domingo, 21 de octubre de 2012

¿Quién decide cuál necesidad es falsa?

            La izquierda tiene una enorme lista de letanías y clichés, pero no por ello, dejan de ser verdaderos. Uno de los más recurrentes es su crítica a la sociedad de consumo. Marx fue uno de los primeros en asomar esta crítica. Si bien no fue muy enfático en esta crítica (pues Marx no solía ver mal la sobreproducción y abundancia del capitalismo, su principal preocupación era más bien la desigualdad y la explotación de la clase obrera), Marx sí sentó las bases con su concepto del ‘fetichismo de la mercancía’. Así como los antropólogos de su época victoriana documentaban la fascinación de algunas tribus por objetos inanimados, Marx sostenía que, en el capitalismo, ocurre algo similar cuando las mercancías adquieren un valor añadido más allá de la utilidad, en función del apego emocional que el consumidor desarrolla respecto a la mercancía.

            A mediados del siglo XX, la llamada ‘Escuela de Frankurt’ llevó aún más lejos esta crítica. Adorno y Horkheimer denunciaron que, en la sociedad industrial, se reduce considerablemente la oferta de opciones, bajo el disfraz de la plenitud. La industria automotriz vende millones de ejemplares de básicamente el mismo producto, pero hace creer al consumidor que hay una gran variedad y distinción entre las mercancías (como por ejemplo, la distinción entre un Ford y un Chrysler).
            Adorno y Horkheimer criticaron duramente a la moderna cultura de masas. Los grandes productores capitalistas han erosionado las expresiones culturales genuinas, y desde arriba han impuesto manifestaciones culturales masivas que son altamente repetitivas y predecibles. El jazz, por ejemplo, sigue las mismas fórmulas. Hay aparentemente muchas orquestas de jazz, pero en realidad, todas siguen un mismo patrón, una fórmula que garantiza el consumo masivo. Así, la música y demás expresiones culturales son sometidas a la misma estandarización de las mercancías en el capitalismo. La alternativa, sostenían Adorno y Horkheimer, sería resistir a esta cultura de masas, y generar un arte elitista que no se deje arrastrar por la estética popular que ha dejado de ser genuina expresión del pueblo, y está más bien sometida a la manipulación del capitalismo que alimenta la sociedad de consumo.
            Predeciblemente, por supuesto, la publicidad es el mayor objeto de esta crítica. La publicidad es la principal responsable de inyectar en las masas el fetichismo de la mercancía, y propiciar la sociedad de consumo. Hebert Marcuse, otro destacado miembro de la escuela de Frankfurt, hizo especial énfasis en esta crítica. A juicio de Marcuse, la sociedad de consumo es la nueva forma de totalitarismo. La publicidad está en todas partes, y ningún miembro de una sociedad capitalista logra escapar a la inundación de imágenes que promocionan productos. En palabras de Marcuse, el capitalismo genera un ‘hombre unidimensional’, en el sentido de que su vida está orientada sencillamente a consumir y producir.
            Este consumismo desenfrenado despoja al ser humano de sus otras dimensiones. La sexualidad y la intimidad, por ejemplo, son invadidas por este diluvio de mercancías (¡ya ni siquiera se puede tener sexo sin un vibrador!). Todo se convierte en una mercancía, y no queda espacio para las relaciones humanas genuinas.
           A Marcuse le preocupaba especialmente el modo en que la sociedad de consumo, mediante la publicidad, genera aquello que él llamaba ‘necesidades falsas’. En palabras de Marcuse, las necesidades falsas son aquellas que “perpetúan la agresividad, la miseria y la injusticia… las necesidades prevalecientes para relajarse, divertirse, comportarse y consumir en concordancia con la publicidad, amar y odiar aquello que otros aman y odian”.
            Marcuse advertía que, por supuesto, estas necesidades falsas nunca serían satisfechas en el capitalismo, pues es la misma sociedad de consumo la encargada de incentivar esas necesidades falsas, de forma tal que, justo cuando se acercan a satisfacer esas necesidades, surgen nuevas. Los publicistas anglófonos conocen esto muy bien, con su infame frase, “always leave them wanting more”, siempre déjalos deseando más.
            No es necesario ser un gurú de la izquierda, o un estudiante tirapiedras, para saber que la escuela de Frankfurt y Marcuse olfateaban algo real. Mi esposa y yo discutimos por la enorme cantidad de juguetes y baratijas que tiene mi hija; obviamente, con una muñeca de trapo la niña se entretendría suficientemente, pero eso no detiene nuestro consumo. Y, por supuesto, Marcuse no deja de tener razón cuando culpa a la publicidad de este mal. En ocasiones veo programas de televisión con mi hija, y quedo estupefacto ante la enorme cantidad de tiempo publicitario y técnicas agresivas dirigidas al público más vulnerable y manipulable, los niños.
            Pero, como suele ocurrir, frente a las magnanimidades de los gurús de la academia, a veces un poco de simpleza intelectual vendría bien. Una de las soluciones de Marcuse frente a la sociedad de consumo es la distinción entre necesidades verdaderas y necesidades falsas: así, en la futura revolución, se establecería qué es lo necesario, y el ser humano no malgastaría tiempo y recursos dirigidos a satisfacer necesidades falsas. Es una maravillosa propuesta, pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién decide cuál necesidad es falsa?
