vender bien mercancías, es necesario asumir un tema que sirva como plataforma de la venta. El tema de Starbucks es la vida bohemia y hipster, el de McDonalds es la familia, el de Apple es la pseudointelectualidad no conforme, el de Nike es la motivación al deporte, etc. Pero, Bryman señala que puede darse el caso de que una franquicia se construya sobre la base de un tema propio. Hasta cierto punto, Disney opera con un tema propio: sus películas sirven de eje temático para sus propios parques. Y, en la franquicia chavista, hay también una tematización reflexiva: la propia imagen de Chávez es el tema. El enorme carisma del Comandante permitió que él mismo se convirtiera en el tema, sin necesidad de buscar un referente externo. Su propia imagen es suficiente para convencer a los votantes.
            El segundo proceso es el consumo híbrido. Cuando se va a Disneyworld, no solamente se va a un parque temático. En ese mismo parque, hay hoteles, restaurantes, casinos, campos de golf; en fin, hay toda una experiencia integrada que estimula el consumo bajo un mismo tema. Esto es aún incipiente en la franquicia chavista, pero aún así encontramos sus gérmenes. Cuando se hace un trámite en el SENIAT, se tiene la sensación de que esa experiencia forma parte del mismo club que cuando se va a Corpozulia, al Consejo Nacional Electoral, a los aeropuertos, etc. Cada vez que un ciudadano común hace un trámite en alguna de esas instituciones, el gobierno aprovecha para promoverse con mensajes políticos. Así, del mismo modo en que, para Disney, es provechoso que un cliente vaya a un parque temático, pues al mismo tiempo consume en el restaurant, para la franquicia chavista es provechoso que un ciudadano vaya a solicitar un teléfono en Movilnet, pues ahí, se convertirá también en consumidor de la marca Chávez.
            El tercer proceso es el merchandising. Desde hace muchos años, cada vez que Disney promociona una película, vende una enorme cantidad de mercancías alusivas a la película. Este modelo ha sido seguido por muchas otras franquicias. He quedado atónito, por ejemplo, al entrar en la tienda del Santiago Bernabéu: ahí, se pueden comprar desde camisetas hasta licuadoras, todas con el logo del Real Madrid. La franquicia chavista también ha desarrollado intensamente este proceso: gorras, muñecos, banderas, franelas, teléfonos, bolsos, calcomanías de carros, etc., son artículos de los cuales se vale el chavismo para promocionar su imagen.
            El cuarto proceso es aquello que Bryman el “trabajo performativo”. En Disneyworld, todos los trabajadores tienen que sonreír. Todos los operarios son hasta cierto punto actores, que deben transmitir felicidad al consumidor. Así empieza a ocurrir con muchas otras franquicias las cuales, partiendo de la gran mentira según la cual “el cliente siempre tiene la razón”, deben sonreír y ponerle emoción a su trabajo, aún si están tremendamente frustrados.
            El grupo musical Dame pa’ matarla (participantes muy activos en la mercadotecnia de la franquicia chavista), en una de sus canciones se burlan de este aspecto de la sociedad capitalista. Pero, me temo que el chavismo tampoco escapa a esto. Ciertamente no hay en la franquicia chavista gerentes que, a la manera de los opresivos managers de McDonalds, obsesivamente exijan a sus empleados que sonrían. Pero, sí hay un énfasis en la franquicia chavista en que los empleados públicos transmitan el mensaje de que están muy contentos con la situación del país. Una promoción publicitaria de la franquicia chavista eran las aventuras de Cheverito, un personaje que con mucho optimismo y alegría recorría Venezuela haciendo turismo. El propio nombre del personaje (Cheverito viene de “chévere”, una expresión de optimismo en Venezuela) revela la intención de la franquicia en tratar de transmitir el mensaje al consumidor político que, en este país, todo funciona de maravilla.
            Por último, Bryman destaca el control y la vigilancia. Disneyworld es infame por tener cámaras por doquier vigilando a sus empleados. Hay también un control (muchas veces implícito) de los consumidores: los parques están diseñados de forma tal que los consumidores sigan una ruta preestablecida, hay códigos de vestimenta para los visitantes del parque, etc. Demás está decir que el control y la vigilancia es una especialidad del chavismo. El gobierno interviene llamadas telefónicas sin ninguna autorización, se vale de trucos para violar el secreto del voto (a través del infame “voto asistido”), uniformiza la vestimenta de sus empleados públicos con los colores de la franquicia, etc. En un supremo acto de ironía, una de las imágenes favoritas de la franquicia chavista en su mercadeo, es la de los ojos de Chávez: Big Brother is watching you.
            A mi juicio, el análisis de Bryman sobre la disneyficacion de la sociedad es agudo, pero incompleto e injusto. Pues, estos procesos no son tan perversos o tan lamentables como Bryman los presenta. En otro lugar he analizado cómo la macdonalización (un proceso similar a la disneyficación, pero no exactamente igual) del mundo, por ejemplo, puede ser muy provechosa. Y, en ese sentido, yo no me apresuro en reprochar a los chavistas por querer asemejar su programa político a una franquicia. Pero, sí los reprocho por su brutal hipocresía: continuamente rezan la letanía anticapitalista, pero en realidad, cada vez más participan de los procesos culturales capitalistas.

