Frecuentemente
salgo a caminar con mi padre por las calles de Maracaibo. Y, en varias
ocasiones, hemos tenido que desviar nuestras rutas tradicionales porque nos
encontramos con portones y brazos mecánicos forzados que encierran a
vecindarios, y convierten en privadas calles que anteriormente habían sido
públicas.
Este
fenómeno se ha intensificado en los últimos años. El principal motivo es, por
supuesto, el brutal incremento de la inseguridad en Venezuela. Los vecinos
estiman que, al encerrar sus comunidades y restringir el paso de vehículos y
peatones, se protegen mejor frente a la delincuencia. Con todo, sospecho que la
inseguridad no es el único motivo; habrá plenitud de vecinos que no consideran
que el restringir el paso a sus comunidades contribuya a mejorar la seguridad,
pero con todo, aprueban estas medidas como imitación de quienes ya lo hacen. El
razonamiento, me parece, es el siguiente: si los demás se apropian impunemente
del espacio público y yo tengo también la oportunidad de hacerlo, entonces no
debo desaprovechar esta oportunidad.
Los
criminólogos disputan que estas medidas en realidad sean efectivas para reducir
el crimen. Más bien generarán mayor alienación respecto a los potenciales
delincuentes, lo cual, a su vez, genera más crimen. Puede ser que los vecinos
se sientan resguardados en sus comunidades cerradas, pero al salir, están en
mayor riesgo que cuando sus comunidades estaban abiertas, pues la decisión de
cerrarlas creó más odio y resentimiento en la gente que vive fuera.
Y, por
supuesto, las comunidades cerradas son una pesadilla para los urbanistas. En
Maracaibo, son especialmente problemáticas porque obstaculizan el paso
vehicular en zonas estratégicas. Como resultado, se forman terribles
embotellamientos de tráfico. La alcaldía de Maracaibo prometió en alguna
ocasión desmantelar las comunidades cerradas que se apropiaron de calles
anteriormente públicas, pero como suele ocurrir en este país, todo se quedó en
promesas.
Durante
nuestras caminatas, no obstante, mi padre no se conforma con presentarme estos
argumentos de sentido común en contra de las calles privadas. Los suyos son más
profundos. Con frecuencia me señala que la calle privada es un robo, casi un
crimen. Los vecinos probablemente son personas con influencia política, y han
manejado la autoridad pública para favorecer sus intereses privados, y así
agrandar su patrimonio.
El
argumento de mi padre es en buena medida una paráfrasis de la contundente
retórica de Rousseau, en su célebre pasaje procedente del Discurso sobre el origen de la desigualdad: “El primer hombre que,
al cercar un pedazo de tierra, dijo ‘esto es mío’, y encontró gente lo
suficientemente simple como para creerle, fue el verdadero fundador de la
sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, miserias y horrores se pudo haber
ahorrado la humanidad, si alguien hubiese dicho a sus compañeros: ‘tened
cuidado al escuchar a este impostor, estáis condenados si olvidáis que los
frutos de la tierra son propiedad de todos, y que la tierra es propiedad de
nadie”.
El
argumento es emotivo, pero por supuesto, ¿quién da un paso al frente y devuelve
la propiedad que, bajo el mismo argumento de Rousseau, procede de un engaño? Mi
padre considera ladrones a los vecinos que se apropiaron de las calles
públicas. Inmediatamente le pregunté: ¿pero el terreno sobre el cual reposa tu
apartamento no procede también de un hombre que dijo ‘esto es mío’, y encontró
gente simple como para creerle? Mi padre sonrió, y seguimos caminando.
En
realidad, mi pregunta retórica no hace más que cometer una falacia tu quoque (“tú también”); rechaza un
argumento sencillamente diciendo: “tú también lo haces”. Eso no es suficiente
refutación. Por ello, esta situación invita a reflexionar sobre una antigua
pregunta filosófica: ¿bajo qué condiciones podemos considerarnos los legítimos
propietarios de algo?
