A
mediados del siglo XX, la llamada ‘Escuela de Frankurt’ llevó aún más lejos
esta crítica. Adorno y Horkheimer denunciaron que, en la sociedad industrial, se
reduce considerablemente la oferta de opciones, bajo el disfraz de la plenitud.
La industria automotriz vende millones de ejemplares de básicamente el mismo
producto, pero hace creer al consumidor que hay una gran variedad y distinción
entre las mercancías (como por ejemplo, la distinción entre un Ford y un
Chrysler).
Adorno y
Horkheimer criticaron duramente a la moderna cultura de masas. Los grandes
productores capitalistas han erosionado las expresiones culturales genuinas, y
desde arriba han impuesto manifestaciones culturales masivas que son altamente
repetitivas y predecibles. El jazz, por ejemplo, sigue las mismas fórmulas. Hay
aparentemente muchas orquestas de jazz, pero en realidad, todas siguen un mismo
patrón, una fórmula que garantiza el consumo masivo. Así, la música y demás
expresiones culturales son sometidas a la misma estandarización de las mercancías
en el capitalismo. La alternativa, sostenían Adorno y Horkheimer, sería
resistir a esta cultura de masas, y generar un arte elitista que no se deje
arrastrar por la estética popular que ha dejado de ser genuina expresión del
pueblo, y está más bien sometida a la manipulación del capitalismo que alimenta
la sociedad de consumo.
Predeciblemente,
por supuesto, la publicidad es el mayor objeto de esta crítica. La publicidad
es la principal responsable de inyectar en las masas el fetichismo de la
mercancía, y propiciar la sociedad de consumo. Hebert Marcuse, otro destacado
miembro de la escuela de Frankfurt, hizo especial énfasis en esta crítica. A
juicio de Marcuse, la sociedad de consumo es la nueva forma de totalitarismo. La
publicidad está en todas partes, y ningún miembro de una sociedad capitalista
logra escapar a la inundación de imágenes que promocionan productos. En
palabras de Marcuse, el capitalismo genera un ‘hombre unidimensional’, en el
sentido de que su vida está orientada sencillamente a consumir y producir.
Este consumismo
desenfrenado despoja al ser humano de sus otras dimensiones. La sexualidad y la
intimidad, por ejemplo, son invadidas por este diluvio de mercancías (¡ya ni
siquiera se puede tener sexo sin un vibrador!). Todo se convierte en una
mercancía, y no queda espacio para las relaciones humanas genuinas.
A
Marcuse le preocupaba especialmente el modo en que la sociedad de consumo,
mediante la publicidad, genera aquello que él llamaba ‘necesidades falsas’. En
palabras de Marcuse, las necesidades falsas son aquellas que “perpetúan la
agresividad, la miseria y la injusticia… las necesidades prevalecientes para
relajarse, divertirse, comportarse y consumir en concordancia con la
publicidad, amar y odiar aquello que otros aman y odian”.
Marcuse
advertía que, por supuesto, estas necesidades falsas nunca serían satisfechas
en el capitalismo, pues es la misma sociedad de consumo la encargada de
incentivar esas necesidades falsas, de forma tal que, justo cuando se acercan a
satisfacer esas necesidades, surgen nuevas. Los publicistas anglófonos conocen
esto muy bien, con su infame frase, “always
leave them wanting more”, siempre déjalos deseando más.
No es
necesario ser un gurú de la izquierda, o un estudiante tirapiedras, para saber
que la escuela de Frankfurt y Marcuse olfateaban algo real. Mi esposa y yo
discutimos por la enorme cantidad de juguetes y baratijas que tiene mi hija;
obviamente, con una muñeca de trapo la niña se entretendría suficientemente,
pero eso no detiene nuestro consumo. Y, por supuesto, Marcuse no deja de tener
razón cuando culpa a la publicidad de este mal. En ocasiones veo programas de
televisión con mi hija, y quedo estupefacto ante la enorme cantidad de tiempo
publicitario y técnicas agresivas dirigidas al público más vulnerable y
manipulable, los niños.
Pero, como
suele ocurrir, frente a las magnanimidades de los gurús de la academia, a veces
un poco de simpleza intelectual vendría bien. Una de las soluciones de Marcuse frente
a la sociedad de consumo es la distinción entre necesidades verdaderas y
necesidades falsas: así, en la futura revolución, se establecería qué es lo
necesario, y el ser humano no malgastaría tiempo y recursos dirigidos a
satisfacer necesidades falsas. Es una maravillosa propuesta, pero, ¿quién le
pone el cascabel al gato? ¿Quién decide cuál necesidad es falsa?
El
remedio puede ser peor que la enfermedad. Marcuse abre la puerta para que un
Estado autoritario decida por el individuo qué necesita cada quien. Es el mismo
peligro sobre el cual se advertía, cuando Marx proponía una sociedad regia por
el principio “de cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”
¿Cuál burócrata decidirá qué necesita cada quien? ¿Acaso este burócrata estará
inmune a la corrupción, a la hora de decidir las necesidades? Se propicia así
un monstruoso paternalismo autoritario, en el cual, aun los aspectos más
elementales de la vida individual, son gobernados por otros. Sin percatarse, se
pavimenta el camino a la servidumbre. Ciertamente el capitalismo nos inyecta
necesidades falsas, pero hay un enorme riesgo de que el socialismo deje de
satisfacer necesidades verdaderas.