  

¿Por qué cuesta tanto erradicar el nepotismo?

            El nepotismo es uno de los vicios más difíciles de erradicar en las sociedades modernas. En el siglo XIX, el jurista e historiador Henry Sumner Maine postuló que la moderación del nepotismo es uno de los principales criterios por los cuales podemos medir la modernidad y el avance civilizatorio de una sociedad. A juicio de Maine, una sociedad es verdaderamente moderna cuando es capaz de asignar posiciones, no sobre la base del parentesco que se tenga con otros, sino sobre la base del contrato.
La meritocracia aparece cuando los vínculos de sangre se debilitan. Las relaciones sociales se burocratizan, y cada persona es juzgada por sus capacidades, y no por su sangre. A medida que el parentesco pierde prominencia, los jefes confían labores administrativas, no a sus primos, sino a quien esté mejor capacitado para realizarlas.

En la historia de la modernización, esto ha sido un vaivén. De vez en cuando aparecen reformadores que promueven un debilitamiento del parentesco, y favorecen una nueva forma de organización social con menos arraigo en los lazos de sangre. Si bien es indiscutible que ha habido progreso en este ámbito, estas reformas suelen ser muy lentas, pues inevitablemente, muchas veces en la siguiente generación, se genera un regreso a la forma más primitiva de organización basada en el parentesco.
Consideremos, por ejemplo, la historia del cristianismo. No podemos decir que Jesús fue propiamente un reformador moderno (hacer exorcismos y anunciar el inminente apocalipsis no pueden calificar como acciones modernas). Pero, en la prédica de Jesús, hay un aspecto bastante moderno: en el Reino de Dios, no serán tan importantes los lazos de sangre. De hecho, esta prédica debió haberle generado bastantes problemas con sus propios familiares, al punto de que éstos llegaron a pensar que estaba loco. Las relaciones de Jesús no debieron ser muy armoniosas, al punto de que cuando algunos de sus seguidores le comunican que sus parientes lo están buscando, Jesús les hizo un tremendo desprecio, diciendo que quienes estaban sentados alrededor de él, ésos eran sus verdaderos hermanos (Marcos 3:33).
Habría cabido esperar que, cuando Jesús murió, su secta judía mantuviese su organización bajo los principios organizativos que el propio Jesús favoreció. En el evangelio de Mateo hay una extraña escena en la cual, aparentemente, Jesús designa como su sucesor a Pedro, uno de sus discípulos con los cuales no tiene ningún vínculo de parentesco. Muchos historiadores dudan de que esta escena sea realmente histórica. Pero, aun si lo fuera, lo cierto es que Pedro no fue el verdadero sucesor de Jesús en el liderazgo de la secta, sino Santiago. ¿Quién era ese tal Santiago? Muy probablemente, este personaje no formaba parte del grupo de los doce discípulos (aunque sobre esto hay aún alguna disputa), pero era ¡el hermano del Señor! En otras palabras: aun si aparentemente la relación de Jesús con sus hermanos era tortuosa, al final terminó imponiéndose la sangre, incluso en oposición al mensaje original del propio Jesús.