Algunos filósofos
han respondido, a la manera del estafador imaginado por Rousseau: quien llegue
primero y reclame algún elemento natural, tiene derechos sobre eso. En otras
palabras, siempre y cuando algún elemento no tuviera un propietario previo
(aquello que los juristas llaman res
nullius, cosa de nadie), justamente se puede reclamar su propiedad. Insólitamente,
los defensores de los derechos indígenas suelen usar este argumento para
sostener que, puesto que sus ancestros fueron los primeros en llegar a este
continente, ellos son los verdaderos propietarios de la tierra. Este argumento
es bastante pobre. ¿Por qué el haber llegado de primero a un lugar justifica su
propiedad? ¿Qué méritos tiene el mero hecho de estar en un lugar?
Los
filósofos más refinados han buscado un criterio más firme y sensato para
justificar la propiedad. No se trata meramente de quién se encontró primero con
un recurso natural, sino de cuánto trabajo ha llevado su transformación, lo que
justifica la propiedad. El filósofo John Locke era el más emblemático defensor
de este criterio: a su juicio, la propiedad procede de una mezcla de trabajo con
el recurso natural. Bajo el criterio de Locke, puedo considerarme el legítimo
propietario del fruto de mi trabajo. Así, si me encuentro una rama de un árbol,
no puedo decir que propiamente me pertenece. Pero, si trabajo y convierto esa
rama en una lanza, entonces sí puedo considerarme su propietario. Locke calculaba
que el 99% de las propiedades llevan alguna forma de trabajo, y precisamente
esto legitima que tengan dueño. Contrario al primero, este criterio es mucho
más meritorio. No se premia a quien haya llegado primero, sino a quien se haya
esforzado en convertir el elemento natural en algo útil.
Con
todo, Locke colocaba una condición: con mi trabajo puedo convertirme en
propietario de una cosa, siempre y cuando no acapare el recurso natural
original. Es decir, al mezclar mi trabajo con el recurso natural, puedo
considerarme propietario del producto que resulte, pero sólo si hay suficientes
recursos naturales para que otros hagan lo mismo. Si me encuentro un manantial
en una zona donde escasea el agua, y construyo un pozo, aun si ese pozo procede
del fruto de mi trabajo, no puedo considerarme su legítimo propietario, pues
estoy acaparando el agua, y no estoy permitiendo el acceso de un recurso
natural a otras personas.
En
fechas más recientes, el filósofo Robert Nozick ha elaborado una doctrina
similar a la de Locke. Según Nozick, puedo considerarme propietario de algo si se
cumplen dos condiciones básicas. La primera, es que haya justicia en la adquisición
original del bien, y en esto, Nozick sigue de cerca la doctrina de Locke. La
segunda, es que haya justicia en las transacciones, y bajo esto, Nozick postula
que las transferencias deben ser consensuadas y los participantes deben tener
un conocimiento razonable de lo que están haciendo. Si, al cumplirse estas dos
condiciones, se desemboca en un estado de gran desigualdad, Nozick sostiene que
debemos aceptarlo. No es reprochable que Bill Gates sea un magnate a la vez que
haya pordioseros en la calle, siempre y cuando la propiedad de Bill Gates haya
sido acumulada teniendo en cuenta esos dos principios básicos.
Éstas
son justificaciones deontológicas (a saber, justificaciones que se concentran
en el deber intrínseco) de la propiedad. Pero, hay justificaciones
utilitaristas, las cuales son también dignas de consideración. La propiedad
privada, se alega, asegura el cuidado de los recursos y su óptima
administración. Lo público no tiene dolientes, de forma tal que, para poder
asegurarse de que no habrá despilfarro, conviene dejar los elementos en manos
privadas, pues los individuos, al sentirse propietarios privados de algo, lo
cuidarán mejor. La propiedad pública fácilmente conduce a aquello que ha venido
a ser llamado ‘la tragedia de los comunes’: el abuso de los recursos
colectivos, en vista de que no tienen dueño particular.
