Hugo Chávez
ha demostrado ser un príncipe de las contradicciones. Considera que la celebración
de la fiesta de Halloween en Venezuela es una forma de imperialismo cultural,
pero insólitamente es a la vez un gran aficionado y promotor del béisbol, un
deporte con extensa terminología inglesa, el cual llegó a América Latina por
influencia de compañías petroleras norteamericanas que son frecuentemente
acusadas de extender el poderío imperial.
Desde
antes de su arrebato contra Halloween, Chávez también venía criticando la
popularidad de los superhéroes en América Latina (acá). Esto, por supuesto, no
es exclusivo de Chávez. Desde la publicación en 1973 de Para leer al pato Donald, un creciente sector de la izquierda
latinoamericana ha declarado la guerra a las expresiones de la cultura pop norteamericana, y su difusión por
nuestra región. Si bien ese libro atacaba menos a los superhéroes, y más a los
personajes de Disney y sus vocaciones capitalistas, sentó las bases para un
rechazo a Batman, Superman, Spiderman y tantos otros. Desde entonces, el
argumento principal es que estos personajes promueven los valores de la
sociedad norteamericana, y destruyen las manifestaciones culturales locales. En
otras palabras, son agentes de la transculturación que promueve la cultura de
los poderes dominantes, y erosiona la cultura de los pueblos dominados.
Pero, de
la misma forma como extrañamente Chávez se opone al Halloween y a la vez es un
gran aficionado al béisbol, también Chávez considera dañinos a los superhéroes,
pero a la vez menciona con aprobación a otros personajes que, a todas luces,
son variantes de los superhéroes: los dioses y héroes de la antigüedad. Chávez
desprecia a Superman, pero extrañamente sublima el legado de la mitología clásica.
En varias ocasiones, cuando se le ha preguntado por su vida amorosa, Chávez
responde que él viaja en el carro de Marte, no en el de Venus (una forma alegórica
de decir que no tiene ni tiempo ni vocación para las relaciones amorosas) (acá) . Está
bien tomar a Neptuno y otros dioses como referentes, pero está mal tomar a
Aquaman y otros superhéroes como referentes.
Esto
invita a preguntar: ¿qué tiene Hércules que no tenga Superman? En honor a la verdad,
el desdén por los superhéroes norteamericanos en conjunción con la admiración
por los héroes mitológicos clásicos, no es exclusivo de Chávez. Contrario a lo
que en ocasiones se supone, el ataque original en contra de los superhéroes no
vino de la izquierda tercermundista, sino de la más rancia derecha
norteamericana.
La década
de los años cincuenta del siglo XX vio el auge del infame Joseph MacCarthy, un
senador obsesionado con la amenaza comunista en el seno de los EE.UU. El Senado
investigó a cineastas y escritores, y
amedrentó a la industria cinematográfica para que bajo ninguna circunstancia
ofreciera retratos benevolentes del comunismo.
Pues bien, en medio
de aquella misma histeria, los censuradores norteamericanos también
amedrentaron a los cómics de superhéroes. El comunismo no era la única amenaza
a esta sociedad paranoica. Hubo también un auge en la criminalidad, y apareció
la hipótesis de que las historietas de superhéroes alimentaban el crimen. Apareció
en 1954 un libro con el título Seduction
of the Innocent (“La seducción de los inocentes”), escrito por el
psiquiatra Frederic Wertham, el cual advertía que, Batman y Robin, por ejemplo,
no sólo glorificaban la violencia y dejaban ambigua la lucha contra el crimen,
sino que también promovían la homosexualidad. Por varias décadas, las
advertencias de Wertham se tomaron en serio, y los mismos editores de cómics,
para evitar censuras más fuertes, acordaron entre ellos moderar las historietas
y acceder a algunas exigencias de los censuradores.