¿Por qué nos cuesta tanto dejar de lado el nepotismo? ¿Por qué la sangre es más espesa que el agua? Hay firmes razones para sospechar que el nepotismo está en nuestros genes, y eso en parte hace que sea tan difícil renunciar a él.
El biólogo William Hamilton hizo fama al resolver un viejo enigma de la teoría darwinista: ¿por qué, en la lucha por la supervivencia, un individuo es altruista hacia otro? ¿Qué ventaja adaptativa puede tener el altruismo? Hamilton postuló que el altruismo es ventajoso, sólo en la medida en que está dirigido hacia parientes con cercanía genética. El individuo altruista limita sus posibilidades de sobrevivir y pasar sus genes, pero a la vez, al ser altruista con sus parientes, colabora para que aquellos parientes con quienes comparte una alta proporción de genes, sobrevivan y tenga prole. Ese altruismo hacia los parientes es básicamente el nepotismo. Así, contrariamente a lo que aparece a simple vista, el altruismo es un modo eficaz que el individuo altruista tiene para pasar sus genes, incluido el propio gen que codifica el nepotismo.

            Con todo, no somos presos absolutos de los genes. La cultura tiene la capacidad de modificar nuestras reacciones instintivas (aunque, no del todo; si bien el collar que nos ata a los genes es largo, nunca nos liberaremos por completo de él). Y, así, cuanto más tribal sea una sociedad, y cuanto más cercana sea a nuestros orígenes como especie, más actuará en concordancia con nuestros instintos biológicos. Como bien postulaba Maine, nuestra civilización ha avanzado bastante, y hoy, nos guía mucho más el principio del contrato que el principio del estatus (muchas veces basado en el parentesco). Pero, sigue siendo una tarea ardua resistir a la tentación de privilegiar a nuestros parientes, precisamente porque esta tentación está profundamente arraigada en nuestra biología.

viernes, 21 de agosto de 2015

Un izquierdista no relativista: Luria en Uzbekistán

            Para la mayor parte de la izquierda, es anatema postular que hay pueblos más racionales o lógicos que otros. La izquierda suele favorecer más bien la postura de Claude Levi-Strauss, según la cual, la especie humana tiene una unidad psíquica, y todos los pueblos del mundo operan bajo las mismas formas de pensamiento. A juicio de Levi-Strauss, todas las sociedad son capaces de pensar racionalmente, y todas colocan en operativa las leyes de la lógica. Las sociedades modernas occidentales han formalizado la lógica en principios abstractos. Las sociedades primitivas no han hecho una abstracción de la lógica, postula Levi-Strauss, pero si se estudian sus sistemas de mitología o parentesco, podrá observarse la misma capacidad lógica para la clasificación, la combinatoria racional, etc.