La
privatización de las calles en Maracaibo podría tener una justificación
utilitarista. Es indiscutible que, a partir de ahora, en esas calles
privatizadas no habrá basura, se cultivarán áreas verdes, y recibirán un
cuidado adecuado. El individuo arroja basura a la calle pública porque calcula
que el aseo público, financiado por el Estado, recogerá la basura. En cambio,
en la calle privada, el individuo comprende que él mismo debe financiar el
aseo. Al calcular los costos que afectan su propio bolsillo, llega a la
conclusión de que es preferible no botar basura. Con todo, la privatización de
las calles ubicadas en zonas estratégicas genera terribles problemas urbanísticos,
de forma tal que es cuestionable su justificación utilitarista.
Más aún,
al tener en consideración las justificaciones deontológicas, la legitimidad de
la privatización de las calles en Maracaibo no reposa sobre piso firme. En
primer lugar, las calles no son res
nullius. Ya tenían dueño, a saber, el Estado. Y, el Estado se hizo dueño de
ellas mediante una mezcla de trabajo y recursos naturales, de forma tal que
bajo el criterio de Locke, su legítimo propietario es quien las construyó en un
inicio, y esto apunta invariablemente al Estado. La privatización de la calle
es, en efecto, un robo.
Así, en
mis caminatas, mi padre no supo responder por qué la privatización de las
calles en Maracaibo sí es un robo, pero la propiedad de su apartamento sí es
legítima. Creo que, ahora, estamos en mejor posición para responder. Los
vecinos que privatizan calles depredan algo que ya estaba construido con el
trabajo de los demás, y no se trató de una relación de consenso. En cambio, mi
padre no depredó nada, y en su adquisición predominó el consenso: con el fruto
de su trabajo, y mediante negociaciones voluntarias, logró que otras personas le
transfirieran una propiedad. Quizás, hace quinientos años, cuando llegaron los conquistadores
españoles, hubo una depredación forzosa de una tierra que seguramente era
reclamada como propiedad por algún cacique indígena, y sobre esta tierra se
construyó el apartamento de mi padre. Pero, es dudoso que los descendientes de
ese cacique indígena puedan legítimamente reclamar la propiedad de esa tierra y
lo que hay sobre ella ahora. No sólo no tienen forma de demostrar su propiedad
previa, sino que, esa tierra era un mero recurso natural; los sucesivos
poseedores fueron añadiendo trabajo a esta tierra para convertirla en algo
valioso, y bajo el criterio de Locke, esto es un factor de peso para considerarlos
los nuevos legítimos propietarios.
Con todo, surge una
complicación. Previsiblemente, las calles privadas mejorarán su condición (en
vista de que lo privado suele conservarse mejor que lo público), y los vecinos
añadirán su trabajo para la conservación de su nueva propiedad. ¿El trabajo
añadido de los vecinos eventualmente los podría convertir en legítimos
propietarios? Me temo que en este caso no. El trabajo añadido no elimina el
hecho de que, en un inicio, hubo una apropiación forzosa e ilegítima de algo
que ya estaba construido. A
diferencia de la tierra sobre la cual reposa el apartamento de mi padre, las
calles públicas de Maracaibo no eran meros recursos naturales, ya contaban con
suficiente trabajo elaborado, como para tener un propietario con pleno derecho,
a saber, el Estado.
Robert Nozick permite una posibilidad: si se
toman medidas para corregir la injusticia inicial en la adquisición de la
propiedad, entonces sí podría concederse en propiedad legítima. Los vecinos
tendrían que pagar una justa compensación al Estado. Quizás mi padre también
tendría que pagar una compensación a los indígenas que hipotéticamente reclaman
haber sido los propietarios originales de ese terreno, pero hay dos factores
que hacen esto más difícil de sostener. En primer lugar, sabemos muy bien que
el Estado sí era el propietario de las calles, mientras que la ausencia de títulos
no nos permite saber quién era el propietario original del terreno. Y, en
segundo lugar, el Estado se hizo propietario de esas calles mediante el trabajo
añadido a los recursos naturales, mientras que los indígenas propietarios del
terreno del apartamento de mi padre presumiblemente sólo las ocuparon, pero no
le añadieron trabajo, y en ese sentido, no tienen tanta fuerza en su reclamo.