Algunos
psicólogos han tratado de ofrecer una taxonomía de necesidades humanas. Probablemente
la más célebre de todas sea aquella ofrecida por Abraham Maslow. Maslow proponía
una jerarquía de necesidades, que van desde las más elementales (respiración, alimentación,
descanso, sexo), hasta las más elaboradas (moralidad, creatividad,
espontaneidad, entre otras). Esta propuesta está muy bien, pero sigue sin
precisarnos cuántas medias son necesarias para vivir satisfactoriamente. Maslow
señalaba que una necesidad fisiológica básica es el abrigo, para poder mantener
la temperatura corporal, pero que yo sepa, nunca enumeró cuántas medias cada
persona debe tener.
La
distinción entre necesidades reales y necesidades falsas pronto nos lleva a un
ascetismo intenso. En rigor, podemos sobrevivir sin televisores, automóviles, comida
gourmet, ropas en climas tropicales, aros en la oreja, tintes de cabello,
implantes de senos, y un larguísimo etcétera. Al final, al ser despojados de
necesidades falsas, tendríamos que vivir en las mismas condiciones del Paleolítico.
El antropólogo Marshall Sahlins alguna vez sugirió que, los cazadores y
recolectores probablemente tienen vidas más satisfactorias, precisamente porque
casi no tienen necesidades añadidas, más allá de las naturales (es decir, las
verdaderas), las cuales satisfacen óptimamente.
Quizás
Sahlins esté en lo cierto, y no me opongo a que, quien quiera llevar una vida
de ascetismo, así lo haga. Lo preocupante, no obstante, es cuando el asceta no
sólo se somete él mismo a terribles ayunos, sino que también pretende que los
demás lo hagan. Está bien que cada persona individualmente se libere de sus
propias necesidades falsas, pero me parece sumamente opresivo cuando una
persona pretende imponerle a otra el criterio para distinguir entre necesidades
falsas y verdaderas. Eso es propio de los ayatolás e inquisidores. Y, por
supuesto, aun a riesgo de incurrir en una falacia ad hominem, habría valido la pena preguntar a Marcuse: ¿cuántos pares
de zapatos tiene Ud.?
El
genial comediante venezolano Joselo en alguna ocasión puso su dedo sobre este
problema. Tenía un sketch, en el cual un funcionario estatal llegaba a visitar
a una familia. El funcionario llevaba una canasta con los productos de la
llamada ‘cesta básica’. Pero, con su persuasión escurridiza, el funcionario iba
convenciendo a la familia de que cada uno de esos productos en realidad no eran
necesarios para el buen vivir, y así él mismo se los quedaba. La canasta quedaba
vacía. Para colmo, cuando ya el funcionario se iba, afuera llovía. El
funcionario regresaba a la casa, y decía que él tenía la necesidad de protegerse
del agua, en vista de lo cual, también requería la cesta como sustituto de un
paraguas. Al final, la familia ni siquiera se quedaba con la canasta vacía.
Por
alguna misteriosa razón, Joselo hoy apoya a un gobierno que pretende dictarle a
la gente cuáles son sus necesidades verdaderas, y cuáles son las falsas. El
sketch de Joselo era muy cómico. Pero, a diferencia de la ficción de Joselo, ha
habido situaciones reales protagonizadas por Hugo Chávez, en las cuales se
pretende dictar al pueblo cuáles necesidades son falsas. El resultado ha sido
tragicómico.
En una infame
ocasión, Chávez se quejaba del desperdicio de agua en Venezuela (acá). Sostuvo que sólo
era necesario un vaso de agua y tres minutos para ducharse en las mañanas. Los
minutos añadidos son lujo. Y, ciertamente, si arrojamos la perspectiva crítica
de Marcuse, es fácil concluir que las bañeras son necesidades falsas
implantadas por la publicidad, para enriquecer a las compañías productoras de
bañeras. Pero, no fue así como lo entendió el común de la gente. Hubo, por
supuesto, indignación generalizada en la opinión pública venezolana, no sólo
porque presumiblemente Chávez y sus amigotes se bañan en sendas piscinas y
jacuzzis, sino también porque, aun en el caso de que Chávez ofrezca el ejemplo
y él mismo se duche en tres minutos, es opresivo dictarle a los demás cuál
necesidad es falsa y cuál es verdadera, y exigirles que se bañen con un vaso de
agua.
No
propongo un laissez faire a la hora
de sembrar y satisfacer necesidades. Un mínimo de planificación centralizada
obviamente es necesaria para moderar los abusos de la publicidad y la sociedad
de consumo. Pero, me parece urgente apreciar los peligros a los que conducen
estos esfuerzos ingenuos por erradicar los males de la sociedad moderna. La
escuela de Frankfurt ha hecho bien en criticar el capitalismo y la sociedad de
consumo, pero no ha sido lo suficientemente sensata como para darse cuenta de
que, a partir de sus críticas, las alternativas propuestas han sido aún peores.
Excelente ensayo. Y muchas gracias, me viene de perlas como estudio para mi examen de sociologia :)
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