Toda sociedad, opina Levi-Strauss, tiene su racionalidad interna. Y, en ese sentido, todos los seres humanos son capaces por igual de pensar lógicamente. En este aspecto, las teorías de Levi-Strauss están impregnadas de relativismo: según él, es menester evaluar la racionalidad de cada cultura en su propio contexto. Y, así, supuestamente, comprenderemos que no hay una única racionalidad, sino múltiples racionalidades, y que en función de eso, todos los pueblos del mundo son racionales en el mismo grado.
            El estructuralismo (la teoría que defiende Levi-Strauss) es música para los oídos izquierdistas. Pues, promulgar que no hay sociedades más racionales que otras les viene muy bien a la hora de someter a crítica las pretensiones se superioridad cultural de Occidente. El colonialismo pretendió justificarse, en parte, con la excusa de que los pueblos nativos están en una fase inferior de desarrollo, y que era necesario civilizarlos. La izquierda encabezó los procesos de descolonización, y ahora, pretende desmontar la vieja ideología colonialista que postula que hay pueblos más avanzados que otros.
            El colonialismo, no cabe duda, hizo mucho daño. Y, la idea colonialista de que hay pueblos más avanzados que otros muchas veces fue abusada. Pero, a mí siempre me ha resultado extraña la idea, inspirada en Levi-Strauss, de que el sistema de taxonomía binomial de Linneo no es más racional que la clasificación de animales hecha en el Levítico, o que un ingeniero informático no piensa más racionalmente que un chamán indígena. Me parece contrario al sentido común postular que no hay pueblos más lógicos y racionales que otros.
            Afortunadamente, no toda la izquierda ha sucumbido a este relativismo. La psicología soviética procuró comparar los grados de racionalidad de distintas sociedades, y descubrió que sí hay pueblos más lógicos que otros. En unos célebres estudios, el psicólogo Alexander Luria visitó  aldeas campesinas de Uzbekistán (por aquella época, parte de la URSS). Hacían a los aldeanos preguntas muy sencillas de razonamiento. Las respuestas de los campesinos revelan que estos pueblos no tienen la misma capacidad de razonamiento lógico que sí tenemos nosotros los modernos.
            Por ejemplo, Luria les decía: en el norte, donde siempre hay nieve, todos los osos son blancos; Zembla está en el norte, y ahí hay nieve. Les preguntaba: ¿de qué color son los osos de Zembla? Éste es el tipo de preguntas que Sócrates habría hecho, y mediante ellas, supuestamente, los pupilos llegarían a conclusiones lógicas a través de su razonamiento. Platón creía que cualquier humano (sin importar su educación previa) tiene la posibilidad de hacer esto, y así, en el Menón, se retrata a un esclavo analfabeta que, respondiendo las preguntas de Sócrates, saca a relucir su racionalidad.
            Pero, no. No fue esto lo que encontró Luria en Uzbekistán. Los campesinos eran incapaces de completar el silogismo. Frente a la pregunta sobre el color de los osos de Zembla, respondían: no sabemos, nunca hemos ido a Zembla, sólo hemos visto osos negros en nuestras vidas. Es decir, no tenían la capacidad de completar el más elemental de todos los silogismos. ¿Es esto un óptimo uso de la lógica? ¿Tiene esa respuesta una racionalidad interna (como habría dicho Levi Strauss)? ¿Piensan los campesinos uzbekos de forma tan analítica y racional como los ingenieros rusos? No, no y no.
            Buena parte de los colonialistas de finales del siglo XIX opinaban que los pueblos colonizados eran menos racionales, sencillamente porque tenían un cerebro distinto, en virtud de que se trataba de otras razas que eran biológicamente inferiores. Luria (junto a Vigotsky, su compañero intelectual) no compartía esta opinión. Él no dudaba de que los campesinos uzbekos fueran menos racionales (¿cómo dudarlo con semejantes respuestas?). Pero, el origen de ese diferencial de racionalidad entre sociedades modernas y sociedades primitivas no estaba en la biología, sino en la ausencia de educación. Un pueblo que no ha estado expuesto sistemáticamente a la educación moderna, no podrá desarrollar las facultades cognitivas avanzadas, como sí lo hacemos los modernos.
            Luria incluso defendía sus teorías en un marco marxista. Los uzbekos son menos racionales, porque buena parte de su historia la han pasado en el feudalismo, y la revolución tardó en llegar a ese país. Luria pensaba que, con la incorporación del socialismo soviético, eventualmente toda la sociedad uzbeka podría desarrollar el pensamiento lógico.