En Maracaibo, el Estado debe tomar medidas
pronto respecto a las calles privadas, pues entre más pasa el tiempo, será más
fácil que se convierta en un fait
accompli, un hecho cumplido, y el trabajo acumulado de los nuevos
propietarios podría hacer más difícil despojarlos de la legitimidad de su
propiedad. Siempre será tentador buscar excusas para el robo: Jean Valjean tomó
una pieza de pan porque tenía hambre. Pero, por más conmovedoras que sean, estas
excusas no son convincentes a las personas con una inclinación analítica. Pues
bien, así como el hambre de Jean Valjean no debería excusar a los ladrones de
pan, la inseguridad de una zona de Maracaibo tampoco debería excusar a los
ladrones que privatizan calles públicas.
Me pregunto si la justificación lockeana de la propiedad conduce inevitablemente al libertarianismo.
ResponderEliminarSí, casi todos los libertarios se amparan en Locke para defender sus posturas.
EliminarMe llama la atención la visión de Nozick sobre la propiedad. Y aunque sé que él es un libertario minarquista, no un "ancap", me hace pensar que los impuestos tal vez están injustificados. Pues si los bienes propios se adquirieron legítimamente, ¿qué justificación tiene el Estado para realizar impuestos?
EliminarEn ese sentido, tal vez los impuestos son una forma de robo, pues, te guste o no, se sustrae una parte de tus ingresos para financiar determinados servicios. Todo bajo coerción (si te niegas, puedes pasar un tiempo en prisión).
¿Cuál es la diferencia entre esto y un grupo de mafiosos que llega a tu negocio a exigir el pago de "protección"? Y si te rehusas, sabes que cosas malas van a pasar.
Con esto no necesariamente digo que los impuestos no deberían existir, ya que no me queda que sea justo o conveniente; lo que digo es que no encuentro justificación racional para ellos.
Por cierto, ya que aquí hablas de justificaciones deontológicas de la propiedad (privada), me preguntaba si sabes de justificaciones de este tipo pero para la propiedad social sobre los "medios de producción". ¿O los socialistas se quedan en justificaciones utilitaristas (trae más felicidad para más personas, es más eficiente...)?
1. Álex, tu argumento es típicamente libertario, y muchos filósofos te acompañan. Quizás podría contraponer tu argumento con la postura de John Rawls: a su juicio, si bien hay gente que ha conseguido riqueza legítimanente, hay un gran componente de suerte en ello. Y, en vista de que todos corremos el riesgo de tener mala suerte (tu casa se puede quemar, etc.), Rawls propone un mínimo de bienestar para todos los ciudadanos. Ese mínimo de bienestar sólo se puede lograr recaudando impuestos. En ese caso, el Estado NO sería como la mafia, porque a diferencia de los mafiosos, recolectaría dinero forzosamente, pero con el objetivo de garantizar un mínimo de bienestar a todos (aunque, sabemos muy bien que en la práctica esto rara vez ocurre).
Eliminar2. Supongo que las justificaciones deontológicas de los socialistas están en que todos tenemos una obligación social con nuestros conciudadanos, y en ese sentido, es inmoral que una persona tenga mucho dinero si la otra no tiene nada.
No tengo claro que del hecho de que haya desigualdad o "mala suerte" se siga el deber de hacer algo para quienes las padecen. ¿Por qué iba a ser así? Y repito: no necesariamente digo que no deba hacerse, pues desde una visión utilitarista podría fácilmente justificarse. Pero desde la deontología no lo siento así, salvo que sea voluntario.