Hoy, por supuesto,
nos reímos de la preocupación homofóbica de Wertham. Quizás sí tomemos un poco
más en serio sus otras advertencias, pero no demasiado. Lo curioso, no
obstante, es que por aquella misma época, los mismos intelectuales conservadores
norteamericanos enaltecían la educación clasicista, la cual reposa en gran
medida sobre un firme conocimiento de la mitología clásica. Así, habría sido
ocasión para preguntar a Wertham: ¿acaso esas mismas preocupaciones no son
perfectamente extensibles a las historias sobre los héroes de la antigüedad clásica?
Ciertamente la
relación de Batman y Robin es sexualmente ambigua. Pero, ¿por qué censurar
estas historietas, y a la vez enseñar el mito de Zeus y Ganimedes, Apolo y Jacinto,
y tantos otros? Ciertamente los métodos y motivaciones de Batman en su lucha
contra el crimen pueden resultar cuestionables (se toma la justicia por sus
manos, y parece ser más una venganza personal producto de un trauma infantil),
pero ¿no lo son también las motivaciones del gran guerrero Aquiles? En una
interpelación del senado norteamericano durante aquella época, a un editor se
le reprochó que se incluyera en una portada de un cómic una cabeza decapitada. ¿Estamos
dispuestos a censurar el mito de Perseo (quien lleva la cabeza de la Medusa en
su mano, para petrificar a sus oponentes), o a quemar Salomé y la cabeza de Juan el Bautista de Caravaggio?
Jenófones y Platón
fueron los filósofos griegos que con más tesón criticaron la mitología clásica,
por su retrato de inmoralidades. Pero, el mismo Platón es hoy considerado uno
de los artífices intelectuales del totalitarismo, precisamente, entre otras
cosas, por su tendencia a favorecer la censura, bajo la premisa de un pánico
moral. Ciertamente la crítica de Platón tiene asidero (¿quién disputaría que,
en efecto, Zeus tiene una sexualidad sumamente inmoral?), pero la alternativa
estaría más bien en leer estas historias a la vez que al lector se le haga
alguna prevención al respecto. La inmoralidad del mito no lo despoja de su
belleza, y de su poder para traer a la palestra otras preocupaciones profundas.
No pocos historiadores
del arte y comentaristas de la cultura pop
han señalado las enormes similitudes entre la mitología clásica y las historias
de superhéroes: Superman con Heracles, Batman con Odiseo, Aquaman con Poseidón,
los Gemelos Fantásticos con los dioscuros, etc. Pero, extrañamente, persiste el
prejuicio: lo de los clásicos es loable, la cultura pop es desdeñable. Es culturalmente refinado colocar a los hijos el
nombre de ‘Ulises’ y ‘Jasón’, pero es una brutal alienación llamarlos ‘Batman’
o ‘Spiderman’.
Chávez y muchos
izquierdistas latinoamericanos, por supuesto, incurren en esta inconsistencia. Algunos
izquierdistas latinoamericanos tratan de salvaguardar esta inconsistencia
señalando que Zeus y Teseo no son agentes del imperialismo cultural, mientras
que la Mujer Maravilla y el Avispón Verde sí lo son. Y, así, su preocupación no
es tanto el contenido de las historietas de superhéroes, sino más bien su
procedencia cultural y la erosión de las culturas locales. Bajo este argumento,
no es objetable que un niño norteamericano lea historias de Superman, pues
proceden de su propia cultura, pero sí es objetable que un niño latinoamericano
lea estas historias, pues promueven su transculturación.
Este argumento
reposa sobre la premisa romántica (y reaccionaria) de que cada pueblo tiene su Volksgeist fijo e inmutable, y es
incapaz de transformarlo. Así, con la bandera de un nacionalismo cultural
agresivo, se adelanta la idea de que, quien pertenezca a una cultura, debe
permanecer preso en ella, y no recibir influencias culturales foráneas, a fin
de mantener su pureza. Esta forma de pensar, por supuesto, termina siendo
bastante opresiva, en tanto no permite al individuo decidir en cuál cultura él
mismo desea inscribirse: este tipo de nacionalismo cultural encierra al
individuo en su cultura de origen.