Esta forma de pensar de Luria es típica de la ideología soviética: la revolución es la salvación para los pueblos del mundo. Yo encuentro muy objetable el tipo de revolución que defendieron los soviéticos. Pero, sí encuentro algo muy meritorio en las teorías de Luria y Vigotsky: no sucumbieron al relativismo poscolonial que hoy excita a la izquierda. Estos psicólogos supieron apreciar que no hay “varias racionalidades” (como habría dicho Levi-Strauss y los estructuralistas), sino que hay una sola racionalidad, y que a partir de esa única racionalidad, podemos jerarquizar pueblos más racionales que otros.          

jueves, 20 de agosto de 2015

¿Es el arte corrompido por el comercio?

            En una conversación que recientemente tuve con mi padre, él se quejaba de que, en su visita museos como el Louvre o el Prado, él veía a más gente en la tienda del museo comprando llaveritos con la imagen de la Mona Lisa, que en las propias galerías contemplando los cuadros originales.
            Esto es una vieja queja manifestada por la izquierda. Fue Walter Benjamin quien con más ahínco la expuso. Benjamin se quejaba de que, con el advenimiento de la modernidad y el capitalismo, las bellas artes se estaban corrompiendo. Habían perdido el “aura”, frente a los procesos de manufacturación masiva. El mundo se convirtió en un gran McDonalds, o peor aún, un gran Dinseyworld, con productos manufacturados sin inspiración ni creatividad, haciéndose pasar por arte. Quejas similares adelantaron después los gurús marxistas de la Escuela Frankfurt.

            Esta preocupación de la izquierda siempre me ha parecido un poco extraña. Marx, por ejemplo, denunciaba el fetichismo en el capitalismo: las relaciones de producción fetichizan la mercancía, y según él, eso oculta los verdaderos procesos de producción que yacen tras ella. Pero, ¿no es acaso el lamento de Benjamin también una forma de fetichismo? Postular que las obras de arte tienen un “aura” que se pierde cuando son comercializadas en masa, es algo muy parecido a lo que los primitivos hacen cuando fetichizan una reliquia. Con su noción de “aura”, Benjamin era un promotor del pensamiento mágico.
            Benjamin y los gurús de la Escuela de Frankfurt, además, tenían un tufo elitista. Esto es aún más extraño entre marxistas, una ideología que supuestamente busca la liberación de las masas. Benjamin y sus seguidores sentían rechazo por la cultura de masas; ellos querían mantener las bellas artes en los museos, y lamentaban los medios de reproducción masiva que, precisamente, permiten que las grandes obras de arte lleguen al pueblo llano.
            Yo más bien favorezco las ideas del economista Tyler Cowen al respecto. Según él, la comercialización del arte, lejos de propiciar su corrupción, contribuye a la creatividad y la revitalización de la producción artística. La comercialización del arte expande su alcance. Los souvenirs que se venden en el Louvre son un magnífico recurso para que el aldeano senegalés que aún no tiene posibilidad de viajar a París, alcance a ver la Mona Lisa, y se inspire en ella para hacer su propia obra de arte.
Además, el arte necesita una clase ociosa que perfeccione sus técnicas. ¿Cómo financiarla, si no es a través de la comercialización de la obra? Se ha propuesto la alternativa del financiamiento estatal, y no cabe duda de que, en casos como el subsidio soviético de las artes, hubo bastante éxito. Pero, a la larga, esta solución no es sustentable. El Estado nunca va a generar la riqueza que genera el mercado para poder sustentar consistentemente el arte. Y, así, el esplendor artístico soviético duró algunas décadas, pero aquello eventualmente se convirtió en algo inviable.
Hay preocupación de que la comercialización del arte corrompe la producción, pues el gusto se vulgariza para ajustarse a la demanda poco refinada del mercado: los artistas bailan al son que le tocan los mecenas, y si ese mecenas es la sociedad comercial de masas, la calidad artística se pierde. Quizás sea así, pero yo no veo que la alternativa de financiamiento estatal sea una mejora: ¿acaso los artistas del “realismo socialista” eran verdaderamente libres en su expresión? ¿No bailaban estos artistas también al son del burócrata, cuyo sentido estético podía ser igualmente deplorable?

