Las del 2012 en Venezuela fueron las primeras elecciones
presidenciales desde la aparición de las redes sociales en nuestro país.
Después de que se anunciaron los resultados, circularon cadenas de todo tipo
por Facebook, Tweeter y Blackberry Messenger. Una de las que más me llamó la
atención fue aquella que, con muchos errores ortográficos, exhortaba a no
conceder más limosnas a los pordioseros venezolanos, pues se asume que, si
habremos de vivir en socialismo, los particulares ya no tienen ninguna
obligación de ser caritativos, sino que el Estado debe asumir esa carga. Pero,
con más ahínco, se insistía en que, puesto que los pordioseros probablemente
votaron por Chávez, pues ahora, ¡que se jodan!
Estos argumentos
son, por supuesto, pobrísimos y preocupantes. Asume en primer lugar que los
pordioseros votan, cuando en realidad es poco probable que así sea. Marx llamó
a esta clase el lumpenproletariado,
la clase en un nivel tan bajo y con una desmoralización tan bárbara, que
probablemente no tiene ninguna conciencia política, y no siente la menor
motivación a participar políticamente. Su principal preocupación es ganar el
salario diario como mendigo, y más nada. Pero, el argumento también es
preocupante, pues quienes lo esgrimen asumen una suerte de chantaje (muy
similar al que se le critica con justa razón a Chávez): si no votan por un
candidato X, les seguiremos dando sobras, pero no los ayudaremos a mejorar su
condición social. Y, además, la brutal indiferencia frente al sufrimiento de
los demás es un signo de la mentalidad psicopática, o al menos, de una
ideología política fascista.
Pero,
precisamente esto invita a la reflexión ética en torno a la limosna entregada a
los pordioseros. Antes de la aparición del Estado con pretensiones de ofrecer bienestar
en la edad moderna, las grandes religiones éticas exhortaban a entregar
limosna. Sin organizaciones caritativas consolidadas, se esperaba que el dar
limosna a los necesitados al menos ayudaría a aliviar su sufrimiento. Pero, con
la formación de organizaciones caritativas, y el crecimiento del Estado como
órgano para no sólo garantizar la seguridad, sino también para ofrecer
bienestar a los ciudadanos, la entrega de limosnas a los pordioseros ha sido
más cuestionada.
Los
argumentos son muy conocidos. Podría sostenerse que, sencillamente, no tengo
obligación moral con los pordioseros, pues mis riquezas han sido honestamente
acumuladas, y no tengo que compartir con nadie algo que es mío y que me merezco.
Así razonan muchos libertarios, pero yo me opongo a esto, pues considero, como
los filósofos John Rawls y Thomas Nagel, que las diferencias socio-económicas
muchas veces están pautadas por mera suerte, y ésta es injusta. Y, para
enmendar esta injusticia, es necesario socorrer a los desfavorecidos. Pero, lo
cuestionable es si la limosna en realidad sirve para socorrerlos.
Con la limosna, se
incentiva al pordiosero en su conducta, y se le despoja de motivación para
trabajar. Se han hecho estudios en ciudades latinoamericanas, y éstos revelan
que un pordiosero ubicado en zonas estratégicas puede ganar más que un
profesional con sueldo mínimo. Además, es probable que el pordiosero destina su
‘sueldo’ a las drogas y el alcohol, de forma tal que la limosna seguramente terminará
financiando adicciones.
Algunos
estudiosos de países industrializados calculan que entre el 50 y el 80% de los
pordioseros son enfermos mentales, y que necesitan atención psiquiátrica
urgente; la limosna obviamente no conduce a resolver este problema, pues darle
dinero a un enfermo mental es un desperdicio. Yo dudo de que estas cifras
también ocurran en América Latina. En el Primer Mundo, el pordiosero casi lo es
por voluntad propia, pues la cifra de desempleo no es tan alta, y con un poco
de esfuerzo, puede conseguirse un mínimo de bienestar que la vida de mendigo no
ofrezca; en pocos casos el ser mendigo es la única posibilidad de subsistir. En
cambio, en el Tercer Mundo, los efectos del desempleo se sienten más, y así,
mucha más gente se ve obligada a salir a la calle a pedir limosna.
Así
pues, podemos argumentar que no está moralmente justificado dar limosnas, pues
el Estado y otros entes organizan mejor la asistencia social; si deseamos
ayudar a los pobres, conviene más filantropía a instituciones serias que no
incentivarán las adicciones, ni despojarán del incentivo para trabajar. Pero,
en América Latina, se complica un poco la decisión, pues los Estados son muy
corruptos e ineficientes. Y, precisamente, en vista de que no cumplen su labor
de socorrer a los más desasistidos, quizás sí exista mayor obligación moral
para que los ciudadanos particulares traten de ayudar a los pordioseros con
limosnas.
Puede
argumentarse, además, que la limosna es al menos una medida para apaciguar al
pordiosero, y así no convertirlo en criminal. El razonamiento es que, si al
pordiosero se le niega la limosna, eventualmente crecerá en resentimiento y
saldrá a robar, en vez de pedir dinero por las buenas. Pero, me parece que esto
no es más que un chantaje; funciona como una suerte de vacuna: para que no haya
criminales, convirtámoslos en pordioseros. Además, muchas investigaciones
demuestran que, con el paso del tiempo, los pordioseros se van volviendo cada
vez más inmorales, y un considerable sector se convierte en criminales.