Pero, en todo caso,
este mismo argumento es nuevamente inconsistente. Pues, la difusión de los
mitos sobre Ares, Atenea y tantos otros héroes y dioses de la mitología clásica,
son también clara expresión del imperialismo cultural. A partir del periodo helénico,
durante el siglo III antes de nuestra era, la cultura griega se expandió
agresivamente por el mundo mediterráneo. Los griegos abrieron academias,
gimnasios y bibliotecas en plenitud de ciudades mediterráneas, y por supuesto,
también exportaron sus mitos.
Todo esto merece el
apelativo de ‘imperialismo cultural’. Pero, ¿fue acaso objetable? ¿Debemos
lamentarnos de que, con su imperialismo cultural, los griegos inauguraran la
biblioteca de Alejandría? En la mayoría de las ocasiones, por supuesto, la
expansión cultural helénica se hizo por la vía forzosa, y eso ocasionó una
fiera resistencia en muchos lugares. Los judíos, por ejemplo, obsesionados con
la pureza de su religión, no toleraron que Antíoco IV impusiera una estatua de
Zeus en el templo de Jerusalén. Esto ocasionó la sangrienta rebelión macabea.
Pero, visto en
retrospectiva, deberíamos preguntarnos si, aun con su imperialismo cultural
impositivo, la expansión helénica no hizo más aportes beneficiosos que
perjudiciales. Christopher Hitchens (un judío secular), por ejemplo, ha tenido
el suficiente coraje como para advertir que el Januká (la festividad judía que conmemora la rebelión macabea) es
en realidad el enaltecimiento de un régimen teocrático y retrógrado autóctono
(el judío), y el desprecio de una civilización que, si bien era imperial,
promovió valores y virtudes democráticas, técnicas artísticas más refinadas,
avanzados conocimientos científicos, etc. Claramente, un judío secularizado
como Hitchens no se lamenta del imperialismo cultural helénico.
Con todo, aun si el
imperialismo cultural expande prácticas y costumbres que muchas veces resultan
elogiables, es lamentable que se emplee la fuerza para ello. Pero,
precisamente, a diferencia de los dioses y héroes de la mitología clásica, los
superhéroes no se han expandido por vía militar. Probablemente la invasión militar
norteamericana a Vietnam o a Irak abrió el camino al mercado de historietas de
superhéroes. Pero, aun teniendo en cuenta casos como éstos, es sensato admitir
que, allí donde en la antigüedad Zeus llegó a Jerusalén por vía de la espada y
ocasionando muchas muertes, Aquaman en cambio llega a Maracaibo por vía del
comercio, sin ocasionar una sola muerte. Los judíos fueron forzados a aceptar a
Zeus; hoy los latinoamericanos por
voluntad propia desean impregnarse de las historias de Superman y Batman. Podemos
someter a debate si la publicidad tiene o no el poder de crear necesidades
falsas y de conducir y manipular a las masas. Pero, debería quedar fuera de
duda que, en la expansión cultural de los superhéroes, no se han disparado
metralletas. El comercio expande la influencia de los superhéroes, en buena
medida porque el mismo mercado así lo exige.
El error de Chávez
y tantos otros izquierdistas que temen a los superhéroes está en asumir que la
cultura siempre se expande por vía de la fuerza. Bajo este esquema de
pensamiento, no existe la posibilidad de que un símbolo cultural se expanda,
sencillamente porque tiene más atractivo, en tanto toca algo profundo. Curiosamente,
la mayor expansión de la cultura griega ocurrió después de que los imperios griegos entraran en declive militar y
político. No fueron tanto las espadas griegas, sino el poder intrínseco de sus
símbolos e ideas, lo que propició el éxito del imperialismo cultural griego. Horacio
elocuentemente lo expresó así: “Graecia, victa,
ferum victorem cepim”; Roma pudo conquistar militarmente a Grecia, pero
Grecia conquistó civilizacionalmente a Roma. Aun en desventaja militar,
prevaleció la cultura griega por encima de la romana.