En todo caso, Cowen señala un punto adicional a favor del mercado en la revitalización del arte: al llegar a más gente a través de la comercialización, el artista tiene más presión de satisfacer gustos más variados. Eso incentiva aún más su creatividad. El diseñador que toma la Mona Lisa y la incorpora en un souvenir, dirige esa mercancía a Senegal, Singapur y Uruguay, y debe ingeniárselas para que le resulte atractiva a esos consumidores. No es difícil ver cómo ese estudio de mercado, conduce a usar la Mona Lisa creativamente. La comercialización, lejos de ser una catástrofe para el arte, puede resultar una interesante oportunidad.

miércoles, 19 de agosto de 2015

¿Hay lenguas superiores?

Los relativistas culturales repiten hasta la saciedad el dogma según el cual, no hay culturas mejores que otras. Un mínimo de sentido común, opino yo, debería conducirnos a rechazar esa tesis. Es sensato admitir que no tienen el mismo valor una choza y un rascacielos, un médico y un chamán. En palabras políticamente incorrectas (pero no por ello falsas) de William Henry III, “no es lo mismo poner a un hombre en la luna, que poner un hueso en tu nariz”. Sí hay culturas mejores que otras.
Ahora bien, ¿entran las lenguas en este renglón? Así como el rascacielos es más avanzado que la choza, y la medicina científica es superior al curanderismo indígena, ¿es el inglés más moderno que el wayuunaiki? ¿Es el francés más bello que el árabe? Yo diría que no. En esto, sí debo conceder un punto a los relativistas. No hay lenguas superiores.

