He escuchado varios testimonios de
gente que alega haber visto a los bachaqueros defecar en las colas para los
productos básicos. Me dicen también que en los hospitales públicos, los
indígenas (principalmente los wayúu) hacen sus necesidades en los pasillos (aun
cuando hay baños disponibles), y el estiércol queda expuesto hasta que algún
funcionario encargado de la limpieza tenga la voluntad de hacer algo al
respecto.
Yo nunca he visto estas cosas. Sí he
visto que, cuando los bachaqueros se van de los supermercados, queda mucha suciedad
(nunca he visto un mojón humano), pero esto es normal en lugares con mucha
concentración de personas. Quizás los testimonios sobre indígenas defecando en
pasillos sean falsos o meras anécdotas de hechos muy esporádicos, que buscan degradarlos.
Pero, por otra parte, si tenemos en consideración la historia de la higiene en
la humanidad, no sería tan sorprendente enterarnos de que, en realidad, estas
cosas sí son comunes.
Durante la mayor parte de su
existencia, la especie humana ha sido bastante asquerosa. Tal como lo documenta
Norbert Elias en un libro clásico sobre el tema (El proceso civilizatorio), las grandes reformas higiénicas
empezaron sólo a finales de la Edad Media en Europa, y de ahí, se han difundido
al resto del mundo. Elias documenta cómo en la sociedad cortesana aparecieron
muchos de los modales que hoy guían nuestra conducta: no eructar en la mesa
mientras se come, no soplarse la nariz y dejar los mocos en el mantel, no sacar
un cuchillo a quitarse restos de comida, no defecar en las escaleras del
castillo. Estos códigos se formularon entre las elites feudales, y con el paso
de los siglos, fueron asimilados por el populacho.
En nuestra época de sensibilidades
poscoloniales, es políticamente incorrecto decir que hay pueblos más limpios
que otros. Si bien, por motivos evolucionistas, tenemos algunas adaptaciones mentales
que nos hacen alejarnos de las bacterias, hay un importante añadido cultural.
Elias demuestra muy competentemente que la obsesión con la higiene fue un valor
originario de la aristocracia europea, y que por regla general, las reformas
sanitarias han sido impuestas desde arriba. Aquellos pueblos que han estado más
apartados de la civilización aristocrática occidental, suelen ser los menos
aseados.
En América Latina, tenemos el
estereotipo del inmigrante español (y en menor medida, también el francés y el
árabe) apestoso cuyo sobaco hiede. Ciertamente, la inmigración española a
América en el siglo XX constó de campesinos iletrados, muy ajenos a la
aristocracia que promovió los códigos de la sociedad cortesana. Pero, me temo
que esos inmigrantes, por regla general, son más aseados que los indígenas que
están aún más removidos de la civilización occidental aristocrática. Si es
verdad que los indígenas defecan en los pasillos de hospitales y edificios
públicos (e, insisto, no tengo evidencia contundente de que esto sea una
costumbre habitual), ha de ser porque no están lo suficientemente civilizados.
Cagar a la vista de todo el mundo es algo más propio del Paleolítico que de la
vida en una ciudad moderna.
Los indigenistas se resienten cuando
se dice que los pueblos indígenas son más salvajes, es decir, menos
civilizados. Estos indigenistas dicen que en la América precolombina hubo
grandes civilizaciones, y que los pueblos indígenas son tan civilizados como
los europeos. Lamentablemente, la evidencia dicta algo muy distinto. Cuando
llegó Colón, sí, en este continente había grandes ciudades. Pero, las
condiciones sanitarias de esas ciudades eran pésimas (especialmente
Tenochtitlán, con su hediondez derivada de los cuerpos humanos ofrecidos en
sacrificios y consumidos como alimento). Es cierto que, en el siglo XVI, las
ciudades europeas eran aún un asco, pero había ya en Europa los códigos de higiene
de la sociedad cortesana, los cuales sentaron las bases para que, en los siglos
siguientes, se idearan óptimos sistemas de letrinas y cañerías.
Algunos otros indigenistas admiten
que los nativos son menos civilizados, pero asumen, a la manera de Rousseau,
que esto es algo bueno. La civilización es origen de muchos males, y así,
debemos aprender de aquellos que viven más cerca de la naturaleza. En el siglo
XX, intelectuales como Freud y Marcuse quisieron también darle un giro
psicológico a este lamento por la vida en civilización: continuamente se
reprimen nuestros instintos naturales, y esto nos condena a vivir en malestar.
Elias admite que el proceso
civilizatorio es represivo, pero en balance, es más ventajoso que desventajoso.
Contener las ganas de cagar en un pasillo, es una forma de represión. Pero,
¡gracias a Dios que esa represión existe! Si de verdad viviéramos más próximos
de la naturaleza, como pretenden Rousseau y los primitivistas, seríamos todos
unos apestosos. La naturaleza no es solamente ríos y bosques con olor a jazmín.
Es también culos irritados por la mierda mal lavada, y narices llenas de mocos.
Uno de los pueblos menos civilizados del mundo, los yanomamis, son notorios por
su hediondez, tal como lo ha documentado Napoleon Chagnon en sus estudios
etnográficos de esta tribu.
Así pues, quizás sea simple
difamación que los bachaqueros cagan en las colas y los indígenas hacen lo
propio a la luz de todos en sitios públicos. Pero, no debemos ignorar que el
desarrollo de la higiene tiene unas especificidades culturales. Los indígenas
proceden de una cultura que no ha estado lo suficientemente expuesta al proceso
civilizatorio delineado por Elias. Y, los bachaqueros, si bien muchos no son
indígenas, proceden de estratos sociales en los cuales, dentro de la misma
civilización occidental, están alejados de las reformas higiénicas que, vale
insistir, tuvieron un origen aristocrático.