Así
pues, quizás en el Tercer Mundo sí haya más justificación moral para dar
limosna que en el Primer Mundo, pero no sin cautela. En todo caso, lo
moralmente recomendable sería tratar de dar limosna pero con el incentivo a
algún trabajo. De hecho, me parece que, en comparación con los pordioseros del
Primer Mundo, los del Tercer Mundo tienen una elevada ética del trabajo. En
efecto, así lo ha reconocido el economista Hernando de Soto en sus estudios. Según
él, los vendedores ambulantes latinoamericanos tienen gran ímpetu económico
pero, lamentablemente, las pobres condiciones económicas alentadas por los
torpes gobiernos de la región, han hecho que se desperdicien estos talentos en
actividades improductivas como la venta ambulante. Para mantener viva esa ética
del trabajo, sería más conveniente comprar algo a un buhonero, o pedirle que
lave el carro, que dar limosna a un pordiosero por el mero hecho de que su
expresión facial es la de un cordero degollado.
Pero,
¿qué debe hacerse con aquellos ‘servicios’ prestados, pero no solicitados? Como
Hernando de Soto, yo admiro a los buhoneros latinoamericanos por su tesón y
voluntad de trabajo, si bien no por el resultado de sus actividades. Son
ciertamente mucho más loables que los mendigos. Pero, hay un intrigante sector
a medio camino entre los buhoneros y los mendigos. Se trata de los cuidacarros,
limpiaparabrisas, y demás vagos que no piden limosna expresamente, pero elaboran
trabajos no solicitados para disimular su súplica como mendigos.
Los
cuidacarros están a medio camino entre los mendigos y los extorsionadores.
Alegan prestar un servicio, pero por supuesto, es sumamente inútil. Jamás he
sabido de un cuidacarro que haya intervenido oportunamente para frustrar un
robo a un carro. Y, hasta cierto punto son extorsionadores, pues hay el
entendimiento tácito de que, si no se paga por su servicio no solicitado, habrá
represalias. Un tanto más útiles son los limpiaparabrisas que en las esquinas
limpian los vidrios de los carros sin que nadie se los pida. Pero, por
supuesto, muchas veces lavan vidrios que no necesitan ser lavados, y sus
instrumentos defectuosos en ocasiones causan daño.
El
fenómeno de los limpiaparabrisas no es originario de América Latina. Procede de
EE.UU. y Canadá. En una época, llegaron a convertirse en una gran molestia para
los motoristas en New York. El alcalde Rudolph Giuliani oportunamente ordenó su
arresto, y ya no se los encuentra. En Maracaibo (y sospecho que otras ciudades
latinoamericanas), no sólo están campantes y sonantes, sino que crecen en
número, y las autoridades no hacen nada al respecto.
Pero,
los limpiaparabrisas plantean un asunto filosófico interesante: en el caso de
que su labor fuese eficiente, ¿habría obligación moral para retribuirlos? El
filósofo Michael Sandel se plantea esta cuestión en su libro Justice, What is the Right Thing to Do?
Sandel reseña la siguiente anécdota: en el siglo XVIII, el filósofo escocés
David Hume alquiló su casa a un amigo, y a su vez éste ordenó unas reparaciones
en la casa. El albañil hizo las reparaciones, pero además, hizo un trabajo
añadido (de buena calidad) que nadie le pidió. El albañil pretendía que se
pagara por ese trabajo.
Hume
rechazó pagar, y el caso fue a un tribunal. El razonamiento de Hume era que,
para adquirir una obligación de este tipo, habría sido necesario un consenso
entre las partes, y esto estaba claramente ausente en el caso en cuestión. Si
se admite que Hume sí tenía obligación en pagar el trabajo hecho, entonces
cualquier persona podría ir por las casas de Edimburgo sin consultar, haría
trabajos no solicitados, y luego los cobraría. Esto es absurdo.
El
consenso es una condición necesaria fundamental para adquirir obligaciones de
justicia. Pero, Sandel opina que, además del consenso, es necesario un sentido
intrínseco de justicia, independientemente de cuál haya sido el acuerdo entre
las partes. Sandel cita el caso real de un plomero que cobró a una viuda
anciana 25.000 dólares antes de hacer
el trabajo de arreglar una pequeña filtración; cuando la viuda fue al banco a
retirar el dinero, el empleado se dio cuenta de que la estaban estafando (a
pesar de que la viuda había dado consentimiento a ese monto, y no se había
hecho aún el trabajo), notificó a la policía, y apresaron al plomero.
Los
libertarios más radicales protestarían esta medida. Si la viuda dio su
consenso, entonces no hay estafa. Por supuesto, para que haya un verdadero
consenso, ambas partes deben manejar suficiente información (y quizás, en este
caso, la viuda no estaba bien informada, o era senil). Pero, aun con consenso
informado, pareciera que algunas situaciones pueden ser terriblemente injustas.
Se han documentado casos de homicidios (e incluso canibalismo) consensuados: en
2001, en Alemania, un hombre publicó en internet su deseo de comerse vivo a un
ser humano. Una persona respondió el aviso ofreciéndose como víctima.
Efectivamente así ocurrió, y el caníbal grabó en video el crimen. Pero, en el
mismo video, consta el consentimiento ofrecido por la víctima.
Poquísimas
personas estarían dispuestas a admitir que, por el mero hecho de que hubo
consenso, esto no es un crimen. Así, el consenso no es suficiente para
prescindir de obligaciones. Con todo, el filósofo Robert Nozick estipula que,
si se trata de actos consensuales meramente capitalistas (como en el caso del
plomero, pero a diferencia del caso del
caníbal), entonces nadie tiene la autoridad para interferir en esos contratos. Es
una discusión abierta. En el entretiempo, podemos dejar descansar nuestra
conciencia: no estamos obligados moralmente a ofrecer compensación a los
cuidacarros y limpiaparabrisas, pues en esta relación, se elabora un trabajo no
solicitado, y se prescinde del consenso.
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