Todas las lenguas del mundo son traducibles entre sí. Todas tienen la misma capacidad para representar los mismos conceptos. Ciertamente, algunas lenguas no tienen palabras para referirse a algunos conceptos ajenos a su cultura. Si la cultura es primitiva, no tendrá a su disposición palabras para referirse a conceptos modernos. Pero, eso no implica que la lengua sea intrínsecamente primitiva, ni tampoco que quien hable esa lengua no tenga capacidad de representar esos conceptos. Los wayúu han sido un pueblo de tecnología muy precaria, y por ende, no tienen palabras propias para referirse a la informática. Pero, nada impide a la lengua wayuunaiki, o bien apropiar términos informáticos del inglés (como de hecho, hacemos los hispanos con mouse, software, internet), o bien construir nuevos significados sobre informática, a partir de sus propias palabras.
Unos lingüistas, Sapir y Whorf, formularon la célebre teoría según la cual, el lenguaje condiciona el pensamiento. Bajo esta hipótesis, quien hable la lengua de un pueblo primitivo, pensará como primitivo, y no podrá ajustarse suficientemente bien a la mentalidad moderna. La hipótesis de Sapir y Whorf no ha resistido las pruebas, y hoy es poco aceptada por lingüistas y antropólogos. Sabemos, por ejemplo, que los chinos tienen una lengua neutra en género, pero no por ello, los chinos son menos machistas que, por ejemplo, los franceses (quienes sí hacen distinciones de género en su lengua). Lo mismo ocurre con lenguas de pueblos primitivos: tener al yanomami como lengua materna no impedirá a una persona ser un programador informático.
Quizás sí podamos admitir que, hipotéticamente, si podría haber lenguas superiores. Un viejo sueño de la filosofía (con Leibniz a la cabeza), ha sido crear un lenguaje artificial libre de ambigüedades y lógicamente construido. En ese caso, serían superiores aquellas lenguas que representen más nítidamente el mundo. En algunos aspectos, algunas lenguas se acercan más a ese lenguaje artificial ideal que otras. Por ejemplo, las lenguas sintéticas (aquellas que son más dadas a construir palabras a partir de morfemas) construyen palabras de forma un poco más lógica, y en ese sentido, podríamos admitir que sí son superiores. Pero, los lingüistas han documentado que ninguna lengua está libre de ambigüedades, giros ilógicos y demás, y de hecho, todas más o menos tienen el mismo nivel de consistencia lógica, pues si bien unas pueden ser más lógicas en algunos aspectos, son menos lógicas en otros.
Lo mismo puede decirse de la belleza. El francés suena más bello que el árabe porque, la radiante París es más bella que la caótica Bagdad. Proyectamos belleza sobre la lengua que se habla en la bella ciudad, y fealdad sobre la lengua que se habla en la ciudad fea. Pero, es muy dudoso que una lengua sea intrínsecamente más bella que otra. En la Edad Media, cuando París era una cloaca, y Bagdad la sede de un califato, muy probablemente el oyente común (que no hablara ni francés ni árabe) habría pensado que la lengua de Las mil y una noches es hermosísima y asociada a la poesía, mientras que la lengua del papa que convocó a la Cruzada es fea y asociada a la violencia.
Ahora bien, así como hemos de conceder que no hay lenguas superiores e inferiores, hemos también de reconocer que la producción cultural que se ha hecho en unas lenguas, sí es superior a la producción cultural que se ha hecho en otras. La lengua rusa no es superior a la zulú, pero vale preguntarse, junto al novelista Saul Bellow, ¿dónde está el Tolstoi de los zulúes? ¿Dónde está el Cervantes de los yukpa? Y, en ese sentido, sí me parece razonable que los sistemas educativos dediquen más atención a las lenguas que han contribuido más al avance civilizacional de la especie humana.
Conviene aprender inglés por encima del barí, no porque el inglés sea intrínsecamente más bello o más lógico que el barí, sino porque es la lengua de Darwin, Shakespeare y Newton, mientras que la cultura barí no ha parido ninguna figura que ni siquiera remotamente se acerque a esas grandes figuras anglófonas de las ciencias y las artes.

Si mis ancestros hablaron barí, ¿qué diablos me ata a la lengua de ellos? ¿Va acaso la lengua barí en mi sangre? Por supuesto que no. Yo ganaría mucho más aprendiendo inglés en vez de barí, precisamente porque las grandes obras que cultivarán mi intelecto, están escritas en inglés, y no en barí. Sólo si me aferro a una idea irracional propia del nacionalismo romántico del siglo XIX, de desear preservar la cultura de mis ancestros a toda costa, optaré por preferir aprender el barí. Pero, si en vez de asumir el nacionalismo romántico y su defensa del Volksgeist, asumo la idea racional de que conviene aprender lo más provechoso, comprenderé que, si bien no hay lenguas superiores a otras, sí hay culturas superiores a otras, y esto debería ser suficiente justificación para aprender más las lenguas de esas culturas superiores.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Sobre "salvajes" y "primitivos"