            El remedio puede ser peor que la enfermedad. Marcuse abre la puerta para que un Estado autoritario decida por el individuo qué necesita cada quien. Es el mismo peligro sobre el cual se advertía, cuando Marx proponía una sociedad regia por el principio “de cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad” ¿Cuál burócrata decidirá qué necesita cada quien? ¿Acaso este burócrata estará inmune a la corrupción, a la hora de decidir las necesidades? Se propicia así un monstruoso paternalismo autoritario, en el cual, aun los aspectos más elementales de la vida individual, son gobernados por otros. Sin percatarse, se pavimenta el camino a la servidumbre. Ciertamente el capitalismo nos inyecta necesidades falsas, pero hay un enorme riesgo de que el socialismo deje de satisfacer necesidades verdaderas.
            Algunos psicólogos han tratado de ofrecer una taxonomía de necesidades humanas. Probablemente la más célebre de todas sea aquella ofrecida por Abraham Maslow. Maslow proponía una jerarquía de necesidades, que van desde las más elementales (respiración, alimentación, descanso, sexo), hasta las más elaboradas (moralidad, creatividad, espontaneidad, entre otras). Esta propuesta está muy bien, pero sigue sin precisarnos cuántas medias son necesarias para vivir satisfactoriamente. Maslow señalaba que una necesidad fisiológica básica es el abrigo, para poder mantener la temperatura corporal, pero que yo sepa, nunca enumeró cuántas medias cada persona debe tener.
            La distinción entre necesidades reales y necesidades falsas pronto nos lleva a un ascetismo intenso. En rigor, podemos sobrevivir sin televisores, automóviles, comida gourmet, ropas en climas tropicales, aros en la oreja, tintes de cabello, implantes de senos, y un larguísimo etcétera. Al final, al ser despojados de necesidades falsas, tendríamos que vivir en las mismas condiciones del Paleolítico. El antropólogo Marshall Sahlins alguna vez sugirió que, los cazadores y recolectores probablemente tienen vidas más satisfactorias, precisamente porque casi no tienen necesidades añadidas, más allá de las naturales (es decir, las verdaderas), las cuales satisfacen óptimamente.
            Quizás Sahlins esté en lo cierto, y no me opongo a que, quien quiera llevar una vida de ascetismo, así lo haga. Lo preocupante, no obstante, es cuando el asceta no sólo se somete él mismo a terribles ayunos, sino que también pretende que los demás lo hagan. Está bien que cada persona individualmente se libere de sus propias necesidades falsas, pero me parece sumamente opresivo cuando una persona pretende imponerle a otra el criterio para distinguir entre necesidades falsas y verdaderas. Eso es propio de los ayatolás e inquisidores. Y, por supuesto, aun a riesgo de incurrir en una falacia ad hominem, habría valido la pena preguntar a Marcuse: ¿cuántos pares de zapatos tiene Ud.?
            El genial comediante venezolano Joselo en alguna ocasión puso su dedo sobre este problema. Tenía un sketch, en el cual un funcionario estatal llegaba a visitar a una familia. El funcionario llevaba una canasta con los productos de la llamada ‘cesta básica’. Pero, con su persuasión escurridiza, el funcionario iba convenciendo a la familia de que cada uno de esos productos en realidad no eran necesarios para el buen vivir, y así él mismo se los quedaba. La canasta quedaba vacía. Para colmo, cuando ya el funcionario se iba, afuera llovía. El funcionario regresaba a la casa, y decía que él tenía la necesidad de protegerse del agua, en vista de lo cual, también requería la cesta como sustituto de un paraguas. Al final, la familia ni siquiera se quedaba con la canasta vacía.
            Por alguna misteriosa razón, Joselo hoy apoya a un gobierno que pretende dictarle a la gente cuáles son sus necesidades verdaderas, y cuáles son las falsas. El sketch de Joselo era muy cómico. Pero, a diferencia de la ficción de Joselo, ha habido situaciones reales protagonizadas por Hugo Chávez, en las cuales se pretende dictar al pueblo cuáles necesidades son falsas. El resultado ha sido tragicómico.
            En una infame ocasión, Chávez se quejaba del desperdicio de agua en Venezuela (acá). Sostuvo que sólo era necesario un vaso de agua y tres minutos para ducharse en las mañanas. Los minutos añadidos son lujo. Y, ciertamente, si arrojamos la perspectiva crítica de Marcuse, es fácil concluir que las bañeras son necesidades falsas implantadas por la publicidad, para enriquecer a las compañías productoras de bañeras. Pero, no fue así como lo entendió el común de la gente. Hubo, por supuesto, indignación generalizada en la opinión pública venezolana, no sólo porque presumiblemente Chávez y sus amigotes se bañan en sendas piscinas y jacuzzis, sino también porque, aun en el caso de que Chávez ofrezca el ejemplo y él mismo se duche en tres minutos, es opresivo dictarle a los demás cuál necesidad es falsa y cuál es verdadera, y exigirles que se bañen con un vaso de agua.
            No propongo un laissez faire a la hora de sembrar y satisfacer necesidades. Un mínimo de planificación centralizada obviamente es necesaria para moderar los abusos de la publicidad y la sociedad de consumo. Pero, me parece urgente apreciar los peligros a los que conducen estos esfuerzos ingenuos por erradicar los males de la sociedad moderna. La escuela de Frankfurt ha hecho bien en criticar el capitalismo y la sociedad de consumo, pero no ha sido lo suficientemente sensata como para darse cuenta de que, a partir de sus críticas, las alternativas propuestas han sido aún peores.

1 comentario:

  1. Excelente ensayo. Y muchas gracias, me viene de perlas como estudio para mi examen de sociologia :)

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