EliminarAl menos hasta hace poco, me consideraba de izquierda. Pero esta cuestión me da vueltas por la cabeza.
En fin, me gusta mucho tu blog. Saludos.
Según Rawls, debe ser así, porque al conformarnos en sociedad, debemos imaginar cómo se viviría si tuviéramos el peor lugar en la escala social (Rawls llama esto el "velo de la ignorancia"). Todos quisiéramos, aun si caemos en lo más bajo, tener un mínimo de bienestar. Es un deber intrínseco, porque todos los seres humanos tenemos un mínimo de derechos que la sociedad nos debe ofrecer.
EliminarSé lo que Rawls opina, pero no el cómo lo justifica. Poniendo un ejemplo deportivo, y en base a la teoría de Rawls, ¿los peores equipos de fútbol deberían obtener de todos modos premios, por eso de "tener un mínimo de bienestar"?
EliminarSí, todos quisiéramos tener, aunque sea, un mínimo de bienestar. Lo que no entiendo es como de ese deseo o necesidad se sigue el deber de otros de garantizarlo. ¿Los deseos/necesidades de unos crean deberes en otros?
Se me ocurre que puede que la única forma en la que al "conformarnos en sociedad" obtengamos deberes positivos hacia otros es mediante contrato. Así, estaría bien si una comunidad o un grupo de trabajadores en un lugar de trabajo acordaron que, en caso de necesidad, ayudarían a sus vecinos/compañeros.
1. Es muy oportuno que menciones la analogía del deporte. Supongo que Rawls diría algo así: no hay que dar "premio de consolación" a los peores equipos de fútbol, pero sí hay que garantizarles un mínimo de bienestar (si un jugador de un equipo perdedor se lesiona, hay que atenderlo, etc.). Trato de explicarlo acá: http://opinionesdegabriel.blogspot.com/2012/10/como-repartir-la-riqueza.html
Eliminar2. Rawls dice que tenemos obligación de garantizar un mínimo de bienestar a todos, porque siempre existe el riesgo de que, yo mismo, caiga en lo más bajo de la sociedad (se me puede quemar la casa, me pueden matar a mi familia, etc.). Y, en ese caso, yo quisiera que al menos la sociedad me ofreciera un mínimo de garantías.
3. Has dado en el clavo cuando hablas de "contrato". Pues, precisamente, Rawls procede de la tradición contractualista de Locke y Rousseau, y dice que toda la sociedad opera como la comunidad o grupo de trabajadores a la cual haces referencia.
Creo que los deberes positivos podrían derivarse del contrato voluntario e informado. Sin embargo, el contractualismo, hasta donde entiendo, me parece que no cumple las condiciones, pues asume un supuesto contracto social al que uno se suscribe implícitamente por el sólo hecho de pertenecer a la sociedad. Lo peor es que aparentemente no se puede deshacer. Pues, si según Rawls, garantizar a otros un mínimo de bienestar es parte del supuesto contrato social, pero nadie puede decidir no ayudar a otros, estando dispuesto a que en consecuencia nadie le ayude, entonces esto es cualquier cosa menos un contrato. Estás en él sí o sí. No hay alternativa.
EliminarTu objeción es la que siempre se ha hecho a los contractualistas, y tiene mucho peso: a mí nunca me preguntaron si yo quería o no ese contrato. Supongo (no sé sí Rawls alguna vez planteó esto), que si no me gustan los términos del contrario, siempre queda la opción de retirarse de la sociedad, irse a la selva. Al aceptar vivir en sociedad, estoy aceptando implícitamente los términos del contrato.
EliminarTraducción: "Si no te gusta el contrato social tal y como fue 'revelado' por los teóricos del contractualismo, vete. No puedes deshacer ni renegociar nada". ¿Soy yo o esto es arbitrario y reaccionario?
EliminarLos invito a ver porno
ResponderEliminarYo si quiero
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