            Los antropólogos, siempre temerosos de la policía que vigila y castiga lo políticamente incorrecto, sienten un gran temor en utilizar las palabras “primitivo” o “salvaje” a la hora de referirse a las sociedades tribales que tradicionalmente ha estudiado esta disciplina.
No siempre fue así. Los inicios de la antropología están en el colonialismo. Los primeros antropólogos sirvieron de informantes a las autoridades coloniales, quienes esperaban dominar mejor a través del conocimiento de las costumbres de los pueblos colonizados. Y, en tanto estos primeros antropólogos estaban imbuidos de la mentalidad colonialista (aquella que Kipling elocuentemente describió en su poema La carga del hombre blanco), no tenían ningún pudor en referirse a los nativos como “primitivos” o “salvajes”.
Pero, a medida que los imperios se fueron desmembrando después de la Segunda Guerra Mundial, y empezó a germinar la gran culpa blanca, la antropología se imbuyó de relativismo cultural. Cada cultura, se decía, tenía que ser evaluado en términos propios. Y, en ese sentido, se rechazaba la idea de que hubiera pueblos más avanzados que otros. Se empezó a enseñar la extraña idea, según la cual, no hay parámetros universales para medir el avance o desarrollo de una sociedad; las sociedades son distintas entre sí, pero ninguna es superior o inferior.
Las palabras “primitivo” y “salvaje” pasaron a ser anatema. Los pocos antropólogos que las utilizaban, lo hacían en tono sarcástico, precisamente para reafirmar su relativismo cultural. Levi-Strauss, por ejemplo, hablaba de un “pensamiento salvaje”, pero sólo para asegurarnos que los supuestos salvajes en realidad no son tales, sino que piensan de forma muy parecida a nosotros. Así, para los antropólogos, hablar de “salvajes” y “primitivos” se convirtió en algo tan ofensivo como llamar a un africano un “negrata”, o a un sudamericano un “sudaca”. La organización Survival International (la cual se empeña en impedir el acceso de las sociedades tribales a la modernización), ha promovido un eslogan de rechazo a la calificación de “primitivo”: “Orgullosos, no primitivos”.
Tengo la esperanza de que esto cambie (no soy optimista de que esto ocurrirá pronto), y que los antropólogos pierdan el temor de usar las palabras “primitivo” y “salvaje”. La premisa relativista cultural que subyace tras ese desdén por esas palabras, es tremendamente problemática. ¿Es sensato suponer que un rascacielos no es más avanzado que una choza? ¿Son igualmente valorables la medicina tradicional y la medicina científica? ¿Valen lo mismo un Estado que monopoliza la violencia, y una sociedad acéfala en continuas guerras? No, no y no.
Sí hay sociedades más avanzadas que otras. Podemos discutir largo y tendido cuáles son los criterios para establecer esa jerarquización; ciertamente es una tarea ardua, pero no imposible. El historiador John Baker, por ejemplo, enumeró 21 criterios bastante razonables para determinar cuán avanzada es una civilización.      
Al aceptar que sí hay sociedades más avanzadas que otras, podemos también aceptar que aquellas sociedades menos avanzadas, son las más primitivas. La palabra “primitivo” procede de primus, primero. La implicación es que las sociedades primitivas son más parecidas al estado natural del hombre, aquella fase primaria de nuestra existencia como especie. Esas sociedades viven, por así decirlo, en la infancia de la humanidad.
Muchos antropólogos protestan, y señalan que las actuales sociedades tribales no son una ventana al Paleolítico. Tienen razón parcialmente. Las sociedades tribales contemporáneas han tenido contacto con vecinos más modernizados, de forma tal que no son paleolíticas en pleno sentido. Y, aun si no hubieran tenido contacto con vecinos más modernizados, estas sociedades no se han quedado paralizadas en el tiempo por completo; han tenido una evolución, sólo que ha sido distinta a la occidental. Pero, sería insensato negar que estas sociedades son más parecidas a cómo la humanidad hipotéticamente vivía en el Paleolítico, que a nosotros los occidentales modernos.

La palabra “salvaje” puede parecer también ofensiva, pero en el fondo, no lo es. “Salvaje” quiere decir, sencillamente, aquel que vive en estado natural. No pretendo negar que las sociedades tribales tengan cultura. No son bestias. Pero, los mismos grupos primitivistas se ufanan de que estas sociedades tribales viven en mayor armonía y mayor contacto con la naturaleza. Por ende, estimo, la palabra “salvaje” no es tan desacertada para describirlos, pues precisamente, la civilización no ha reprimido tanto su conducta, y viven de forma más parecida a cómo vivíamos los seres humanos antes de que la civilización impusiese sus códigos.