Si los superhéroes
gustan tanto en América Latina, ha de ser porque tienen algún atractivo intrínseco,
lo mismo que los mitos clásicos. Bajo el esquema marxista, los mitos de superhéroes
no son más que inventos superestructurales para proteger el sistema de producción
imperante, en el cual EE.UU. sale beneficiado, y el Tercer Mundo perjudicado. Pero,
de nuevo, lo mismo podemos opinar respecto a los mitos clásicos y su protección
del sistema de producción esclavista. ¿Debemos entonces rechazar el legado clásico
por esta razón?
Ciertamente, el
gusto por los superhéroes incentiva la sociedad de consumo, pues las grandes
corporaciones hacen negocios mercadeando artefactos con la imagen de los superhéroes.
Pero, ¿no hicieron las pinturas del Renacimiento algo similar con la mitología
clásica? Y, también, no deja de ser cierto que las historias sobre superhéroes
están enmarcadas en un contexto cultural que resulta ajeno a muchos de sus
lectores. Pero, para un latinoamericano contemporáneo, ¿es más ajeno el New
York del siglo XXI, o la Tebas de al menos el siglo X antes de nuestra era? ¿La
lejanía cultural respecto a Tebas debería hacernos renunciar a la lectura de Edipo Rey?
El poder de los
mitos clásicos está precisamente en que, tras la fachada de símbolos locales,
hay una gran preocupación por temas universales. Atenea es la diosa de la
ciudad de Atenas (y, así, bajo la interpretación de muchos izquierdistas, un chino
que lea las historias sobre Atenea sería víctima del imperialismo cultural),
pero no por ello, las historias sobre Atenea versan sobre asuntos estrictamente
atenienses.
Pues bien, lo mismo
ocurre con los superhéroes. Batman no es meramente el ‘promotor del american way of life’, como en ocasiones
ha denunciado Chávez (acá). Es más bien un poderoso símbolo que invita a
reflexionar sobre el trauma por el cual pasa un niño al ver a sus padres ser
asesinados; las complejidades de un hombre que decide tomarse la justicia en
sus manos sin la aprobación irrestricta de las autoridades; o su apatía por las
mujeres, pero su ambigua relación hacia muchachos más jóvenes. En su escasa
cultura, Chávez sólo se interesa por la historieta pulp de Batman, y al ver una bandera norteamericana en alguna de
las escenas, inmediatamente salta a denunciar, “¡imperialismo cultural!”. Un
poco más de interés y refinamiento cultural, le permitiría apreciar que Batman es
frecuentemente empleado por filósofos morales para plantearse tremendos dilemas
éticos. De hecho, hay toda una serie de libros académicos, con el título Batman and Philosophy (Batman y la
filosofía).
Incluso, la vigencia
de temas universales en los superhéroes fue magistralmente manifestada por Mark
Millar en 2003. Escribió Superman: Hijo
rojo, una historieta sobre el popular superhéroe, pero bajo la premisa de
que su nave espacial no llegó a Kansas, sino a Ucrania, en los años treinta del
siglo XX. En la historieta de Millar, Superman se convierte en el sucesor de
Stalin, y Lex Luthor es el presidente de los EE.UU. Si bien hay muchas
variaciones en esta versión respecto a la historia original de Superman, y el
superhéroe ingenuamente se convierte en un defensor del totalitarismo soviético,
persiste en el retrato de Superman las mismas preocupaciones del héroe
tradicional: sus ansiedades como adolescente, su elevado sentido del deber, etc.
Millar demostró que, sea en la Unión Soviética, o en los EE.UU., Superman
mantendrá su atractivo, precisamente por su atractivo de temas universales. Es la
misma razón por la cual seguimos leyendo a Sófocles, Shakespeare o Cervantes:
sus historias pueden tener escenarios locales, pero conciernen grandes
preocupaciones universales. Sólo un prejuicio irracional evitaría apreciar en
los superhéroes lo mismo.
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